Si eres capaz de vivir sin escribir, no escribas, decía Rilke. Y esa era precisamente una idea que ni siquiera concebía en aquellos tiempos en que prácticamente cada fin de semana me subía a un autobús y me iba a Lanjarón, a casa de Fernando Poyatos, cuando lograba reunir algo de dinero. Nos conocíamos desde octavo de EGB, y de alguna forma, al pasar al instituto, habíamos seguido manteniendo un entrañable lazo de amistad, aunque yo había empezado a moverme en otros círculos que no tenían nada que ver con él. Era como ir alternando amistades, lo cual en la adolescencia no es nada común, como salir solo, pero uno lo hacía. Uno era capaz de pasarse semanas enfrascado en partidas de rol, y luego subirse a la Alpujarra con Fernando u otros amigos, y un fin de semana cualquiera salir solo de copas por aquel Pedro Antonio de Alarcón que entonces tenía mucho de jungla promisoria. Era una calle famosa en todo el país; podías encontrarte gente de fuera de Granada que no conocía la Alhambra, ni el Albaicín, pero Pedro Antonio de Alarcón, aquella calle con nombre de mal poeta y prosista algo plúmbeo, era conocida por gente de todas partes de España y parte del extranjero.. Bullía de bares, neones, músicas, grupos de jóvenes saliendo de botellón muchos años antes de que se acuñase tal palabra para definir las juergas estudiantiles de toda la vida con resabios sociológicos. Y uno, intoxicado de literatura, la vivió al máximo. Tal vez con demasiada intensidad.
Años que no volverían a repetirse, porque lo auténtico raras veces se repite a medida que los años nos resecan, nos menguan, nos emputecen, nos trastornan, nos aíslan, nos desengañan y finalmente nos matan. Años en los que a mí me llamaban “El Poeta” y escribía letras de canciones para el grupo de rock que lideraba, como cantante, Fernando Poyatos, y en los que se organizaba de pronto un recital improvisado en el cortijo de un amigo, o en un bar, con la misma facilidad con que nos armábamos de garrafas de vino costa, cervezas, whisky, morcillas, chorizos, huevos, migas, pimientos, ajos, filetes de cerdo, y montábamos una juerga de alta montaña en torno a la lumbre de la chimenea. Fernando había empezado a estudiar bellas artes; yo pronto me matricularía en Filología eslava, después de unos exámenes de selectividad que hice en el edificio de la Facultad de Medicina a lo largo de tres días que casi no recuerdo, porque llevaba un colocón poco menos que antológico de porros que sin embargo no menguó para nada mis capacidades. Era muy joven. Vivía a distancia mi amor con Laura; todas las semanas le escribía cartas, le mandaba poemas, renovaba mi deslumbramiento, mis votos de amor eterno, ignorando, por supuesto, que mi amada, a la que había idealizado hasta la médula, tenía un sentido mucho más práctico, inmediato y utilitario de la palabra sexo. Mientras yo me retraía en presencia de otras mujeres con las que podría haber tenido aventuras sin importancia, como ejerciendo una especie de voto de castidad platónico, Laura, por supuesto –nada era más natural- se follaba todo lo que se le ponía a tiro. Ella me contestaba puntualmente, hablábamos por teléfono cuando podía, cada vez más espaciadamente. En cierta ocasión, después de una visita de mi padre, que me proporcionó algo de dinero –mi padre estaba orgulloso de que hubiese empezado la carrera de Filología Eslava: ya podía comentar a sus amigos, parientes y allegados que tenía un hijo universitario, lo cual contribuiría a realzar mi imagen ante mis tías, primos y demás, que me tenían por un inequívoco tarambana, escritorzuelo en ciernes, que acabaría pasándose la vida de camarero o algo peor-, tomé un tren nocturno a Madrid que salía a las once y media de la noche y llegaba a Chamartín al amanecer. Era uno de esos trenes inexplicables, casi antediluvianos, oscuros, que tardaban horas interminables en hacer su recorrido y paraban en estaciones solitarias, con un punto más que evidente de abandono, donde casi nadie solía subirse ni apearse. En la cantina de una de ellas, tal vez Linares-Baeza, nos detuvimos quince o veinte minutos, y salí a la cantina envuelto en un frío del copón. Pedí un anís, y vi que se me acercaba un muchacho rubio, con una mochila, el pelo corto rubio y grasiento y cara de no haber dormido -o de haber dormido al raso en algún galpón abandonado- durante días, para pedirme, con inequívoco acento eslavo, que le comprara por favor, sin era tan amable, si podía, un