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lunes, 4 de julio de 2011

MEMORIAS DE UN CAMARERO CABREADO (fragmento II)

Los buenos de la película, los justos, los cabales, los ortodoxamente bondadosos en La Puebla de Los Infantes eran los que nos traían ollas de potaje, ollas de arroz, ollas de sopa de fideos, ollas de estofado, ollas de macarrones o spaghetti, nuestra vecina Eusebia, mi tía Inés o mi tía Juana, ollas, siempre ollas de comida que devorábamos con fruición o con una indiferencia casi profiláctica, según el día, el grado de resaca, mala leche, depresión, frustración o epifanía literaria, en mi caso, mientras pasaban los días y las semanas y el polvo se acumulaba sobre muebles y fotografías y crecía el jazminero del patio, denso de perfumes y avispas. Fue una época que mi padre se pasó acostado, en la sombra un tanto rancia, olorosa a tabaco frío y ceniza, de su dormitorio, amueblado con los restos de aquel naufragio matrimonial del que hoy en día quedan dos robinsones, escritor y socióloga respectivamente. Terminados los fastos o ruina total de aquella catetada modelna conocida como Expo 92, se había quedado sin trabajo, sin sueldazo como director del Pabellón Tierras de Jerez, donde había metido a trabajar a medio pueblo, mientras en la confortable mediocridad penumbrosa de su tienda de textiles su hermana Inés, que era algo así como la Santa Teresa desgualdrajada y neurótica de la familia, pontificaba acerca de las consecuencias de vivir en pecado, pecado que en nuestro caso era una pereza descomunal aliñada con tendencias más que manifiestas a la vida disipada, según ella. Yo tenía novia -aunque fuese a distancia- y ninguna intención de casarme con ella y además follaba, o había follado, como un descosido, y encima no estudiaba, no trabajaba, no iba a misa y bebía whisky, pero ella me quería mucho y por eso me sentaba a su mesa y me daba leche con galletas maría y pastorales sobre la bondad del conservadurismo pueblerino. Mi primo Paco pasaba muchísimo de todo, refugiado en el piso que tenían en Sevilla, estudiando Derecho, pero volvía al redil todos los fines de semana, no como mi prima Lola, de la que lo que más recuerdo era que gastaba una mala hostia del copón cuando se inspiraba y cuya actividad predominante o vocacional era la búsqueda de novio para toda la vida, que era lo que se llevaba a principios de los años noventa del siglo xx en aquel pueblo que acabé por rebautizar, en un relato largo, como Malamuerte de Los Infantes, pensando así en iniciar una saga faulkneriana o antoniomuñozmolinesca o benetiana, aunque por aquella época yo todavía tenía a medio leer a estos autores. Malamuerte de los Infantes: hubiera quedado incluso bien en los carteles de las tres carreteras que salían del pueblo, la de Lora del Río, la de Peñaflor y la de Las Navas de la Concepción. Porque efectivamente vivíamos en circunstancias de mala muerte, solo que yo no era consciente del todo o tenía la habilidad, esa habilidad que se pierde indefectiblemente con los años, de evadirme en la literatura o en mis conversaciones y salidas callejeras con mi amigo José Bravo, que era otro pasota aficionado al vino y a la música pero sin el aura de escritorzuelo ramplón que yo tenía, al decir del hermano de otro amigo, César Antonio Cuerda, que me vaticinaba un futuro como hombre gris, como el de cualquiera, una vida sin alicientes ni desafíos, rutinaria, en la que yo dejaría de escribir y acabaría centrándome en ganarme la vida como cualquiera, es decir, en algún trabajo de mierda mejor o peor pagado.

