I have spread my dreams under your feet;
Thread softly, because you tread on my dreams.
WILLIAM BUTLER YEATS
El verano del año 2000 fue un verano de fuego por muchas razones, no solamente por ser un verano sevillano. El verano del año 2000 se me ha quedado grabado en la memoria, enquistado como un reguero de lava volcánica, por ser una apoteosis del disparate. Mi padre había decidido venderle el piso a un tal Pepe Sánchez, un cabrón peliblanco, malencarado, de voz ronca y modales de gañán enriquecido en negocios turbios, al que no parecía importarle que aquel agujero perteneciese al Patronato Municipal de la Vivienda. Con peores cosas traficaba. Hubo muchas visitas a la cervecería José Luis, en la plaza de Cuba, un garito pretencioso con tapas a precio de oro donde Pepe Sánchez se dedicaba a vacilar de whisky y billetes y anónimas compañías femeninas, y donde tuve que ver a mi padre humillar la cabeza mientras aquel tiparraco, aquel especulador de la miseria ajena, trataba de imponer sus condiciones: que pagaría el piso como quisiera, poco a poco, e incluyendo en el precio tres coches: un Seat Ibiza, un Mercedes 500 y un Ford Fiesta. Aquello, que tardaría más de un mes en cerrarse, no era un negocio; era un trapicheo en toda regla. Y, para que mi tía Juana Sosa soltara los papeles del piso, que encima estaban a su nombre para tener bien agarrado por los cojones a mi padre –quien vivía en un estado permanente de mansedumbre y apatía alcohólica-, había que soltarle como medio millón de pesetas, que era la suma total de todos y cada uno de los bocadillos y latas de refrescos y muebles comprados en Remar, el rastrillo de los drogadictos de la Avenida de la Cruz Roja, que mi padre le adeudaba. Esta piadosa dama, durante un año y medio, se había dedicado a consignar cada aceituna que le había dado de comer a mi padre en su libretita, cómodamente instalada en el lujo barato y menestral de su tienda de ropa, Boutique JUANA SOSA, con una minuciosa devoción por la venganza más rastrera hacia aquel pecador acérrimo caído en desgracia en que según sus entendederas de pueblerina malfollada y envidiosa se había convertido su hermano. A mí, cuando la veía, me daba a entender que acabaría tan mal como mi padre, si no peor, porque encima escribía, y al menos mi padre había trabajado durante muchos años y había tenido negocios y había cotizado, y además me estaba dejando el pelo largo, lo cual era, según esta lumbrera oligofrénica, síntoma de mi afición a tomar el mal camino, la procelosa senda bohemia. Aquel esperpento no era un personaje sacado de una novela tópica y típica de principios de siglo a la manera de José Más o Pedro Luis de Gálvez o tantos otros; aquella cosa no había salido de ningún esperpento de Valle Inclán: era real, y tenía una tienda, y una casa adosada con un patio de unos diez metros cuadrados y fachada de color rosa que ella consideraba el palacio de Las Dueñas en una callejuela residencial, La Rosaleda, cercana a la avenida de Miraflores en el cruce con Almadén de la Plata, donde mi hermana y yo vivimos una temporada con mis abuelos Francisco y Pilar cuando yo tenía entre seis y siete años, cuando empezaron a serrarle las piernas a mi abuelo, ya casi ciego, para evitar la necrosis producida por la diabetes. Aquel espantapájaros cuya Biblia era el Hola y cuyo único rasgo de inteligencia –lo que ella podía considerar un rasgo de inteligencia- había sido cazar a Miguel Sáenz, un sátrapa, un tiranuelo doméstico bajito, fondón y pelicalvo que había empezado de botones en un banco y había progresado hasta ostentar un cargo más bien mediano en la Caja San Fernando (el equivalente a presidente del Gobierno según su mentalidad de cenutrio pueblerino), aquella cosa, que había sido madre de cuatro hijos, mis primos Miguel, Elena, Elisabeth e Inma, que se había labrado el porvenir del que disfrutaba a base de ponerle el coño al marido como complaciente consorte/ esposa respetable, aquella gorda de pelo cardado que recordaba, por el careto, a una Rocío Jurado en horas bajas, y que cada vez que abría la boca exhalaba un aliento a putrefactas aguas estancadas de memez pequeñoburguesa, a soplapollez sin remisión (aunque dudo mucho de que supiera chuparle la polla a su marido; tal vez a otros sí, pero no a su marido, el ínclito Miguel Sáenz, quien indudablemente la consideraría una puta barata de haberle propuesto algo semejante y le habría recomendado que fuese inmediatamente a la iglesia a confesarse, tal vez para darse tiempo a sí mismo de buscarse una colegiala traviesa que le abrillantara el cimborrio por unos billetes –lo más pequeños posibles, claro-), tenía en sus manos, en fin, el futuro de aquella transacción.
Había sido yo quien había convencido a mi padre, no sin cierto afán egoísta, de vender aquel piso de la calle Gladiolo, cuando estábamos atrapados en Menorca, sin trabajo, sin dinero, con la Chica a cuestas y viviendo en la pensión del Paisano, aquel agujero inmundo donde cada día, al bajar de la habitación teníamos que tolerar que nos humillaran, nos insultaran y nos trataran a lo bajuno por la dos mil pesetas que costaba y que a duras penas podíamos pagar. Estaba de la miseria hasta los cojones, y aquella era la única salida que se me ocurrió. Mi padre no habría movido un dedo, embotado por la depresión y el alcohol, para salir de aquella situación, sin que yo le hubiera dado un empujoncito. Aquel piso me daba mal rollo. También había sido yo el que poco tiempo antes había vendido hasta el último mueble, incluyendo los cincuenta o sesenta tomos de la Enciclopedia Summa Artis que había pertenecido a mi madre, que había en aquella casa. No podía olvidar el pestazo de la rata muerta que me había encontrado bajo una cama la primera vez que entré. No se me iba de la cabeza el olor a bajantes atascados que imperaba entre aquellas cuatro paredes que supuraban tristeza, miseria, abandono, alcoholismo, locura, dejadez absoluta. ¿Para qué queríamos un piso si no teníamos dinero para vivir, aunque no tuviéramos que pagar alquiler? ¿Para acabar cada dos o tres meses con la luz cortada mientras pedíamos prestado para beber, que era mayormente en lo que invertíamos el poco dinero que lográbamos arrancarle a la calle? Había que desprenderse a toda costa de aquel agujero negro. Aún hoy día, tantos años después, me avergüenza recordar lo que le hice a mi padre vendiendo los pocos enseres que poseía. Vendí hasta el water, hasta el lavabo, hasta el termo de gas, para acabar gastándomelo casi todo en copas antes de poder regresar a Granada. Pocas, muy pocas veces he sido tan miserable. Hasta mi abuela y mi madre, que no apreciaban especialmente a mi padre –más bien lo odiaban a muerte-, me lo dijeron en su día. Me había pasado. Creo que mi padre nunca logró olvidarlo, y aún hoy me pregunto, pasados tantos años, si no contribuí a lanzar a mi padre hacia la locura con aquella miserable hazaña propia de un descerebrado sin corazón.
Aquel verano oficié de perro guardián con la única compañía de la Chica, encerrado a cal y canto en el piso porque Pepe Sánchez aún le debía a mi padre un millón de pesetas en metálico, y el muy cabrón se mostraba renuente a pagarle. Recibí instrucciones de meter todos los muebles de la casa en un guardamuebles, excepto mi cama y el armario donde guardaba mi ropa, y no salir de allí hasta que Pepe Sánchez pagara su deuda. Mi padre se había ido a trabajar a Menorca, al restaurante 222 del puerto de Mahón, como maître, bajo la férula de José El cachas, como llevaba haciendo ya varias temporadas. Me dijo que me mandaría dinero para que pudiese ir tirando; y la verdad, cuando me vi en aquella casa vacía, sin cocina, sin una silla donde sentarme, sin televisión, sin libros, sin aire acondicionado, y con la perra meneando el rabo a mis pies, se me cayeron los palos del sombrajo. Se puede sobrevivir con muy poco dinero siempre que al menos uno tenga una cocina donde apañarse aunque sea una olla de garbanzos, pero la cocina se la habían llevado los encargados del guardamuebles aquella misma mañana. Lo único que quedaba era el termo del gas, aunque en Sevilla, en pleno verano, el agua caliente no sea precisamente un artículo de primera necesidad, ya que la propia atmósfera, sea de día o de noche, es agua caliente. Uno respira, camina, vive en agua caliente, en sopa de mierda caliente. No había quien aguantara encerrado entre aquellas cuatro paredes, de manera que me refugié en Las Palomas, un bar cercano regentado por Hussein y su mujer, Chelo, donde no tenían problemas tampoco en admitir a la Chica en las escasas ocasiones en que la llevé allí, sobre todo al principio, cuando aún no tenía demasiada confianza. Luego la perra se convirtió en una más de la casa.
