Incluso desde muchísimo antes de empezar a darme cuenta de qué iba este luctuoso despropósito salpicado de luces y sombras que es la vida, con todo lo que tiene de atroz, de estúpido, monótono, injusto, versátilmente irónico, burbujeantemente maravilloso, ocasionalmente epifánico, de ridículamente sórdido y previsible; desde antes siquiera de conocer los primeros esbozos de lo que iba a ser mi existencia como escritor y como hombre, desde antes de arruinarme la vida con el alcohol hasta el punto de llegar a pignorar parte de la biblioteca materna en una librería de viejo que quedaba más o menos a espaldas de la Plaza del Carmen de Granada, cerca del antiguo barrio de las putas conocido por La Manigua; desde antes de echar el primer polvo de mi vida o saber de modo directo lo que era trabajar o ingresar en la universidad o abrir una cuenta corriente o ver el cadáver de mi abuela Eloísa tras el cristal del tanatorio, desde mucho antes de intuir lo que era la madurez o la decrepitud reflejada en los rostros de familiares, conocidos o amigos, o saber manejar un ordenador, o interesarme por la literatura en lengua española que me parecía algo así como indigna –pobre gilipollas ignorante- salvo muy contadas excepciones; desde mucho antes de saber o que era una hepatomegalia o una pancreatitis, o un cuento publicado en libro, o saber positivamente que en realidad cualquier forma de sabiduría posible no es sino otro tanteo, otro palo de ciego, hipótesis o conjetura, yo ya sentía la llamada de la Alpujarra de un modo atávico, irracional, incluso onírico. Antes de haber vivido, ya quería retirarme lejos del mundanal ruido. Antes de comprobar en mis propias carnes, hasta la inmersión total, hasta la asfixia, lo que es la mierda, a qué niveles de ubicuidad puede llegar la mierda en que nos va envolviendo la vida, uno ya aspiraba a la pureza entre geográfica y mística, entre tolstoiana y frayleonesca, de la Alpujarra y sus altas cumbres.
Aún no me había rozado ni una bala y ya quería huir de la guerra, lo cual lleva, a estas alturas, a sonreírse a uno mismo con una cabal mezcla de autoindulgencia e ironía compasiva. El paisaje me hechizaba; me sentía penetrado por cada poro de la piel por emociones indescriptibles, por algo hecho de luces, tonalidades, olores, cadencias, la propia aparente serenidad con que la vida era vivida por aquellas gentes entre las cuales se contaban entonces mis pocos amigos, casi todos los cuales tenían más o menos mi misma edad y lo que entonces me parecían incontestables afinidades conmigo: la música, la poesía, las ganas de cachondeo, el espíritu crítico, la facilidad para la juerga improvisada. Mi amistad con gente como Fernando Poyatos, que era poco menos que un hermano, parecía ir a ser algo eterno, indestructible, indesmayable, un vínculo que habría de mantenernos unidos por encima de vicisitudes adversas o corrientes tornadizas, por encima de catástrofes, malentendidos, paréntesis, ausencias. En Lanjarón era siempre recibido con afecto, con espontaneidad, con llaneza con lo que yo llegaba incluso a creer –tal vez al principio no anduviese muy errado- franca admiración. Me llamaban El poeta. ¿Qué más se le podía pedir a la vida, cuando lo más valioso que uno hacía en la vida era escribir? Con recorrer los kilómetros que separaban Granada de Lanjarón disfrutaba de reconocimiento, incluso a pequeña escala, mientras que en mi casa, entre mis familiares, era poco menos que ninguneado, tratado como un saco de mierda con pretensiones, un loco, un borracho. Me ponía hasta la bandera con gente que me admiraba y me pedía que les recitara versos y les escribiera letras de canciones. El Baltimore, el pub del “Machaco”, era la casa de la alegría donde todo era posible: