Lo despertó el fragor de la lluvia cuando todavía no había amanecido. El aire de la habitación –una gelidez de escarcha, de humedad perenne- olía a tormenta desatada, noche de relámpagos, polvo de décadas removido por el viento. Lorena dormía junto a él, un bulto bajo las sábanas raídas. En la calle, la lluvia había arreciado casi hasta el estruendo.
No sabía qué hora podría ser; seguramente faltaría poco para el nuevo comienzo de un día gris. De un nuevo día gris y húmedo y frío y desapacible. Llevaba lloviendo más de dos semanas. Los periódicos hablaban de inundaciones, de presas desembalsando agua, de desprendimientos de tierra, de carreteras cortadas, de cultivos arrasados por el agua después de una sequía de años. Los periódicos constataban lo que Iñaki ya sabía, lo que pensaba distraídamente en aquellos momentos mientras se incorporaba con cuidado, procurando no despertar a Lorena, y se desprendía de las mantas y se ponía en pie; que España, definitivamente, era un país de extremos. Extremadura, extremasequía, extremalluvia, extremaderecha. Etcétera.
Tenían el colchón instalado en la esquina más apartada de la ventana sin cristales. El agua había entrado en la habitación, empapando los cartones que hacían las veces de postigos. El agua llevaba dos semanas entrando en la casa, de una forma u otra, por un lugar u otro. Era como si Kenneth, el escocés, se la hubiera traído con él cuando llegó, hacía casi un mes; lo había traído Susana una noche; había empezado a fumar y a hablar con él, y le había caído simpático, y él le había dicho, en un español estropajoso con acento de whisky más segoviano que de su propia tierra – Banff, un pueblo de la costa noreste de Escocia-, que no sabía donde meterse a dormir, que lo que había sacado durante el día tocando la guitarra en la calle no le alcanzaba para una habitación. De manera que Iñaki le había dicho que se quedase si quería. Por un par de noches. Pero el hecho era que ya llevaba allí más de dos semanas, follándose a Susana y viviendo con ellos con toda naturalidad. Al menos, aportaba dinero. Y al fin y al cabo, donde cabían cuatro, cabían cinco.
Era evidente que formaban parte de una tribu poco menos que universal, ubicua, creciente: la de la gente que vive donde puede y como puede. Las ciudades y los pueblos estaban llenos de gente trashumante, con las pintas más diversas, que no lograban nunca un trabajo más o menos duradero, que no lograban engancharse, a pesar de los esfuerzos y la desesperación, a las cadenas del jodido sistema de explotación laboral. Era como si millones de presos suspiraran, imploraran, rogaran, rezaran por ingresar en la cárcel de los medios de producción, explotación y consumo, aquella mierda omnipresente que era todo lo que ofrecía un sistema creado por aparentes imbéciles que sin embargo no tenían nada de imbéciles. Estaba todo calculado al milímetro para que la angustia fuese el motor cotidiano que llevaba a muchos a agarrarse a lo que fuera: clavos ardiendo, trabajos mal pagados de horario interminable con contratos de cinco minutos. Todo era una locura en el vértigo cretinizador del mundo laboral. Los atracadores de bancos no tenían ni de lejos el peligro que tenían los propios bancos a la hora de atracar a sus clientes; atracar, aplastar, desventrar, hacer sudar sangre, tanto daba. La última vez que Iñaki había intentado alquilar un piso –un día que condescendió en vestirse de forma más o menos normal, con una camisa a rayas digna de un gilipollas del barrio de Salamanca-, el dueño le había pedido un aval bancario y las tres últimas nóminas; había sido como pedirle una American Express a un mendigo sin piernas. De modo que esa fue la última vez que intentó integrarse en lo que la gente llamaba "normalidad". La normalidad, si por eso se entiende un mínimo de coherencia, no existía en absoluto; tenía la entidad, la solidez, de la mente de un psicópata oligofrénico. No había nadie normal. No había nada normal. La gente vivía en el aire, a merced de la suerte o de sus ganas de seguir peleando o de tirar la toalla o de emigrar a otros sitios o de hacerse traficantes o de estafar a todo hijo de vecino que se pusiera a tiro, tuvieran o no carrera. lñaki recordaba su época de estudiante de Derecho; apenas un año, tragándose las vomitonas en letra impresa de un sistema pura y simplemente suicida. Civil. Penal. Canónico. Por Dios. Derecho Romano. Otros que hilaban fino con las tripas de cualquiera. Como la vida misma. Y Darwin prohibido en algunos estados de Yankeelandia, precisamente el país donde sus libros debieran haber sido adoptados como un apéndice de la Constitución, porque al fin y al cabo era el sitio donde la expresión struggle for life adquiría su más pleno, cruel y omnipresente significado, y también un país donde, con la Biblia en la mano, se adoraba hasta la locura al becerro de oro, en palabras de Kyle, un americano al que Iñaki y Lorena habían conocido en la feria de Córdoba hacía unos meses. Kyle estaba tan loco que su lucidez era como filo de diamante. Tal vez la lucidez extrema fuera eso; una forma de locura. Una excelsa forma de locura en un mundo de locos, impostores, hijos de puta y gente desamparada.