Hussein, moreno, nervudo, de pelo rizado, había estudiado Filología Española en su país y hablaba perfectamente nuestro idioma, con un suave deje magrebí. Chelo era rubia teñida, tenía los ojos claros –no recuerdo si azules o verdes- y el carácter de una tarántula cabreada cuando se inspiraba. Tenían un niño pequeño, de unos cuatro años, del que no recuerdo el nombre, pero del que sí puedo jurar que era un aprendiz de Satanás. No paraba de dar el coñazo. El bar era tranquilo, caótico, con cajas de refrescos y cerveza por todas partes, y Hussein solía tener puesta la emisora M-80 radio durante casi todo el día, lo cual era de agradecer. Además, solía comprar El País, algo que por algún motivo no era muy normal encontrarse en los bares de Sevilla, que por algún motivo parecen casi todos abonados al ABC. Sería por la magnífica prosa y burbujeantes ideas de articulistas como César Alonso de los Ríos, que hubiera hecho una carrera de la hostia no ya durante el régimen de Franco, sino durante el de Hitler. Yo pedía anís con hielo y charlaba con Hussein, con quien entablé una cierta complicidad de filólogos descolocados; le conté que estaba vendiendo el piso, que el comprador aún no había pagado todo el dinero, y que no podía moverme de allí hasta que la deuda quedara saldada. “Esas cosas siempre traen follones.”, me dijo. No lo sabía él bien. Hussein era de Meknes. Había estado en Francia durante varios años, hasta que durante un viaje por España había conocido a Chelo y había decidido quedarse y tener un niño con ella. Era un hombre práctico, en ese sentido, y también uno de los más generosos que he conocido. No tenía problemas en fiarme, porque yo, tarde o temprano, aparecía con algo de dinero e iba saldando la cuenta. A la Chica le compraba latas de carne para perro y se las echaba enteras; no había nevera donde guardar el resto. Y como no podía guisar nada en casa, acababa comiendo en el bar de Hussein. La falta de una nevera, de una cocina, acaba cambiándote la percepción filosófica de la realidad. Además, aquel piso era una tumba donde sólo se podía dormir hasta las trancas de copas, y lo único que tenía para no leer eran un puñado de revistas porno. Mis relatos y poemas dormían olvidados en el fondo del armario. Apenas escribía, y cuando lo hacía lo hacía en servilletas. Leía el periódico con avidez cuando lo encontraba desocupado, y trabé amistad con Rafael Benjumea, que tendría unos cuarenta años, el pelo entreverado de blanco, una novia rellenita pero guapísima que se llamaba Betsabé y una inmoderada afición por el anís seco que nos hermanaba de alguna manera, de esa manera en que hermana el alcoholismo. También estaba Jorge, el taxista, un chaval simpático y grandullón que no paraba de contar anécdotas que sonaban como chistes y chistes que sonaban como anécdotas y de beber jervejitas, como él decía. “Una jervejita, Hus.” Cuando vio a la Chica por primera vez, dijo que parecía un sorrillo. Y la perra, que era cariñosa con todo el mundo, lo miraba en silencio y moviendo la cola como para reafirmarse en la inevitabilidad de la condición perruna.
Una tarde apareció por allí Juan Carlos Monleón, al que yo conocía desde la época del bar de la calle Llerena, que al fin y al cabo quedaba a cuatro pasos. Hacía seis años que no lo veía, exceptuando una ocasión en que lo vi en un documental sobre la Plaza Mayor de Madrid, en la que se lo veía con chaqueta y pajarita atendiendo una de las innumerables terrazas abarrotadas de turistas. Seguía siendo el mismo de siempre, con su media melena, su ambigüedad bisexual, su metro ochenta de estatura y su buena conversación. Decía que había estado en Sydney durante dos años y que se había echado una novia australiana, Serena, con la que apareció una noche por el bar; una chica que tenía algo de frutal, rubia, de ojos claros, y con la que hablábamos en una mezcla de inglés y español, aunque la muchacha no parecía demasiado atenta a la conversación, como si estuviera en otra parte. Había en ella algo de etéreo. Juan Carlos, que se había aficionado al vodka con tónica –antes, recordé, bebía ron con cocacola-, me decía que Australia era la hostia, que había trabajo por todas partes, que se ganaba buen dinero. El panegírico sonaba bastante bien, y lo decía casi como para convencerme de que emigrara, de que me olvidara de la mugre y el paro imperantes en la capital de Andalucía y marchara en busca del sol de Australia. Era una noche tórrida y estábamos sentados en la terraza, envueltos en el olor a fritanga que salía del bar y en la fragancia de los tubos de escape de los coches que pasaban por la Avenida de Miraflores. Esa noche, Serena no había aparecido.
-Australia está demasiado lejos, Juan Carlos. Demasiado lejos.
-Y aquí la miseria está demasiado cerca- dijo.
-Miseria hay en todas partes. Miseria hay hasta en el centro de Madrid. Hasta en el barrio de Salamanca hay miseria. Lo que hay que hacer es resistir. Y la verdad, cuando he tenido dinero a lo único que me he dedicado es a hacer el gilipollas. ¿Te acuerdas del bar?
-Claro.
-Bueno, pues yo no tenía sueldo. Cuando necesitaba algo, lo cogía. Y sabes que yo echaba allí un montón de horas, y aún así me daba tiempo para volver a casa y escribir como un poseso. El resto se lo llevaba mi padre, para vacilar de billetes en alguno de esos sitios donde solía ir todas las noches, a hacer “relaciones públicas” y a decirle a los amigos que tenía un bar. Pero entonces yo vivía bastante al margen del dinero. Iba guardándolo. Hasta que se me ocurrió hacer un viaje a la Alpujarra y me fundí veinte mil duros en una semana, en vez de haberme comprado un ordenador, libros, haber estudiado informática, algo útil. En vez de eso, lo único que gané fue fama de derrochador. Y de borracho, aunque eso mis amigos ya lo sabían, y además les importaba una mierda porque ellos también eran aficionados al trinque, y la verdad es que nos lo pasábamos de puta madre.
-Y ahora, ¿a qué te dedicas?
-A verlas venir mientras a mi padre le paga el hijo de puta éste que le debe todavía un millón de pesetas por el piso. En fin. Grandes riquezas posee el hombre que vive parcamente con ánimo sereno.
-¿Shakespeare?
-No, Lucrecio. De rerum natura.
Un par de días después nos fuimos a la Alameda de copas. El Habanilla, El Central, La Sirena, los viejos abrevaderos donde durante años me había dejado las neuronas y los billetes. Hablamos de literatura, y sobre todo de mujeres. Juan Carlos acabó confesándome, al cabo de varios lingotazos de vodka con tónica, que Serena había decidido volverse a Australia. Lo había dejado. Su excusa fue que había disfrutado mucho con Juan Carlos, que era un hombre inteligente, guapo, buen amante, pero que en el fondo lo único que ella quería era poder volver a Sydney para contarle a sus amigas, que eran de lo más cool, que había estado en España. Por lo visto, para la niña España era un país legendario, lo máximo, la hostia, el summum, el copón. Y eso que solamente había estado en Madrid y en Sevilla. A Juan Carlos lo había utilizado de consolador y guardaespaldas, de cicerone y de modelo de macho ibérico que lucir. Juan Carlos no parecía muy afectado; de alguna manera, siempre lo había intuido, con la perspicacia cínica que lo caracterizaba. Pero algo muy dentro de él había empezado a escocerle. “Igual es que me estoy haciendo viejo, y la vejez conlleva volverse un poco sentimental”, me dijo. “No necesariamente”, le dije. “Hay quien se vuelve un perfecto hijo de puta.”
-Me gustaría acostarme contigo esta noche- soltó de pronto a bocajarro, mientras volvíamos medio tambaleándonos por la calle Feria de vuelta al barrio.
-Juan Carlos, no me jodas.
-Ya me gustaría.
Hay quien dice que a los guiris les gusta el calor, que se revuelcan en el calor como un cerdo en un charco de la misma manera que un político o un abogado o un agente inmobiliario se revuelca en su propia porquería. De los guiris no sé; al fin y al cabo (estoy hablando de los del norte de Europa), viven en países donde el sol es toda una epifanía. No en vano, los druidas adoraban al sol. Que se le pregunten a un ama de casa de Manchester que no tiene secadora en casa y tiene que colgar la ropa en el cobertizo del patio trasero, y eso suponiendo que tenga cobertizo. Pero lo malo en Sevilla no era el solano. Lo malo no era el día, al fin y al cabo siempre hay una sombra donde refugiarse, y nadie va a negarte un trago de agua. Lo malo era la herencia diaria del sol: el calor espeso, la tiniebla ardiente de las noches. La Chica vivía permanentemente con la lengua fuera, aun teniendo a su disposición un cuenco de plástico con agua las veinticuatro horas del día. Yo me retorcía en la cama empapada de sudor –el colchón era de gomaespuma-, trasudando medio deshidratado y rezando por que de madrugada se levantara un poco de brisa fresca. Juro que en mi vida he rezado con tanto fervor; eran noches de insomnio en el infierno. No había aire acondicionado en la casa, pero oía el run run permanente de los aires acondicionados de los vecinos y me moría de ansiedad y envidia. Había incluso –decían- una vecina en el bloque de enfrente que dormía desnuda en la azotea, a la luz de las estrellas, dejándose follar por los mosquitos, porque tampoco tenía aire acondicionado. Esto me lo contó Hussein, una noche que salimos a tomarnos una copa a un pub cercano del barrio después de que cerrara el bar y tuviera una bronca telefónica tremenda con Chelo, para quien el hecho de que Hussein saliera a tomarse una copa por ahí después de dieciséis horas detrás de una barra era poco menos que la apoteosis del pecado; daba por hecho que le ponía los cuernos, cosa de la que nunca estuve muy seguro, del mismo modo que nunca estuve muy seguro de que ella no le pusiera los cuernos a él. Creo que en el fondo estaban hartos el uno del otro, como suele suceder casi siempre. Al fin y al cabo, Hussein ya tenía sus papeles: ya estaba dentro de este paraíso que es Europa. Hussein era marroquí, pero no musulmán. Se bebía sus copas y tomaba jamón como cualquiera. Los imbéciles tienden a confundir nacionalidad y religión; se puede ser católico y abstemio del mismo modo que se puede ser español, ateo, gilipollas y del Betis. Las combinaciones son infinitas. Hay socialistas de derechas y peperos rojos, monjas lesbianas, banqueros arruinados, policías traficantes de droga, cantautores comprometidos con American Express Oro, mendigos millonarios, asesinos filántropos. Incluso hay poetas que saben escribir poesía y editores que entienden de literatura, pero eso son raras excepciones.
