No sé qué hubiera sido de mí, qué rumbo hubiera tomado mi vida si los cabrones del departamento de Administración de la Facultad de Letras de Granada hubieran sabido hacer su trabajo; para lo que hicieron con mi expediente, más les hubiera valido dedicarse a otra cosa, a poceros por ejemplo. El día que recogí las notas finales, una mañana fresca de junio tensa de expectación, con alumnos y profesores arriba y abajo por los pasillos de aquella formidable casa de putas, y comprobé que me habían adjudicado tres suspensos en tres asignaturas en cuyo examen final había sacado notables, me cagué en todo lo que se meneaba. Fui a buscar a José Luis, mi profesor de Literatura Rusa, y menos mal que lo encontré en su despacho. Me dijo que aquello era un error, que no me preocupara, que él se encargaría de resolverlo. A Lara Dmitrievna, la de filosofía rusa, no la encontré. Empecé a desesperarme. Sabía que en mi casa, si le llevaba aquel expediente a mi madre antes de que se aclarara el malentendido, se iba a organizar poco menos que el Apocalipsis. Bajé varias veces al bar, me encontré con compañeros de clase, algunos rabiosamente felices, presumiendo de notas, como si hubieran ganado una competición de reglas no escritas, como si hubiesen llegado a la cima del mundo previa sanción por parte de los profesores que nos daban clases: yo alucinaba de que me hubieran suspendido Teoría de la Literatura –asignatura que impartía Antonio Sánchez Trigueros- mientras que gente que ni siquiera había leído El Quijote, o a César Vallejo, o a Ignacio Aldecoa, gente que ni siquiera sabía lo que era una metáfora o una sinestesia, hubiera aprobado aquella cosa; por lo visto, el truco era seguir al pie de la letra los apuntes de don Antonio, no apartarse ni un milímetro de la ortodoxia que dictaba aquel sátrapa relamido, aquel tirano de las letras, y adorar hasta el beso negro las obras de Francisco Ayala, que a mí, por aquella época, me tocaba bastante las narices. El fondo del vaso me había parecido el colmo de la ineptitud. Era el libro de un hombre que no sabía escribir. Una prosa que es la sombra de una prosa, en palabras de otro Francisco, Umbral, en su libro Trilogía de Madrid. Me tomé un par de cervezas, felicité sin ganas a los que habían aprobado todo, busqué a Enrique Navarro, el profesor de Lengua Rusa I, que me había aprobado – en aquel papelajo que llevaba en la mano constaba un suspenso de tres pares de cojones-, y nadie supo decirme si estaba, o no estaba, o cuándo o dónde iba a estar. Me habían jodido vivo. En junio de 1997 todavía no se había aprobado la Ley Bolonia, que ha acabado por hundir hasta los topes en la mierda una Universidad pública que ya estaba bastante escorada –a más de un estudiante le abrieron la cabeza los antidisturbios en Barcelona durante las manifestaciones: regresión total al franquismo de toda la vida, que sigue siendo el sustrato profundo de la policía de este país cuando el que paga las nóminas da la orden-, pero de pronto me ví a merced de aquella trituradora, tan indefenso ante las circunstancias, ante la injusticia que se me había venido encima como una tonelada de plomo fundido y empezaba a ahogarme. Serían como las una de la tarde, y no había escapatoria posible. Estaba otra vez en la mierda, en el pozo séptico de la ignominia, en el ojo del huracán de la familia, expuesto a reproches, a comentarios irónicos, al cabreo de mi madre, que por aquella época me producía una mezcla de terror y profundo aburrimiento. Era lo de siempre: me llamaría mentiroso, cínico hijo de puta, cabrón. Pero lo peor era que aquella vez estaría completamente equivocada, aunque eso no iba a salvarme de la quema. Iba a pasar de estudiante universitario de primero de Filología Eslava a paria emérito de la familia de La Higuera, de supuesto