bocadillo. Yo no comer durante una semana, amigo, me dijo. Le pregunté qué hacía por allí. Estábamos a finales de otoño, y aquella parte de Andalucía, o de al-Andalus (según el buen entender de los ínclitos cerebros que habían diseñado aquella murga falsaria y vomitiva del Legado Andalusí, como Jerónimo Páez, que le mendigaba comidas y cenas a mi padre en La Marmita de Granada cuando ni tenía un duro ni era el cabrón con pintas forrado de billetes en que se convirtió luego gracias a sus artes de prestidigitador y lameculos), no era precisamente un lugar donde abundase el sol del Rocío, la calidez humana de la Feria de Sevilla, la tan cacareada hospitalidad de la tierra según los folletos turísticos en diversos idiomas que repartían los tour operadores o se vendían en las tiendas de souvenirs. Yuri era bielorruso. Se sentó conmigo y le compré un bocadillo de jamón y queso –lo más contundente que se podía encontrar en aquella cantina casi típica de los años cincuenta- y lo invité a una copa de anískaya vodka, como él la llamaba. Estaba por aquellas tierras de Jaén tratando de buscarse la vida en la aceituna. Un saco de dormir y algo de ropa de abrigo y su pasaporte eran sus únicas pertenencias. En Minsk estudiaba violín en el conservatorio. Pero el violín, junto a su tienda de campaña y el poco dinero que llevaba encima se lo habían robado los marroquíes de una cuadrilla ambulante con los que se había tropezado en una senda entre olivares cerca de Úbeda, después de darle una paliza. Tenía un dedo roto, mal entablillado con ramas y vendas sucias, de cualquier manera, y heridas en el cuero cabelludo, y aparentaba diez o quince años más de los pocos que en realidad tenía. “Yo querer ir en Madrid, pero nadie ayudar”, dijo, bebiendo con auténtico deleite aquella copa. El camarero que atendía la cantina nos miraba de reojo.
Cuando quedaban dos minutos escasos para que el tren continuara su camino, le tendí tres mil pesetas. No llevaba mucho dinero, pero con eso tendría suficiente para salir de aquel infierno. Me despedí de él –me apretaba las manos en señal de agradecimiento, murmurando unas palabras en ruso que supuse serían una especie de bendición-, y le dije que se cuidara, que saliera de allí en el primer tren. La taquilla estaba cerrada, por lo que no podía venirse conmigo hasta Madrid. Y allí lo dejé. Y todavía me pregunto si conseguiría largarse de aquel lugar inhóspito, o perdería la cabeza y se gastaría el dinero en alcohol, impulsado por la desesperación o la melancolía, hasta que el adusto cantinero lo pusiera de patitas en la calle, rumbo a cualquier madriguera donde pasar la noche sin morirse congelado.
Al subir al tren cambié de compartimento –no podía dormir en aquel tabuco abarrotado de gente roncando, entre aquella maraña de piernas y brazos y cuerpos-, y fui a dar con uno donde solamente había un joven de pelo largo, castaño rojizo y ojos grises, que leía un libro de Thomas Bernhard y tenía una guitarra apoyada contra el cristal oscurecido de la ventana. Lo saludé en inglés y me senté, y al decirle que Bernhard era uno de mis escritores favoritos me sonrió y se presentó y sacó una botella de whisky de su mochila, mediada, y me ofreció un trago. “Es un genio. Es el mejor escritor en lengua alemana de todos los tiempos. Mejor que Gunter Grass, o Kafka, o Robert Walser.”, dijo. Hermann –que así se llamaba mi recién conocido compañero de viaje- había estudiado arquitectura en Munich, y trabajado en un estudio con un tal Jürgen Stromberg, en lo que parecía el principio de una prometedora carrera. Herr Stromberg no era precisamente espléndido en el aspecto pecuniario –todos los becarios del mundo saben a lo que van, o deberían saber a lo que van, cuando debutan en lo que se conoce como “mercado de trabajo” (“almoneda laboral” es una expresión que me gusta más; es más descriptiva y consecuente), pero significaba un apellido de prestigio en Alemania, Austria y Suiza, incluso en Francia e Italia, y la posibilidad de que muchas puertas se le abrieran pasado el tiempo. Los padres de Hermann estaban orgullosos de su hijo. El joven arquitecto tenía el mundo a sus pies; tenía todos los ases en la manga para cimentar un próspero futuro. Conoció a Karen, su novia, y a los pocos meses se fue a vivir con ella. Incluso estaban considerando la posibilidad de tener un hijo. El padre de Karen estaba gestionándole un préstamo para que la chica pudiera abrir su primera consulta de odontología.