En una de esas noches en que me resultaba literalmente utópico conciliar el sueño, me di una ducha fría y salí a la calle y me dediqué a vagabundear-debían ser las cinco de la mañana- por la Avenida de Pino Montano, que quedaba cerca. Aparte de los inevitables coches conducidos por idiotas con la música atronando los desfiladeros solitarios de las calles, no se veía una alma. Jorge el taxista me había hablado de un bar que estaba abierto toda la noche, a precios de bar de barrio, La Bodeguilla del Jamón o algo así, y allá que me fui. La atmósfera era una pura vichysoisse, o bichisuás, que decía Jorge, recalentada y ubicua. Llevaba poquísimo dinero en el bolsillo, tal vez lo suficiente para tres o cuatro copas de aguardiente, lo necesario par aturdirme, regresar a casa y coger el sueño a lo bestia. El sitio era mugriento, triste, y detrás de la barra había colgado un jamón que pesaba unos treinta kilos; una cosa bestial, casi mutante. El bar estaba casi vacío. Me instalé en una mesa con un anís con hielo que me costó veinte duros y me puse a cavilar, a pensar en mi padre, que a esas horas estaría durmiendo en un apartamento fresquito en Menorca después de toda una jornada bregando con el cabrón del Cachas –que al fin y al cabo no era más que un albañil enriquecido, natural de Tomelloso, que había decidido dedicarse a la hostelería, y que como jefe era de la escuela de Franco-, en mi madre –que a esas horas estaría durmiendo a pierna suelta, tal vez cubierta por una sábana, en una Granada que al menos en verano tiene la virtud de ser por la noche una ciudad habitable-, y en mi ridícula situación de perro guardián de un piso que estaba ya casi vendido. Había tenido que cambiar la cerradura para que Pepe Sánchez no pudiera entrar, cosa que ya había intentado un par de veces. En el momento en que entrara, mi padre habría perdido un millón de pesetas y yo me habría visto en la puta calle después de una pelea a hostia limpia con aquel cernícalo que me sacaba dos cabezas, y yo no tenía ninguna gana de pelearme con nadie. No tenía ánimos para pelearme con nadie, además de que la violencia, que desgraciadamente he tenido que utilizar alguna vez que otra, siempre me ha parecido el último recurso de los gilipollas que no saben arreglar las cosas de otra manera. Debe ser por eso que el mundo es un lugar tan pacífico.
Entraron dos mujeres en el bar; una pequeñita, de pelo corto y descuidado, con gafas y cara de amargada, y otra rubia, regordeta pero más que deseable, con unas tetas enormes, de unos veintipico años –la otra debía rondar los cincuenta-, y pidieron en la barra y se sentaron no muy lejos de mí. Yo estaba en un estado de semiestupor, con la frente húmeda de sudor, la mirada fija en el líquido lechoso de mi copa. Noté que discutían, que se peleaban por algo, pero como en sordina, sin querer llamar mucho la atención de los soñolientos camareros mal afeitados sentados en taburetes tras la barra, pendientes de algo que daban en la televisión. Y también noté que la rubia de las grandes tetas tenía acento eslavo. Tal vez fuera rusa. Yo tenía el ruso bastante olvidado, pero era casi capaz de defenderme. En un momento dado, la mujer mayor con cara de lesbiana amargada se fue del bar, recoviniéndole a la otra no se qué, y la rusa pasó de ella y se fue directa a la barra dispuesta a pedir otra copa. En ese momento me levanté, me situé junto a ella y pedí otra copa de anís. La arpía estaba saliendo por la puerta del bar con rumbo desconocido cuando le pregunté a la rubia.
-Atkudá ti priéjala? (¿De dónde eres?)
Abrió los ojos de par en par, como alucinada, y repuso:
-¿Tú hablar ruso? ¿Gabarish pa ruskii?
-Da- respondí.
Y nos sentamos juntos con nuestras copas y empezamos a hablar. Tenía la cara de una muñeca de porcelana en el cuerpo de una osa; era bellísima. Se llamaba Marina y era de Moscú. Al principio no salía de su estupefacción, mientras bebía grandes tragos de whisky con cocacola; le parecía increíble haberse encontrado a un español que supiera hablar ruso en una barriada como aquella. No hacía falta ser ningún genio para percibir que desprendía la turbiedad, o más bien el aura, que desprenden ciertos personajes propios de la noche. Sospeché que sería puta, lo cual ella nunca llegó a confirmarme del todo; pero no hacía falta. Vivía en casa de la lesbiana con cara de amargada a cambio de sexo; o sea, que pagaba su parte del alquiler, la comida y la luz comiéndole el coño, o dejándoselo comer por, a aquella arpía malencarada que gracias a Dios se había ido del bar. “Ella muy loca peligrosa, hija de puta”, decía.
Desde luego, estaba conociendo aquella noche a la aristocracia del barrio, que decía Serrat en una canción. Marina había salido huyendo como había podido de Palma de Mallorca, donde por lo visto la habían tenido secuestrada en un piso, dándole palizas, amenazando con matar a su vieja tía Svetlana, que vivía en un piso en los arrabales de Moscú. Por suerte, el sicario encargado de empezar a adoctrinarla para la prostitución se había emborrachado una noche, quedándose dormido en el salón, y Marina consiguió encontrar su pasaporte y salir aterrorizada del piso. Se metió en un bar, pidió una copa y ayuda al dueño del establecimiento, que resultó ser un buen hombre al que no le importó prestarle el dinero necesario para el primer avión a Madrid, que salía a las seis y media de la mañana, y así consiguió escapar de la isla. En Madrid había pasado tres meses, haciendo la calle, viviendo en una pensión de mala muerte por las traseras de la Gran Vía, ocultándose, asustada, literalmente aterrorizada cada vez que oía el timbre. Creía que venían a por ella. Pero nadie apareció. De modo que una noche cogió el Ave y se plantó en Sevilla, y aquí llevaba ya unos meses. A la arpía la conoció una noche que no tenía donde dormir en un bar cercano, donde había decidido meterse por la nariz lo que le quedaba de dinero y regarlo todo con Ballantine´s cola mientras le rondaba por la cabeza la idea de tirarse bajo las ruedas de un coche; había intentado llamar en repetidas ocasiones a su tía Svetlana y nadie respondía al teléfono en el lejano Moscú, así que supuso que le habría pasado algo. Tal vez la policía rusa se la hubiera encontrado degollada en un parque, o desmembrada en un descampado. Y fue aquella arpía lesbiana, que se llamaba Isabel, la única persona que le brindó su apoyo. La llevó a su casa, hizo que duchara y comiera algo, y aún esperó un par de días para deslizarse en su cama y empezar a sobarle las tetas. Marina, completamente apática y con un torbellino pesadillesco en la cabeza, no se resistió demasiado. No esa noche. Una semana después, cuando le dijo a la arpía que no volviese a tocarla, la otra dijo, mostrándole un teléfono móvil: “¿Ves esto? Pues no tengo más que llamar al 091, porque tienes menos papeles que una cabra, so puta. Así que tú verás.”
Y Marina, naturalmente, cedió.
Yo le expliqué mi situación y le dije que podía venirse a mi casa; le dije que no tenía muebles, ni cocina, ni siquiera una mesa, pero que allí nadie iba a molestarla. La expresión de su rostro se tornó conmovedora, como la de una niña a la que acaban de hacerle un regalo con el que siempre soñó; sus ojos azules, de un azul oscuro como las aguas del lago Baikal, se iluminaron; su sonrisa irradiaba una especie de paz recién adquirida. Ambos habíamos abierto nuestros corazones; yo había decidido apostar por ella, y ella, en aquellos momentos, estaba decidiendo si apostar por mí.
Cuando regresamos a mi casa estaba amaneciendo, y acabamos echando un polvo entre tierno y brutal. Luego, Marina se durmió como una piedra arrojada a las profundidades del océano. Tenía un culo prodigioso, perfecto, enorme; sus piernas eran fuertes y muy blancas; su cara contra la almohada era la cara de un ángel que acaba de ascender, de alguna manera, un escalón hacia el cielo. Su piel era sedosa y pálida. Encendí un cigarrillo en la oscuridad y noté, por primera vez en días, que una ligera brisa, fresca como un manojillo de dulces alfileres, entraba por la ventana enrejada de la habitación.