De César Antonio Cuerda se decía que de niño, o de no tan niño, había intentado suicidarse colgándose de una viga en el zaguán de la casa familiar después de que lo asaltaran pensamientos insoportablemente torturadores acerca del infierno como consecuencia del cuajarón de semen que había dejado sobre el careto de Ana Obregón en una de las revistas favoritas de su madre, o algo así. Lo salvó su padre, cabeza de familia notoriamente facha de una familia notablemente facha, que lo descolgó, lo reanimó y acto seguido le dio una manta de hostias de las que no se olvidan y lo encerró bajo llave en un trastero rebosante de telarañas polvorientas y muebles carcomidos en vez de llevarlo a un psicólogo, que era lo que en su opinión hubiera hecho cualquier progre de mierda. Rafael Cuerda veía progres de mierda por todas partes. Los veía hasta follándose a su mujer, Encarnación González, que tenía un punto de beatería sublimado en la figura del Caudillo cuya fotografía presidía el salón de la casa junto a las de su padre, que había llegado a teniente coronel de la Guardia Civil en glorioso año 22 después del Advenimiento del César Visionario, o sea, en 1961. Era una familia rica para los estándares de La Puebla, socios del Casino, con cortijos, tierras y Landrovers, amables en el trato cara a cara y auténticos desolladores a espaldas de las víctimas de su afiladísima lengua, que le retiraban la palabra a cualquiera que hiciese alusión a los espléndidos trapicheos del abuelo guardia civil, quien además de funcionario de élite durante la época de Franco había controlado no menos de media docena de burdeles de alto copete en sitios como Sevilla, Málaga y Córdoba. De ahí venía buena parte de la fortuna familiar, por no decir casi toda.

-Como salga un alcalde socialista y mueva un solo dedo para meterle mano a mi patrimonio, juro por la Virgen de las Huertas que cojo la escopeta y le pego un tiro- decían que había dicho Rafael Cuerda una tarde en el Casino, copa de Fundador en mano y canana en bandolera -venía de cazar venados- en los días previos a unas elecciones municipales poco después de que UCD ganara las generales.

A sus hijos César y Luis los había mandado a internados desde que apenas tenían uso de razón. Era partidario de una educación entre medieval y espartana, o sea a hostia limpia y los domingos a misa, y nada de colegios públicos donde sus hijos pudieran verse perniciosamente influenciados por las ideas soviéticas de los profesores. Eran primos de José Bravo, que no podía ser más opuesto a ellos con sus chupas de cuero, sus cabellos alborotados de alborotador, su música heavy y punk y su vocación defendida a dentelladas por la guitarra, que era, tal como él lo veía, la mejor manera de largarse de aquel pueblo y poder ganarse la vida como músico. Todos nos conocíamos desde pequeños, desde que mi madre renunció a nuestra custodia a favor de mi padre para poder terminar su carrera de Historia Medieval y encontrar un buen trabajo y pasamos a manos de mis abuelos Pilar y Francisco y a vivir entre Sevilla y La Puebla de los Infantes. Luis, que era un grandullón con cara de gorila, disfrutaba puteándome cada vez que me encontraba con él por las calles del pueblo, quitándome la bicicleta amarilla de cross Orbea que me había regalado mi padre con seis o siete años, levantándome en vilo para hacerme cosquillas en los sobacos o haciéndome oler sus pedos hasta que conseguía librarme de él y volvía a casa, donde me refugiaba en brazos de mi abuela, que era la viva imagen de la bondad resignada pero que no se arredraba en salir a la calle con una mantilla sobre los hombros para buscar a mi atormentador incluso en su casa y exigir que me devolviese la bicicleta o que viniese a pedirme perdón por haberse metido conmigo. Mi padre casi nunca estaba, pero cuando estaba, el dinero fluía generosamente. Mi hermana aún era demasiado pequeña, pero a mí nunca me faltaron salidas al cine, almuerzos o cenas en restaurantes, juguetes, películas de dibujos animados en vídeo, tebeos de Mortadelo y Filemón o de Tintín o de Astérix. Si quería algo, solo tenía que pedirlo. Mi padre era la sombra generosa que planeaba sobre nuestras vidas. A mí me contaban que trabajaba en un restaurante del que, además, era el dueño. Yo recordaba el restaurante La Marmita, en Granada, en la calle Pedro Antonio de Alarcón, frente al cual vivíamos antes de que mis padres se separaran, cuando mi hermana tenía un año y era un moco que no paraba de llorar y nos atendía una muchacha llamada Fidela de manos pecosas y frías que olían a ajo y lejía y a la cual espero que la vida haya tratado bien. Me hubiera gustado hablar con ella para saber, como solo una criada puede saber estas cosas, qué coño era lo que realmente pasaba en aquella casa cuando mi madre y mi padre aún estaban juntos; aún hoy en día, inevitablemente, hay demasiada niebla, demasiadas conjeturas, demasiadas hipótesis, demasiadas versiones y pocos hechos fehacientes que yo pueda recordar con claridad.