En la habitación de al lado, lo que había sido el salón de la casa, tenían una chimenea que prácticamente no se utilizaba nunca; no por falta de ganas –el frío en aquella casa era poco menos que groenlandés durante los meses de invierno-, sino de combustible. Sin embargo, aquella mañana Iñaki decidió encenderla; quedaban un par de troncos grandes en la alacena, y suficientes astillas. Le apetecía un café; se sentía embotado, friolento. Le dolía la garganta, pero prefería no decirle nada a Lorena; de enterarse, ella insistiría en que se quedase todo el día en la casa, acostado y con mantas hasta el cuello, y a Iñaki eso era lo último que le apetecía. A pesar del día, que se había presentado británicamente lluvioso, con frío y viento, había que salir, había que moverse. Tal vez incluso saliera el sol. Tal vez incluso la Alhambra y sus bosques aparecieran nevados el próximo mes de agosto. Tal vez incluso el fascistoide sátrapa despilfarrador que tenían por alcalde en aquella ciudad dejara de beber cuando se lo llevara una cirrosis. Tal vez les tocara la lotería que nunca compraban.
Kenneth había aparecido la otra noche –la noche de la fiesta- con varias botellas de ginebra y whisky. Había sobrado abundante bebida, lo que ya era raro. Pero uno no se alimentaba de ginebra ni de whisky ni de vino; al menos, no siempre. Hacía falta buscar comida, o bajar al comedor de San Juan de Dios. El día anterior, Franchu había propuesto ir a cazar patos al río. Iñaki le había dicho que estaba como una puta cabra; Franchu solía decir cosas por el estilo cuando estaba colocado de porros.
-Prefiero buscar papeo en los contenedores de basura. Patos del río, la hostia. Estás colgao. ¿Y por qué no directamente ratas de alcantarilla?
La chimenea olía a ceniza húmeda; allá arriba se oía el silbido del viento al entrar por el cañón de piedra ennegrecida. Entre la ceniza se veían chapas de litronas, trozos de cristal, de plástico chamuscado. Al cabo de unos minutos, consiguió que las astillas prendieran. Una trémula lengua de fuego empezó a lamer los troncos medio cubiertos de telarañas. Fue a la cocina a por la rejilla metálica y la cafetera. Entonces notó el olor; el inconfundible olor de una rata muerta. Debajo del fregadero, o de lo que quedaba del fregadero: la parte inferior del mueble.
-Me cago en la hostia.
La cocina, oscura y fría, en un estado de completa ruina, tenía un algo siniestro bajo las primeras luces del día; una luz gris, heroica, entraba por la ventana del fondo, la que daba al patio interior de la casa. Un patio sembrado de escombros y. basura y hierbajos, de tablones destrozados, tejas rotas, palos de escoba. En aquel patio habían descubierto los esqueletos de dos gatos recién nacidos, delgados como raspas, al instalarse en la casa; Lorena había sido la primera en verlos, al bajar allí por si encontraba una escoba vieja que creía haber visto desde la ventana de la cocina. Había subido casi llorando; se había abrazado a él.
-Es horrible.
-Qué le vamos a hacer, chiqui,
-Tenían que tener tan pocos días..
-Ya, ya. Tranqui, tía. Tampoco se podía esperar otra cosa en este palacio de la Moncloa, ¿no?