Pero al día siguiente, era de esperar, como era lógico y previsible, como era obvio hasta la estupidez, la vi venir. Cuando se despertó con una sonrisa de osa satisfecha y un cierto brillo de ansiedad en la mirada, la vi venir; la vi venir como ves venir al director del banco al que has dejado de ingresarle dinero con regularidad y vas a pedirle un pequeño favor y te dice que No, la vi venir como ves venir a la tía a la que llevas invitando a cenar y a copas toda la noche mientras te pone morritos y te dice qué conversación más interesante tienes sobre las posibilidades del amor en grupo y acaba dejándote tirado en la puerta de su casa, sin dinero y sin taxi, porque ha decidido que esa noche No; la vi venir como he visto venir borracha e iracunda a mi madre tantas veces en mi vida, como he visto a Emilio de Santiago, el ilustre arabista (y a lo mejor Muñoz Molina se cabrea conmigo) venir de visita a casa de mi abuela, cuando mi abuela tenía casa, a admirar kavafisianamente los paquetes y culos del elemento o elementos masculinos que en ese momento estuvieran solazándose en la piscina del jardín, momentos que el ilustre arabista aprovecharía para hacerse pajas mentales (o sentimentales; por lo visto, es un gran poeta, algo así como un Antonio Gala de facultad); la ví venir como ves venir al tendero del barrio al que conoces de toda la vida y te niega, justo cuando más lo necesitas y no tienes un duro, un paquete de macarrones o de cigarrillos, pero eso sí, con una sonrisa encantadora (y postiza) de comerciante que se ve obligado a contemporizar con los malos tiempos; la vi venir como he visto tantas veces a mi padre decirme llégate al bar de Fulano y le pides de mi parte mil pesetas para comprar tabaco, Fulano que precisamente ese día te dice que No Puede Ser; la vi venir como tantas veces he visto, y veré, a editores que rechazan manuscritos sin ni siquiera haberse tomado la molestia de leerlos, como un tal José María Toro que trabajaba en la editorial Almuzara de Córdoba, y que no sé si llegó a leerse el manuscrito que le entregué de mis propias manos, pero del que me consta que lo perdió para siempre, y del que por desgracia solamente existía una copia (la otra me la robó un moro de mierda una noche en Granada de hace ya tiempo, junto con una bufanda, un jersey y un frasco de colonia); la vi venir como he visto venir dos pancreatitis a las que he sobrevivido; la vi venir como tantas veces he visto en el espejo a una ruina humana balbuceando algo en gaélico a las tres de la mañana en un bar de Galway; la vi venir como he visto venir a una ex pareja que tuve que pretendía que dejara de escribir y me dedicara a trabajar en “algo serio” para contribuir a mantenerla a ella y a sus cuatro hijos; la vi venir como veo venir al político que promete trescientos millones de puestos de trabajo que al final se quedan en medio millón de parados por año; la ví venir como he visto venir la muerte y como veo, todos los días, un futuro de mierda en un mundo de mierda del que ya lo único, o casi, que me divierte es dejar constancia por escrito: Marina iba a causarme problemas. Ella lo llamaba fru-frú; en cristiano se llama cocaína. Al día siguiente, cuando por fin nos levantamos, ella había desaparecido, diciéndome que se iba a casa de la arpía, Isabel, a recoger parte de sus cosas. Me pregunté si volvería viva de la excursión. Yo fui al banco y saqué diez mil pesetas que mi padre me había enviado. Debía tres mil en el bar de Hussein. Fui, pagué, me tomé la preceptiva copa de anís en compañía de Rafa Benjumea y Jorge el taxista, no supe qué contestarle a Chelo cuando me preguntó cómo era que bebía anís en pleno verano (la respuesta era muy sencilla; calmaba los nervios como cinco copas de vino), me comí un serranito, leí el periódico, vino Betsabé, la guapísima novia de Rafa Benjumea, se tomó una cocacola con nosotros, me dijo en un aparte que estaba cabreada con Rafa porque bebía demasiado y en aquel plan no estaba segura de que pudieran tener un futuro en común y que su casa (la casa de Rafael) era un auténtico desastre, como para llamar a Sanidad (me dieron ganas de cantarle aquello de que el futuro es una acuarela, pero me callé, pensando que el futuro en realidad se parece a algunos grabados de Goya, cuando no directamente al Jardín de las Delicias del Bosco), estuvimos un rato charlando sobre jazz, conseguimos que Rafa se comiera un par de soldaditos de pavía –conseguir que Rafael comiera algo era tan complicado como hacer que nevara en agosto sobre aquella ciudad, capital de esta Andalucía de mis entretelas-, estuve pensando que Marina me iba a salir cara si la llevaba demasiado al bar de Hussein –su bebida normal era el whisky con cocacola, y yo había ajustado mi presupùesto a mis correspondientes leñazos de anís, que costaban ciento veinticinco pesetas-, mi padre llamó para averiguar si me había llegado el dinero y si Pepe Sánchez había vuelto a aparecer por casa, y a las cuatro de la tarde, hora a la que Hussein solía cerrar un rato, sonó el móvil. Era Marina; estaba en un bar cercano, La Taberna del Fin del Mundo, con una bolsa de ropa, y quería saber si podía ir a recogerla. Fui; a la Taberna del Fin del Mundo se la conocía así porque uno de los camareros, un chaval de veintipocos años que se llamaba Carlos y era de temperamento nervioso hasta la histeria, de vez en cuando, para demostrar sus dotes de relaciones públicas y buen vendedor, le daba por gritar “Señores y señoras, a comer y a beber a todas horas, que se acaba el mundo, como dice don Facundo.” Marina estaba allí, con un vaso largo lleno de Ballantine´s con cocacola y un vestido negro que realzaba sus enormes caderas y pechos, la mirada un poco perdida de quien ha estado mezclando Escocia con la chispa de la vida, y una sonrisa que iluminaba todo el local, amén de un tío al lado que a todas luces estaba intentando ligársela. Cuando llegué, el tío, un calvo de unos cuarenta y tantos años, se retiró discretamente. Pedí una cerveza y nos sentamos en una de las mesas del fondo y Marina me dijo que había tenido una bronca espantosa con Isabel, pero que ahora ya no la necesitaba más porque tenía un amigo policía –evidentemente yo era el amigo policía-, y que se iba a vivir con él a su casa y que el amigo policía le iba a conseguir un trabajo y papeles para poder quedarse tranquilamente en España. Recuerdo que pensé que, al fin y al cabo, si lo que de momento me tocaba era quedarme en Sevilla haciendo de perro guardián del piso, era mejor estar con Marina que no estar con nadie, pero tuve que recordarle, con toda sinceridad, que yo no tenía dinero para mantenernos a los dos, que en realidad apenas sí tenía dinero para mantenerme a mí, y que aquello no podía durar para siempre. “Tú no preocupar, Mishenka”, me dijo, “Yo busco vida rápido en la calle”. Y acto seguido, me preguntó si tenía dos mil pesetas. No supe decirle que no, Al fin y al cabo, en el bar de Hussein tenía la supervivencia más o menos garantizada, pero no sabía cuándo me iba a llegar más dinero desde Menorca. Mi padre no era especialmente pródigo. De hecho, el chaval que me había cambiado la cerradura, al que no había podido pagarle en el acto, se presentó pocos días después con cara de muy pocos amigos y me dijo que se llevaba la cerradura si no se la pagaba en el acto. Era la cerradura que había evitado que Pepe Sánchez hubiera podido entrar en el piso. Tuve que decirle que se la llevara, y yo mismo atornillé la vieja cerradura; por suerte, Pepe Sánchez no había vuelto a aparecer en todo el verano.
Dejamos en casa la bolsa de Marina, y acabamos yéndonos andando, hacia las siete de la tarde –el cielo era un torbellino en llamas y el aire fuego compacto- hasta la Ronda del Tamarguillo, hasta unas casas bajas donde Marina se agenció, entre lo que llevaba ella y las dos mil pesetas que yo le dejé, medio gramito de fru-frú. Luego nos tomamos una cerveza en una de las innumerables tascas que había por allí –me metí una raya a ver si se me levantaba el ánimo-, y rematamos en la noche en el bar de Hussein, yo siempre intentando que Marina cambiara los cubatas por algo más asequible, como la cerveza, y dejando flipado al personal cuando ella y yo intercambiamos varias frases en ruso. Cada vez que yo le había dicho al personal que había estudiado ruso en la facultad, me habían tomado por un cuentista; esa vez se calló hasta el gato. La única nota discordante fue hacia el final, cuando ya nos disponíamos a irnos, y Hussein me llamó en un aparte y me dijo:
-Esa tía tiene toda la pinta de ser un putón.
-Como si no lo supiera.
-Pues ten cuidado, hombre. Ten cuidado.
No me sentí ofendido; al fin y al cabo, Marina no era mi novia, y yo a aquellas alturas ya sabía perfectamente de qué tipo de mujer se trataba. Ella misma me lo había contado, e incluso tuve ocasiones de averiguarlo por mí mismo algunos días más tarde. Siempre he dicho que admiro a las putas, y más desde la época en que estuve trabajando en Los Daneses, donde dí con algunas de las mujeres más admirables que he tenido el privilegio de conocer en mi vida. Mujeres, me atrevería a decir, de una categoría moral comparable a la de mi abuela Eloísa. Ya quisiera mi madre haber sido puta de club nocturno, en vez de una simple meretriz oficinista con carnet del PSOE. No sé cuántas pollas tuvo que chupar para llegar a Técnico Superior, pero al fin y al cabo la fellatio es algo de lo más común, siempre lo ha sido, en los organigramas laborales de cualquier empresa. Ya lo dice por ahí Patxi Irurzun en un relato descojonante y acojonante: “…las relaciones laborales funcionan de esa manera. Siempre hay por debajo a quien encular y alguien por encima a quien chupársela.”
Eskerrik asko, Patxi.
