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lunes, 14 de marzo de 2011

EL MILAGROSO TINTE OSCURO

Why should everybody pity me?, los lentos compases, la guitarra, la quebradiza voz de Billie Holiday como fondo de un paseo solitario por los bosques de la Alhambra; no hay escaparates de tiendas de ropa en los que el hombre pueda verse, medir el ridículo, recordar una vez más lo que significa ir con semejante uniforme: chándal azul y blanco Le Coq Sportif, zapatillas Nike, riñonera. Hasta el walkman parece algo vejatorio. Chandal azul (de marca), zapatillas (de marca), riñonera (de marca), un walkman cuyo precio se acerca bastante al de una cena en un restaurante de lujo: en conjunto, el hombre -menudo, de barriga incipiente, con entradas en el pelo teñido de negro por prescripción conyugal, so pena de otra noche a pan y agua- lleva encima más de cien mil pesetas, pero en su bolsillo no hay más de trescientas: el tintineo de las monedas le es ahora inaudible . Sólo hay la música, el fluir del saxofón: banda sonora de este paseo en soledad y a la vez único vinculo con una vida anterior; una vida que ahora se le antoja a este hombre casi tan irreal como la presen¬te; una vida en la que nadie había adquirido el poder de amenazarlo sin palabras, en la que los discos de jazz, blues, música clásica, se contaban por cientos en las estanterías de su apartamento de soltero o daban color y aire de desorden a las veladas de lectura y abandono o de tertulias regadas con litros de buen vino en compañía de amigos, de mujeres sin más prerrogativas que las puramente sexuales o sentimenta¬les; una vida increíblemente lejana en la que esos mismos discos no habían sido embalados en cajas y arrojados a la polvorienta oscuridad mohosa de un sótano por razones tan irrefutables como la falta de espacio en un chalé de cuatrocientos metros cuadrados que alguien se ha encargado de llenar con una basura tipo mobiliario ultramoderno. Pero uno nunca escucha los consejos que se dan a tiempo; Segura, que siempre había dejado constancia más o menos manifiesta -en conversaciones, conferencias, artículos y peroratas de borracho irredento- de su inclinación al escep¬ticismo (escepticismo que abarcaba todos los frentes, incluido el de la validez, el de la consistencia de sus propias opiniones) había acabado siendo, de alguna manera, traicionado por él. Como no acordarse ahora, siempre, de las palabras de su herma¬no: «Esa mujer me da ganas de vomitar», de su gesto agrio , que tanto contrastaba con su carácter apacible, casi, empalagoso de tan sosegado y solicito. Ganas de vomitar referidas; entonces, a la mujer con la que Segura llevaba ahora tres años casa¬do: una mujer de una belleza imponente, con un cuerpo y una cara de ensueño y una elegancia absolutamente extraña, impropia de ella dada su forma de ser: Silvia Cepeda. Tres años y seis meses. Y ahora le quedaba esto: pasear solo por los bosques de la Alhambra vestido de chándal y escuchando una cinta de Billie Holiday en una tarde cualquiera de abril, apenas una hora después de haber estado jugando -con Silvia y un matrimonio conocido- un partido de algo que desde años atrás (o no ya desde años atrás, sino desde su mismísima infancia) le había siempre resultado indiferente, cuando no risible, de tan ilustrativo: un juego que a Segura siempre le había parecido un distintivo de frivolidad, de status social, de opulencia jactanciosa modelo teléfo¬no portátil, que le hacía pensar en toda la fauna de nuevos ricos, de catetos millona¬rios, de arribistas chaqueteros y lamepollas que componían ciertos cuadros de aquel museo, de aquel zoológico socialista en que Granada se había convertido -Segura siempre se había considerado un socialista de la vieja guardia, de los no fascinados ni tentados ni podridos ni seducidos ni amoldados tú conformizados ni amancebados ni lobotomizados ni instalados en el poder, desde el poder, por el poder-. Un juego, en fin., que era considerado lo máximo, lo mas in entre la gente de dinero (de dinero, por el dinero, para el dinero, desde el dinero, con el dinero, hacia el dinero, según el dinero); un juego al que Silvia lo obligaba a jugar so excusa de que necesitaba hacer ejercicio: el tenis. De ahí, pues, el chandal de marca y las zapatillas de marca y la. riñonera de marca y el pelo teñido del que también se podía decir que era de marca y el walkman de treinta y cinco mil pesetas al que sólo le faltaba, pongamos, una antena parabólica. Sudado, oliéndose (aquel olor que era el olor de la ignominia, aquel olor que no sería fácil de olvidar ni siquiera después de la ducha caliente que pensaba darse apenas llegara a casa, largo monólogo de jabón y silencio, hubiese dicho Cortázar, ducha -llegada a casa- que prefería demorar lo máximo posible), Segura trataba de no pensar demasiado en las palabras de su hermano Juan José, de