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lunes, 13 de diciembre de 2010

LOS VECINOS

Llegaron al pueblo hace como dos años o así, como tanta gente nueva, de la que llega de pronto y se instala para una temporada o para el tiempo que les dé de sí este pueblo, hasta que se quedan sin trabajo o sin paro o sencillamente sin una perra gorda, como tanta otra gente, y no pueden pagar ni el alquiler ni la luz ni la comida ni el agua y se ven obligados a mudarse a otro sitio; lo he visto muchas veces. Me llamo Francisco Carrillo, tengo setenta años y estoy soltero y he sido su vecino de enfrente durante todo este tiempo. Vivían con un gato y él se dedicaba, por lo que me dijo, a traducir libros del inglés. Ella, Macarena, no parecía dedicarse a nada fuera de la casa. Los dos eran de Madrid, que queda un poco lejos de esta comarca, por no decir en la otra punta de España, y no sólo geográficamente. Supongo que sería la paz del lugar lo que los atrajo; pero el porqué de su elección es algo que se me escapa todavía. Como quien dice, esto está en medio de ninguna parte, aunque la A-92 pase justo al lado del pueblo.
Al principio venían a verme a casa día sí día no. A Daniel me lo encontré una mañana en la Peña Sevillista tomando café y leyendo el periódico. Era un chaval de unos treinta y tantos años, con perilla, moreno, fornido y algo de barriga, con la piel muy blanca del que no es muy aficionado a tomar el sol y las manos impolutas de quien no sabe lo que es trabajar en el campo o en la obra. A mí me encanta leer, así que empezamos a hablar de libros; se lo veía entusiasmado ante la perspectiva de haber encontrado a alguien con quien poder hablar de su trabajo; fue además esa misma mañana –sólo nos habíamos cruzado por la calle en un par de ocasiones- cuando nos dimos cuenta de que éramos vecinos. Me cayó bien enseguida; no me pareció un pedante de ciudad, uno de esos creídos que vienen de alguna capital tratando con condescendencia a la gente de pueblo, como si la capital –yo hice la mili en Madrid en plena época de Franco y sé muy bien de lo que hablo- fuese lo máximo, como si fuera de una capital no hubiese cultura, gente con inquietudes, bibliotecas e Internet y conciertos y cines. La verdad es que he estado en Madrid muchas veces, y no hay allí nada que realmente eche de menos; claro que en La Puebla no tenemos Museo del Prado ni Biblioteca Nacional ni parque del Retiro; ni siquiera tenemos cine desde que cerraron el Apolo, pero en fin. Eso no compensa el hecho de que la capital de España, por lo menos a mí, me parezca un vertedero masivo, cáotico y violento, y sobre todo demasiado grande, donde a mí no se me ha perdido nada excepto la virginidad que me alivió una señorita de la calle de la Ballesta hace la friolera de cincuenta y tres años.
Era como si Daniel no tuviese demasiadas oportunidades de compartir sus inquietudes con alguien que no fuese su pareja; o mejor, como si hubiesen compartido tanto sus inquietudes a lo largo de los años que a esas alturas lo único que buscasen fuese no compartir nada, por pura saturación. Yo no me imagino lo que debe ser convivir las veinticuatro horas con la misma mujer, día tras día, mes tras mes. He tenido novias, y muchas, pero nunca me he dejado engatusar; no ha nacido la mujer capaz de llevar hasta el altar o el juzgado a Francisco Carrillo, y a estas alturas no creo que lo haga. Por decirlo con palabras que podría haber escrito el propio Daniel Cortés: no cambio mi biblioteca por un coño ni mi parcela en el campo por un par de tetas. Traducía libros de Stephen King, de John Grisham; mayormente, lo que se conoce como best sellers. Decía que eso era lo que le daba de comer, y sin muchos lujos. También se encargaba de otros autores menos populares, “casi por amor al arte”, en sus propias palabras, poetas como Spender o Yeats o Bukowski, que era lo que realmente le satisfacía. “Ése es mi pan espiritual. Lo otro es pura basura, pero es por lo que me pagan esos cabrones de la editorial. El público manda. Tiene gracia el titulo de ese programa de Canal Sur que dirige Jesús Vigorra, El público lee.” “Lo conozco”, dije. “Ya. No, si el programa está bien. Me parece de una heroicidad acojonante atreverse a hacer programas así, aunque lo echen a horas imposibles, claro. Pero el hecho es que Jesús Vigorra nunca entrevistará a John Grisham, que es lo que el público realmente lee. O a Stieg Larsson o a John Katzschenbach… Bueno, a Stieg Larsson ya no hay quien pueda entrevistarlo, mayormente porque la palmó de un infarto justo antes de poder ver publicado el primer tomo de una trilogía que ahora está dando mucho que hablar y sobre todo mucho dinero a su editor, que es una especie de Berlusconi a la catalana al que solo le falta comprar TVE”, dijo (ya habíamos pasado del café a la cerveza, llevábamos hablando más de dos horas). “Sí, el público lee, es cierto. De la misma manera que las gallinas picotean grano, o las vacas rumian paja, o los cerdos engullen pienso. No dan para más. Se tragan lo que vende. Y autores como ésos son los que venden, y por lo tanto ése es el forraje cultural de la mayoría de la gente que lee, y al mismo tiempo el soporte económico básico de las editoriales de cualquier país del mundo.”