Una de aquellas noches, en la cama, Marina me habló de Tatiana Sharapova, una prima suya de Kazán, en la que el mismísimo Dostoiesvskii podría haberse inspirado para retratar la pura miseria en que se ha convertido un país como Rusia. Claro que si Dostoiesvskii hubiera vivido en nuestros días, habría tenido que trabajar a destajo para pagar sus deudas en dólares. El apellido Sharapova remite al de la famosa tenista a la que por lo visto Enrique Iglesias encula noche sí noche no; no sé si la chica, que es multimillonaria, tendrá establecida una tarifa. Pero en fin. Tatiana era una de las hijas de la tía de Marina en Moscú, Svetlana, y de su tío Dmitri Sharapov, que había desaparecido de la noche a la mañana, y para siempre, durante un viaje de negocios a Krasnoyarsk; era representante de una siderúrgica. Tatiana y su madre se habían establecido en Moscú, en el barrio de Nemchikova. Cuando su padre desapareció, y en medio del total derrumbe del país, Tatiana y su madre se vieron reducidas a vivir del sueldo de maestra de escuela de Svetlana. Uno de sus vecinos, Igor Gorbatenko, al que no se le conocía ni oficio ni beneficio desde que lo despidieran de la fábrica de automóviles de la que trabajaba, sacrificó a su perro una noche para comérselo; el hombre llevaba cinco días sin alimentarse. Tatiana y su madre oyeron los aullidos de dolor del animal mientras veían una película norteamericana por la televisión; Svetlana se persignó. “Pobre animal.”, fue todo lo que dijo. Por aquella época, Alexandr Solzhenitsyn público un polémico artículo en el New York Times en el que criticaba ferozmente el declive, la podredumbre, la ignominia en la que había caído la Madre Rusia por culpa de un Estado corrupto y mafioso. “No morimos de miseria, sino de tristeza.” “Olemos nuestra humillación hasta en el aire que respiramos” “Esta es una vida sin objetivos.”, decían ciudadanos anónimos a los que se había hecho objeto de una encuesta. Tatiana, a la sazón de catorce años, decidió ponerse a buscar trabajo para ayudar en casa, con gran dolor –y también comprensión- de su madre. Marina la vio varias veces durante aquella época, trabajando en un supermercado cercano a la Plaza Pushkin, en un bar mugriento del Prospekt Mira, en unos grandes almacenes de la Calle Arbat. Trabajaba, como todo el mundo, donde podía, y por sueldos de miseria. Pero eso era infinitamente mejor que permanecer en el pequeño apartamento de Nemchikova, viendo marchitarse lentamente a su madre entre sorbo y sorbo de vodka, asomándose cada mañana a la ventana para contemplar aquel paisaje de bloques de estilo soviético medio desguazados de dejadez, vías de tren, humo de fábricas cercanas; aquel paisaje de vecinos que se peleaban por el menor pretexto y donde la policía irrumpía cada dos por tres al estilo de los hombres de Harrelson en una cacharrería por algún asunto de drogas. Era mejor la calle. Era mejor pasear entre el lujo de las nuevas tiendas, Armani, Dior, las joyerías de cristales blindados abarrotadas de sueños en oro, platino y diamantes, los grandes almacenes, los coches de lujo, los barrios residenciales donde vivían los nuevos ricos y donde podía verse a la gente –gente bien vestida, más que decentemente bien vestida- rebuscando entre las basuras. Tatiana vio en cierta ocasión a un señor de unos cincuenta años, con corbata, chaqueta, abrigo marrón y shapka de piel de zorro examinando concienzudamente un trozo de algo que parecía carne asada a la luz de una farola en una calle cercana a la Plaza Pushkin y le preguntó, sin poder evitarlo, que qué hacía. “Me estoy asegurando del grado de podredumbre de este trozo de carne, que no será muy alto, puesto que estamos a tres grados.”, dijo, y el aliento le apestaba a vodka. “Siempre he sido muy concienzudo para estas cosas; al fin y al cabo, fui médico. Y usted, señorita, no debería andar por ahí sola a estas horas. Hay lobos sueltos.”
Unos pocos meses después, cuando pasó el invierno, Tatiana, que era una belleza de ojos verdes, pelo rubio y cuerpo de diablesa que no pasaba desapercibida, empezó a trabajar en el Metro. Empezó, más concretamente, a trabajar en los servicios del Metro, entre la mugre y el olor a mierda y orines, en un panorama de jeringuillas, paquetes vacíos de tabaco, colillas, restos de semen en las paredes, pintadas contra el gobierno de Putin, contra Dios, contra el sistema, contra todo. Empezó a chupar pollas por un puñado de rublos y se dio cuenta de que aquello era rentable. Sórdido y peligroso, pero rentable. Una vez la abordó un hombre de unos cuarenta años, sonriente, simpático y con pinta de adinerado, que la invitó a un té en un lujoso salón cercano a la calle Arbat y le ofreció doscientos dólares por pasar con él la noche. El tipo dijo llamarse Gennadi Korotkov y tenía acento ucraniano. Tatiana no podía creerse aquello, de tan afortunada que sentía. Doscientos dólares eran el sueldo de un mes y pico de trabajo en la época en la que ella había trabajado en lo que podía considerarse un trabajo decente. El problema era que ya no vivía con su madre; la vergüenza se lo impedía. No podría siquiera haberla mirado a la cara. Se había convertido en una puta. Ahora vivía en una casa de huéspedes de Krasnogorsk, un barrio no muy lejano de aquel donde vivía su madre, compartiendo habitación con una chica de Izhevsk que se llamaba Olga y se dedicaba a trabajar de camarera por las noches en una discoteca. Había sido ella la que le había dicho: “La calle está llena de dinero. Sólo hay que saber hacerse con él. Y tú eres guapa y lista. Si pasas hambre es porque te da la gana.”
De modo que aceptó y pasó la peor noche –a la que seguirían muchas otras- de su vida en el hotel Intercontinental con Gennadi Korotkov. El hombre, que resultó ser policía secreta, se pasó la noche sodomizándola, sin condón, y haciéndola tragar esperma. El suyo y el de un compañero que apareció por allí a las dos de la mañana, con una mujer de unos veinticinco años que sostenía en su mano una botella de Moët Chandon. Tatiana vomitó varias veces, y varias veces fue obligada a ingerir vodka con champán; sus recuerdos de aquella noche eran nebulosos: la mujer chupándole los pechos y el sexo mientras Korotkov la sodomizaba y el otro hombre, con una cara brutal de campesino siberiano, se dedicaba a observar la escena y a fumar puros habanos, cómodamente instalado en un sillón. Finalmente, la inconsciencia se la tragó. Al día siguiente, despertó medio muerta, sin apenas poder sentarse en el borde de la cama, donde yacía la otra mujer, con el maquillaje desgualdrajado y el pelo sucio de champán y sudor y esperma, y que le dijo, a modo de buenos días: “Bienvenida al mundo real, debushka. Guennadi ha dejado esto para ti. Ah, y por cierto, se ha llevado tu documentación. Ahora eres suya, como yo. Pero ya te acostumbrarás. ¿Quieres una copa?”
Cuando terminó de vomitar, Tatiana pensó que había echado trozos de estómago por el inodoro. En un sobre blanco había cuatrocientos dólares. Era el doble de lo estipulado. Al fin y al cabo, iba a resultar que el hijo de puta de Korotkov era un hombre generoso.
-En Rusia no futuro, no nada, todo mierda, hija de puta- solía decir Marina. Y realmente, no necesitaba dominar el castellano para ponerme los pelos de punta. A mí, que me consideraba curado de espanto.
Sevilla tiene un color especial, decía la letra de una canción muy popular cantada por José Manuel Soto, a quien tuve el placer de atender una tarde en Los Daneses; el astro sevillano de la canción venía sin puntillas, o sea, aballestado hasta las cejas de White Label con cocacola, y en compañía de seis o siete mastuerzos de aspecto, modales y careto como mínimo sospechosos. Recuerdo que se subió a follar enseguida con una brasileña espectacular de la que no recuerdo el nombre, pero que supongo que tendría que emplearse a fondo para excitar al popularísimo cantante, y sobre todo, recuerdo que sus adláteres, renuentes en un principio a pagar las consumiciones, me propusieron dejarme a cuenta el carné de identidad del señor Soto, lo cual según ellos era toda una garantía de que ninguna copa de las muchas que se tomaron quedaría sin pagar. Es decir, que el carné de identidad de José Manuel Soto tenía la consistencia, la versatilidad y la solidez del patrón oro. Afortunadamente, ese día no rondaba la sala el hijo de puta del jefazo, que me habría echado a la calle ipso facto et per saecula saeculorum de haberse enterado de aquello, de modo que les dí cuartelillo; pagaron una parte, y uno de ellos, peliblanco, enteco y palabrón, prometió volver al día siguiente sin falta a pagar el resto de las consumiciones. Todavía no sé qué cojones hacían aquellos caballeros con el carné de José Manuel Soto en los bolsillos. Imagino que lo habrían utilizado para cortarse rayas de la blanca paloma a lo largo de aquella tarde. Pero eso no era asunto mío. El caso es que el tipo aquel regresó a la tarde siguiente, pagó, y dejó mil duros de propina, no sin darme las gracias, pero eso sí, después de hacerme saber, muy didáctico y dicharachero, que el Señor Soto era todo un caballero.