orgullo familiar a mierda absoluta, a vago y borracho perdulario, como siempre. No me iban a dar ni para tabaco. Me esperaba un verano infernal en el Hades familiar; eso, si no me iba con mi padre, que estaría probablemente en Menorca trabajando en el 222, y le pedía que me buscara un trabajo en algún hotel, opción que tampoco me parecía muy apetecible. Hiciera lo que hiciese, me esperaba la mierda. Siempre ha sido así, en el fondo: elegir entre mi padre y mi madre, entre aguantar el fascismo neurótico-doméstico de una y las soplapolleces alcohólicas del otro. Y en el fondo, la culpa era mía. Hace muchos años que tenía que haberlos mandado a los dos a la mierda, pensaba aquella tarde, sentado en la barra del Atlantis, mientras intentaba garrapatear algo en un folio, con el sonido del fondo del mar rompiendo en la cercana playa y el tintinear de los vasos recién fregados que en ese momento Montaña o Isa sacaban de la máquina y las conversaciones de los guiris que bebían cócteles o pintas de cerveza sentados en las mesas. Hacía muchos años que tenía que haber dejado atrás la adolescencia. Todavía hoy, no sé si lo he conseguido. Tal vez sí; tal vez haya sido mi única victoria perdurable: la adolescencia se acaba cuando uno es consciente de sus propias gilipolleces, de que no se ha sido un modelo de nada, ni siquiera de supuesta independencia; de que la gente que nos parecía amiga, o si no al menos encantadora, buenas personas, solidaria, son el fondo sacos de mierda tan mezquinos como uno mismo en ciertas situaciones, de que sin dinero uno está indefenso incluso ante la imbécil de la tendera de la esquina que te niega una barra de pan por que te faltan dos céntimos –la misma que babea de placer cuando te gastas treinta euros en una compra, la misma a la que le marido ha dejado de follarse hace veinte años-, de que la palabra familia, en mi caso, no debería venir en el diccionario, o acaso debería venir en el Diccionario de Palabras Que No Significan Nada, como honestidad, honradez, compasión, solidaridad, generosidad, sinceridad, valor, nobleza, ética. La adolescencia se acaba cuando uno comprende al fin que está perdido en un mundo perdido que ni siquiera es el mundo poblado de seres prehistóricos de Sir Arthur Conan Doyle, sino un mundo poblado mayormente de cabrones sin escrúpulos e hijos de puta con pedigree, salvo muy contadas excepciones, y de que sin mucha dificultad uno mismo puede incluirse en la nómina. Y de la adolescencia se pasa a un madurez triste, abúlica, en la que ya ni uno mismo cree en lo que escribe, en la que la propia carrera de escritor, cuando uno se detiene a pensarlo –y según el estado de ánimo con el que te hayas levantado- da risa o resulta ser lo único tangible que se conserva, en la que uno recibe sin emoción la carta de un editor que acepta publicar un libro de cuentos al tiempo que se pregunta cuánto le va a costar la broma. Una madurez tardía y como vicaria en la que se vislumbra un futuro poco halagüeño, de pobreza material y si me apuro hasta espiritual, de vida en las calles y artimañas para conseguir al precio que sea una paga de loco, como decía mi colega El chino. Nada de hipotecas, nada de hijos, nada de coche, nada de casa, nada de trabajo excepto la ímproba tarea de poblar folios con bosques siberianos de palabras y esperar a tener suerte, o al menos el dinero suficiente como para poder enviar por correo algún manuscrito, y en la calle no se puede escribir a ordenador, ni a máquina. El círculo vicioso, en más de un sentido, de la calle; eso, o lanzarse de cabeza al ya trilladísmo camino que conduce a la cirrosis y a una muerte miserable en una cama de hospital con la conciencia afilada de que has desperdiciado tu vida como un perfecto gilipollas, de ésos sobre los que solías escribir cuando escribías.