-Y entonces, una noche, Stromberg dio una fiesta en su casa, y se le ocurrió invitarme, a mí y a mi novia. Ya te puedes imaginar: el alcalde de Munich, la mitad de los concejales del Ayuntamiento, directores de banco, empresarios, todos con sus mujeres. Karen me dijo que tenía un compromiso al día siguiente y que debía retirarse pronto, como efectivamente hizo, y yo seguí por allí, bebiendo y comiendo y alternando. La mujer de Stromberg, Ulla, no me quitaba el ojo de encima. Era una cuarentona rubia, muy guapa, con un vestido rojo ceñido, perlas en torno al cuello, una larga melena rubia decorada con una diadema de brillantes, siempre sonriente y atenta con los invitados, y siempre con una copa de champán en la mano. Muy mujer, sobre todo, mucho más que mi propia novia, que no aceptaba ciertas cosas en la cama que a mí siempre me han gustado… Y no sé qué diablos me pasó, pero de pronto me vi sin camisa ni chaqueta ni corbata, arrodillado entre sus piernas en uno de los dormitorios, con la puerta cerrada con llave y el ruido de la fiesta en el salón de abajo, comiéndole el coño mientras ella se retorcía y me aplastaba entre sus piernas, y luego me tumbó encima de la cama, se quitó el vestido y me folló. Yo apenas podía pensar en el escándalo que se organizaría si el marido nos descubría. Ulla me cabalgaba con furia, con un ardor que no había visto en mi vida en ninguna otra mujer, y yo cerraba los ojos y trataba de pensar en Karen, el rostro, el cuerpo, los ojos, los labios de mi pobre novia Karen, como si traerla a mi mente pudiese de alguna manera reducir el impacto de aquella infidelidad, y pensando al mismo tiempo que me estaba follando a la mujer de mi propio jefe bajo el techo de mi propio jefe, después de haberme bebido su champán y comido sus canapés y admirado su biblioteca, sus cuadros, sus muebles, después de haber sido presentado a la gente importante de Munich, la que cuenta, la que podía abrirme puertas con las que mucha gente sueña, y aquella ninfómana de pronto a cuatro patas, con medias y liguero y zapatos de tacón rojo que no se había quitado, pidiéndome que la sodomizara, que le diera por el culo, algo con lo que había soñado toda la vida, no ya el hecho de darle por culo a una mujer y que esa misma mujer me lo estuviese pidiendo, poco menos que suplicando –Karen jamás lo habría hecho-, sino el hecho de estar a punto de metérsela por el culo a la mujer de uno de los hombres más ricos de Baviera. No supe cuando se abrió la puerta, ni cuando se desnudó, ni cuanto tiempo llevaba observándonos a través de una de las muchas cámaras que tenía en su despacho, pero de pronto noté la presión de otro cuerpo sobre mis nalgas y mi espalda y el olor a colonia de Stromberg…y supe que aquello llevaba preparado mucho tiempo. La fiesta formaba parte de la trampa. Por lo visto a mi jefe le gustaba que los jovencitos complacieran a su mujer; solía grabar vídeos, y también le gustaba, de vez en cuando, unirse a la fiesta. Pero eso no fue todo. Aquello era de una sordidez increíble, pero no fue todo. Lo peor fue que me gustó… Me gustó la polla de mi jefe por el culo mientras me masajeaba las pelotas y yo penetraba a su mujer, que gritaba, desmelenada, sudorosa. No tardé en correrme mientras Stromberg me llenaba el culo de leche, y luego recuerdo que me ofrecieron cocaína y un whisky, y yo apenas podía hablar de pura vergüenza, y pensaba en Karen, que tarde o temprano se daría cuenta de que algo me había sucedido aquella noche, nunca he sabido mentir, se me nota muchísimo cuando miento, y sé que en un mundo como este es una maldición no saber mentir, ya que todo es mentira… Total, que al día siguiente saqué del banco todos mis ahorros, unos tres mil marcos, y desaparecí de Munich. Sin dejar una nota, sin llamar a