El verano es una maldicióm lenta,
un delirio de marujas en bikini
como terroristas de la estética,
un contrapunto de cuerpos fulgurantes,
pura lascivia en cuclillas
sobre la arena
con el coño jugoso bien marcado
bajo un tanga mínimo
como la inteligencia del alcalde
que trinca fajos gordos
por acabar de destrozar inapelablemente
la poca costa que queda
en este país de idiotas,
soplamóviles -soplapollas, con perdón-
con el polo y las bermudas
de turno
vacilando de coche
a las puertas de los restaurantes
donde se cuece -literalmente se cuece-
carne de emigrante sin papeles.
Violencia gratuita en bares abarrotados
de lectores de Aristóteles y Nietzsche
donde pedir una copa
es una odisea
además de una gilipollez que concluye
en sablazo,
griterío animal en las tabernas
cuando el equipo propio marca un gol,
decibelios de estupidez
sudorosa y malencarada
de los mismos que nunca alzan la voz
cuando el jefe llega al trabajo
y les ofrece un besaculos
-en otro tiempo llamado besamanos-
a cambio de no ponerlos en la puta calle.
Qué país, qué costa, qué playa, qué aire,
qué cultura, qué cojones
más gordos, qué pelotas
celtibéricas
nunca cantadas en veinte tomos
por Robert Browning
o ya puestos, por F. J. Losantos,
gran gurú de la nueva españolidad españoleante.
Tomarse un whisky aquí
es como celebrar tu cumpleaños
en medio de un infierno kitsch,
de un reality show de tres al cuarto,
de una telebasura sin remedio.
Una inglesa que pretendía follarte
acaba vomitando bajo el neón de la esquina
hasta las primeras gachas
que le dio su abuela en Turnbridge Wells.
Cuando al fin levanta la cabeza
sus ojos tienen el indiscutible encanto
de dos ojetes infectados de almorranas supurantes
en medio de una cara de cretina terminal.
Al menos, conocía a Martin Amis.
Madrugadas como una papilla espesa
de luces psicodélicas, de luces negras,
de luces de colores, de faros de coches
conducidos por cosas empastilladas
que acaban, con suerte, atropellando
solamente al perro del vecino. Ruido.
Contenedores quemados. Cristales
alfombrando las calles. Disfrute
de nuestro exclusivo club de golf.
Su segunda vivienda
a precios de risa.
De risa, sí.
Sobre todo cuando no hay cojones
ni de poder comprarte una caseta
de perro
con hipoteca a cincuenta años
porque no tienes como aval
el Palacio de la Zarzuela.
Al final, como siempre, buscas
la soledad de una playa
tras comprarte una botella
de Johnnie Walker Etiqueta Negra.
Al fin y al cabo, esa misma tarde
te has despedido de lo que la gente
conoce por un buen trabajo:
recepcionista de noche
en un hotel de tres estrellas.
Es decir, limpiador extraoficial
de las potas multicolores
de los huéspedes,
por usar un eufemismo.
Suelen hacerlo en pasillos y escaleras,
cuando no directamente
sobre el mostrador de recepción.
A la mierda. Es hora de emigrar.
Tienes treinta y pico años
y ningún futuro en el gremio de la hostelería,
porque sabes positivamente
que si no te mata una úlcera
la misantropía latente
que crece en tu interior
como una orquídea sangrienta
ante semejante espectáculo
repetido día tras día
por cuatro perras
hará que acabes
clavándole un bolígrafo Bic en un ojo
a un imbécil de Leeds o de Hamburgo.
Te sientas en la playa,
abres tu botellla,
hueles la esencia de una Escocia
donde te gustaría estar
en ese mismo momento,
y bebes. Las estrellas
están veladas
por una extraña niebla
que no viene del mar. Tal vez sea
lo que se ha dado en llamar
contaminación lumínica.
La luna tiene el rostro
de una calavera radioactiva.
Las olas rompen mansamente
y dejan en el aire
el inconfundible perfume a cloaca
del Mediterráneo.
Alguien gime tras unas tumbonas.
Una pareja follando.
Pura poesía
en un lugar tan hostil, tan repelente,
tan metáfora de todo un mundo
podrido hasta la médula.
Y la noche te arranca una sonrisa.
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