(Aquel día, según leí después en el periódico, un doctorando de Filosofía, de veinticinco años, llamado Félix Cabrera Rodríguez, se cortó las venas en los servicios de la Facultad poco después de oír el dictamen del tribunal; no le habían otorgado el Summa Cum Laude. Sacó una navaja y se rajó a conciencia, a lo largo del brazo casi hasta el codo, nada de mariconadas: una empleada de la limpieza se lo encontró en un charco de sangre cuajada. Y como en los viejos tiempos tan queridos, la policía entró en la Universidad. Una vez más, Nietzsche tenía razón; una vez más, la ironía suprema es la regla de oro en un mundo donde tal vez la segunda regla sea el struggle for life. Una vez más, aquello era como para echar la pota.)
Ramón el pescador entró aquella tarde en el Atlantis como solía, una tromba humana de barba y blasfemias masculladas en sordina, mugriento, ante las caras de fastidio de Isa y Montaña, que eran las que iban a aguantarle la borrachera, como casi todos los días. Ramón tenía una edad indefinible, entre cuarenta y sesenta años, el rostro un caos de bolsas y arrugas, la piel cetrina del que lleva toda la vida trabajando al sol. Yo acababa de escribir un soneto y se lo había dedicado a Montaña; una cosa alegremente, disimuladamente procaz, que a la chica le encantó. Me dio un beso en la mejilla y me sentí conmovido; debió ser por el grado de soledad y frustración que arrastraba. Aún recordaba sus palabras de días antes, cuando me dijo que qué hacía perdiendo el tiempo trabajando de camata en el Lanzarote Princess; hacía mucho tiempo que nadie me animaba a dedicarme a lo mío con aquella convicción, pero claro, la cosa no era tan fácil, había que ganar dinero, comer todos los días y tener una cama en la que echarse, aunque fuese la litera en aquel cuchitril que compartía con Jordi, Mohammed y Zebenzuí. Había que contemporizar con la puta realidad, resistir como un jabato, como gato panza arriba, ahorrar lo suficiente para largarse a la Península, concretamente a la Alpujarra, y alquilar una casita y echarle huevos y teclear en serio.
-Jóder, ya está aquí el Ramón- dijo la chica-. Este tío va a acabar por beberse toda la cerveza de Lanzarote.
Ramón se sentó cerca de mí; olía a sudor, a alcohol. Parecía un ermitaño descolocado. Era como si Simeón el Estilita se hubiera bajado de la columna y hubiese entrado en un bar a dirimir sus diferencias con Dios y con el Diablo ante un ejército de botellines de Cruzcampo metódica, incansable, pertinazmente deglutidos. Probablemente fue el aburrimiento lo que me llevó a entablar conversación con él. Me cayó bien enseguida cuando dijo que los jóvenes solamente conseguían trabajos de mierda porque su visión de la vida era una mierda. Hablaba espasmódicamente, en largas peroratas ante las que solo cabía asentir con la cabeza o con un leve gruñido afirmativo. Trabajo era lo que él hacía desde hacía treinta y tantos años, muyayo. Salir a la mar todos los días y batirse el cobre y volver con una buena carga de pescado que vender a los restaurantes y acabar el día con un buen fajo en el bolsillo, y a que le diesen mucho por el culo a Hacienda. Tenía unos ojos oscuros como lava basáltica, febriles, brillantes, la barba encrespada y entrecana; un gorro de lana negra cubría sus greñas. Era un hombre grande, puro nervio a pesar de su edad. Bebía como un condenado, cantidades de cerveza que hubiesen tumbado a cualquiera. Me invitó a un par de cervezas; yo tenía que entrar a las siete, y eran las cinco. “Ten cuidado”, recuerdo que pensé. “Ten cuidado que se te va la mano.” Pero la compañía de aquel hombre, que hablaba con la lucidez brutal del que sabe lo que es la vida porque sale todos los días a pelearse con ella a hostia limpia, a tiros si hace falta, me era de lo más grata. Me contó que en cierta ocasión se había ido a cenar al Paradiso, uno de los mejores restaurantes de Playa Blanca -quedaba cerca del lugar donde Jose Ángel se dedicaba a hacer sus esculturas de arena-, y pidió langostinos y lenguado a la plancha y una botella de blanco de Lanzarote. Todo fue bien hasta que llegó el lenguado.