-Es que es muy fuerte, Iñaki.
-Bueeeno.
Volvió al salón con la rejilla y la cafetera llena de agua. Lo colocó todo en la chimenea –la rejilla en precario equilibrio sobre uno de los troncos- y se sentó en el suelo, sobre una esterilla raída y polvorienta. El fragor de la lluvia lo llenaba todo. Era como si todo fuese lluvia ahí afuera. Como si la lluvia fuera ya algo inherente al mundo exterior. Como si hubiese estado lloviendo desde el principio de los tiempos. Resultaba un. verdadero esfuerzo acordarse de que había algo llamado sol, de que existían días de cielo azul, cálidos, sin nubes, sin niebla; de que existían las estaciones, el calor del verano, aunque la humanidad no dejase de hacer méritos para acabar de joder definitivamente el clima. Iñaki, que había pasado un buena temporada en Inglaterra, tenía a veces la sensación de no haber vuelto todavía de allí. Aquello sí que era lluvia; aquello sí que era de una grisura espesa con cielos como inmensos mantos de criadillas putrefactas, contemplados desde una habitación alquilada en una callejuela cercana a Hackney Road, al noreste de Londres; aquello si que era mala leche cayendo en torrentes sobre las ratas que brujuleaban entre la basura, sobre los mendigos borrachos apaleados por pandillas de skinheads, sobre el tráfico abrumador e inverso de una ciudad de quince millones de almas, sobre los taxis negros de tarifas prohibitivas y los autobuses rojos en los que nunca llegó a subirse –prefería el metro-, sobre las inmensas arboledas de Hampstead Heath o Hyde Park, sobre la silueta de las Casas del Parlamento y la Torre de Londres, sobre el abigarramiento humano, multirracial, multicolor, multidemencial de Picadilly Circus y las callejuelas del Soho, sobre la turbiedad opaca del Támesis contemplado desde el puente de Blackfriars, abrigado hasta las cejas y con un gorro de lana y una pregunta en la mente: "¿Qué cojones estás haciendo aquí?".
Aquello sí que era mala leche; la lluvia, el hacinamiento, las caras de los bebedores en el pub de Lambeth Road donde trabajaba de dos a once de la noche cuando llevaban unas cuantas pintas encima, los gestos de malhumor de su compañera de trabajo, Helen, embarazada de dos meses por culpa de un condón roto, cuando volvía de vomitar de los servicios y le decía que no entendía que hacía un español en un país de mierda como aquél cuando en España había todo el sol del mundo y playas donde bañarse sin que se te congelara el coño y los precios en los supermercados y en los bares eran mucho más razonables que en aquella jodida ciudad que, al fin y al cabo, no era Inglaterra. "Es de Lancashire", le dijo Malcom, el dueño, el segundo día. "Tiene-un sentido del humor muy peculiar. Como todos los del norte. Pero al final le pasará como a todos. Londres se la comerá viva, le aplacará los ánimos. Londres se lo come todo."
A Iñaki más bien lo regurgitó. Algunas borracheras, muchas caras nuevas, cierta soltura con el idioma, algo de ropa, algo de música, la certeza de que en el fondo no había llegado a conocer Inglaterra y unas mil cien libras en el bolsillo. Eso fue todo lo que se llevó, además del recuerdo de algunos polvos memorables con tías que le hicieron sentir como un cateto de provincias que no hubiera follado en su vida.
Al menos, allí junto a la chimenea no se distinguía el olor a carne pútrida de la rata muerta. Cómo sacarla de allí sin vomitar, pensó; y sobre todo, cómo sacarla de allí antes de que Lorena se levantase. La escoba. Sacarla con la escoba y tirarla a la calle, o al patio. Eso. Pero sin que Lorena supiese que había utilizado la escoba para sacar de debajo del fregadero, de lo que quedaba de fregadero, una rata muerta hirviente de gusanos. Lorena era tan aprensiva que no querría volver a utilizar aquella escoba.
