...este cautiverio vegetal de la sangre.
EZRA POUND
Ahora lo veo claro, mientras te vas hundiendo en el asfalto y la máquina ciega del absurdo te toma medidas de tuerca a acoplar, sin más: tu horizonte, el horizonte, se te aproxima, y no es exactamente lo que acaso habías imaginado; siento que tu sangre se congela noche a noche, copa tras copa, mientras voy nimbándome de luz a golpe de lágrima, como un ángel oligofrénico, previo trago de hiel; mientras entregas tu cuerpo -y quién sabe si también parte de tu alma, y jódanse por siempre los putos teóricos babosometafísicos- a manos, a labios que no te aman, y yo, al otro lado del espejo, eyaculo gruñendo en coños que detesto, y doy consuelos, y entrelazo mis dedos con dedos condenados al olvido ya de antemano, y me mojo con tus lágrimas inconfesables, las que no podré olvidar nunca, las que nunca he visto, tus lágrimas de soledad y miedo y asco y odio -sien pensar en mi asco, en mi odio, en mi soledad, en mi miedo-.
Y siento el absurdo en toda su magnitud, tus amaneceres con desgana; puedo tocar y toco, con dedos de viento, tus párpados cansados, rozar -qué dolor- tus rizos húmedos a la luz primera que viene cada día a revelarte el inframundo donde vives; besar tu piel encendida, aspirar el olor a sueño y sábanas que aún se demora en tu piel mientras te encaminas hacia dónde, hacia qué rutina enloquecedora, hacia que frutos a largo plazo, en ese lugar donde el rocío, cada mañana, es una torva miríada de lágrimas de alquitrán, de sangre, de gasolina, de babas, donde los árboles crecen de uniforme gris, donde la vida muestra sus rostros más despiadados -qué sentido tiene allí la palabra piedad-, donde fanatismos y papanatismos tienen sus templos, sus cátedras, sus museos, sus parlamentos, y hasta su copón bendito repujado en oro -oro templado en sudor, en sangre anónima, en saliva, en lágrimas que jamás lograrán borrar la tinta de las estadísticas-; ese lugar donde, simplemente, la humanidad no cotiza en bolsa y donde puedes morir en cualquier momento porque lo exige el guión -todos somos figurantes- sin que a nadie importe más de unas lágrimas, más de diez pañuelos, previo ataúd, previa oración por tu alma. "Era tan joven", dirán luego algunos.
Cómo acallar el miedo, cómo atemperar la cólera, cómo amortiguar mis cabezazos contra todos los espejos.
Nadie está exento de tanta estupidez, del tic tac del reloj -qué aparato tan inocente, me cago en Dios- que constantemente nos recuerda qué constantemente nos recuerdan los imbéciles de turno que la batalla por esquivarlos del todo, absolutamente y para siempre está perdida, que mañana he de salir a la calle a seguir en esta fiesta de cadáveres -también hay para mí la posibilidad de una navaja, de una rueda de camioón, de una bala perdida, de un largo etcétera (a lo mejor acabo en el despacho de un Ministerio), a buscar una excusa, la excusa de turno, la justificación de por qué sigo aquí. Y eso que los que no paran de ladrar con impecable correción política y de lamer las botas de sus amos todavía no me han encerrado en una de sus perreras-modelo.
Pero todo llegará.
Como la puta Semana Santa.
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