Ramón el pescador entró aquella tarde en el Atlantis como solía, una tromba humana de barba y blasfemias masculladas en sordina, mugriento y desgualdrajado, ante las caras de fastidio de Isa y Montaña, que eran las que iban a aguantarle la borrachera como casi todos los días. Ramón tenía una edad indefinible, entre cuarenta y sesenta años, el rostro un caos de bolsas y arrugas, la piel cetrina del que lleva toda la vida trabajando al sol. Yo acababa de escribir un soneto y se lo había dedicado a Montaña; una cosa alegre, disimuladamente procaz que a la chica le encantó. Me dio un beso en la mejilla y me sentí conmovido; debió ser por el grado de soledad y frustración que arrastraba. Aún recordaba sus palabras de días antes, cuando me dijo que qué hacia perdiendo el tiempo trabajando de camata en el Lanzarote Princess; hacía mucho tiempo que nadie me animaba a dedicarme a lo mío con aquella convicción, pero claro, la cosa no eran tan fácil: había que ganar dinero, comer todos los días y tener una cama en la que echarse, aunque fuese una litera en aquel cuchitril que compartía con Jordi, Mohammed y Zenbenzuí. Había que contemporizar con la puta realidad, resistir como un jabato, como gato panza arriba, ahorrar lo suficiente para largarse a la Península, concretamente a la Alpujarra, y echarle huevos y teclear en serio.
-Jóder, ya está aquí el Ramón-dijo la chica-.Este tío va a acabar por beberse toda la cerveza de Lanzarote.
Ramón se sentó cerca de mí: olía a sudor, a alcohol. Parecía un ermitaño descolocado. Era como si Simeón el estilita se hubiera bajado de la columna y hubiese entrado en un bar a dirimir sus diferencias con Dios y con el Diablo ante un ejército de botellines de Cruzcampo metódica, incansable, pertinazmente deglutidos. Probablemente fue el aburrimiento lo que me llevó a entablar conversación con él. Me cayó bien enseguida cuando dijo que los jóvenes solamente conseguían trabajos de mierda porque su visión de la vida era una mierda. Hablaba espasmódicamente, en largas peroratas ante las que solo cabía asentir con la cabeza o con un leve gruñido afirmativo. Trabajo era lo que él hacía desde hacía treinta y tantos años, muyayo. Salir a la mar todos los días y batirse el cobre y volver con una buena carga de pescado que vender a los restaurantes y acabar el día con un buen fajo en el bolsillo, en cash, y que le diesen mucho por el culo a Hacienda. Tenía unos ojos oscuros como lava basáltica, febriles, brillantes, la barba encrespada y entrecana; un gorro de lana negra cubría sus greñas. Era un hombre grande, puro nervio a pesar de su edad. Bebía como un condenado, cantidades de cerveza que hubieran tumbado hasta a un inglés. Me invitó a un par de cervezas; yo tenía que entrar a las siete, y eran las cinco. Ten cuidado, recuerdo que pensé. Ten cuidado que se te va la mano. Pero la compañía de aquel hombre, que hablaba con la lucidez brutal del que sabe lo que es la vida porque sale todos los días a pelearse con ella a hostia limpia, a tiros si hace falta, empezó a serme de los más grata. Me contó que en cierta ocasión se había ido a cenar al Paradiso, uno de los mejores restaurantes de Playa Blanca -quedaba cerca del lugar donde José Ángel se dedicaba a hacer sus esculturas de arena-, y pidió langostinos y lenguado a la plancha y una botella de blanco de Lanzarote. Todo fue bien hasta que llegó el lenguado.
-Esto no es lenguado, muyayo- le dijo al camarero.
-¿Perdón, señor?
-Que esto no es lenguado. Es gallo. Yo he pedido lenguado. Hazme el favor de llevarte esto y traerme un lenguado como Dios manda.
-Señor, le aseguro...
-Me aseguras una mielda, muyayo, porque soy yo el que le vende el pescado a tu jefe todos los días, y si no sé distinguir el lenguado del gallo que venga el diablo y se lo coma todo.