-Parece que estás bien informado sobre el tema.
-Normal. Esos cabrones son los que me pagan-dijo con resignación y un punto de rabia en el brillo de su mirada-. Además, estoy listo, porque al margen de mi trabajo, yo escribo poesía, y ya se sabe que la poesía es puta por rastrojo. O geisha por arrozal, que diría una conocida mía. ¿Otra caña, Paco?
-Venga.




A Macarena me la encontré en el supermercado Covirán de la calle Victoria una mañana que salí a comprar embutidos. Era alta, morena, delgada, nerviosa y simpática. Un torbellino de energía y extroversión. De alguna manera, el contrapunto de Daniel, que no era una persona reservada o arisca, sino más bien reposada. Advertí que tenía una cicatriz lívida, casi imperceptible, sobre la frente. Charlaba animadamente con Anita, la cajera, cuando me saludó. “Hola, vecino”.
Esa misma tarde vinieron a mi casa por primera vez, creo recordar. Hablamos de política, de cine, de libros. Macarena era como un torrente; Daniel intervenía de vez en cuando, normalmente con alguna expresión mordaz, taxativa, irónica. Ella lo aceptaba e incluso compartía algunas de sus opiniones. Serví unos chupitos de tequila y vi como Macarena engullía el suyo de un trago, con una ansiedad que daba mucho que pensar, como si le fuera el alma en ello; sé lo que es eso. No en vano, teníamos un vecino alcohólico en el tercero, Juanito Villar, que precisamente era el sobrino de Lucía, la mujer que les había alquilado el piso a Daniel y Macarena. Juanito era de los que se emborrachaban y salían al balcón en pelotas a enseñarle los cojones a la gente. La policía local rara vez le prestaba atención. A veces aparecía con un ojo morado, señal de que se había metido con quien no debía en alguno de los bares que frecuentaba. Vivía prácticamente en la calle, porque en su casa le habían cortado la luz, y por lo que yo sabía, su tía Lucía le preparaba todos los días una olla con comida que él se traía a casa, junto con diez o doce litros de cerveza, con el aire furtivo de quien no quiere que se sepa que bebe en casa, lo cual en su caso era una completa estupidez, porque todos en La Puebla sabían que Juanito Villar era un borracho sin remedio al que sólo se acercaban otros borrachos para sacarle algunas cervezas. De dónde sacaba tanto dinero es algo que todavía no sé, y eso que llevo veintinueve años en esta casa. Supongo que es su tía la que sufraga sus gastos, por pura compasión, y sobre todo porque tiene dinero y es la única familia que Juanito tiene en el pueblo que todavía le dirige la palabra.
Cuando se fueron, sobre las once –Daniel se removía inquieto en el sillón, censurando a Macarena con la mirada-, recuerdo que pensé “Esta mujer tiene un problema.” Y no me equivocaba. Luego puse una película de John Wayne en el dvd y me quedé frito, como suele pasarme casi todas las noches. Luego es cuestión de levantarse y renquear hasta la cama. Al fin y al cabo, no corro el riesgo de despertar a nadie.




A veces, Daniel venía solo a mi casa. Solía prestarle libros. Tengo una buena biblioteca en el cuarto del fondo, a pesar de ser un hombre sin estudios que empezó a trabajar en el campo a los doce años con su padre y su madre. En aquella época era lo que había; recuerdo que me encerraba de vez en cuando en un cobertizo y leía una vieja enciclopedia, página a página, hasta que alguien advertía que mi ausencia era demasiado prolongada, normalmente mi padre, y me llamaba a gritos. Luego solía darme un pescozón. Mi padre tenía miga; éramos cuatro hermanos, y en casa se cenaba a las nueve a punto. En cierta ocasión en que mi hermano Antonio, que veía de jugar en la calle, llegó a las nueve y un minuto, mi padre arrojó al suelo de un manotazo su plato de huevos fritos con patatas – que eran casi un lujo en aquella época-, y le dijo que se fuera a la cama sin cenar. La otra opción era comerse la cena directamente del suelo. “Como los guarros”, dijo mi padre. “Aquí se cena a su hora y con las manos limpias, que no somos animales, coño.” Mi hermano, sin rechistar, se metió en la cama, mientras mi madre recogía aquel desastre con resignación franciscana y se lo echaba a alguno de los perros que teníamos en el patio.
