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viernes, 8 de abril de 2011

JOHNNIE WALKER BLACK LABEL

El verano es una maldicióm lenta,

un delirio de marujas en bikini

como terroristas de la estética,

un contrapunto de cuerpos fulgurantes,

pura lascivia en cuclillas

sobre la arena

con el coño jugoso bien marcado

bajo un tanga mínimo

como la inteligencia del alcalde

que trinca fajos gordos

por acabar de destrozar inapelablemente

la poca costa que queda

en este país de idiotas,

soplamóviles -soplapollas, con perdón-

con el polo y las bermudas

de turno

vacilando de coche

a las puertas de los restaurantes

donde se cuece -literalmente se cuece-

carne de emigrante sin papeles.



Violencia gratuita en bares abarrotados

de lectores de Aristóteles y Nietzsche

donde pedir una copa

es una odisea

además de una gilipollez que concluye

en sablazo,

griterío animal en las tabernas

cuando el equipo propio marca un gol,

decibelios de estupidez

sudorosa y malencarada

de los mismos que nunca alzan la voz

cuando el jefe llega al trabajo

y les ofrece un besaculos

-en otro tiempo llamado besamanos-

a cambio de no ponerlos en la puta calle.



Qué país, qué costa, qué playa, qué aire,

qué cultura, qué cojones

más gordos, qué pelotas

celtibéricas

nunca cantadas en veinte tomos

por Robert Browning

o ya puestos, por F. J. Losantos,

gran gurú de la nueva españolidad españoleante.



Tomarse un whisky aquí

es como celebrar tu cumpleaños

en medio de un infierno kitsch,

de un reality show de tres al cuarto,

de una telebasura sin remedio.



Una inglesa que pretendía follarte

acaba vomitando bajo el neón de la esquina

hasta las primeras gachas

que le dio su abuela en Turnbridge Wells.

Cuando al fin levanta la cabeza

sus ojos tienen el indiscutible encanto

de dos ojetes infectados de almorranas supurantes

en medio de una cara de cretina terminal.



Al menos, conocía a Martin Amis.



Madrugadas como una papilla espesa

de luces psicodélicas, de luces negras,

de luces de colores, de faros de coches

conducidos por cosas empastilladas

que acaban, con suerte, atropellando

solamente al perro del vecino. Ruido.

Contenedores quemados. Cristales

alfombrando las calles. Disfrute

de nuestro exclusivo club de golf.

Su segunda vivienda

a precios de risa.



De risa, sí.

Sobre todo cuando no hay cojones

ni de poder comprarte una caseta

de perro

con hipoteca a cincuenta años

porque no tienes como aval

el Palacio de la Zarzuela.



Al final, como siempre, buscas

la soledad de una playa

tras comprarte una botella

de Johnnie Walker Etiqueta Negra.

Al fin y al cabo, esa misma tarde

te has despedido de lo que la gente

conoce por un buen trabajo:

recepcionista de noche

en un hotel de tres estrellas.

Es decir, limpiador extraoficial

de las potas multicolores

de los huéspedes,

por usar un eufemismo.

Suelen hacerlo en pasillos y escaleras,

cuando no directamente

sobre el mostrador de recepción.



A la mierda. Es hora de emigrar.

Tienes treinta y pico años

y ningún futuro en el gremio de la hostelería,

porque sabes positivamente

que si no te mata una úlcera

la misantropía latente

que crece en tu interior

como una orquídea sangrienta

ante semejante espectáculo

repetido día tras día

por cuatro perras

hará que acabes

clavándole un bolígrafo Bic en un ojo

a un imbécil de Leeds o de Hamburgo.



Te sientas en la playa,

abres tu botellla,

hueles la esencia de una Escocia

donde te gustaría estar

en ese mismo momento,

y bebes. Las estrellas

están veladas

por una extraña niebla

que no viene del mar. Tal vez sea

lo que se ha dado en llamar

contaminación lumínica.

La luna tiene el rostro

de una calavera radioactiva.

Las olas rompen mansamente

y dejan en el aire

el inconfundible perfume a cloaca

del Mediterráneo.



Alguien gime tras unas tumbonas.



Una pareja follando.

Pura poesía

en un lugar tan hostil, tan repelente,

tan metáfora de todo un mundo

podrido hasta la médula.



Y la noche te arranca una sonrisa.

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