miércoles, 8 de junio de 2011
HOMENAJE A FRANCIS SCOTT FITZGERALD
No es difícil imaginárselo solitario en su casa de una playa californiana, visitado de vez en cuando por su amante, empeñada en reencauzar su vida de alcohólico inveterado que odia escribir guiones, basura barata para el Hollywood de los treinta que no obstante necesita para poder seguir pagándose esas botellas de whiskey con las que ha decidido alfombrar su particular via crucis autodestructivo. Uno se lo imagina pensando en Zelda, su mujer, encerrada en un manicomio de Maryland, a tres mil millas del sol, de las playas, de los chalets con palmeras en el jardín, del trasiego de las calles de Los Ángeles, de todo el glamour superficial de ese Hollywood que detesta desde las ruinas de su inteligencia minada de alcoholes y dolor, de ruina y locura. El mismo hombre que firmó docenas de relatos que en su día le pagaron a precio de oro, el mismo que se hizo rico y famoso antes de cumplir los veinticinco años, el que vivió la fastuosidad de la Costa Azul francesa y el París donde Hemingway cazaba palomas en los parques para poder comer, el mismo que escribió aquello de “pagar cada vez más dinero por el privilegio de moverse cada vez más despacio”, o “el problema es que cuando estás sobrio no aguantas a nadie, y cuando estás ebrio nadie te tolera” (Suave es la noche). Scott Fitzgerald, a sus cuarenta años, es un hombre acabado que no puede dormir sin alcohol, que no puede ni atarse los zapatos sin un par de copas, que se ha convertido en una fuente de la que ya no mana el generoso torrente de la inspiración, la riqueza verbal de una literatura casi sin parangón entre sus coetáneos, con la excepción de un William Faulkner que apenas obtendría ingresos de sus obras a lo largo de su vida pero que sería galardonado con el Nobel unos quince años después. Las olas rompen susurrantes en la playa de Malibu y Scott Fitzgerald, ojeroso, el rostro antaño atractivo hinchado por el alcohol y los barbitúricos, contempla su sombra en las aguas calmas del Pacífico con una copa en la mano aún temblorosa y recuerda los gritos de Zelda, las peleas, la policía acudiendo en la noche alertada por algún vecino escandalizado, el diagnóstico de los doctores: esquizofrenia aguda. La misma Zelda que no quiso casarse con él hasta que no se hiciera con una posición económica; la misma Zelda a la que amó con locura y de la cual la locura le fue despojando inapelablemente; la misma Zelda que brillaba en las fiestas de Cannes o Saint Moritz o Nueva York aureolada de lentejuelas, plumas y champagne, flapper por excelencia de una época de despreocupada locura y abundancia material, de dólares tirados al viento de las orquestas de jazz, de los casinos, de los grandes hoteles. Scott Fitzgerald, descalzo en la arena de la orilla bajo un tibio sol de otoño, su sombra acariciada por las olas, bebe parsimoniosamente. Sobre su mesa de trabajo, borradores de guiones, el manuscrito inacabado de El último magnate, una botella de whiskey casi vacía. Su única preocupación es conseguir otra, acabar de una vez, rematar una vida de la que hace tiempo que prefiere despedirse. Como Jay Gatsby, no puede desprenderse del pasado. Nadie puede desprenderse del pasado. Pero en lo más hondo de sí mismo sabe que no será únicamente una sombra a la orilla del mar lo que habrá de quedar de él. Y esboza una leve sonrisa.
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