In memoriam Brendan Behan
Crepúsculos de sangre y plata huidiza, lentos fuegos,
bosques de violines encendidos,
venas llenas de niebla, alguien que canta
una vieja balada de amor
en gaélico, marineros muertos
en una noche de olas y relámpagos
y mujeres que esperan
en oscuras escolleras
donde rompe el Atlántico
con la piedad meticulosa
de los hijos de puta. Suenan flautas,
guitarras, un bodhrán.
Los hijos de Inismór
comparten los primeros
tragos de whisky, afuera
la lluvia tabalea
en su secreto idioma de húmedas soledades
por callejas de piedra.
El fuego de la chimenea
arranca oro del oro líquido de mi vaso.
Una camarera me sonríe.
Estoy tan lejos de casa
que nunca me he sentido más en casa
que aquí, entre estas gentes
rudas, parsimoniosas, amables
y capaces también
de ataques de furia tan sinceros
como los del Atlántico.
Es el confín occidental de Europa,
el confín de mí mismo, un viaje
que debí emprender hace
mucho tiempo. Las Islas Aran.
Aquí es donde un hombre
toma la medida de su soledad,
cara al viento que azota el rostro
en un estallido, una miríada
de rocío salvaje, de espuma marina
traída por un aire
como no he vuelto a sentir
en mi vida, afilado,
puro como un cuchillo, reluciente
como escamas de salmón fresco.
El viento canta en los brezales y turberas.
La costa de Connemara,
ribeteada de colinas verdes
más allá de la bahía de Galway
se pierde entre la bruma.
Aquí
un hombre se halla al filo
de sí mismo, al borde
de todos sus acantilados
interiores. Muy lejos
del omnipresente sol de la memez
que impera en el país de catetos crispados
del que provengo
y en cuya lengua escribo
sobre la vieja madera oscura
de esta mesa, acompañado
por las miradas curiosas
de los lugareños
y la sonrisa rubia de las camareras.
Podría ser feliz aquí,
como un marino errante.
No soy dado a nostalgias de ningún sur lejano
y siempre me he sentido como en casa
dentro de mi piel, con un
whisky al alcance de la mano, sin familia,
con la madera crepitante en la chimenea cercana
como una tumultuosa flor de fuego
en mi corazón, ya más cansado que perplejo.
Hace mucho que perdí
-como perdí la juventud-
a quien pudo ser el amor de mi vida.
Mis pasos me han llevado
mucho más lejos de lo que planeé.
Mucho más allá
de las lágrimas.
Recuerdos entrañables
volando como chispas, como humo,
por el cañón de la chimenea
y afuera sopla un viento que se lo lleva todo
en un turbión de niebla y lluvia amarga.
El gaélico suena tan dulce y cadencioso
como una flauta perdida en la espesura. Hay
aplausos
cuando el cantante de mediana edad
que sostiene una jarra de stout
en la mano
da las gracias y se sienta
en la barra. Why don´t you
join us?,
me preguntan desde una mesa
cercana.
Está cayendo la noche sobre la isla,
hay unos ojos verdes como un bosque de Kerry
que me miran sonrientes, plácidos,
puros como esmeraldas,
y de pronto me invade la emoción
nítida como una ola en una noche de relámpagos
y océanos tormentosos
del hombre al que le ofrecen, solitario en un rincón
del pub,
la pura lumbre de la compañía humana
hombres que saben
lo que es estar lejos de su tierra,
en la amargura del exilio o la persecución
o el hambre que fuerza a buscar
nuevos, remotos horizontes.
Todos mis exilios son más bien interiores.
Pero sonrío, me levanto,
me uno a ellos, pido
una ronda para todos
y brindo a la salud
de los recios hijos de Irlanda
con una rosa de fuego en el corazón,
con una rosa de hielo en el corazón,
con una rosa de lágrimas
en el corazón.
Islas Aran, agosto de 2007
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