Sin fin el mar
JORGE LUIS BORGES
En el camarote el ambiente estaba cargado, turbio de humo de hachís, efluvios alcohólicos y sexuales, calor animal. Una de las chicas acababa de disculparse, pálida, para entrar tambaleante en el cuarto de baño; únicamente el exiguo tanga rojo la salvaba de la desnudez total. Las otras tres acompañaban a Weissberg en la caótica amplitud de la enorme cama, inclinada una de ellas hacia la cara de tez amariscada del alemán mientras se estrujaba los pechos con ambas manos y Weissberg se esforzaba, complaciente, en acariciárselos con la lengua. La otra chica cerró la puerta del baño; nadie pareció oír sus arcadas. Arana, inclinado sobre el cristal de la mesa, dio cuenta de la última raya, desnudo, los escasos cabellos canos revueltos y sudorosos, pegados a las sienes. Weissberg chupaba los pezones de la rubia mientras las otras dos chicas, la danesa pelirroja y Marina, la camarera del Devil´s, repasaban con sus lenguas el vientre hinchado y los gruesos muslos del alemán hasta llegar a su verga medio fláccida. Arana avanzó unos pasos y tropezó con una botella de Dom Pérignon medio vacía; el champán caliente se derramó en la alfombra, mojándole un pie. Apenas se dio cuenta. La alfombra del camarote estaba sucia de colillas, ceniza, manchas de vino y whisky y coñac, bragas y bañadores, faldas, calzoncillos, cartas de baraja inglesa. El tres de picas reposaba junto a un cenicero abarrotado que alguien había pisado dejando caer parte de su contenido; la colilla mal apagada de un puro había quemado parte de una minifalda negra y alguien había apagado el mínimo incendio mediante el expeditivo método de verter encima una copa de rioja reserva del 76; la J de tréboles nadaba en un plato entre grumos de salsa de marisco.
Marina, la camarera del Devil's,, vio venir a Arana y lo recibió con una sonrisa ebria, los ojos entrecerrados, mientras se giraba ofreciéndole las nalgas y se metía en la boca la polla de Weissberg tras rechazar en un breve duelo de lenguas ansiosas a la pelirroja danesa, que habla decidido dedicarse a besar y acariciar y estrujar entre sus dedos lo que quedaba libre de la entrepierna del alemán. Arana, el corazón saltándole en el pecho, deslizó su dureza entre los muslos tostados de Marina, notando la humedad, su suave disposición de potra joven, de veinteañera cachonda. La penetró hasta el fondo; la chica gimió. La rubia se había sentado en la cara de Weissberg; el alemán agitaba su lengua, hundiéndola con viveza entre los pliegues rosados de aquel coño de lujo.
La chica no dejaba de acariciarse los magníficos pechos mientras gemía quedamente, sus largos cabellos rizados cayéndole sobre el hombro de piel muy blanca, y pensaba en los quince billetes de diez mil pesetas que Arana había metido en su bolso pocos minutos antes de zarpar de Puerto Banús.
"You sslut! Slut!”, gruñía, semiamordazado, el anticuario berlinés.
La danesa se alzó y empezó a besar a Arana mientras deslizaba su mano izquierda bajo el costado de Marina para sobarle un pecho. El anticuario vasco cerró los ojos, redobló la fuerza de sus embestidas, el corazón al galope, nevado de cocaína, mientras sentía la apremiante dureza de las nalgas de la camarera que se retorcía contra su vientre, empalada, suplicando más y más y más de vez en cuando mientras apretaba entre sus labios la temblorosa polla del alemán. Los labios de la danesa sabíais cono joven, a restos de semen mezclado con whisky y cocaína, a dinero bien gastado después de un negocio de un millón de dólares. Entonces Marina se echó hacia adelante y se sentó sobre la polla de Weissberg mientras Arana veía cómo la danesa agachaba su cabeza de cabellos muy cortos que remataban un rostro de muchacho lascivo para ocuparse de su miembro, para aliviar con su lengua y sus labios el fugaz desconsuelo del abandono por parte de la camarera.
Marina se agitaba enloquecida sobre el sudoroso y obeso cuerpo del alemán, los atléticos muslos tostados subiendo y bajando, la chica detenida en el umbral del grito. La rubia se inclinó desde la cabecera de la cama sin dejar libre en ningún momento la boca y la lengua de Weissberg para enzarzarse con Marina en un duelo de besos, de lengüetazos. Entretanto, Arana se abandonaba a las húmedas caricias, a los sabios lametones de la pelirroja, colocada a cuatro patas en el costado izquierdo de la cama; una gota de sudor le inundó el ojo en una súbita, mínima explosión de salado escozor. Se pasó un dedo por el ojo. La danesa se ocupaba ahora de sus cojones; con una mano en la barbilla de la chica, le alzó la cabeza y le dijo en inglés que se diese la vuelta. Marina gritaba mientras la rubia le chupaba los pezones. Arana embistió con una fuerza desesperada, agarrado al vientre perfectamente liso de la pelirroja, que lo miraba girando la cabeza y pasándose la punta de la lengua por los labios.