Todos los fantasmas dicen lo mismo. Efectivamente, Sevilla ha tenido, tiene y tendrá un color especial. Es una ciudad que suscita apasionadas controversias, profundísimas disertaciones, acalorados debates, filípicas encendidas, frases lapidarias en todos los sentidos, amor y odio. No a todo el mundo le gusta estar con su gente, ni le sigue oliendo a azahar, ni ven por ninguna parte a su afamado duende. Eso sí, se ve a mucho duende irlandés, a mucho leprechaun yankee, a mucho goblin británico y a mucho nibelungo teutón oliendo a cerveza y a sobaco pasado de rosca, especimenes a los que el sevillano medio que se dedica a ese oficio de esclavos que es la hostelería (salvo que te llames Juan Robles; y el que venga detrás que arree) ama y odia, adora y aborrece, quiere y detesta con la misma fruición masoquista. No es ningún secreto que Sevilla vive del turismo, del mismo modo que Manolo Chaves vive del trinque bajo cuerda a expensas de quien sea y tiene montado un gigantesco chiringuito feudal –la tierra se presta a ello-. Pero, sobre todo, y esto ya lo ha expuesto Pérez Reverte en un artículo memorable, Sevilla vive por, desde y para el ombliguismo. En general. Para mí, que he vivido en ella casi la mitad de mi vida, se me ha mostrado en muy diversas facetas; hipócrita, guasona, resabiada, hospitalaria, hostil, a veces agresiva, a veces tierna, a veces deslumbrante, y otras, sencillamente miserable. No puedo decir, como mi viejo amigo El Facha: “En esto soy completamente imparcial. Sevilla es una mierda.” No; en absoluto. Lo que sí puedo decir es que Sevilla, como Madrid, o París, o Atenas, o Tokio, o Valparaíso, o Auckland, está llena de mierda. Por lo demás, como ciudad es preciosa. Esa Giralda, esa Catedral, esa Torre del Oro, esa Judería o Barrio de Santa Cruz, esa Triana, ese pescaíto frito, esa Plaza del Salvador abarrotada de cerveceros batiendo record Guinness, esas librerías de viejo como El Desván, esa editorial Renacimiento, ese Abelardo Linares que parece el Hombre Invisible, ese centro histórico, esa Plaza de España, ese Parque de Maria Luisa, esa Carbonería donde un piano, o una guitarra, o un violín acompañan un recital de poesía mientras se saborea el whisky en los labios de una americana deslumbrada, esa Comisaría de la Gavidia donde durante la boda de la infanta encerraron a todos los mendigos, músicos callejeros, putas, borrachos y en general lo que los probos ciudadanos lectores de ABC, miembros de cofradías, Ligas Pro Castidad y demás ralea paleogilipollesconacionalcatólicofascistoideneoliberal conocen por gentes de mal vivir (encerraron incluso a un cuarteto de cuerda ruso que interpretaba gratis piezas de Mozart y Vivaldi y Corelli en plena Calle Sierpes), esas murallas de la Macarena, ese popular barrio de Pío XII donde las pesadillas tenían una sospechosa tendencia a convertirse en realidad, sobre todo en verano, esa Plaza del Museo, esa Estación de Santa Justa, esa deliciosa casa del pecado llamada la Casita, esas langostas de El Espigón, la Isla o El Cenachero, esos vinos de las abacerías del Arenal y de la Calle Pureza, esos centros comerciales Los Arcos o Nervión Plaza, esa Facultad de Traductores de donde los alumnos salen sin conocer siquiera su propio idioma, esas putas baratas de La Alameda que acaban hasta prestándote dinero, ese Ouad-el-Kebir con olor a alcantarilla al que se tiran los niños desde el Puente de Triana, esos barrios modelnos como el Vacie o las Tres Mil Viviendas, donde no farta de ná, ni ratas del tamaño de gatos persas adultos ni cucarachas salidas de alguna película de ciencia ficción sobre insectos mutantes (las cucarachas de andar por casa están en la Sede de Presidencia de la Junta o en el Parlamento), esa Policía Nacional, sección anditisturbios, aplastando cabezas de agricultores o ganaderos o jornaleros en paro por las calles con perfume de azahar… Decididamente que sí; Sevilla tiene un color especial. Es abierta (como una trampa), capillita (como muchos puteros), rezadora (como tanto ácrata), y se mira más el ombligo al cabo del día que una puta el coño después de una ardua jornada. Es contradictoria, farisea, libertaria, creativa, facha, católica, atea, hija de puta y sabia, compasiva y desagradecida, altiva y miserable, orgullosa y chupapollas, como tantos de sus hijos. Mi madre la odiaba, tal vez porque mi padre, aunque de pueblo, era sevillano; solía decir que la verdadera capital de Andalucía debería ser Granada. Lo mismo opinan los malagueños de su ciudad. Hay una especie de sorda inquina, un resentimiento ancestral entre granadinos, malagueños y sevillanos, sobre todo por parte de los dos primeros hacia los últimos. Nada. Que no hay manera. Ninguno se entera de que la capital de Andalucía, en realidad, es la sede del Banco Central Europeo, que no sé si estará en Berlín o en algún otro sitio típicamente andaluz, con los balcones llenos de geranios, los jazmines y buganvillas y adelfas tapizando las fachadas de las casas y un sol vibrante en un cielo profundamente azul, además de un Manolo Chávez ejerciendo, nolens volens et inter pocula, de Gran Maestre de la Orden Teutónica de la Cigala a la Plancha.
Pasaban los días de aquel verano como lentas carretas de bueyes por un camino convertido en lodazal, como una interminable noche de insomnio en los calabozos de una comisaría, como un mono de alcohol barato que sólo se alivia parcialmente con una nueva dosis de bebercio a mansalva. Marina y yo nos encerrábamos en el piso a follar, paseábamos por el barrio, evitábamos –yo evitaba cuando íbamos juntos- el bar de Hussein, porque la niña acabó saliéndome demasiado cara para mi casi inexistente presupuesto, renovado generalmente una vez por semana por mi padre, que en aquella época se bebía, según sabia expresión popular, hasta el agua de los floreros, y lo que sobraba se lo pulía en camisas de marca que al cabo del tiempo acabarían en la basura después de pasar por el oscuro purgatorio de los armarios roperos de diversos pisos de alquiler. Marina me hablaba, hablaba interminablemente en su español entrecortado pero afiladísimo, lleno de inflexiones eslavas, me confesaba que quería una familia, y niños, y una vida tranquila, y yo intuía que detrás de la inevitable coraza que se había visto obligada a forjarse para transitar por la vida había una niña asustada y vulnerable que se refugiaba de noche entre mis brazos para decirme que me amaba.
No sé cómo, recibí en mi teléfono móvil llamadas de Isabel, la lesbiana con cara de repollo amargado con la que Marina había convivido durante meses. “Te voy a cortar los huevos, hijo de puta.” “Eres un cabrón.” “No sabes con quién estás jugando.”, eran algunas de las lindezas, entre otras, que aquella respetable tortillera venenosa me soltaba. Y yo, impasible, respondiendo: “Señora, váyase usted a tomar por culo.” Marina se reía, pero había en su mirada un punto de temor. Yo sabía que seguía viéndola a escondidas de mí. No era que me importase especialmente; me daba un poco por saco aquella especie de dependencia entre emocional y material que la una y la otra se traían (Marina seguía sacándole pasta a la vieja); lo único que quería era que me dejaran tranquilo, y sobre todo, que Marina no le dijese a la vieja momia donde vivía. No tenía ganas de escenitas de celos, ni de amenazas de muerte, ni concebía la idea de pegarme con una cincuentona amargada, y sobre todo, no sabía quién carajo era aquella tía. Hay que tener mucho cuidado con la gente en circunstancias como ésas; la gente tiene conocidos, amigos, familiares y demás que tienden a inclinar la balanza hacia el lado equivocado, y normalmente un grado de ceguera y estupidez que pueden hacer que de pronto, una noche cualquiera, salgas a tomarte una copa al bar de la esquina y te encuentres cinco minutos más tarde con los dientes rotos en mitad de la calle. O de camino al Tanatorio. Y todo por el inexistente título de propiedad de un coño cualquiera, o porque al personal se le ha metido en la cabeza que tú eres el malo de la película. Marina, en ese aspecto, se me estaba revelando como un imán de problemas. Eso, por no hablar de la cocaína, que consumía esporádicamente y normalmente cuando no estaba conmigo, pero cuyas consecuencias tenía que pagar yo, aunque no fuera en metálico –eso se lo dejé muy claro desde aquel día en la Ronda del Tamarguillo-, sino emocionalmente. Le tengo mucho aprecio al buen estado de mis nervios, y precisamente el alcohol no me ha ayudado demasiado, a la larga. Me ha pasado factura, y de las buenas. Digna del abogado de un mafioso. Aquel verano fue un verano de anís con hielo y enculadas gloriosas, teléfonos que sonaban, mi padre diciéndome que gastaba demasiado –habría que haberlo visto a él sobreviviendo en aquel tabuco, sin cocina, sin una puta mesa, sin un libro, sin papel para escribir y, sobre todo, sin ganas de escribir, lo cual en mi caso no era ya pura dejadez ni síntoma de depresión ni abandono puro y duro, sino un crimen. Un crimen imperdonable, que hubiera dicho mi buen amigo Francisco Blanco Muñoz, a quien Alá le conserve la barba y la lucidez (y la agencia de viajes) durante muchos años-, cuentas en el bar de Hussein, desvaríos totales en compañía de Rafa Benjumea y su novia Betsabé, extraños encuentros con amigos de la Puebla de los Infantes como Chema o Jesús o con mi primo Paco, que estudiaba Derecho, y con el que yo siempre me había llevado bastante bien desde que éramos dos mocos que corrían en bicicleta o jugaban a los juegos reunidos en aquella lejana infancia en la Puebla de los Infantes, valga la redundancia. Una noche que Marina andaba casi esquiando a causa de todo el fru-frú que se había metido, le dio por que la sodomizara a lo bestia, no sin antes tenerme casi media hora comiéndole el aquel rubio, peludo, insaciable coño moscovita; casi me produjo un desgarrón en el prepucio. Era como una osa en celo. Cada vez que oigo a algún imbécil decir que las rusas son guapísimas, pero muy frías, me acuerdo de Marina y sus ardores desbocados. No recuerdo si sangré o no, porque Marina se apropió de todo el líquido que salió de allí, fuese rojo o blanco. Me dejó los cojones más vacíos que el bolsillo, lo que ya era decir, agotado, sudoroso y con unas ganas infinitas de bajar al bar de Hussein a calzarme unas cuantas copas de algo helado. Pero era algo tarde, y no quería prodigarme demasiado por el bar en compañía de Marina. “Tu amigo Jorge preguntar la otra noche cuánto cobrar yo por follar, hijo de puta.”, me había dicho. Desde entonces, prefería evitar –ella- aquel sitio, lo cual a mí me jodía bastante, porque sitios como La taberna del Fin del Mundo o la heladería del asturiano, que solíamos frecuentar, eran algo más caros que el bar de Hussein, y además no fiaban. Más problemas. Todo parecían ser problemas. Cargaba, además de con los míos, con los problemas de Marina, con los de Rafa Benjumea, con los de su novia Betsabé con el propio Rafa, con los problemas de Chelo con Hussein, con las interminables quejas y diatribas de Márquez el frutero, con la guasa de Jorge el taxista, que estaba casado y tenía un niño pero no paraba de perorar sobre sus supuestas conquistas sexuales –hubiera sido un auténtico maestro del relato sicalíptico, aunque claro, aquello no pasaba de ser ciencia ficción de barriada-, con la melancolía existencial de Agustín el trapero, al que llamaban Agustín el del ocho por la originalísima genialidad de que vivía en el número ocho de la calle Conde Halcón, la misma en cuya esquina con la Avenida de Miraflores estaba el bar de Hussein. Cargaba con las gilipolleces de mi padre por teléfono, acusándome de manirroto cuando vivía a dos milímetros por encima de la línea de flotación de la más pura miseria –entonces yo aún no conocía otro de los grandes y hermosos misterios de la Sevilla profunda, comparable al Palacio de las Dueñas o la Casa Pilatos: el comedor de caridad del Pumarejo-. Cargaba con todo y con mi propia melancolía y tendencia manifiesta a la abulia y alcoholismo inveterado, como una fotocopia de mi propio padre, y maldecía mis genes y me decía a mí mismo que debía estar trabajando en Menorca, en donde fuese, en algún hotel donde no fueran demasiado exigentes con el entusiasmo del personal, y no atrapado en aquella barriada, en aquel piso vacío por culpa del cabrón de Pepe Sánchez, que no acababa de pagar el kilo que debía, y del pánfilo de mi padre, que no insistía con la suficiente energía cada vez que el otro lo llamaba para amenazarlo vagamente con romper la puerta del piso y darme una paliza, algo que no cumplió, por supuesto. Al fin y al cabo, aquella operación era tan legal como el tráfico de órganos o de bebés robados para adopciones fraudulentas, y Pepe Sánchez, también apodado El largo –imagino que no sólo por su considerable estatura, sino también por su fama de tener las manos más largas que la polla-, tenía la calidad moral de un tiburón hambriento, o sea, ninguna.