diluir en la luz filtrada, en el aire reconfortante y abrileño, en la umbría del bosque silencioso y fragante la hora y media de partido, las risas, los comentarios estomagantes de Máximo Escobar y su mujer Elisa antes y durante y después del partido, la mirada de reproche, censura y amenaza de Silvia, que antes de empezar a jugar le había dicho, seca: «No he pagado una pasta para jugar al tenis con un tío que sólo sabe poner cara de perro. Y si el Escobar te cae mal, te jodes, que, me conviene estar a buenas con él». Hubiera podido; desde el principio, rehusar a jugar aquel partido: ya se sentía bastante violento desde hacía varios días (hasta el trabajo le parecía última¬mente una liberación: todo con tal de no ver a Silvia; no antes de que aquel malhumor casi crónico se atenuase), pero no lo había hecho. Sabía bien lo que le convenía: era mejor follarse a una mujer como Silvia (siempre hay algo vulgar en la belleza, era un endecasílabo tan perfecto como triste) que no follarse nada en absoluto; o mejor, que verse en el trance de las tentativas tristes, de las proposiciones a destiempo a mujeres que en su día hasta pudieron estar enamoradas de él, como Luisa Santos. Porque a sus cuarenta y siete años, y a pesar de cierta fama de hombre interesante, de intelectual, Segura no contaba con demasiadas posibilidades, ni siquiera en ciertos círculos. Y el pasado era el pasado. De manera que tuvo partido, se limitó a jugar mecánicamente, sin mucha pericia (lo cual era perfectamente lógico) ni de¬masiado entusiasmo (lo cual era absolutamente previsible), y luego hubo un par de limonadas –no se atrevió a pedir un gintonic por esa especie de abyecto temor a Silvia que desde hacía ya tiempo era su pan de cada día- en el bar del club social de la urbanización Los Alayos de Luisa Vanessa Fernanda, que era donde en su día Silvia había decidido comprar el chalé. Máximo Escobar, sociata de pro y prohom¬bre sociata, cuñada del diputado Pepe de la Rosa, detallando las excelencias de la casa que había decidido comprarse en Pitres gracias a un «dinerillo» que tenía “aho¬rrado” (a base de «trabajar» duro) desde hacía «muchos años», impecablemente pei¬nado hasta después de un partido de tenis -a él nadie le obligaba a teñirse el pelo, por lo que parecía-, con sus calzonas blancas y su cara, tallada a cincelazos, de hombre sano, expeditivo, audaz, triunfante, ya cincuentón; su mujer, Elisa, que evidentemente había pasado de auxiliar administrativa en las oficinas del Registro del Ayuntamiento a dulce esposa lánguida bien cebada madre ideal de dos niños amante amantísima de Escobar por aquello de la magia del matrimonio, magia matrimonial en la que iba, entre otros, el hechizo de verse libre (por conjuro del mago Escobar) de volver a trabajar. Y también el de añadir invisibles cornamentas a las de la colección que Máximo Escobar mostraba, hinchado de orgullo hasta tocar las paredes del salón, a sus visitantes -desde astas de ciervo hasta pitones de toros bravos a los que por supuesto él nunca se había enfrentado en olor de multitudes vestido de luces. Bien lo sabía Juan José... Pero de todas formas, ¿quién no tenía gastos extra en condones, copas, fines de semana en la Alpujarra, o en Marbella, habitaciones de hotel, aparta¬mentos/picadero, regalos, de entre todos sus conocidos? Él, por supuesto: Última¬mente, sobre todo. No en vano, Silvia no le daba ni para tabaco; había conseguido minimizar, que no erradicar, el gasto en paquetes de Ducados de Segura. Desde hacía dos años y medio, su ración era de un paquete cada tres días. «Y mucho es», frase favorita, y a casi todo aplicable, por lo visto, de Silvia, Y así; ni una cana al aire (ahora que gracias al milagroso tinte oscuro impuesto por su mujer no se le veía ni una cana), un duro de más (gracias al milagroso plan de ahorro impuesto por su mujer no podía tomarse ni una copa no ya de más, sino ni una copa, ni una puta copa, y bien sabía el cómo echaba de menos esa copa), ni siquiera autorización para sacar los discos de aquellas cajas en el sótano y colocarlos en sus correspondientes estanterías en el salón de la casa, estanterías en las que Silvia había decidido colocar un auténtico muestrario de souvenirs de cerámica y barro amén de una auténtica exposición de. fotografías -amigos, parientes, ellos mismos en beatífica, pose de re¬cién transmutados en marido y mujer, y por supuesto los famosos de turno, las per¬sonalidades más descollantes y dignas de admiración, de veneración, de imitación, de lágrimas, de suicidios colectivos de admiradoras, como Rocío Jurado o la Pantoja o María del Monte- que, como mínimo, a Segura le provocaban náuseas. En el sótano donde estaban las cajas de discos se había roto una tubería, había un goteo lento que tarde o temprano contribuiría a estropear los discos, una, según Silvia, avería sin importancia