En ocasiones, en tantas ocasiones como gotas de lluvia tabaleando en el patio de esta casa solitaria donde escribo, se cansa uno de tanta desesperanza, de tanta ira contenida, de la sordidez vengativa, atrabiliaria y funcionalmente analfabeta del prójimo. Nunca entendí la solidez de la fe de un escritor como Benedetti en el futuro del hombre, esa ciega confianza en el progreso, en el futuro, en un devenir de días mejores. Hace media vida, cuando yo andaba por los 18 años, la juventud no era este despropósito, esta panoplia de gente quemada, resabiada, escéptica, materialista y agresivamente conformista que nos rodea. No en general, como ahora. Se leía más, se veía menos telebasura, no había Internet al alcance de cualquiera, la gente era más participativa, se tocaba más y se miraba más a la cara. Y sobre todo, tenía los redaños de irse de la casa paterna antes de los 40 años. Se puede entender que la cosa está difícil, qué digo, jodidísima, que no hay trabajo, que los bancos, esas hermanitas de la Caridad, se han convertido en cajas fuertes para los que tienen viruta de sobra y no dan ni cinco duros si no tienes un chalet en propiedad –y a veces ni así-, que los políticos están en lo de siempre, que no es el diálogo entre partidos ni la mejora del gobierno de este desgraciado país de los cojones –y lo digo con rabia unamuniana porque a pesar de todo es mi país, y no hablo de geografía, sino de cultura-, sino retándose a ver quién la tiene más grande y a quién se le nota menos lo que roba con tan sangrante y evidente desparpajo, amparados en leyes que funcionan con la solvencia esquizofrénica de una tragaperras –no hay más que darse una vuelta por cualquier cárcel; que le hablen de leyes contra la violencia de género al hombre que se ha chupado tres años de maco por una falsa denuncia de su exmujer, dada a autolesionarse y a ponerse hasta el culo de copas (el ejemplo es real, dolorosamente real y muy cercano). Pero esta juventud atrincherada en la indiferencia, podrida de PlayStations, teléfonos móviles de última generación, obsesionada con el dinero, con la Visa oro, el coche nuevo, la conexión de banda ancha, la botellota de los fines de semana por decreto no escrito en la que suelen acabar potando una mezcla de whisky con cocacola y vacío existencial –dentro de unos pocos años veremos a gente de veinticinco años con las manos temblonas endiñándose tres copas de Machaco en cada bar de la esquina, y sé de lo que hablo-, esta gente, decía, ¿es el futuro? Por supuesto, estoy generalizando un poco. Pero es una generalización que abarca a un tanto por ciento de jóvenes –y no tan jóvenes- preocupantemente amplio. La expresión popular “beberse hasta el agua de los floreros” pierde aquí su retranca jocosa para convertirse en la amarga certeza de un fracaso prematuro. El sistema educativo, esa mierda complaciente en la que a los profesores los brean a hostias y no pasa nada –porque no pasa nada, y si pasa algo es de risa, y ciertas depresiones no se quitan ni con un quintal de pastillas, sino a lo mejor dándole de hostias a quien te ha agredido-, no ayuda, no sirve, es ineficaz, está obsoleto, es más inútil que la fe en la castidad de cierto arzobispo al que ví hace años en un puticlub de Granada, es la vergüenza de una Europa que nos lleva los cuarenta años de adelanto en que tuvimos bajo palio al César Visionario en muchos aspectos, aunque aquí se coma y se viva, en general, de puta madre y con musho solesito, es, en fin, un cáncer en plena metástasis. Y lo peor es que a casi todo el mundo se la suda.