Oyó que alguien roncaba al fondo del pasillo. Sería Franchu, o Ken, el escocés. Pensando en él, decidió que acompañaría el café con un trago de whisky. Eso lo haría entrar en calor, le iluminaría un poco el alma. Tampoco sería mala idea echarse una manta sobre los hombros. De todos modos, era demasiado temprano para hacer nada; nada que no fuese leer un poco. Había libros y revistas desperdigados por ahí, viejos ejemplares de Ajoblanco, Star, Tótem, Fotogramas, El Jueves. Periódicos de hacía cinco o seis años. Ediciones de bolsillo de Kafka, Stevenson, Omar Khayyam, Stephen King, Carmen Posadas. Cosas que Franchu, o él, o Susana, o Lorena, habían ido reciclando de los sitios más insospechados. La inmensa mayoría de la gente le había perdido el respeto a los libros, a las cosas, a la cultura en general, decía Franchu. Claro que lo que de verdad había que hacer era perderle el respeto a la mayoría de la gente. "No sirven ni para abono.", solía añadir. Franchu había vuelto tarde –no haría ni tres horas- la noche anterior, completamente borracho y con un libro de un tal Bruce Chatwin en el bolsillo de la cazadora. Cuestión de idiosincrasia, a pesar de su úlcera de estómago. Franchu tocaba la guitarra y los timbales, escribía, dibujaba como Dios, hacía un poco de todo, y bebía más que José María Aznar en un simpósium de bodegueros de La Rioja, aunque no llegase al nivel intelectual de las paridas que el ex presidente había soltado hacia unos días por la televisión. Iñaki había estado trabajando en una obra hasta hacía pocos días. Lo había dejado por aburrimiento más que por cualquier otra cosa. Quinientos cuarenta y tres euros –noventa mil quinientas pesetas-por tres semanas de trabajo. Los primeros días, todavía lucia el sol. Por aburrimiento, y porque, a pesar de andar ya un poco baqueteado por la vida y de ser capaz de hacer gala del más perfecto cinismo o indiferencia, no soportaba la conversación de los demás. No había en ellos ni una pizca de vida. Eran muertos vivientes con las ropas manchadas de yeso, barro, cemento, con el pelo cubierto de polvo, las miradas yertas de unos puros y simples esclavos atados a la rueda del alcohol, el trabajo, las mujeres, los niños, la hipoteca, los cuñados, las suegras, los sobrinos, la puta de los fines de semana. No había cojones de aguantar aquello, en especial a un tal Manolo, un tío fondón, peliblanco, con aliento a vino tinto y cebolla, de los que presumían de sangre y nervio y ganas de matarse trabajando, como los hombres, y que además tenía cierta propensión a declararse absolutamente –por la gracia de Dios y en el nombre de España- fascista, católico y patriota, sobre todo al acabar su segunda copa de anís seco ante el mostrador del bar cercano a la obra donde, solían ir a tomarse el bocadillo o el café. Había sido legionario. "¿Pero tú has probao alguna vez la carne camello, niño? ¿Tú ha' tao ner Sáhara?”; raro el día que no repetía aquello hasta la saciedad, como el mantra de un gilipollas baboso. Iñaki, al mirarlo cuando se cruzaba con él en la obra -cargando un saco de cemento a la espalda o una carretilla con ladrillos que había que subir al tercer piso del bloque que estaban levantando por una precaria rampa de cemento y tablones- solía pensar que de legionario entusiasta a soplapollas emérito había una distancia prácticamente nula. Al final iba a resultar que Jurassic Park no era tanto una película de ciencia ficción como cine al estilo de Ken Loach o Fernando León de Aranoa: realismo puro y duro. Seguía habiendo tontopollisaurios. Con llaveritos del escudo con el águila bicéfala y una foto de Franco, brazo en alto, en el salpicadero del Renault 18.