Desde aquel día no fue muy bienvenido al Paradiso, aunque el jefe de cocina siguió comprándole pescado. "Ya ni los camareros saben hacer su trabajo", gruñó."Ni los directores de banco, ni los albañiles, ni las limpiadoras, ni los tenderos, ni las azafatas, ni los carpinteros, ni los profesores, ni los estudiantes, ni los sindicalistas, ni los militares, ni el presidente del Gobierno, ni los ministros, ni los arquitectos, ni los repartidores de butano, ni los vendedores de cupones, ni los conductores de guaguas, ni los funcionarios, ni las putas, ni los chaperos, ni los horticultores, ni los jueces, ni los vigilantes jurados, ni los diseñadores, ni los famosos, ni los editores, ni los carniceros, ni los cocineros, ni las secretarias, ni los bomberos, ni los catedráticos, ni los pediatras, ni los presentadores de televisión, ni los actores, ni los futbolistas, ni los constructores, ni los peluqueros, ni los ecologistas, ni los mineros, ni los mecánicos, ni los músicos, ni las monjas, ni el Embajador del Vaticano, ni las teleoperadoras, ni los farmacéuticos, ni los directivos, ni los sastres, ni los pilotos, ni los directores de cine, ni los electricistas, ni los kioskeros, ni los taxistas, ni las modelos, ni los carteros, ni los contables, ni los médicos, ni los alcaldes, ni los escritores, ni la puta que los parió a todos. Este país se va a la mielda, muyayo. Tú no tienes cara de camarero. Tienes cara de golfo. Os pasáis ocho horas diarias tocándoos los cojones y encima os quejáis. Tenéis un sueldo fijo todos los meses y encima os quejáis. ¿Tú sabes a qué hora me levanto yo? ¿Tú sabes lo que es que te venga una mar mala y tengas que volver a puerto o quedarte forever en el fondo de La Bocana mientras los peces te comen los ojos? Si no salgo ahí- señaló hacia el mar con la botella de cerveza en la mano- no como. Ni yo ni mis hijos ni la puta de mi mujer."
Me di cuenta de que tratar de rebatirle algo era imposible. Era un anarquista egomaníaco borracho de cerveza; era el único hombre íntegro del mundo, el único que sabía lo que era trabajar duro, el único que sabía hacer bien su oficio, el único que merecía el Premio Nobel de pesca de bajura de entre todos los pescadores del mundo, incluyendo a los que recogen langostas en las gélidas aguas de Maine o Terranova. Empezó a ponerse un poco pesado; sabía que si introducía en aquella conversación-monólogo que en realidad yo trabajaba de camarero pero no era camarero, sino escritor -y en aquellos días, la verdad, no estaba ni siquiera muy convencido de ser escritor, en el fondo no sabía muy bien ni quien ni qué era yo-, encima acabaría por mirarme las manos y decirme que no era más que un inútil que, como todos, se quejaba sólo por el gusto de quejarse. Nadie tenía derecho a quejarse excepto él, que tenía que soportar a cuatro vagos -sus hijos- que iban de trabajo en trabajo porque siempre acababan de echarlos por un motivo u otro y al final se quedaban sin dinero y acaban por recalar en su casa, donde encima estaba la cabrona de su mujer, una histérica que no paraba de chillar y de quejarse y de rezar -él la había oído, según decía- para que un golpe de mar se lo llevara para siempre y pudieran por fin vivir en paz. "Mil euros le doy todos los meses para la casa. Y no es suficiente. Y no para de quejarse. Cómo no voy a beber, carajo, si la única manera de aguantarla es bien puesto. Tómate otra cerveza."
Acepté por no contrariarlo, dándolo por imposible, diciéndome a mí mismo que sería la última -eran ya las seis y cuarto-, y allí seguí, asintiendo con la cabeza ante el torrente de palabras y vaharadas cerveceras que salían de entre sus labios agrietados por el sol y el salitre. Hubo un momento en que se me ocurrió decirle que no tenía ni para tabaco -lo cual era casi cierto-, y de pronto se llevó la mano al bolsillo, sacó un fajo más que respetable y me tendió un billete de veinte euros. "Ya me los devolverás cuando cobres." "Muchas gracias, Ramón." Me acabé la cerveza cuando empezaba a blasfemar acerca de la gestión del presidente autonómico de Canarias, que se parecía por las fotos muy sospechosa, casi clónicamente, al por aquel entonces presidente del Gobierno, Aznar, y subí las escaleras del centro comercial a paso ligero en dirección al hotel después de despedirme, pensando que tendría que lavarme los dientes y comerme un par de chicles para que no se me notara demasiado la ligera melopea de la que disfrutaba y que de alguna manera me merecía aquellos veinte euros solamente por haber aguantado durante una hora y pico el inacabable, casi fidelcastrista discurso ante las caras de circunstancias de Isa y Montaña, aquellas adorables criaturas, que esa misma noche me agradecerían haberles quitado de encima, aunque fuese durante un rato, a semejante coñazo de hombre.
Pero Ramón, al que seguiría viendo por el Atlantis de vez en cuando, me había caído bastante bien en el fondo. Aquella sinceridad salvaje, aquella crudeza directa, sin paliativos ni afeites ni circunloquios, me parecía deliciosa, viviendo como vivía rodeado de hipócritas, envidiosos y lameculos prestos a darle a cualquiera la puñalada por la espalda para quedar bien con Amador y asegurarse que no los echaran a la puta calle, perros fieles de un maître al que probablemente -puesto que sobre todo era un maître en el arte de tocarse los cojones- se la sudara muchísimo tener o no tener una red de chivatos en torno y al que lo que de verdad le gustaba era follarse a la rubia Marta, aquella jefa de rango con aires de pija trepa que por méritos propios, como todos sabíamos, ya era fija en la empresa.
Debía chuparla de cojones.
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