Y es que me gustaría saber de dónde cojones provengo en realidad. Sin fisuras. Sin más versiones interesadas de familiares a los que sencillamente no soporto y que no me soportan y a los que no pienso invitar a la cena de gala de ese premio Planeta que jamás ganaré. Seguró que si ganara el Planeta mi tía gloria, la misma que durante la sobremesa posterior a la comida posterior al funeral de mi abuela Eloísa me preguntó si había ido allí en busca de su dinero (¿cómo se puede ir a buscar dinero a un funeral?), me llamaría para pedirme que invitara a la familia.

Pues bien, tía Gloria: que te invite a su funeral el presidente del Banco Central Europeo. A mí no vuelvas a tocarme los cojones.



Una desolación de telarañas y polvo y desidia, de fogones sucios y viejas fotos, de moscas y avispas en el patio, de ronquidos de mi padre, que cuando no estaba fumando estaba durmiendo y que cada vez que salía regresaba con una cara de abatimiento beodo que a mí me parecía como el tótem de aquellos días en medio de la nada, la marca registrada de la devastación. Yo leía a Thomas Mann, a Bulgákov, a Eduardo Mendoza, a Roger Martin du gard, a Faulkner, a Tolstoy, apoltronado en uno de los antediluvianos sillones de skai marrón, la máquina de escribir Olivetti Lettera 25 sobre el cristal de la mesa camilla junto a resmas de folios que menguaban, y trataba de entender lo evidente; mi padre andaba tan jodido como todos los que se habían quedado sin trabajo después de la deflagración final de la Gran Catetada de la Expo 92, con la diferencia de que él no era hombre de ahorrar dinero en previsión de malas rachas, como hacían muchos de sus paisanos. La Puebla de los Infantes siempre ha sido un pueblo de emigrantes, sobre todo a Menorca, camino del que mi padre había sido pionero en los años 60, o a Barcelona, o a Valencia, o por ahí. El pueblo estaba lleno de hombres derrotados, prematuramente envejecidos, que trasegaban vino, cerveza, ginebra, whisky con cocacola en las barras de los cincuenta bares que jalonaban aquella mínima geografía escalonada de paredes blancas. Cincuenta bares para una población de tres mil quinientas personas, o sea un bar por cada setenta habitantes de la Puebla, a grosso modo, desde el supuesto lujo menestral con toque agropecuario del Casino -donde había revistas como el Hola o el Semana para las señoras- hasta la cutrez casi entrañable del Bar Betis, tascón para borrachos matutinos de aguardiente y vino blanco barato. El invierno en La Puebla no daba para mucho más que para recoger aceituna, trabajar en la obra o haciendo alguna chapuza, cobrar "peonadas" que no se habían trabajado en realidad y pasarse las horas, vivas o muertas, en los bares. Pocas veces he visto, ni siquiera en los documentales de National Geographic sobre la Antártida, una desolación semejante a la de la biblioteca pública de aquel pueblo. Ni siquiera había chavales estudiando. Yo tenía alucinado al bibliotecario por la cantidad de libros que sacaba al cabo de la semana. El hombre tenía el mejor trabajo del mundo, o al menos eso me parecía. La biblioteca era pequeña, pero estaba bastante bien surtida. Abundaban las Obras Completas, los Premios Nobel, los Goncourt, los Pulitzer, aquellos tochos adorables que publicaba Aguilar y que aseguraban meses de pura delicia. El bibliotecario, al que recuerdo bajito y adusto, tal vez melancólico, conocía a mi familia pero no me conocía a mí. En cierta ocasión me preguntó si de verdad me leía enteros aquellos libros o si solo estaba estudiando y los utilizaba para consultar algo o hacer trabajos, como si yo fuera un universitario descolocado que estudiaba a distancia, o algo así. Y creo que fue entonces cuando le contesté que leer tanto formaba parte de mi trabajo de escritor. Era la primera vez que le decía algo así a cualquier cosa parecida a un ser humano que me lo preguntaba. Decirle a alguien que era escritor me solidificaba, me prestaba una entidad concreta en medio de la nebulosa que era mi vida, aunque por aquella época prácticamente lo único que escribía era poesía, que era por lo que me conocían los cuatro gatos que me conocían, es decir, mis amigos y un par de familiares. Yo ya había leído en Francisco Umbral aquello de que Balzac y Dostoyevski escribían para pagar deudas. Eso es profesionalizarse y lo demás es diletantismo. Y estaba plenamente de acuerdo, solo que llegaba a avergonzarme de no cumplir con tal aserto. Aquella gloria mínima, de radio corto, que suponía que el grupo de rock de mis amigos de Lanjarón, Mundo de vivos, hubieran grabado una maqueta con dos letras mías, era en realidad todo lo que tenía a mis espaldas a mis más o menos veinte años. Y a cambio, claro está, no había obtenido dinero; copas infinitas en los bares de Lanjarón y Granada sí, pero nada de dinero, como era lógico, puesto que todos eran estudiantes y manejaban el mismo inexistente