El agua ya hervía en la cafetera. Se sirvió una taza grande y fue de nuevo a la cocina, conteniendo la respiración al tiempo que trataba de acordarse de dónde estaría la escoba, a buscar el whisky. La botella de DYC estaba, junto a dos más de ginebra Lirios, en el rincón del fondo. Matarratas puro; nunca mejor dicho, aunque la rata ya estuviera fiambre. La cafetera estaba casi nueva. Era una de las pocas cosas casi nuevas que tenían en aquella casa, regalo de un hermano de Susana que vivía en Málaga, un abogado con dos hijos al que por lo visto le iba -en palabras de Susana- de puta madre cobrando comisiones ilegales de todo tipo de negocios, y con el que no obstante no se llevaba muy bien. Su hermano no aprobaba la forma de vida de Susana; para Susana, su hermano era poco menos que un fantoche ridículo. Daniel lamentaba que su hermana Susana se hubiese dado a la mala vida, que viviese como una pordiosera con los pelos teñidos de verde, vestida con trapos, fumando hachís y acostándose con cualquiera, durmiendo en una casa abandonada del Albaicín rodeada de gentuza. Susana, a su vez, sentía mucho que su hermano se hubiese convertido en miembro de las juventudes del PP, en un eminente abogado casado con una mosquita muerta hija de numerarios del Opus Dei, abuelo carlista incluido, en un encorbatado de teléfono móvil última generación y Mercedes 600 al que le encantaba pagar el café con billetes de cien euros aunque tuviese suelto en el bolsillo y aplicaba toda su inteligencia y el contenido de su cartera en lamer los culos correspondientes de alcaldes catetos a la hora de firmar recalificaciones de terrenos para que los compinches de turno pudieran empezar a construir y a soltar fajos de billetes morados. Vamos, las tesis de José María Escrivá de Balaguer en "Camino", llevadas a la práctica.
-Y me cruzo con él por la calle después de tres años sin verlo, y lo primero que se le ocurre es regalarme una cafetera. Me podía haber regalado veinte mil duros, coño.
-Ya ves.
-Menudo gilipollas, colega.
El primer trago de whisky le raspó la garganta y el esófago. El café estaba ardiendo, pero a Iñaki no le importó. Era así como lo prefería; últimamente, su estómago se portaba bien. Las astillas crepitaban en la chimenea; vio una araña corriendo sobre el tronco grande, que las llamas empezaban a envolver. Estaba absorto, sintiendo la oleada de calor, áspera, lenta, del whisky; en sus ojos azules se reflejaban dos diminutas hogueras. No había dormido bien; le dolía la espalda. A veces envidiaba a Lorena su facilidad para deslizarse en un sueño profundo, un sueño del que no era fácil despertarla, sobre todo después de un buen polvo. Lorena era capaz de dormirse en medio de una fiesta; se tumbaba en cualquier rincón, cerraba los ojos, y adiós. Una vez la habían encontrado debajo de la cama del Mallorquín, frita, un lirón, después de toda una noche bebiendo y fumando marihuana. Iñaki había tardado casi media hora en convencerla de que saliese de allí, en medio de las bromas y las risas de los demás. Luego, se había tumbado con ella en la cama del Mallorquín y Lorena había seguido durmiendo como si nada, abrazada a él, mientras Iñaki apuraba los restos de una botella de JB y se fumaba el último canuto, pasado el mediodía. Al final, había tenido que apoyarse en ella para bajar las escaleras de la casa del Mallorquín, completamente ciego y muerto de sueño; ella, fresca como una rosa, lo había guiado hasta la casa, lo había desnudado y metido bajo las mantas, pero no lo había dejado dormir más que un rato. Lo suficiente como para que él se levantara con una erección bestial y ella le pidiera que la follara bien follada, mientras se sentaba sobre la cara de él, completamente desnuda, en cuclillas sobre sus poderosos muslos morenos, el coño chorreante, el culo abierto y lo obligaba a trabajarla con la lengua mientras ella lo devoraba ansiosa.
Así era Lorena. Levantó la botella, miró el líquido al trasluz. Matarratas, revientaestómagos, incineratripas, desgarraesófagos. Whisky. Había algo triste en una botella de whisky medio vacía cuando la mirabas a la luz escasa de una chimenea. Bebió otro trago; agitó la botella en dirección a las llamas, contempló el súbito estallido, las diminutas lenguas azules desvaneciéndose un segundo después, imaginó un incendio en su garganta. El whisky, aquel whisky barato. Era un consuelo cuando uno tenía el estómago vacío; cuando uno, de alguna manera, también se sentía un poco vacío. Pensaba en Lorena; la había notado algo rara en los últimos días, como retraída, distante, demasiado pensativa; creía conocerla medio bien después de casi dos años juntos, pero había algo que se le escapaba. Dos noches atrás, casi había tenido la sensación de estar haciendo el amor con otra Lorena. De estar follando con la sombra o el recuerdo de Lorena. De estar follándose a una Lorena ausente en algún mundo particular, en alguna caverna oscura a la que él no tendría acceso ni siquiera preguntándole qué coño le pasaba. Qué podría estar pasándole. Iñaki creía que ella siempre la había contado la verdad sobre sus problemas; no tenía por qué ocultarle nada. No a él. Por qué iba Lorena a ocultarle nada a él, por grave que fuese. Nada podía ser tan grave. Eso lo irritaba. Bebió más whisky, eructó. No quería preguntarle nada a Lorena. Pocas veces había sido necesario preguntarle qué era lo que le pasaba en el fondo, porque ella siempre se había apresurado a contarle cualquier cosa que la preocupara sin necesidad de mostrarse particularmente inquisitivo. Lorena nunca había sido, pensaba, una persona insincera ni dada a maquillar sus pensamientos para salir del paso, y esa era una de las cosas que más le habían gustado a Iñaki cuando la conoció.