Aún hoy día conservo aquel viejo tomo de enciclopedia que encontré tirado en el basurero de la finca donde la mayoría de mis familiares trabajaban como aparceros. La finca era propiedad de don Facundo Lara Herrera, un señorito sevillano que solía aparecer bastante poco por allí, dejándolo todo en manos de su administrador, un hombrecillo con gafas de montura dorada, perfectamente anodino, llamado don Roberto Domínguez Sánchez que acabaría siendo el padre del actual director de la oficina de Cajasol donde guardo mis ahorros, justo debajo de casa. Casualidades de la vida. Fue aquel humilde volumen casi desencuadernado el que me abrió nuevas perspectivas y me inculcó el gusto por la lectura y las ganas de cultivar mi inteligencia. Cada vez que entro en mi biblioteca y veo los casi dos mil libros que atesoro, desde novelas de Marcial Lafuente hasta las obras completas de Tolstoy, me doy cuenta, con un destello brutal, de cómo pasa el tiempo. O mejor, de todo el tiempo que ha pasado desde que yo era un arrapiezo que correteaba por el campo recogiendo ajos o dándole de comer a los guarros de don Facundo o llevándole la comida a mi padre por el camino desde el pueblo, dos kilómetros y medio hiciese sol o frío.
La juventud de hoy día no sabe ni lo que tiene, precisamente porque tiene demasiadas cosas, y normalmente no tienen ni idea de lo que valen. Comparando a la juventud de mi época con la de hoy en día, la de hoy me parece como salida de una película de ciencia ficción. Teléfonos móviles, Internet, televisión, coche propio. Viven continuamente bombardeados de novedades, cebados de tecnología, apabullados un día tras otro por la infinitud del mercado. En mi época nos apañábamos con imaginación; como quien dice, con un palo y una piedra. Pero a esta juventud de hoy en día le han amputado la imaginación a cambio de todas las comodidades del mundo. Y lo triste es que creen vivir en el mejor de los universos posibles; claro que eso le pasa a cualquiera que no conozca otras cosas aparte de las que se ofrecen. Yo viví varios años en Suiza, Francia y Bélgica, y mi hermanos Antonio y Fernando en Suecia, y la verdad es que esos países nos daban –y nos dan- cien vueltas en muchas cosas, sobre todo en política social, y cada vez que uno volvía a España se encontraba una país brutalmente anclado en lo mismo de siempre: mala leche, envidia, cainismo… y el Patas Cortas en el Palacio del Pardo. Pero ahora, con la democracia, la gente joven casi parece tenerlo peor. Ya sólo luchan por el saldo de la tarjeta de crédito o por sacarle a sus padres más dinero para emborracharse o para gastarse en ropa, aparatitos electrónicos y demás. ¿Qué futuro les espera? Es mejor ni preguntárselo. Al fin y al cabo, no lo voy a ver…




También Macarena solía hacerme visitas sola, y a veces me sentía un poco apabullado por su presencia. Las primeras veces solía aparecer sobria; nada denotaba en ella –el brillo de los ojos o el aliento o esa inconfundible manera de mascar las palabras- que hubiera bebido. No obstante, solíamos tomarnos un par de vasos de Montilla mientras charlábamos. Era una apasionada de la informática, y sabía muy bien de lo que hablaba. Tenía títulos, cursos, esas cosas. A mí me extrañaba que con su currículum no trabajase en nada. Se mostraba cariñosa y abierta; me ponía una mano en la pierna, descuidadamente, me daba un beso en los labios al despedirse o al saludar (a eso sí que no estoy acostumbrado), y en fin, a mí me parecía que me enseñaba las piernas más de la cuenta. Igual me equivoco, pero esa era exactamente la impresión que me producía. Me pedía, a veces, que la dejara utilizar Internet; por lo visto, en casa no tenían, y a Daniel no le hacía falta para su trabajo. También me echaba una mano para bajarme películas de Internet: tengo una colección de unas tres mil. Y me preguntaba, picarona, quién era la chica del fondo de pantalla del ordenador que aparecía vestida con vaqueros ajustados y top rosa, a cuatro patas sobre una cama.