-Esto no es lenguado, muyayo- le dijo al camarero.
-¿Perdón, señor?
-Que esto no es lenguado. Es gallo. Yo he pedido lenguado. Hazme el favor de llevarte esto y traerme un lenguado como Dios manda.
-Señor, le aseguro…
-Me aseguras una mielda, muyayo, porque soy yo el que le vende el pescado a tu jefe todas las mañanas, y si no sé distinguir el lenguado del gallo que venga el diablo y se lo coma todo.
Desde aquel día no fue muy bienvenido en el Paradiso, aunque el jefe de cocina siguió comprándole pescado. “Ya ni los camareros saben hacer su trabajo”, gruñó. “Ni los directores de banco, ni los albañiles, ni las limpiadoras, ni los tenderos, ni las azafatas, ni los carpinteros, ni los profesores, ni los estudiantes, ni los sindicalistas, ni los militares, ni el presidente del Gobierno, ni los ministros, ni los arquitectos, ni los repartidores de butano, ni los vendedores de cupones, ni los conductores de guaguas, ni los funcionarios, ni las putas, ni los chaperos, ni los horticultores, ni los jueces, ni los vigilantes jurados, ni los diseñadores, ni los famosos, ni los editores, ni los carniceros, ni los cocineros, ni las secretarias, ni los bomberos, mi los catedráticos, ni los pediatras, ni los presentadores de televisión, ni los actores, ni los futbolistas, ni los constructores, ni los peluqueros, ni los ecologistas, ni los mineros, ni los mecánicos, ni los músicos, ni las monjas, ni el Embajador en el Vaticano, ni las teleoperadoras, ni los farmacéuticos, ni los directivos, ni los sastres, ni los pilotos, ni los directores de cine, ni los electricistas, ni los kioskeros, ni los taxistas, ni las modelos, ni los carteros, ni los contables, ni los médicos, ni los alcaldes, ni los escritores, ni la puta que los parió a todos. Este país se va a la mielda, muyayo. Tiempo al tiempo. Ni tú tienes cara de camarero, ¿cómo me dijiste que te llamabas” “Miguel Ángel” “Pues eso, muyayo. Tú no tienes cara de camarero. Tienes cara de golfo. Os pasáis ocho horas diarias tocándoos los cojones y encima os quejáis. Tenéis un sueldo fijo todos los meses y encima os quejáis. ¿Tú sabes a qué hora me levanto yo? ¿Tú sabes lo que es que te venga una mar mala y tengas que volver a puerto o quedarte forever en el fondo de La Bocana mientras los peces te comen los ojos? Si no salgo ahí- señaló hacia el mar con la botella de cerveza en la mano- no como. Ni yo ni mis hijos ni la puta de mi mujer.”