Se puso en pie. Tenía que sacar de allí el cadáver de la rata. Entró otra vez en la ruinosa cocina. Buscó una bolsa de plástico. Se agachó para mirar debajo de los que había sido el mueble del fregadero y ajustó la llama del mechero al máximo, conteniendo la respiración. El pestazo era increíble; parecía algo vivo capaz de penetrar en los pulmones aunque uno contuviese la respiración hasta asfixiarse tratando de no vomitar. Era como escuchar un discurso del alcalde. Distinguió una masa blancuzca, viscosa, que rebullía en la sombra bajo el mueble. Se levantó, con la náusea en la garganta y el olor a podredumbre metido en las fosas nasales, y corrió otra vez al salón. Creyó que iba a vomitar. Se arriesgó a respirar. Inhaló hondo; aquella fetidez parecía habérsele metido dentro.
-Dios.
Cómo coño podía hervir con tal cantidad de gusanos una cosa tan pequeña como el cadáver de una rata. Era increíble. Era como una metáfora tangible allí tirada bajo el mueble del fregadero, se dijo, en la oscuridad lentamente inundada de luz plomiza de la cocina. Piel de rata, piel de toro. Gusanos y políticos. España y la muerte, la muerte y España. Qué asco. Tenía que intentar sacar la rata de allí como fuese y meterlo todo en la bolsa, huesos y piel y carne y gusanos, y tirarlo fuera de allí. Con la escoba. Pensó en tirarlo todo al fuego, pero era una locura. El fuego no iba a acabar con el mal olor. Con aquel mal olor que ya no admitía ni adjetivos, aquel olor a muerte. La muerte no admitía adjetivos. Adjetivar a la muerte era de tontopollas pretenciosos. Y los tontopollas pretenciosos abundaban. Joder que si abundaban. Cogió la escoba y la bolsa y sacó de debajo de aquel amasijo de maderas destrozadas aquel pequeño bulto bullente de juventudes del PP. Algunos gusanos quedaron aislados del cadáver, retorciéndose blandamente en el suelo junto al mueble. Le vino otra arcada. Hizo un esfuerzo por no vomitar. Tenía el café y el whisky atravesados en el esófago. Con el recogedor, logró meter la mayor parte de aquella porquería en la bolsa. Luego cogió una botella de ginebra Lirios y esparció una buena cantidad por el suelo y bajo el mueble, empapando los gusanos que habían quedado por allí. Se agachó y prendió el líquido; brotó un charquito de bordes tenuemente azulados. No quiso mirar cómo los gusanos se achicharraban en él. Cogió la bolsa con dos dedos. Creyó que vomitaría antes de poder salir de allí para arrojar aquello bien lejos de la casa. Abrió la puerta corriendo y bajó como loco por las escaleras casi completamente a oscuras, agarrado al polvoriento pasamanos de hierro. No se mató de milagro, por puro instinto. O por pura suerte. Al llegar a la calle, arrojó la bolsa y su contenido lo más lejos que pudo. Oyó el débil chasquido de la bolsa al caer en alguna parte, en la sombra, en el murmullo despoblado del amanecer en las estrechas callejuelas, un murmullar tejido por el incesante tabaleo de la lluvia y el correr del agua turbia que bajaba por las empinadas cuestas. Respiró hondo y permaneció allí unos segundos, despejándose, mientras pensaba que todavía tenía que barrer lo que quedase en la cocina. Lo que quedase de los gusanos.