presupuesto que yo, aunque a mí siempre me parecía que todos tenían más dinero. Yo vivía como siempre había vivido, al socaire de mi padre, que de vez en cuando me daba lo que podía para que me diese una vuelta por el pueblo, pero ya empezaba a incubar la idea de que "era" una escritor profesional, si por profesión se entiende no lo que uno hace para ganarse la vida, sino lo que uno hace, a secas. O mejor dicho, lo único que uno hace o sabe hacer. Yo estaba todavía muy verde en casi todas las suertes de varas de la vida. En realidad, yo todavía no tenía ni puta idea de literatura ni de la vida ni del amor ni de nada. Todavía estaba dentro del huevo, a salvo del mundo por la sencilla razón de que gente como mi padre, ahora que vivía con mi padre, o mi madre, cuando cambiaba de tercio y me iba a vivir con ella, se interponían entre mí y la realidad. Los libros, la música, la poesía, el recuerdo de Laura, a la que escribía cartas prácticamente cada dos o tres días (mi epistolario podría servirle a estas alturas como curiosísimo documento psicolo/literario/ antropológico, si es que lo conserva o si es que sigue viva, dato que desconozco), me aislaban de la intemperie del mundo, que a mi alrededor percibía sórdido, pueblerino, mediocre, aburrido, cruel. Bestiajos hartos de cubalibres en los bares, tías apolilladas y beatas, cuando no directamente subnormales como mi tía Juana o déspotas chillonas como Presentación (con ese nombre no es de extrañar la mala leche que gastaba la madre del hoy en día olvidado Íñigo de Gran Hermano), primos que no compartían mis inquietudes o sencillamente no las entendían, como Paco o Miguel, y ante los cuales yo exhibía una especie de orgullo libertario/ literario: eso era lo que me rodeaba. La gran gloria literaria de la Puebla de los Infantes era Paulino Rodríguez, que es el autor de sevillanas como aquella de Algo se muere en el alma/ cuando un amigo se va, a quien yo había visto de niño y muy pocas veces en mi vida; entonces me parecía que si aquel hombre era la gloria local, el emérito vate de los puebleños (a los que yo llamaba pueblerinos, con todo su ácido), el hecho de haber rebautizado al pueblo de mis abuelos paternos como Malamuerte de los Infantes era todo un logro literario, porque la verdad, las sevillanas en general siempre me han parecido una auténtica mierda escrita por gente sin talento para una audiencia sin neuronas, salvo excepciones. Y encima Paulino Rodríguez ganaba dinero con eso, lo cual me exasperaba, y mi tía Inés me lo recordaba constantemente, lo cual me exasperaba aún más -tú lo que tienes que hacer es escribir un libro de sevillanas, me decía-, hasta el punto de que llegué a odiar las sevillanas como solamente odio cosas como el Vaticano, la estupidez, el fascismo o la economía neocon/neoliberal, con un odio reverberante, pleno, volcánico. Yo estaba equivocado, claro; aquello de escribir como me diera la gana, lo que me diera la gana y cuando me diera la gana no llevaba a ningún sitio. Yo ya era pecador antes de haber cometido el pecado, que era publicar. Según mi tía Inés, que como la crítica literaria solvente y de plena dedicación que era, la pobre, consideraba que los sonetos de Santa Teresa de Jesús eran lo más de lo más en poesía española y Juan Ramón Jiménez el maestro por antonomasia de las letras patrias, lo que yo escribía era cuchufletas sin importancia, resabios con olor a rebeldía, remedos de literaturas extranjeras que ella desconocía pero como no eran españolas eran poco menos que literaturas escritas por herejes. Dostoyevski era ya demasiado fuerte para su paladar, degustador de la Biblia, San Juan de la Cruz y ABC. Encerrada en su casa, de la que no salía más que para ir a misa o a la compra o a hacerle una visita a alguien, yo era para ella, las veces que iba a verla, una especie de acontecimiento demoníaco al que sin embargo había llegado a tomarle cariño. Nunca dudé de la sinceridad de su afecto hacia mí. Siempre había dicho que yo era su sobrino favorito, el más inteligente de todos, más que sus propios hijos, más que los hijos de mis hermanas, más que la mayoría de los hijos de las señoras del pueblo. Me trataba con un afecto de solterona, aunque no lo era, y mientras trataba de convencerme de que Dios Es Amor y me afeaba el hecho de que fumara, mi tío Antonio González, más conocido por el de Narciso, que siempre me había parecido un enano rencoroso, envidioso y resentido (odiaba a mi padre como odiaba a todos los que habían logrado escapar del pueblo a una edad en la que él ya estaba casado y esperando a mi prima Lola), se iba al Casino, una vez cerrada la tienda, a rumiar lo que tuviera que rumiar y tomarse unos vinos mientras echaba una partida de cartas, dejando a su mujer filosofando con aquel melenudo hijo de puta, aquel listillo borracho, aquel accidente de la naturaleza, aquel hijo de divorciados que era yo.

