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martes, 27 de abril de 2010

SOBRE MAMADAS, FOLLADAS, ENCULADAS, BISAGREO Y GLORIA LITERARIA

Decía Camilo José Cela, ya en la cumbre de su carrera literaria –este tipo de cosas solo pueden decirse una vez has alcanzado la cumbre-, que las tres virtudes que un escritor ha de tener en la alforja son fe, esperanza y caridad. No está mal como boutade, a pesar de reflejar toda la mala leche como ser humano que solía caracterizar al insigne premio nobel, convertido al final de su vida en payaso mediático gozador de saraos marbellíes y del coño de una aprovechada que al final acabó quedándose con todo; no es necesario dar nombres. Si el panorama literario no fuese tan deprimente como dormir en la calle en Edimburgo bajo una pertinaz llovizna, la frase tendría cierto gracejo irónico. Pero un escritor, hoy día, no necesita de virtudes teologales para acabar triunfando; hay ejemplos a patadas de que no; lo necesario, lo realmente imprescindible para acabar firmando ejemplares en la Feria del Libro de turno –Ferias del Libro que no son otra cosa que Ferias de ganado, por el borreguerío lector que va a comprarse el último best seller de turno siguiendo el baremo de “los más leídos” en las páginas de cultura de cualquier periódico: cultura mediatizada-, son unas tragaderas amplias, versátiles, de puta profesional con más tablas que un bosque finlandés; o, en su defecto, un ojete o coño de primera categoría, disponible las 24 horas, modelo seven/eleven, donde padrinos y editores puedan descargar a gusto, y con el placer añadido de la humillación, su grumosa carga de dulce néctar blanquecino. Quien no tiene padrinos no se bautiza, dice un refrán casposo, típicamente español, tan casposo y reaccionario y ultramontano, con trasfondo de mala leche netamente ibérica, como la mayoría de los refranes. Eso puede ser cierto, siempre que quieras bautizarte, o comulgar, con el stablishment cultural/acultural de la pell de brau. Te vas haciendo un nombrecito a base de premios literarios, compartes infinitas copas con los colegas que están en el ajo –tal vez tengas que ejercer el noble arte de la fellatio con alguno de ellos, en cualquiera de sus infinitas variedades-, asistes a conferencias sobre la trascendencia de ingerir spaghetti carbonara con blancos de Rueda después de una sesión de puterío fino en Venecia, te suscribes a diez o doce revistas “imprescindibles” en el acervo cultural patrio, y un buen día ya eres una firma solvente, cuando tus doctos colegas te otorgan por unanimidad el Premio Copón Bendito de poesía/narrativa/ensayo y te echas al bolsillo unos cuantos kilos. A partir de ahí, las editoriales te reclaman, puertas que no se abrían ni a tiros de Kalashnikov ni con explosivo C4 están misteriosamente de par en par, con ágape incluído, los periódicos te fichan como colaborador retribuido, y de pronto empiezan a lloverte los lectores: claro que todo esto lleva aparejado unas cuantas concesiones que habrás ido haciendo por el camino, como por ejemplo: tener en cuenta el gusto lector de la mayoría, no salirte del tiesto, conceder entrevistas, dar conferencias, salir por la televisión, y last but not least, obeceder en todo momento las directrices de las editoriales cuando salgas de promoción. A medida que las cifras bancarias de tu cuenta vayan creciendo, para satisfacción de la familia y otros animales, que siempre te miraron de reojo pensando que ibas a acabar bajo un puente por no continuar con el negocio familiar o por no buscarte un trabajo decente, “normal”, y del director del banco, y de la puta madre que los parió a todos, irá decreciendo, si es que todavía te queda algo, la única dignidad de la que puede disfrutar un artista –esto es ampliable a músicos, pintores, cineastas, escultores, etc-: la dignidad de crear en libertad, o dicho en fino, de hacer exactamente lo que te salga de los cojones, cuando te salga de los cojones y como te salga de los cojones. Habrás llegado a la cumbre, sí; serás el perfecto lacayo de la “industria” editorial, uno más en nómina. Y tu mujer querrá joyas y un chalet, o tu marido un Ferrari, o el último modelo de videoconsola, o una caja de Johnnie Walker 21 años cada fin de mes para ponerse a tope con los amigos. Y empezarán a traducirte a otros idiomas, y más premios, y más dinero, y la gloria en verso, y leerás manifiestos políticos y pregones y cobrarás del Partido, y entonces te acordarás de las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, y dirás “pero si ya no me junto con la plebe, ji ji ji”. Pero en la soledad de tu mesa –si es que te dejan solo un minuto y no has de correr a chuparle la polla a Don Fulano, por aquello del contrato y anticipo del libro que te va a encargar: Antropología metafísica del pollo frito al ajillo en España durante en reinado de Carlos IV-, te darás cuenta de muchas cosas. Te sentirás el Michael Corleone de la literatura. Pero ya no te acordarás de quién eras realmente, de la frescura, la espontaneidad, la viveza con la que creabas, sin importarte un carajo el gusto mayoritario del borreguerío. Y a lo mejor te acuerdas del final de Hemingway. O del de Kurt Cobain. O del de Van Gogh.

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