Aún no me explico cómo pudimos acabar allí; tal vez fuera por que Madrid es una ciudad enlaberintada, porque íbamos aballestados de gin-tonics, porque la luz equívoca del crepúsculo andaba engolfada de neones y sombras. La chica se llamaba Carla, era brasileña y experta en la danza del vientre: había tenido ocasión de comprobarlo en mi habitación del hotel hacía unas horas, en una debacle de sudor y efluvios sexuales, de visiones de su melena oscura y rizada entre mis piernas, de sus piernas perfectas como un crepúsculo sobre el mar. No recordaba dónde ni cómo la había conocido, pero tenía una certeza: no tenía alma de mercenaria. No estaba conmigo por dinero.
El caso es que entramos allí, en aquel restaurante denso de decoraciones Luis XV, caobas, consolas, retratos, más parecido a un anticuario que a otra cosa, y pedimos el menú. Carla me hablaba de su infancia en Bahía mientras yo repasaba la lista de gilipolleces habituales y pedía una botella de Chateau Lafitte para acompañar el maremágnum de cosas como las perdices escabechadas al estragón con salsa de mostaza en emulsión de trufa con pimientos del Périgord y anchoas del cantábrico levemente acompañadas de un toque de cimborrio de obispo romano, o algo así. El maître, ceremonioso como un pirata a punto de pegar el sablazo, no nos quitaba el ojo de encima. Aquello era como sentarse a cenar en algún sitio del Boulevard Housmans. Por algún sitio sonaba música de Mozart, un concierto para flauta y arpa. Carla hablaba con su suave deje brasileiro y yo me sentía el hombre más afortunado de la Tierra. Era cantante y tenía la belleza de una modelo. Era un puro regalo del azar, y yo lo sabía.
Cuando nos sirvieron aquellas miniaturas –y el vino no era gran cosa: he bebido cartones de Don Simón todavía mejores, con más bouquet-, casi nos descojonamos de la risa ante la mirada calibratoria del maître, que probablemente no podía explicarse cómo no hacíamos reverencias ante semejante despliegue de delicatessen. Al final no nos terminamos ni el vino. Carla tenía un concierto aquella noche en un local de Lavapiés y yo tenía toda la intención de verla, escucharla, y de verla de nuevo, esta vez desnuda, en mi habitación de hotel, y de volver a escucharla, pero no cantando fados, sino gimiendo mientras me la follaba a lo bestia. Al día siguiente yo tenía un viaje de negocios a Barcelona y no sabía cuándo podría volver a verla, ni si el azar volvería a ser tan generoso. De modo que pedí la cuenta. Trescientos pavos por dos tapas de nueva cocina y media botella de vino. De propina dejé una sonrisa, eso sí.
Cuando salimos de allí fuimos a buscarnos un par de bocatas de calamares. Todavía estábamos hambrientos. Y no pude dejar de pensar en la de mariconadas que hoy se tienen por alta cocina, y que no pasan de ser tapas pretenciosas a precio de diamante.
Y una vez saciada el hambre, en una típica tasca aledaña a la Plaza Mayor, tanto el concierto de Carla como el resto de la noche fueron gloriosos. Por supuesto, me encargué de que le dejaran una docena de rosas rojas en la habitación del hotel.
Y jamás volví a verla.
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