-Es muy joven y muy guapa.
-Una de mis sobrinas- contesté, apurado. En realidad, se trataba de Arancha, la hija de Chelo, la mujer que una vez a la semana viene a limpiarme la casa. Era la misma chica la que me había mandado la foto por correo electrónico; solía venir a veces por casa. Mi ordenador, la verdad, lo utiliza mucha gente, empezando por mis sobrinos, que viven puerta con puerta.
Esa noche, cuando Ángela se fue, cambié el fondo de pantalla por una foto de un paisaje otoñal. Me pareció más apropiado.
Qué le voy a hacer: me encantan las quinceañeras. Sobre todo las que saben latín. Puede que mucha gente me considere un viejo verde; yo me considero un disfrutador. Tendré setenta años, pero no por eso voy a dejar de disfrutar del paisaje y del paisanaje. Al fin y al cabo, aunque estoy bien de salud, no puede decirse que me quede mucho tiempo.




Daniel y Macarena eran un poco extraños, en el sentido de que parecían vivir como dos eremitas. No salían demasiado. Iban al supermercado, a la biblioteca, a cosas puntuales; nunca los vi paseando juntos por el pueblo por el simple gusto de pasear. Era como si no tuviesen curiosidad por nada, o como si hubiesen vivido ya en muchos pueblos y considerasen que éste no tendría nada de particular. Aquí no hay castillos mozárabes ni restos arqueológicos mencionables, y el paisaje es más bien reseco y llano, aunque la Sierra Sur no queda lejos. El pueblo ha crecido bastante en los últimos años. Ahora hay un polígono industrial y viviendas nuevas por la carretera de Marchena, muchas de ellas deshabitadas, por lo que sé. La maldita fiebre del ladrillo. Nuestro alcalde pertenece a IU, y no lo hace mal del todo. Yo, desde que dejé el Partido de los Trabajadores, ya no me meto en política: prefiero dejárselo a los que aún tienen ilusiones.
La ventana de mi cocina daba a un pequeño patio interior, al igual que la de la cocina de ellos, y a veces podía oír retazos de conversaciones e incluso verlos a través de la ventana. Se mostraban cariñosos el uno con el otro; se abrazaban, se besaban, todas las frases solían empezar con un “Mi vida…”, o un “Chiqui…”, en fin, cosas por el estilo. Los envidiaba un poco, la verdad; una pareja joven y unida, con él trabajando desde casa y ella ocupándose de las tareas domésticas. Daniel era el que solía cocinar, “y muy bien”, según Macarena. A ella solía cruzármela en la escalera cuando subía a tender la ropa en la azotea, sobre todo al principio. Una mañana que volvía yo del banco y de tomar café en la Peña Sevillista, como casi todos los días, me crucé con Macarena en la escalera. Parecía alterada; respiraba nerviosamente y tenía los puños apretados y miraba hacia arriba, como si acabara de tener un encuentro desagradable. Le pregunté qué le sucedía.
-Nada, el borracho hijo de puta ése del tercero. Me ha tocado el culo al pasar por su puerta, y le he dado una hostia.
-Coño, el Juanito.
-La próxima vez se traga la barandilla de la escalera- dijo Macarena; y percibí en ella algo que ya había entrevisto con anterioridad al oírla hablar, al verla comportarse: una especie de médula violenta. Aquella mujer no era ningún manso corderito. Tenía un carácter de la leche cuando quería, aunque no por eso dejaba de ser simpatiquísima. Se llevaba bien con mi sobrina y sus hijos, con mi hermano Antonio, que alguna vez la había invitado a su parcela y le había regalado unas lechugas, con Pepe y Julia, los vecinos del segundo izquierda, con todo el mundo. Pero aquella mañana la vi fuera de sí. Tenía la cara de un Guardia Civil de la época del César Visionario que acabase de inflar a guantazos a un detenido en el cuartelillo, y sé bien de lo que hablo por experiencia propia. No era fácil ser de izquierdas en este pueblo a principios de los setenta, aunque el sargento de aquella época, Macías, no era un mal tipo. Macarena se metió en su casa.
-Mejor que Daniel no se entere de lo que ha pasado- dijo-, porque si no, lo mata.