Alberto me ponía Por el boulevard de los sueños rotos de Sabina prácticamente nada más atravesar la puerta porque sabía que me encantaba, me inspiraba, por lo mucho que aquella letra tenía de doliente homenaje a mí mismo y a mi relación a distancia con Laura. El agua de las fuentes del pueblo me sabía a ambrosía; hasta en el murmullo de los caños creía –sobre todo cuando iba generosamente fumado de “lirios”- percibir una voz, un algo impalpable que me llamaba, que me hacía desear con vehemencia no volver nunca más a Granada, a mi familia, a mis estudios, a todo aquello que me impedía, pensaba, consagrarme única y exclusivamente a mí mismo, a mi literatura, a mis amigos. Con cuánto amor, con qué mezcla de ingenuidad y lirismo, de anárquica alegría e íntimo y sordo pesar transitaba yo por Lanjarón en aquellos años. Pero claro, era demasiado pronto. O mejor, demasiado temprano para llevar a efecto lo que no eran otra cosa que sueños de adolescente. Había que hacerse un hueco en la vida, primero. Había que estudiar, trabajar, ganar dinero. No sé podía vivir libre por aquellas tierras a la manera de las aves o los lobos o los rebecos. Había que comer, y la vida venía a recordarme, sin concesiones ni piedad ni cuartelillo ni demora ni hostias en vinagre, que “la pela era la pela”. Hasta para vivir en lo que pensaba que era un paraíso en la Tierra hacía falta dinero. Claro que por aquel entonces uno casi llegaba a pensar que la gente me iba a dar techo, comida y bebida a cambio de mis versos, ideas que nunca llegué a formular en voz alta, pero que alguna vez que otra me fueron rápidamente desmentidas por Fernando Poyatos, mucho más pragmático que yo:
-Vente a Lanjarón cuando estés “boyante”, hombre, que la última vez que salimos tuve que pagarle yo al Machaco todas las copas que te tomaste, coño.
Así de inconsciente, de ingenuo, podía llegar a ser… Subía a Lanjarón con poquísimo dinero, recolectado no sin esfuerzo –nadie en mi familia materna, aquellos Rothschild de barrio, era demasiado pródigo, además de que ya todos barruntaban mis excesos con la bebida-, y me dejaba llevar por la corriente. Disfrutaba sin más, confundiendo la ebriedad con el panteísmo, los colocones de marihuana con la simple dicha de estar entre amigos, comulgando a la vez con cerveza y whisky y las ideas de Fernando Sánchez Dragó, de quien acababa de leer “La prueba del laberinto”: no importaba la pobreza material, vivir a la intemperie, carecer de techo o de cuenta bancaria, de familia, de estudios, de trabajo: lo único importante era existir en paz con Dios y con uno mismo, ser Uno con el Universo en armonía perpetua mientras la Madre Tierra, pródiga, próvida, contribuía al sustento cotidiano. Dios proveería.
Pero evidentemente Dios no pagaba las cañas de cerveza ni los billetes de Alsina ni los whiskys en el pub de Machaco ni los porros que me fumaba. Estaba bien como filosofía, siempre que uno tuviera dos o tres mil duros en el bolsillo, y yo jamás, o casi nunca llegaba a tener dos mil duros en el bolsillo. Era lógico. No había trabajado nunca, mi familia era un quiero y no puedo. ¿Esperaba acaso una súbita floración de billetes en mis bolsillos, como en esos sueños en los que uno se imaginaba un fajo de billetes y el fajo acababa por aparecer? Y sin embargo, no me resignaba. Todavía no me creía que las puertas del paraíso me estuvieran vedadas, como en el libro del Génesis, por una mera cuestión pecuniaria. Así que tuve más de un desencuentro con Fernando Poyatos, que el fondo no era una persona demasiado generosa –algo que pude corroborar algunos años más tarde de primerísimo mano- a cuenta de algún “déjame dos talegos” que siempre tardaba en devolverle...
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