De modo que seguiremos viendo pasar coches a toda hostia por la calle, la música a todo volumen, en plan gallito; seguiremos viendo a mendigos quemados vivos por niñatos en los cajeros automáticos, profesoras de instituto apaleadas y grabadas con el móvil de la Maritrini o del Josechu o del Kevin Costner de Jesús –el nombre no es inventado-, padres apabullados, amenazados, chantajeados por un billete de cincuenta aurelios para el sábado noche, colas de miles de jóvenes para los castings de Operación Triunfo 68ª edición o Gran Hermano 7294, estudiantes de Filología Hispánica –si es que sigue existiendo- con faltas de ortografía y estudiantes de Filología Inglesa que no sobrevivirían ni dos minutos en el centro de Londres si no estuviese papá al otro lado del teléfono o de la Western Union, niñas de quince años que tienen dinero para comprarse unos pendientes D&G pero no para condones a la hora de echarle un alegre casquete al chaval que las va a dejar embarazadas, y hasta, se supone que en reacción a tanta falta de bondad y sensatez y generosidad cristianas, Clubes de Castidad –esto no es nuevo-. De modo que renuncio. No me siento viejo, pero sé que tampoco soy joven (hay días que me levanto con 137 años y medio). Y cada día me siento más extraterrestre entre la peña que pulula por las calles. Cada día los entiendo menos. Me resultaría virtualmente imposible escribir una novela sobre la juventud actual (Historias del Kronen, en su día, me pareció el colmo de la ineptitud, y estoy hablando de un libro que fue premiado con el Nadal) por la sencilla razón de que no sé lo que hay dentro de la cabeza del personal, aunque pueda intuirlo, o más bien imaginarlo. Solamente podría hablar de mí mismo y de los de mi generación. No éramos perfectos, para nada, pero éramos otra cosa. Estábamos hechos de otra pasta, aunque también bebiéramos como cosacos y fumáramos como indios cabreados. No teníamos móvil, ni casi dinero, ni por supuesto coche, pero sí que teníamos imaginación, eso que al personal de hoy en día le han amputado a cambio de un bienestar de espejismo, de una felicidad vicaria, de la hipoteca de lo que debieran ser las ilusiones, sueños, proyectos y esperanzas de cualquier joven.
En el fondo no me extraña que se beban hasta el agua de los floreros. Lo malo va a ser la resaca, que a medida que pasan los años deja de tener piedad. Lo malo va a ser el fin de fiesta, cuando la chati se largue a follar con otro porque uno no esté ya para comprar más pendientes de oro ni otro Hyundai Coupé nuevecito. Lo malo va a ser, como decía Sartre, la hora de las ojeras y de las manos sucias.
Una juventud guardada entre algodones, la que, algo de culpa tenemos, hemos ido creando. HIjos en guardería doce horas al día, desde los tres meses, aparcados (el tiempo no nos permite mucho más) delante de un televisor el resto de horas y con el ejemplo del todo vale como nuevo "catecismo". Qué coño importa que dogmatice la santísima madre iglesia que pretendió alinearnos o que se al puto gran hermano, el tema es que se vende inequidad y estulticia en gominolas, para consumo inmediato de unos chavales que no tienen otra realidad que la que se enmarca en diversas cajas bobas (playstation, gameboy, tele, ordenata...) Las ventanitas al mundo se transpasan para perderse en botellón y los sueños de futuro no van más allá de una fama rápida y sin esfuerzo. Nadie les está enseñando otra cosa.
ResponderEliminarMea culpa, que soy madre, y aunque pretendo tener en casa dos hijos, no algo más que la alargadera del mando adistancia, no siempre sé hacerlo y, demasiadas veces, alimento la misma indecencia que pregono odiar. De todas formas, mis hijos no responden al cliché, demos gracias y, sobre todo mi hijo, tiene fama de friki (no bebe, no fuma, no se droga, es de lo que les entusiasma leer, hace teatro desde los siete años, esgrima desde los doce y parkour en ratos libres, tiene conversación interesante, un corazón de oro y los ojos más bonitos del mundo). La niña, un saco de hormonas (es lo que tienen los casi dieciséis años que luce con gracia y salero en un cuerpo de escándalo y una cara preciosa con la bajada de pestaña más eficaz y mágica que puede uno encontrarse por estos mundos -y si no, que se lo pregunten al novio- ) está más cercana a ese mundo odioso que nos venden, pero, tal vez, logremos salvarla de las garras de la cretinez. O no, ella decide.
En fin, que una es madre, y qué cojones, ¡se le nota!. Eso sí, no tiraré la primera piedra, por si me da de lleno en la cara
Besotes