nadie, ni siquiera a Karen. Estaba avergonzadísimo. No hubiera podido resistir mirar a la cara a Jürgen Stromberg ni volver a trabajar en aquel estudio ni pasearme tranquilamente por las calles de Munich. Me fui a París, que no me gustó, y luego a Londres, que me gustó todavía menos, y al final acabé cogiendo un vuelo a Málaga y estuve viviendo en una pensión y tocando la guitarra en la calle, y ahora me voy a Madrid, y no sé qué hacer con mi vida. No sé que cojones voy a hacer con mi vida, y no quiero volver a Alemania. Alemania es una auténtica mierda. Un país muy bonito, pero una auténtica mierda. Siguen siendo racistas, aunque todo esté lleno de turcos. Aunque haya leyes muy serias contra el racismo y la xenofobia, siguen siendo racistas. Es un país de locos. Thomas Bernhard, aun siendo austríaco, lo sabía bien. Es lo mismo. Están todos como putas cabras. Aquí en España se vive mejor. No quiero, no puedo volver a Alemania. Para qué…
Amanecimos en Chamartín y me despedí de Hermann después de una noche de intensa conversación. Me había dejado alucinado, y no solo con sus historias, sino porque era el primer alemán que renegaba abiertamente de su país, un país que en toda Europa se vendía –y se sigue vendiendo- como la Tierra Prometida. Me hubiera gustado seguir en contacto con él. Recuerdo que le di mi dirección y hasta el número de teléfono la casa de mi madre, sin muchas esperanzas de que alguna vez llamara o escribiera. Entonces no había teléfonos móviles al alcance de cualquiera: el mundo era, sencillamente, otro. Y se perdió entre las multitudes madrugadoras de la estación, con su guitarra y su volumen de Thomas Bernhard en la mano, mientras yo buscaba un bar donde tomarme un café con leche.
Laura se tomó su tiempo, pero apareció, y nuevamente afloró la magia. Yo me metamorfoseaba por dentro cuando la veía aparecer. Su melena pelirroja, su nariz de duendecillo travieso, sus ojos francos, el aire descaradamente sexual, sus besos allí en mitad de la muchedumbre aislándonos, preservándonos, enclaustrándonos en una burbuja invisible de felicidad. Tomamos un metro y acabamos en Moncloa como podíamos haber acabado en cualquier parte de la ciudad. La veía más mujer, más plena, más segura, aunque seguía atada a sus estudios de derecho. Tocamos al timbre de un hostal, y una voz femenina algo rancia nos preguntó si éramos matrimonio cuando le dijimos que buscábamos una habitación con cama de matrimonio. Ante la respuesta negativa de Laura, la respuesta de aquella momia fue igualmente negativa.
-Si no están ustedes casados, lo siento mucho.
Laura y yo nos quedamos mirándonos, y de pronto estallamos en carcajadas. Aquello era acojonante. A finales del siglo xx y en una ciudad como Madrid, había patronas de hostal que todavía pedían el libro de familia. Nos imaginamos a una mujer de cierta edad, haciendo punto en un salón sombrío con un retrato de Franco en la pared.
-Qué hija de la gran puta- dijo mi niña-. Vámonos a Sol.
Y cogimos otro metro.
Llevábamos años viéndonos así en Madrid, siempre en pensiones, desde aquella primera vez en Pozuelo de Alarcón. Sin embargo, recuerdo aquella vez porque fue la primera en que Laura me preguntó si estaba con alguien, con toda la naturalidad del mundo. Confieso que me sentí un poco cateto, un punto provinciano, al oírla. ¿Cómo iba a estar con otra, si llevaba años enamorado de ella? No podía ni concebirlo. Me había follado a otras, claro. Pero eso no significaba nada. ¿Por qué me sentí entonces tan mal cuando ella me dijo que salía con un tal Enrique?
-Nos lo pasamos bien en la cama, pero no hay nada más. Eso es todo, gatito mío- dijo, y me apretaba la mano en aquel vagón abarrotado del metro.-Tú eres el único. Eres el mejor, en la cama y fuera de ella. Te quiero. Te quiero. Te quiero.