Era una buena manera de empezar el día, desvelándose cuando todavía no había ni amanecido casi para comprobar que seguía lloviendo y que aquella cosa que se había arrastrado hasta debajo de los restos del fregadero había empezado a oler y había que encargarse de sacarla de allí y limpiarlo todo sin vomitar mientras demás dormían y Franchu roncaba completamente borracho y el malhumor crecía al pensar en Lorena, en su extraño distanciamiento. La botella de DYC seguía junto a la chimenea, con la cafetera y la rejilla metálica. Acabó de barrer los restos de gusano chamuscado de la cocina y lo echó todo al wáter. Luego abrió la ventana de la cocina. Las viejas maderas crujieron. Una ráfaga de aire húmedo, aire de lluvia, penetró en la casa. Visto desde allí, el patio era un caos de sombras y escombros. El cielo tenía un algo opresivo, un espesor grisáceo de amanecer tormentoso. Llovía con menos fuerza, o eso le pareció. Se volvió y cruzó el salón –un sofá de skai rescatado de la basura, una mesa, tres sillas, todas distintas, un viejo mueble-librería, velas a medio consumirse por todas partes, periódicos, revistas, libros apilados, trozos de cuero, hilo y otros materiales para confeccionar pulseras y colgantes, un póster de Bob Dylan en concierto, la tenue pero reconfortante luz de la chimenea-, entró en el otro pasillo y se asomó al cuarto donde Franchu roncaba como un condenado en la oscuridad etílica, tumbado vestido en su colchoneta, la suela de las botas hecha un barrizal, el rostro medio oculto por su larga melena. En la penumbra, distinguió la pequeña mesa con la máquina de escribir, libros desparramados por el suelo, botellas vacías de vino y ginebra y whisky. No sabía si sonreír o cagarse en Dios. La garganta seguía doliéndole, tenía la nariz medio obstruida. Aquel chaval se estaba matando. Franchu el escritor. Franchu el poeta. Franchu el borracho por antonomasia. Franchukowski, como lo llamaban muchas veces en guasa. Raro era el día que no se dedicaba a mortificar su estómago y su hígado con una botella o dos de vino peleón comprado en la tasca de la Enriqueta, con ginebra, vodka, whisky, lo que hubiese. Un día que tuvieron que llamar a una ambulancia desde el bar de Paquito. Cuando salió del coma etílico, lo primero que hizo fue cagarse en la puta madre del que había inventado la absentha. Tres horas después, abría el primer litro del día en el mirador de San Nicolás, como si nada hubiese pasado. Bebía hasta quedarse dormido en cualquier sitio, aunque tenía más aguante que el mismísimo diablo, pero muy pocas veces perdía el control o se pasaba de la raya. Muchas veces, apenas se le notaba la borrachera, hablaba con uno con la misma normalidad sobria que cualquiera. Y eso sí: roncaba como un auténtico hijo de puta. Susana solía decirle que roncaba como El Rey León harto whisky.