Claro que quién cojones era yo, o mi padre, o quien fuese de entre toda la gente que he conocido a lo largo de mi vida, para hablar de calidad moral. No hay más moral posible que la del superviviente a toda costa: el mundo deja muy pocas opciones. La palabra moral quedará de puta madre en los libros de filosofía; la calle es otra cosa. Yo era un escritor que no escribía y cuya única ambición era que pasase aquel verano de mierda para ver si veía algo de dinero de la venta del piso; el alcohol era lo único que me espoleaba, que –pensaba yo entonces- me mantenía cuerdo, o al menos sereno, o al menos relajado. Mi padre era un saltabalates alcohólico que se fundía todo lo que ganaba. Mi madre era una trepa lameculos harta de copas a todas horas del día que no me hubiera dado ni cinco duros si me hubiese encontrado tirado como una mierda en alguna calle de Granada y que un día, algún tiempo más tarde, en cierta ocasión en que fui a verla al Valle de Lecrín, donde se había comprado una casa de seiscientos metros cuadrados, me diría “aquí hay que venir con dinero” (frase que ella sigue negando haber dicho, pero ya se sabe que el gin tonic es una asesino de neuronas). Que una puta te diga “aquí hay que venir con dinero” tiene su lógica. Pero que te lo diga tu propia madre tiene cojones, máxime cuando estás pasándolas putas porque te has quedado sin un duro y no tienes ningún trabajo en perspectiva.
Marxista-leninista, con traje de Chanel y un Mercedes aparcado en la puerta del bar: Alicia de la Higuera.
Mi puta madre.
A veces Marina desaparecía, nada misteriosamente; desaparecía en compañía de hombres a los que conocía y volvía con dinero, de modo que resultaba perfectamente obvio a qué se dedicaba. Una noche me llamó medio histérica desde un pub de República Argentina que yo conocía, El Capitán loco, para decirme que por favor fuera a buscarla. Me dijo que cogiera un taxi, que ella lo pagaba. Yo tenía trescientas cincuenta pesetas en el bolsillo. Me imaginé lo peor, y lo peor pasó. Cuando llegué al bar –ella llevaba un vestido claro y zapatos de tacón e iba maquillada a conciencia-, resultó que el tío que supuestamente iba a pagarle por follársela se había escabullido y encima le había dejado las copas sin pagar. El taxista esperaba en la puerta. Eran las once de la noche. Le dije que me diera dinero para pagarle al taxista. “Pero nosotros quedar sin nada”, me dijo. No importa, le dije. Salí y le solté al taxista setecientas veinticinco pesetas y volví al bar. Marina estaba histérica y encima enmonada de coca. Yo no paraba de repetirme a mí mismo qué necesidad tenía de meterme en aquella clase de follones: a veces me parecía un imán que atraía indefectiblemente las situaciones más esperpénticas. La sentencia de Pascal de que todo lo malo que le ocurre al hombre le sucede por no saber quedarse solo en su habitación me parecía una verdad cristalina, firme, con la solidez y la entidad de la piedra. (A estas alturas me lo sigue pareciendo). Y República Argentina era, y es, una avenida de los Remedios que quedaba exactamente en la quinta polla a mano izquierda respecto del barrio donde teníamos el jodido privilegio de vivir. Exactamente en la otra punta de Sevilla.
-¿Cuánto dinero te queda?
-Mil pesetas- dijo Marina.
-¿Y qué se debe aquí?
-Cuatro copas.
O sea, dos mil cuatrocientas pesetas. El Capitán loco era un sitio caro, lleno de gente encorbatada, de mujeres con traje y bolsos Louis Vuitton. Consideré las posibilidades. El local estaba bastante lleno y el camarero, cincuentón, estaba bastante ocupado. Le dije a Marina que se escabullera discretamente y me esperara a unos trescientos metros, en dirección a la Plaza de Cuba. Haciéndome el loco, pedí una cerveza cuando el camarero se fijó en mí; mi pinta no pareció gustarle demasiado, mi barba debía resultarle sospechosa. Ya se sabe que las barbas siempre son sospechosas, a menos que vayan acompañadas de un traje de Armani y una American Express Oro en la cartera llena de billetes. Me puso una Heineken de tercio –una cerveza que detesto; me produce dolor de cabeza-, le pagué (exactamente trescientas pesetas, lo cual me dejaba con diez duros en el bolsillo), y de pronto miré a mi derecha y Marina ya no estaba. El camarero no parecía haberse dado cuenta de nada. Menos mal que ella iba bien vestida, como tantas otras de las mujeres que había en el local. Una señorita muy guapa, muy rubia. Me bebí aquello intentando no vomitar –encima la cerveza estaba medio calentorra-, lo más rápido que pude, y me fui de allí a toda hostia. Marina estaba donde le había dicho, fumándose un cigarrillo. Las manos le temblaban y tenía los ojos brillantes. Hacía un calor de tres pares de cojones. El verano hispalense no aflojaba ni a tiros. No había piedad. Lo que sí que había era más o menos una hora andando hasta el barrio, y Marina con tacones. De modo que emprendimos la marcha, yo con un cabreo del carajo, Marina sin dejar de parlotear y de maldecir al hombre que la había hecho ir hasta allí para luego dejarla tirada y sin un duro. Mil pesetas. Teníamos mil pesetas y en aquel momento cruzábamos el Puente de San Telmo, con la Torre del Oro iluminada a nuestra izquierda, los coches pasando, música que llegaba desde un barco que en ese momento pasaba por el río, la Giralda al frente, todavía no muy cercana. Odié Sevilla, me odié a mí mismo, odié a la pobre Marina, que iba por el mundo como un barquichuelo sin rumbo, como una perra vagabunda; odié cada coche que pasaba, a cada transeúnte con cara de felicidad con que nos cruzamos. Encima no había comido nada en todo el día, aunque por la mañana había estado en el bar de Hussein y estábamos en paz, no le debía nada. Odié metódicamente al soplapollas de mi padre y al soplapollas de Pepe Sánchez y al soplapollas en que yo mismo me había convertido. Odié aquel barrio de soplapollas en el que vegetaba en una casa vacía con la atrabiliaria compañía de Marina. Odié hasta a mi puta madre mientras pasábamos por delante de la catedral en dirección a la Plaza de San Francisco. Daban ganas de coger a cualquiera por el pescuezo y liarse a hostias y quitarle la cartera, aunque sabía perfectamente que jamás lo haría. No tenía cojones. O me sobraban escrúpulos.
No era como decía Pascal, que todo lo malo que nos pasa nos pasa por no saber quedarnos solos en nuestra habitación. Todo lo malo que nos pasa nos pasa porque el momento crucial, en el momento de mandarlo todo a tomar por culo y seguir el camino que nos de la gana prescindiendo de todo lo demás, no tenemos cojones. El mundo se está yendo al carajo porque el hombre no tiene cojones.
Cojones de organizar de una puta vez un suicidio global. Y es que sobramos. Sencillamente, sobramos.
-Pies me duelen mucho- se quejó Marina media hora después, cuando estábamos cruzando la Plaza de San Román y nos disponíamos a enfilar la calle Enladrillada.
