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miércoles, 6 de abril de 2011

AMANECERES

Caras descompuestas, lívidas, malhumoradas, abotargadas, ojos vidriosos, enrojecidos, olor a sudor, a alcohol, a calcetines sucios, los neones afilados del pasillo, babel de lenguas, bragas sucias, calzoncillos machados, recovecos poco aseados en cuartos de baño con la bombilla rota y manchas de humedad aflorando en la pintura descascarillada, casi predemocrática, caladas apresuradas al primer cigarrillo o canuto del día, Jordi tomándose una aspirina con los restos de una fanta de naranja de la noche anterior, Zebenzuí saltando de la litera con la agilidad de un lince de ojos claros, Román, el del cuarto vecino, echándose al coleto un trago de anís y ocultando celosamente la botella bajo el colchón e incorporándose con lentitud, con punzadas a la altura del hígado en las que es infinitamente preferible no pensar, rezando para que no le sobrevenga otro ataque de lumbalgia como el que hizo que lo despidieran del Papagayo Beach, los musulmanes guardando sus esterillas de oración bajo las camas o en los armarios, Vicentino el colombiano con resaca, buscándose la barba inexistente en su rostro aindiado, casi impúber, melancólicas, súbitas ráfagas de olor a colonia barata o desodorante por los pasillos, estruendo metálico en las cocinas, la gran maquinaria vampírica poniéndose en marcha nuevamente, como todos los días, mientras los primeros clientes empiezan a agolparse a las puertas del comedor, son las siete en punto de la mañana y están de vacaciones pero no perdonan, para algo han pagado el lote completo –con derecho no escrito a llevarse bollos en el bolsillo de la chaqueta- en sus agencias de viajes de Leeds, de Cork, de Londres, de Toulouse, de Lyon, de Tours, de Messina, de Roma, de Düsseldorf, de Linz, de Copenhague, de Oslo, de Tromsö, de Praga, de Tesalónica, de Sofía, de París, de Varsovia o de San Juan de Aznalfarache o de Torrepollas del Encinar o del Zaidín o de Gracia o de Orzán o de Vallecas, están de vacaciones y se levantan a desayunar a la misma hora en la que en sus respectivos países ciudades barrios saltan de la cama para ir al trabajo, es algo que no entenderé nunca: pegarse el madrugón como los sufridos esclavos malpagados que los atienden y engrasan con su sangre y su bilis la maquinaria del hotel para atiborrarse de huevos revueltos, salchichas, café aguado, jamón medio reseco, queso barato, zumos recién exprimidos que en realidad son polvos industriales, medio zombis todavía, como nosotros, con resaca la mayoría. Estos son los amaneceres en el Hotel H10 Princess de Playa Blanca, Lanzarote, Islas Canarias. Todo dispuesto a la suave luz del inmenso comedor: el buffet industrial que recuerda vaga o sarcásticamente a un inmenso comedero compartimentado de nave porcina, las máquinas dispensadoras de leche en polvo, café en polvo, zumo en polvo (algún cliente habrá de comentar o habrá comentado o estará comentando que ya que estaban por qué no ponían también un barril de cerveza o whisky en polvo, pa la resaquilla, pisha), los expositores repletos de vasos, tazas, platillos, cucharillas, tenedores, cuchillos, sobres de azúcar, colacao, infusiones, mermelada, mantequilla, platos calientes, platos fríos, adminículos para los huevos pasados por agua, sacarina, pajitas, un ejército de ayudantes de cocina en su mayor parte de piel oscura y dialecto magrebí apostado tras el inmenso, taxativo comedero brillante como un espejo, nosotros en fila frente a las puertas acristaladas del comedor, las manos a las espalda, de chaleco y pajarita, más o menos impecablemente afeitados y compuestos y compuestas, en orden de revista bajo la atenta mirada de Amador, el maître, o de Andrés, el segundo, que a esas horas de la mañana tiene la inequívoca expresión del que preferiría estar en cualquier otra parte –en algún bar, leyendo tranquilamente el Canarias 7 o el Marca frente a una siempre propicia, sosegante, lenitiva, dulcísima copa de brandy-, todos en perfecto batallón uniformado, marcialmente camareros profesionales divinos de la muerte