Pero era un tío entrañable, el Franchukowski. Era de los que nunca te fallaban. Iñaki había leído cosas de Bukowski, así que no le era dificil entender por qué muchos le habían otorgado aquel apodo o juego de palabras a partir de su nombre. Lo curioso era que a Franchu no le gustaba Bukowski, o mejor dicho, la forma de escribir de Bukowski. Lo único que los hacía similares era su capacidad alcohólica, su permanente estado de resaca, de desesperanza entre guasona y lúcida. Franchu decía que Bukowski era literariamente pobre, que sus relatos tenían fuerza, si, pero no del tipo que a él le gustaba. Prefería a escritores más densos, de prosa más lenta, más demorada, más descriptivamente morosa, como William Faulkner. Iñaki había intentado leer cosas de Faulkner –aunque prefería cómics, revistas y periódicos- en un tocho de seiscientas páginas que Franchu tenía por ahí, robado en cualquier parte, pero le resultaba bastante aburrido. Las aficiones literarias de Franchu, de todas formas, se notaban en su propia manera de escribir. Aunque últimamente escribía poco, eso era cierto. Llevaba semanas sin hacer nada con su vieja Olivetti, semanas sin garrapatear nada en alguno de sus cuadernos; decía que estaba en blanco. O más bien en un blackout permanente, como le había dicho varios días atrás a Kenneth mientras se bebían unos litros de cerveza en Plaza Nueva, justo antes de que una nueva descarga de lluvia los obligase a irse de allí. El escocés había entendido la broma, se había reído.Y allí estaba el tío, roncando y durmiendo la mona después de una noche de juerga y pasando de todo. Susana le había dicho muchas veces que llegaría lejos si perseveraba. Pero Franchu hacía gala de uno de los peores defectos que podía –pensaba Iñaki- tener un escritor, algo que podía convertirse en un obstáculo insalvable no ya para un escritor, sino para cualquiera que de verdad tuviese ganas y capacidad creativa: el nihilismo, la desidia pura y dura, aunque el mismo dijera en ocasiones que el nihilismo es el triunfo absoluto de este puto Sistema. Susana era la que más preocupada estaba por Franchu, que pasaba, literalmente, de su propia capacidad para escribir y sacar partido de ello; era, también, quizá, la que mejor podía conocerlo. Habían estado juntos durante un año; ahora, decían, eran sólo amigos. Iñaki acabó de liar el canuto y lo encendió. La primera calada le raspó la garganta. Qué contradictorio, que jodidamente complicado era todo cuando se imaginaba a Franchu haciéndose una paja, con la imagen de Susana en la cabeza: Susana con la polla de Ken en la boca, Susana cabalgando, lamiendo, besando la lengua del escocés, gimiendo, corriéndose en la habitación de al lado; porque ella y Kenneth dormían juntos todas las noches. Probablemente el escocés era ajeno a la crueldad de todo aquello. Probablemente Susana hubiese adoptado aquella táctica de putear a Franchu, de volverlo loco de celos, para hacerlo reaccionar. Las mujeres; quién sabía nada de las mujeres, en el fondo. Iñaki había intentado hablar con Franchu, sobre el tema, pero Franchu le había dicho que no, que aquello, lo de Susana con Ken, le daba igual, que a él no le pasaba nada, que lo suyo con ella se había terminado, y punto, y que no por eso habían dejado de ser amigos. Iñaki no sabía qué pensar, no sabía qué decir, no sabía lo que haría cuando le preguntase a Lorena si creía que estaba embarazada.
Iñaki volvió al salón y se sentó otra vez junto a la chimenea. Cogió la botella de whisky y le dio un trago. Sacó del bolsillo de atrás del pantalón un librillo de Abadie y una china envuelta en papel de plata; recordó que el tabaco estaba en la chupa de Lorena. Si es que aún quedaba tabaco. Fue al cuarto. Escuchó la respiración de Lorena; seguía durmiendo, envuelta en las viejas mantas. Al pie de la ventana –la luz de la mañana se volvía poco a poco de un gris más claro, diluido en la creciente luminosidad- se había formado un pequeño charco. Los cartones estaban empapados, pero aún aguantaban. Hacía frío allí. Cogió la chupa de cuero negro de Lorena y se la puso. En uno de los bolsillos había un paquete de Fortuna muy arrugado, con tres cigarrillos. Milagro. Volvió a sentarse junto a la chimenea, atizó el fuego dándole una patada al tronco grande, y procedió a liarse un canuto después de servirse una gota más de café. Había decidido hablar con Lorena cuando se levantase. Tenía esa corazonada. Pero quería oírlo en sus propias palabras. Embarazada. Estoy embarazada, sí. Y ahora qué cojones vamos a hacer.
No pudo reprimir un violento escalofrío. El fuego crepitaba, avivado por las corrientes de aire que entraban en la casa. Iñaki cerró los ojos, entregándose al calor, a la lasitud, a la trémula luz rojiza de la chimenea, al olor de la leña ardiendo, al humo del hachís que penetraba lento en sus pulmones como una insidiosa certeza. La lluvia redoblaba su furia sobre los tejados de Granada.
Tal vez nevara aquella noche. Sería hermoso que nevara aquella noche.
Muy bien el relato. Lo mejor la ambientación y la atmósfera.
ResponderEliminarUn chiste: Le dice una okupa a otra: -Oye, me se pegan las bragas.
-Será "se me".
-No sé si será semen o será mierda, pero me se pegan
Un saludo.