Weissberg empezó a gemir como un buey, a susurrar entrecortadamente obscenidades de todo tipo en inglés, en alemán, en español. Marina no dejaba de agitarse y murmurar; la puta de lujo soltó un gritito y apretó sus nalgas y su coño contra la nariz de Weissberg, y en ese momento Arana notó que las piernas le temblaban, que todo el cuerpo le temblaba mientras se vaciaba interminablemente, larga e interminablemente, en un estallido de placer que le nubló la vista y casi le impidió oírse a sí mismo mientras invocaba a gritos repetidas veces el nombre de Dios.
Se había servido un Cardhu con soda y mucho hielo y acababa de encender un cigarrillo, sudoroso aun, después de ponerse unos calzones de color verde. Weissberg parecía dormido entre la danesa y la puta rubia, el miembro ahora completamente derrotado entre los magníficos muslos y culturas de las chicas. Marina había salido afuera, a cubierta, a tomar el aire. Arana recordó a la otra chica; había entrado el cuatro de baño y la vio sentada en la bañera, la cabeza entre las manos, respirando con dificultad. Contrariado, observó la catástrofe en el wáter, y masculló entre dientes: "Vaya mierda de tía. Se toma dos whiskys y echa hasta la primera papilla que le dio su puta madre."
La miró con desprecio y cerró la puerta del baño., Bebió un largo trago de whisky y miró a través del plexiglás de una de las ventanas. Estaba atardeciendo. El yate
avanzaba despacio; a estribor, unas nubes bajas teñidas de rosa se deslizaban hacia el sur.
Abrió un armario y buscó en el bolsillo de su chaqueta el teléfono móvil. Cogió una camisa limpia y subió los escalones. Salió a cubierta. Hacía fresco. Hacia poniente, el mar presentaba ya una tonalidad dorada; el sol se estaba ocultando. Miró por encima de la cubierta de babor y vio un enjambre de luces dispersas a lo lejos, en la costa.
Marcó un número de teléfono y esperó. Tiró el cigarrillo por la borda. Vio a
Marina, en bikini, envuelta en un pareo rojo, acercándose por la cubierta, el pelo recogido en una cola. La chica le sonrió al pasar junto a él.
-Voy a ponerme una copa.
Y bajó las escaleras hacia el camarote. En ese momento, una voz masculina, en un tono de cortesía entre convencional y fatigada, contestó:
-Hotel Puente Romano, buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?
-Buenas tardes. Quisiera confirmar una reserva a nombre de F. Arana, por favor.
Hubo una pausa. Un tecleo en sordina. El recepcionista acabó de confirmar la reserva, y Arana dio las gracias y desconectó el móvil. Lo metió en uno de los bolsillos del pantalón y avanzo hacia la cabina, a proa. Se cruzó con dos marineros que llevaban una caja de herramientas, y un juego de cables.
-Buenas tardes, señor Arana.
No advirtió el saludo, o no quiso responder. Lo único que le interesaba era saber cuánto tiempo quedaba hasta Puerto Banús. Había calculado que alrededor de una media hora. Pero quería asegurarse. Estaba subiendo los escalones de la cabilla cuando notó que alguien paraba los motores del yate; el apenas perceptible ronroneo cesó de pronto. Abrió la puerta.
-¿Qué pasa, Matías?
El patrón, un hombre de unos cincuenta años, fornido, de pelo canoso bajo la sucia gorra blanca, había dejado el timón y estaba asomado al ventanal de estribor.
-He visto algo.
-¿El qué?- Arana se acercó y miró a su vez por el ventanal.
-Una especie de bulto... Allí, a unos quince metros: mire.
A los pocos minutos, los motores del yate volvieron a ponerse en marcha.
Marina estaba ayudando a incorporarse a la chica del baño para llevarla hasta el camarote contiguo, más pequeño. La chica estaba semiinsconsciente, con palpitaciones y restos de vómito entre los pechos y la barbilla. Marina la limpió con una esponja húmeda y la llevó como pudo hasta el otro camarote. Weissberg andaba semidesnudo por la habitación, con una expresión como de repugnancia en el rostro quemado por el sol, rascándose la cabeza, mirando en torno. Marina le pidió ayuda; el alemán musitó algo en su idioma que la chica no entendió. Finalmente, entre los dos acabaron por tumbarla en la cama del otro compartimiento.
La rubia y la pelirroja danesa estaban vistiéndose. La puta de lujo decía que estaba muerta de hambre. La pelirroja de aspecto efébico pasó al baño y cerró la puerta tras de sí. Weissberg, que de pronto parecía haber adoptado un extemporáneo aire de formalidad, como si nada de lo que había sucedido allí aquella tarde pudiese tener relación con él, se sirvió una copa de brandy. En ese momento, Arana bajó los escalones desde cubierta. Sonreía, pasándose una mano por los escasos y rebeldes cabellos.
-¿Por qué han parado los motores?- preguntó Marina mientras cerraba la puerta del otro camarote.
-No es nada- dijo el anticuario-.El mar, que cada día está más lleno de mierda.
En la estela del yate que se alejaba en medio de la creciente oscuridad, los últimos rayos de sol iluminaron el cadáver tumefacto de un hombre joven, de piel aceitunada, que contemplaba el cielo añilgrisáceo del Mediterráneo con las cuencas vacías de sus ojos, flotando, cada vez más mansamente, sobre las aguas ya sombrías donde la espuma iba desleyéndose inapelablemente.
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