y, ay, humanos, demasiado humanos, con nuestro mal aliento, nuestras ojeras, nuestro maquillaje, nuestro leve colocón de hachís, nuestros nervios mal disimulados, nuestros calzoncillos mal lavados por falta de unas monedas para detergente o por simple y pura y definitiva dejadez de animal reventado mal disfrazada con desodorante y ducha, nuestras reglas con dolor abdominal, nuestros cánceres solapados, nuestro alcoholismo, nuestros hijos en la Península o en una aldea perdida del Rif, o de Galicia, nuestras deudas, hipotecas, alquileres, cheques sin fondos o ahorros hormigueros, nuestros dolores de cabeza, nuestros cuernos, amores frustrados, miedos, ansiedades, equipos de fútbol, programas de televisión favoritos, el tiroides del abuelo Manolo, la drogadicción del primo Miguel, el lupus de la cuñada Caqui, las ovejas muertas del tío Rashid, la cárcel del primo Yusuf –Kenitra-, la muerte, hace dos días, de mamá Ashia en su oscura habitación mal ventilada de una barriada pobre de Rabat o Chebchaouen o Fez, rodeada de cucarachas, el primo Mohammed escapando de la Guardia Civil a las afueras de Tarifa, la prima Manoli recién casada y embarazada en Coria del Río o Linares o Almendralejo, nuestras frustraciones, estudios inacabados, corazones hechos cisco, o incluso calderilla, nuestras pastillas para dormir, libros de cabecera, revistas pornográficas, ejemplares atrasados del Hola, Diez Minutos, Mía, Pronto, Qué me Dices, Interviú, Cosmopolitan, nuestros poemas inéditos (en mi caso), nuestras familias, nuestros caos existencial, nuestro terror a ser despedidos en cualquier momento y acabar durmiendo en el coche, en la playa, en un apartamento del que se forzará la puerta o la ventana, o en una casilla de garaje de Arrecife, y eso los que no tengan hijos. El olor de la comida inundándolo todo la vez que se abren las puertas y good morning sir, bonjour madame, buenos días, señores, dispersión tácita del personal, cada mochuelo a su rango, cada ayudante de camarero a su olivo, cada perro que se chupe su capullo, que diría el amigo Juanjo, mi perdidísimo hermano cañonero, polemista, bajista, nihilista. Olor a huevos revueltos, a salchichas baratas, a bacon retestinado, a café con calidad de diarrea de borracho de vino tinto, oscuro, líquido, nauseabundo, a leche en polvo, a zumo de mierda en bote, a tomates al grill, a cereales, a colacao, a ambientador, a ginebra trasudada (una secretaria de Dublín), a semen de polvo mañanero (una recién casada de Badajoz), a Chanel falso nº 5 (una cocinera de Lugo), a alter shave marca LaPavaFloïd (un oficinista de Valladolid), a vómito reciente (un traficante de drogas de Sevilla), a nada en absoluto, a asepsia, a malafollá, a remordimiento (follarín casi sorprendido por la parienta en plena faena con una animadora dominicana previo pago de 100 euros, no incluídos en el precio del paquete turístico abonado con Visa de Cajamadrid), a divorcio en ciernes, a pura mala educación, a estupidez humana disfrazada de falsa cordialidad; olor a pan tostado, a mantequilla, mientras entramos y salimos del office de la cocina cargando bandejas con tazas y platos y cubiertos limpios, recién repasados con una mezcla de vinagre y mistol y agua, cargados de los primeros platos sucios, de las primeras raciones de comida desperdiciadas con alegría: tostadas enteras, huevos con bacon, zumos, café, todo a la basura, Vicentico el colombiano robando huevos duros y metiéndoselos en el bolsillo del pantalón para comérselos a escondidas en algún instante de escaqueo por los pasillos, aprovechando la creciente confusión, la algarabía, el inacabable desfile de turistas tragaldabas que prefieren el trasiego apabullante de los comederos a la tranquilidad de un café y un bollo en el piano-bar, que a estas horas estará casi vacío; la secretaria dublinesa, 39 años, mechas mal cuidadas, revolviendo desganadamente sus huevos en el plato ante la mirada de su futuro exmarido, loca por la primera, la segunda, la tercera ginebra a palo seco del día, por perder de vista a este soplapollas que no para de hablar. Los veo a todos, lo veo