Qué iba a decir. Ni siquiera vivíamos en la misma ciudad. Yo metía en mi cama a otras mujeres. Sin embargo le dije, hipócritamente –y sintiéndome sucio- que yo era incapaz de acostarme con nadie que no fuese ella, que le consagraba cada paja que me hacía, que mis hand blow sessions eran una pura ofrenda, y que al margen del sexo, no había ninguna mujer en el mundo que le llegara siquiera a las suelas de las botas. Ella me sonreía y me besaba el cuello, las orejas. ¿Cómo iba siquiera a existir en el planeta una mujer capaz de recitarme a Luis Cernuda, a Omar Khayyam, a José María Álvarez, a Shakespeare, a machado, mientras nos tomábamos un café o una cerveza o un whisky o nos fumábamos un porro después de la debacle de lujuria en que convertíamos la cama? ¿Quién sino ella tenía la inteligencia, la sensibilidad, la calidad humana, capaz de deslumbrarme? Lo demás era, shakespearianamente, silencio. Mediocridad. Basura.
El año anterior, en que yo trabajaba en el bar de mi padre en la calle Llerena de Sevilla, me había escapado a Granada para esperar a Laura, que venía desde Madrid. Tenía dinero y estaba eufórico. Era la primera vez que íbamos a ir juntos a La Alpujarra, cuyas excelencias no paraba de contarle, y que ella no conocía. Era una tarde de enero, y nevaba sobre Granada cuando la vi bajarse del autobús, como en una escena de una vieja película. Pasamos aquella noche en la ciudad, en algún hostal de los alrededores de la Plaza de la Trinidad, y recuerdo que lloramos de felicidad anticipada. Fernando Poyatos se sorprendió cuando le dije que Laura estaba allí conmigo. Me había pasado literalmente años hablándole de ella y solo la conocía por fotos, y por algunos de los poemas que le había escrito, que eran verdaderas odas. También el resto de nuestros amigos, Juanjo, Cabrera, Machaco, Pablo, Fran, Esteban, Víctor, toda la basca de Lanjarón con la que había vivido momentos insuperables, auténticas epifanías de dicha como las que solo se viven en la juventud, de una intensidad casi dolorosa, y a las que solamente les faltaba aquel colofón de aparecer de manos de la mujer a la que amaba. Todos llevaban años intrigados por la identidad de aquella madrileña que me había sacado de mis casillas, que me tenía encoñado hasta la médula, a la que dedicaba casi todos mis versos, a la que había retratado en alguno de mis primeros cuentos, la que hacía que de pronto desapareciese de Granada y me plantase en Madrid casi sin dinero para verla aunque solo fuese durante unas horas. Incluso la novia de Fernando Poyatos por aquella época, Isa, estaba deseando conocer a la mujer de mis sueños. Ni siquiera consideraba la posibilidad de presentársela a mi madre, o mi hermana, o a mi abuela. Sabía que la familia habría envilecido la ocasión, y en cualquier caso ni teníamos tiempo ni ganas. En mi familia, cuando una mujer entraba en casa, la primera pregunta siempre era a qué se dedicaba, qué estudiaba, en qué trabajaba, quiénes eran sus padres, y por supuesto, si su familia era de posibles, aunque fueran unos posibles medianos. En mi familia materna, todas tenían que pasar la criba, el escrutinio, el filtro, la deliberación de sus putas señorías, que se arrogaban el derecho o privilegio no escrito de decidir por uno quién y quién no convenía como pareja, de la misma manera que trazaban de antemano proyectos de vida, estudio o trabajo, y anatemizaban toda conducta impropia, a saber: que si uno hacía lo que le saliese de los cojones, siguiera una vocación, o trabajase en algo “impropio” del supuesto status social familiar –como de camarero o peón de obra, por ejemplo-, lo ponían en la perra calle y le retiraban la palabra y toda posibilidad de auxilio. Eso era y sigue siendo así. Lo que a uno le alucina era por qué aquella caterva de estúpidos snobs hipócritas hijos de puta seguían considerándose a sí mismos una familia. Hasta los perros tenían más sentido de la lealtad y la generosidad. Al menos, los perros se lamen unos a otros las heridas.
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