Y es que para el Narci ser hijo de divorciados era toda una categoría política y existencial. Era lo peor. Era pecaminoso, sospechoso. Era una lacra insoluble. Para él y para la mayoría de la gente como él en aquel pueblo, que ya no vivían en la época de Franco pero actuaban exactamente igual que cuando la gente se quitaba el sombrero, o la boina, o lo que fuese, cada vez que veían pasar a la pareja de la Guardia Civil o al cura. O a alguno de los señoritos del pueblo. El mismo servilismo inconsciente, la misma mirada sumisa, el mismo temor a que alguien hablara mal de ellos, el terror a cosas como el divorcio, las minifaldas, los hijos fuera del matrimonio o no ser capaz de pagar las cuotas de socio del Casino. El Narci era un tendero con mentalidad de tendero, de los de toda la vida. El hecho de que alguien pretendiese dedicarse a algo tan volátil como la literatura era algo que ni siquiera le cabía en la cabeza, como a la inmensa mayoría de mis familiares. Estaba muy bien que hubiera artistas en el mundo, los libros quedaban muy bien para adornar el salón, la música quedaba muy bien para adornar el salón, los cuadros quedaban muy bien para adornar el salón -lo importante era que todos viesen lo bonito que quedaba el salón-, y Paulino Rodríguez era un fenómeno, un genio, pero también trabajaba de maestro de escuela, y por lo tanto tenía un sueldo, que era a fin de cuentas lo único importante en esta vida. Los hijos estaban para estudiar Derecho, como mi primo Paco, o Turismo, como mi prima Lola, o Arquitectura, como el hijo de su amigo Lorenzo Valenzuela, o Económicas, como el hijo de su primo Juan Casas. Los hijos estaban para darles a los padres la satisfacción de culminar una carrera que ellos no habían tenido oportunidad de estudiar, y hacerse hombres y mujeres de provecho que ganaran mucho dinero y pudieran comprarse un apartamento en Torremolinos, como él, y un piso en Sevilla, como él, y un Mercedes familiar, como él. La literatura era una anomalía, era el caos, eran pájaros en la cabeza en vuelo hacia ninguna parte, o sea, hacia la pobreza, la misma pobreza en la que mi padre caía regularmente por su mala cabeza, con su ropa cara y su Opel Kadett y sus trabajos que nunca conservaba por su afición a la mala vida, esa mala vida que él envidiaba, en el fondo, con todas sus fuerzas.

-A tontos como éste les he dado yo de comer por la cara más de una vez en La Marmita, y hasta les he prestado dinero para alquilarse un apartamento en La Carihuela o para echarle gasolina al coche o para comprarle pañales a sus hijos- me dijo mi padre en cierta ocasión-. A gente como ésa, que llevan el estandarte en las procesiones de la Virgen de Las Huertas, he tenido que pagarles viajes a Londres para que abortara su hermana. A mí me van a venir con gilipolleces.

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