Vita brevis, ars longa, occasio praeceps…
En la arena una botella de ron semienterrada
como el propio pasado
mientras arde el mar en un delirio de plata espumeante
y el viejo pintor, ante su lienzo,
da unos últimos retoques
a la silueta húmeda de una joven en tanga
tumbada en la arena,
el pelo lacio sobre los hombros bronceados.
Cuando era más joven
y huyó de un acuartelamiento en plena época de Franco,
vía Francia,
entraba en los bares de Caracas
sin un bolívar en el bolsillo
y ponía un revolver sobre la barra.
Nadie le negaba un trago.
Dormía en una hamaca entre dos palmeras
y tenía una amante negra
de Madagascar
con los ojos verdes
que hacía con su entrepierna lo que Shakespeare con sus versos:
cifrar el universo en cada corrida.
Su familia siempre le afeó
su falta de sentido comercial.
Podría haberse hecho rico con sus cuadros, decían.
Además, fumaba demasiada marihuana,
andaba en malas compañías,
bebía demasiado –decían
en cónclave familiar, en la terraza,
con el Chivas rebosándoles por las orejas,
hastiados y cornudos, posando
de respetables ciudadanos sensatos
pagadores de impuestos
y padres de familia,
psiquiatras, abogados, arquitectos o putas consentidas.
Ahora todo eso se la suda.
La joven posa despreocupadamente bajo el sol del Mediterráneo,
y esta noche posará, ya sin lienzos,
en su cama.
El ron centellea en la botella semienterrada en la arena
mientras el viejo pintor se fuma un porro,
sabedor
de que la dicha tiene muchos rostros.
Casi todos yacen ya bajo tierra,
con su dinero incluido en el lote
de lo que Tibor Fischer llamó la industria de alimentación de gusanos.
Qué más da ya todo,
excepto esta luz, ese cuerpo, el sabor del ron
en los labios
y la certeza de haber ganado
contra todo pronóstico
cada apuesta que planteó la vida.
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