Yasearreglaráalgúndíatutranquilo. Pero por lo menos le había respetado los libros; Silvia (asidua lectora de Barbara Taylor Bradford, de Judith Krantz, de Jackie Collins) había considerado, consideraba -no dejaba de re¬petirlo- que las Obras Completas de Dostoyevski, Shakespeare, Tólstoi, Maupassant, Chejov, Balzac o Pablo Neruda daban realce a la biblioteca, que tenían encuaderna¬ciones bonitas (Sara, la criada, tenía órdenes estrictas de quitarle el polvo a todos los libros el jueves por la tarde), y que tanto libro junto -casi todos eran de él- daba no veas qué prestigio, qué aura de intelectualismo, que la gente se fija mucho en esas cosas, Manolo... La tarde habla sido interminable, había caído enfermo, y después de despedir a Máximo Escobar (su mujer y Silvia habían decidido que, aquel 23 de abril por la, tarde era un día ideal para salir de compras), Segura había dicho que le apetecía dar un paseo (a ser posible solo, había pensado) por los bosques de la Alhambra. Lo había dicho casi con miedo. Pero Silvia y la mujer de Escobar ya habían decidido, y no hubo nada que temer, Segura dejó de existir para ellas en el mismo momento en que Silvia se puso al volante del Alfa Romeo, y salieron de los Alayos de Luisa Vanessa Fernanda rumbo a Granada. Segura hubiera querido darse una ducha y cambiarse de ropa, quitarse aquel horrible uniforme en forma de chandal sudado, como Silvia y Elisa habían hecho en los vestuarios del Club, pero había. cometido la estupidez de no llevarse una bolsa con ropa de calle, y por supuesto -las dos habían aprovechado para ducharse en los mismos vestuarios, y allí se habían vestido y maquillado para su tarde de compras- no iba a pasar por casa para que Segura se duchase y se cambiase y pudiese coger las llaves del otro coche, el Opel Vectra, y así irse tranquilo a dar todos los paseos que quisiera -siempre que no transgrediese el horario que le había impuesto, un horario cortado a medida, elegido por ella al igual que los trajes y corbatas y los zapatos que Segura llevaba tres años y medio usando-. Segura había dejado de existir, si es que alguna vez había existido, y así se vio: en el asiento trasero, hacia Granada, con Silvia. al volante (una Silvia perfectamente vestida y maquillada y duchada)oliendo a cojones y a sobacos y a ojo del culo sudados y pensando, ya a medio camino, que aquella decisión suya de ir a dar un paseo por los bosques de la Alhambra era un poco ridícula, tanto chándal, tanta zapatilla, tanta, hostia. Por lo menos había traído el walkman, la cinta de Billie Holiday que ahora escucha mientras se acerca a una fuente, sediento, y se apoya en el borde de piedra musgosa y adelanta la cabeza para beber. El aire de la tarde es ahora más fresco. Mientras bebe, oye voces: un grupo de turistas alemanes que descienden por la cuesta. El ridículo le parece, de pronto, espantoso: tan espan¬toso que deja de beber, como si lo hubiesen sorprendido en una posición indigna, hablando solo o haciéndose una paja, y se vuelve a otro lado, sin apenas oír la músi¬ca, deseando ya que el grupo de alemanes pase de largo. Pero sin embargo no se sorprende demasiado al comprobar que el interés de los turistas por él -gente ya entrada en años, caras, germanas rojas de sol y vino, con arrugas, papadas, manchas y ojos claros y un poco turbios- es más bien casi nulo, apenas una mirada fugaz por parte de un par de ellos. Los ve perderse poco a poco, y un par de minutos más tarde ya ha vuelto a la fuente -el agua tan fresca que casi ayuda a olvidar, que cala los dientes, que chorrea por las comisuras de la boca y le moja la barba también parcialmente teñida-, al aire saturado de humedad, de perfume y sombra y silencio, a su pasear lento con fondo de guitarras y piano y la voz de Billie Holliday cantando ahora «Just one of those things», dejándose embriagar por la, letra, los compases, los quie¬bros fluidos del piano, por la penumbra creciente bajo los inmensos árboles mori¬bundos, mientras piensa vagamente en la posibilidad de llamar o visitar a Luisa San¬tos -su amante en tiempos hoy prehistóricos- el viernes que viene, aprovechando el viaje a Madrid de Silvia: al fin y al cabo sería un ojo por ojo, o al menos la posibilidad de un ojo por ojo. Segura sabe muy bien a qué va Silvia a Madrid el viernes que viene: sabe hasta los apellidos del diputado del PP a cuya polla, hablando en oro, Silvia no hace ascos aún cuando el diputado le pide que se la abrillante con la lengua; algo que Silvia ya no hace, ya no hará con él jamás. Algo que Luisa Santos tal vez no vuelva a hacer nunca. Pero qué importa. (Mira el reloj, ha quedado con Silvia en una esquina de Plaza Nueva dentro de una hora más o menos: aun tiene tiempo.) Qué, importa todo ante la posibilidad de estar solo y lejos de ella durante un par de días...

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