Llegó noviembre con lluvias y frío, y me dio por coger una neumonía. Mi hermano Antonio fue quien insistió en llevarme al Hospital de Osuna, que es el más cercano, y el diagnóstico fue incontrovertible. Reposo absoluto, mucho brasero, nada de calle y caldo caliente. Estuve varios días sin ver a los vecinos; mi sobrina Antonia me hacía la compra y la comida, y sus hijos me hacían compañía, enganchándose al ordenador mientras yo intentaba ver alguna película en dvd. La verdad es que los puñeteros niños se portaban bastante bien; apenas tenía que vigilarlos o llamarles la atención, sobre todo a Jorge, el mayor, que tiene doce años. También venía a verme Vicente Zújar, mi amigo el psicólogo, que no ejerce, al que conozco de toda la vida y con el que mantengo unas conversaciones infinitas sobre todo lo habido y por haber. A los dos nos encantaba charlar, lo que él solía llamar el cotilleo metafísicosociológico de salón con mesa camilla. Ole. Vicente había trabajado de psicólogo en varias cárceles y había decidido, con cincuenta y nueve años, prejubilarse para dedicarse a su verdadera pasión: escribir, escuchar música, pasear por el campo y no hacer nada. Estaba muy quemado, y por aquella época llevaba divorciado unos siete años. Vicente era medio pelirrojo, con la frente muy despejada, y llevaba gafas con montura negra. Las mías son de montura metálica; yo tengo vista cansada, Vicente era miope. También le encantaba chatear, sobre todo con una mujer ucraniana que según las fotos aparentaba unos cuarenta años y decía ser profesora de español en la Universidad Lermontov de Moscú.
-Desde luego, se expresa como una profesora de universidad. Pero vete tú a saber…
Durante esas semanas que pasé prácticamente encerrado en casa, Daniel y Macarena vinieron a verme en varias ocasiones. Daniel me regaló un puñado de poemas de “cosecha propia”, que me parecieron muy buenos, y Macarena venía a preguntarme si me apetecía que me preparara un poco de caldo de pollo, o una tortilla, cualquier cosa. Yo le agradecía el detalle, pero normalmente, casi siempre tenía ya cosas preparadas en la nevera que me había dejado mi sobrina, y prefería no molestar. “Nos tienes para lo que quieras, Paco, ya lo sabes” “Gracias, hija” “Igual luego viene Daniel a verte” “Muy bien. Hasta luego” “Hasta luego, vecino.”
A Daniel le prestaba sobre todo clásicos, como Stendhal (a quien por cierto no he leído), o Pío Baroja, o Stevenson. A veces se llevaba un par de libros; en otras, seis o siete. Siempre me los devolvió intactos. Decía que era “un bibliófilo de pata negra”, y la verdad es que sí; lo era. A veces, bajaba al Central a tomarse un par de copas; yo lo veía sentado en la barra, casi siempre solo, con la mirada ausente; no hablaba con nadie. Lo veía al pasar, a través de uno de los ventanales que dan a la plaza del Cabildo, mientras Fernando atendía la barra con un puro en la boca. Nunca lo ví pegar la hebra con ninguno de los parroquianos; era un forastero que vivía como un forastero, que preservaba su intimidad de las miradas curiosas y se mostraba sociable solamente cuando le daba la gana. Él mismo me lo había dicho una noche, en casa:
-Contigo se puede hablar de cualquier cosa, Paco. Pero ahí afuera está el desierto. Te lo digo en serio.
-No seas tan radical, hombre.
-Yo me entiendo.
Una noche vi salir a Macarena, sola, arreglada, con bolso y botas negras de tacón, y le pregunté por Daniel.
-Ahí está, liado con el ordenador. Yo he quedado con unos amigos de Córdoba que vienen a invitarme a cenar.
-¿Y te vas sola?
No parecía especialmente apurada por la pregunta.
-Sí. Ya te digo, Daniel está en lo suyo; no le apetece salir.
Bajó las escaleras y yo cerré –suelo tenerla abierta casi todo el día- la puerta de mi casa. Al entrar en la cocina para dejar un plato en el fregadero, pude ver a Daniel a través de la ventana; estaba de pie en su cocina, en calzoncillos, con una camiseta negra con la cara del Che Guevara y bebiendo a morro de un cartón de vino blanco con expresión contrariada.
La verdad es que en las bolsas de basura que dejaban Daniel y Macarena solían aparecer muchísimos cartones de vino blanco Gran Duque; Juanito Villar bebía cerveza, así que no podían ser suyos. Conozco la basura de todos mis vecinos a la perfección; no en vano llevo aquí casi treinta años, y siempre he sido muy observador.
Pero la cara de Daniel, aquella noche, era todo un mapa. Un mapa meteorológico lleno de borrascas.

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