todo, rango número cinco, hoy me toca con Araceli, la cordobesa, que es eficaz, silenciosa, rápida, con la que apenas cruzo palabra. Ya he roto a sudar, noto los cambios de temperatura entre el calor vaporoso del office y el frescor más o menos relativo del comedor, mantengo una velocidad media de 7 kilómetros por hora, imagino que suficiente para los estándares que pide la empresa, procuro no resbalar en el suelo impecablemente fregado y encerado, tarea nada fácil, qué sencillo sería caerse y partirse la cabeza contra un mueble, contra el metal de los buffets, contra la pata de una silla, riesgos éstos que no están contemplados en ninguna parte, los muy cabrones serían capaces de despedirte en menos de un minuto aunque consiguieras sobrevivir a un traumatismo craneoencefálico grave, aquí nada importa, nadie importa, aquí lo que cuenta es el perfecto funcionamiento de la máquina, de cada engranaje, de cada detalle, de cada peón en este multitudinario tablero en el que los clientes son los reyes y las reinas y el maître y el segundo maître son las torres y los jefes de sector son los caballos y los alfiles, este es el ajedrez de la locura absoluta y yo soy solamente un peón, aquí no importa una puta mierda que releas a Shakespeare en inglés en tus horas libres o sepas cómo se dice hijo de puta en ruso, has aceptado el juego y ahora te jodes y bailas. Eres un número más entre miles de números en la base de datos central de la empresa y estás obligado a sonreír, a correr, a quitar mierda a velocidad de vértigo a la vez que tratas de hacerte lo más invisible posible, que tu mera presencia física pase inadvertida a los ojos de Amador y de los jefes de sector, que básicamente se dedican a fiscalizar a los que de verdad trabajan y a escaquearse al pasillo para fumar o incluso para echarle un polvo rápido a la novia, que es camarera de barra, en la habitación de personal, o para meterse una raya o un trago de coñac, como dicen las malas lenguas que hace Andrés, el segundo maître, cuando Amador está demasiado ocupado fisgoneando el trabajo del personal de este zoológico de carpantas provenientes de media Europa y parte del barrio del Poble Nou o de la Macarena. El oficinista de Valladolid, que sufre de alopecia galopante desde incluso antes de salir del vientre materno, ha estado a punto de atragantarse con una tostada con mermelada de fresas mientras en el rango de al lado una jefa de sector modelo pingüino canario con chaqueta amarilla, una tal María del Pino (nombre tan típico de Canarias como las papas arrugás, por lo visto) le toca los cojones a Rashid, un camarero argelino que trabaja a velocidad de vértigo (tiene 20 años) diciéndole que va muy lento, provocándolo, acosándolo, puteándolo. El chico no responde: da lo mismo lo que pueda decir en su defensa (no tiene nada de lo que defenderse puesto que se limita a cumplir con su trabajo a la velocidad de crucero de una zodiac), da lo mismo que todos sepan o sepamos que es un fiera en lo suyo, que no se le puede reprochar lo más mínimo, que habla francés, inglés, árabe y castellano: la tal María del Pino, que anda bien pareja en estatura moral y física, tiene órdenes de Amador, quien a su vez tiene órdenes del director del hotel, quien a su vez tiene órdenes de la central de la empresa, de despedir al trabajador número 91016/B, o sea, Rashid al-Fatawi, con número x de pasaporte y número y de la S.S, por la sencilla razón de que está a punto de cumplir un año en la empresa, y por lo tanto de que, según ley (las grandes corporaciones hosteleras son muy puntillosas en el estricto cumplimiento de la ley), se vean obligado a hacerlo fijo en plantilla, lo cual, cuando ocurre, ocurre más bien por descuido, claro. Rashid ha perdido su luminosa sonrisa, su innata afabilidad hacia la clientela, mientras aquel retaco canarión sigue acosándolo, muy peripuesta ella de peinado y chaqueta amarilla de jefa de sector (un mes atrás era una camarera temblorosa), y los que lo conocen, entre los que no me cuento, empiezan a preguntarse en qué momento saltará…

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