-Pues te jodes.
-Tú prostitutka.
-Vete a la mierda.
Aceleré el paso, dejando atrás a una Marina que no paró de insultarme y maldecir en ruso. Y esa noche, cosa que agradecí, dormí solo, o mejor dicho, me revolqué durante horas en la cama, asfixiado de calor y con una taquicardia del copón, esperando y deseando, al llegar al agujero, que a ella no le diese por tocar el timbre a las una de la madrugada. Que se fuese a dormir con la momia lesbiana que me había amenazado de muerte. Yo estaba hasta los cojones de todo y de todos, sin un duro, casi sin tabaco. Y encima, sobrio.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, el sol ya pegaba con fuerza. La Chica, tumbada a mis pies en la cama, movía el rabo y tenía la lengua fuera. Me levanté y le puse agua y algo de pienso, me duché con agua fría, me peiné, me vestí –cada movimiento requería un esfuerzo digno de una maratón-, comprobé que me quedaban dos cigarrillos Camel, advertí que el suelo de la casa estaba cubierto de polvo (de todas maneras tampoco había muebles que limpiar), y bajé las escaleras, dispuesto a pasar la mañana tranquilamente en el bar de Hussein leyendo el periódico, charlando con Rafa Benjumea, que ya andaría por allí, haciendo lo que fuese mientras rumiaba la mejor manera de mandar discretamente al carajo a Marina. No podía más. Bastante tenía con lo que tenía como para encima tener que aguantar la locura o la estupidez de aquella mujer. Me daba una pena horrorosa, pero no podía hacer más por ella. Ni con dinero hubiera podido hacer nada por ella. Recordaba sus palabras: “Yo querer familia, niños, tranquilidad.”, pronunciadas con una expresión a medias entre la melancolía y el patetismo una tarde tórrida en la que nos encerramos a follar como locos. La pobre, que no servía ni para puta. Pero, ¿y yo? ¿Para qué servía yo? No me era útil ni a mí mismo. No escribía, no leía, no hacía nada salvo esperar y esperar y esperar encerrado en aquella jaula, en aquella ciudad que en verano, a pesar de toda su belleza, es una sucursal del infierno para el que no tenga aire acondicionado. Yo no tenía ni cocina. Tenía un armario, una cama, un wáter, una ducha, una perra y un teléfono móvil Ericsson T-10 que raras veces sonaba. Y una amante rusa medio loca. Eso era todo.
Cuando abrí la puerta de la calle, que daba a un pequeño patio del que se salía atravesando una pequeña verja, me quedé sin respiración. Tieso. Allí, apoyada contra la pared, con la cabeza entre las rodillas, la larga melena rubia desparramada, el vestido sucio de polvo y su pequeño bolso junto a ella, estaba Marina. Se había pasado toda la noche durmiendo bajo mi ventana, sin atreverse a llamar al timbre. Me detuve junto a ella y la llamé quedamente. Levantó la cabeza, los ojos enrojecidos por toda una noche de llanto, el maquillaje corrido, y durante un minuto que se me antojó una eternidad, mientras se me derretía la frágil capa de hielo que parecía envolverme el corazón, no supe qué decir, hasta que reaccioné:
-Anda, sube a casa, date una ducha y acuéstate.
Y su sonrisa me pareció, de pronto, la sonrisa más triste del mundo.
Brutal, lo mejor que te he leído, aunque no he leído todo lo tuyo. Impresionante el relato que haces de Marina, es que puedes ver a la chica y todo, eres la hostia.
ResponderEliminarSiento envidía de como manejas el idioma, hay frases tuyas que me han hipnotizado. Gracias por avisarme de este texto.
Un abrazo.
¡¡¡Impresionante!!!. Ya lo ha dicho Héctor y, si Héctor lo dice, ¿No lo habría de ratificar, yo?. Aunque no lo dijera Héctor, no puedo por menos que aplaudir este texto increíble. NO escribes, regalas la historia para que el lector se envuelva en ella y se olvide de otra cosa que no sea el celofán de letras que tiene ante sus ojos. El dominio que tienes del lenguaje, la maestría con que las letras cobran entidad de tu mano, nos dice que hay en tí un animal literario. Eres letra, más que otra cosa. Creo que te nutres de literatura, más que de hidratos de carbono o proteínas. Cuando te haces un análisis de sangre, ¿qué analizan, tinta?.
ResponderEliminarMe lo vuelvo a leer. ¡Chapeau!.
Miguelito, que estarás en los cielos…
ResponderEliminarHoy he leído este escrito que me dedicas, en gran parte, a mí y a tu tío Miguel, que me he quedado fría. De todo lo que dices, nada es verdad. No sé que años fueron pero varios años me los pasé, no sólo quitándote el hambre si no que también la sed, porque recuerdo un año de sequía, que no había agua y os llevaba garrafas llenas. Tu padre y tu os dedicabais a vivir la vida a base de borrachera diaria y todo lo que os venía bien y yo, a parte de dedicarme a lo que tu me llamas, fruto de mi amor hacia mi marido, nacieron mis cuatro hijos, eso me sirvió para parirlos, hijos de los que estoy orgullosísima y a mi trabajo y a mis estudios de música, cosa que doy gracias, porque si no llego a trabajar tampoco os habría podido dar nada. Un día, del piso donde vivíais, os echaron a patadas, le dije a tu padre que así no podíais seguir, entonces yo encontré un piso, que estaba bastante bien y le propuse, para poder dejar de llevar esa vida y además de proporcionarle un pequeño negocio que funcionó bastante bien, cambiarlo por una mierda de fonda que se caia a pedazos, que fue lo que heredamos.
Yo quería lo mejor para vosotros, pero me equivoqué, el negocio os lo lapidasteis en poco tiempo.
Ahora hablamos del piso, después de comprarlo, pagué un montón de cosas, como en pintarlo, traslado de muebles, enganche de luz y un largo etc… Vosotros en vuestra línea no pagasteis ni la comunidad que eran 3000 pts mensuales, en el abandono del piso (tuberías atascadas y un embargo por no pagar la comunidad), os cortaron la luz por no pagar, cada vez que se hizo el enganche eran 40.000 pts y a veces más y yo trabajando para pagaros todo eso y vosotros bebiendo y sabe Dios que más.
Un día, tu tío Miguel, con mucha razón, me dijo que hasta aquí hemos llegado, de aquí no sale ni una fiambrera más (yo no hacía otra cosa que sacaros comida y vosotros el dinero que teníais lo gastabais en beber) y que decidiera con quién me quedaba, yo cogí y me fui a la tienda esa de mierda que tu dices y me compré una espuma, una manta y una almohada, con la misma ropa y con agua fría y una toalla me aseaba todos los días, viviendo como vivía en el “palacio de las dueñas” como tu decías, hasta que un día llegaron todos a buscarme, recuerdo que mi hijo lloraba y lloraba y tuve que volver, todo eso lo pasé por vosotros y aquí no termina.
Un día llegaste a la tienda, enseñando billetes…”vengo de negocios” decías…Habías vendido hasta tu alma, todo, todo lo que teniais, que tu padre cuando volvió tuvo que dormir en el suelo con cartones entrándole el frío por los agujeros de los aires acondicionados que tu habías vendido. Tita Presenta vino a la tienda a decírmelo, y yo tan mongola como siempre, compré una cama y volví a llenar el piso de muebles, claro que de segunda mano, que querías que los comprara en Sajonia?
ResponderEliminarLe dije a tu padre, que si algún día vendia el piso, todo lo que me había gastado me lo tendrían que devolver (con propósito de que no lo vendierais y tuvierais donde vivir), yo trabajaba como una negra y viendo la vida que llevabais, pensé poner el piso para que lo pudierais vender. Yo no tenía cojido a tu padre por los huevos, yo lo que no quería es que tu padre se viera como está hoy, sin casa y sin nada, pero después de mil intentos para que no lo vendierais, tu padre me dijo que le había robado, cosa que no iba a consentir por no ser verdad y dije “hasta aquí llegué”.
Volviendo al tema de la comida, como de mi casa ya no podía sacar nada, os abrí una cuenta en Polvillo, que es un sitio donde hacían comida casera buenisma y vosotros comprabais y yo la pagaba y como es lógico le dije que cuando vendiera el piso me tendrían que pagar todo lo que se debía. Yo hubiera preferido haberlo perdido todo, sería señal de que ahora tendría tu padre un sitio donde vivir. De la venta del piso me enteré tarde, que por cierto, fue vergonzosa, pero ya erais mayorcitos.
No te acuerdas de las Navidades, las cenas que os llevaba? Mejores de las que llevé este año a tu padre.
Me acuerdo que me decías, “a mi padre le echas veneno en las lentejas”, cuantas y cuantas veces te dí de comer, sin querer nada a cambio, para que me pongas de un ser despreciable y sin escripulos…
Y ya no hablemos de los ataques personales de mi aliento, etc… cuando sabes que yo soy una persona que se cuida muchísimo…
Ese personaje que tu dices, es una persona que se ha pasado la vida trabajando y velando por su familia, incluido a TI, pero por lo que veo, no has sabido apreciar ni un poquito todo lo que he hecho, ni siquiera cuando comías comida que yo te llevaba.
Sabes lo que te digo? Que no te guardo rencor, que pena que no estes aquí para poder decir las cosas a la cara. Hoy en mis rezos diarios le pedí a Dios, que fuera misericordioso contigo. No se donde estarás Miguelito, pero donde quiera que estés, que el Señor se ampare y apiade de ti, aunque no te guste.
Tu tía Juana
Perdona, Miguel, pero ese monstruo que has creado no soy yo.