Sabía que tratar de rebatirle algo era imposible. Era un anarquista egomaníaco borracho de cerveza; era el único hombre íntegro del mundo, el único que sabía lo que era trabajar duro, el único que sabía hacer bien su oficio, el único que merecía el Premio Nobel de pesca de bajura de entre todos los pescadores del mundo, incluyendo a los que recogen langostas en las gélidas aguas de Maine o Terranova. Empezó a ponerse un poco pesado; sabía que si introducía en aquella conversación-monólogo que en realidad yo trabajaba de camarero pero no era camarero, sino escritor –y en aquellos días, la verdad, yo no estaba ni siquiera muy convencido de ser escritor, en el fondo no sabía muy bien ni quien ni qué era yo-, encima acabaría por mirarme las manos y decirme que era un maricón que, como todos, se quejaba sólo por el gusto de quejarse. Nadie tenía derecho a quejarse excepto él, que tenía que soportar a cuatro vagos que iban de trabajo en trabajo porque siempre acababan de echarlos por un motivo u otro y al final se quedaban sin dinero y acababan por recalar en su casa, donde encima estaba la cabrona de su mujer, un histérica que no paraba de chillar y de quejarse y de rezar –él la había oído, según decía- para que un golpe de mar se lo llevara para siempre y pudieran vivir en paz. “Mil euros le doy todos los meses para la casa. Y no es suficiente. Y no para de quejarse. Cómo no voy a beber, carajo, si la única manera de aguantarla es bien puesto. Tómate otra cerveza”
Acepté por no contrariarlo, diciéndome a mí mismo que sería la última –eran ya las seis y cuarto-, y allí seguí, asintiendo con la cabeza ante el torrente de palabras y las vaharadas cerveceras que salían de sus labios agrietados por el sol y el salitre. Hubo un momento en que se me ocurrió decirle que no tenía ni para tabaco –lo cual era casi cierto-, y de pronto se llevó la mano al bolsillo, sacó un fajo más que respetable y me tendió un billete de veinte euros. “Ya me los devolverás cuando cobres”, dijo. “Muchas gracias, Ramón.” Me acabé la cerveza cuando empezaba a blasfemar acerca de la gestión del presidente autonómico de Canarias, que se parecía por las fotos muy sospechosamente, casi clónicamente, al por aquel entonces Presidente del Gobierno Aznar, y subí las escaleras del centro comercial a paso ligero en dirección al hotel, después de despedirme, pensando que tendría que lavarme los dientes y comerme un par de chicles para que no se notara demasiado la ligera melopea de la que disfrutaba y pensando que me merecía aquellos veinte euros solamente por haber aguantado durante una hora y pico el inacabable, casi fidelcastrista discurso de Ramón ante las caras de circunstancias de Isa y Montaña, aquellas adorables criaturas, que esa misma noche me agradecerían haberles quitado de encima, aunque fuese durante un rato, a semejante coñazo de hombre. Pero Ramón, al que seguiría viendo por el Atlantis de vez en cuando, me había caído bastante bien en el fondo. Aquella salvaje sinceridad, aquella crudeza directa, sin paliativos ni afeites ni circunloquios, me parecía deliciosa, viviendo como vivía rodeado de hipócritas, envidiosos y lameculos prestos a darle a cualquiera la puñalada por la espalda para quedar bien con Amador y asegurarse que no los echaran a la puta calle, perros fieles de un maître al que probablemente en el fondo se la sudara muchísimo tener o no tener una red de chivatos en torno y al que lo que de verdad le gustaba era follarse a la rubia Marta, aquella jefa de rango con aires de pija trepa que por méritos propios ya era fija en la empresa.
Debía chuparla de cojones.
Los buenos de la película, los justos, los cabales, los ortodoxamente bondadosos en la Puebla de los Infantes eran los que nos traían ollas de potaje, ollas de arroz, ollas de sopa de fideos, ollas de estofado, ollas de macarrones o spaghetti, nuestra vecina Eusebia, mi tía Inés o mi tía Juana, ollas, siempre ollas de comida que devorábamos con fruición o con una indiferencia casi profiláctica, según el día, el grado de resaca, mala leche, depresión, frustración o epifanía literaria, en mi caso, mientras pasaban los días y las semanas y el polvo se acumulaba sobre muebles y fotografías y crecía el jazminero del patio, denso de perfumes y avispas. Fue una época que mi padre se pasó acostado, en la sombra un tanto rancia, olorosa a tabaco frío y ceniza, de su dormitorio, amueblado con los restos de aquel naufragio matrimonial del que hoy en día quedan dos robinsones, escritor y socióloga respectivamente. Terminados los fastos o ruina total de aquella catetada modelna conocida como Expo 92, se había quedado sin trabajo, sin sueldazo como jefe del pabellón Tierras de Jerez, donde había metido a trabajar a medio pueblo, mientras en la confortable mediocridad penumbrosa de su tienda de textiles su hermana Inés, que era algo así como la Santa Teresa desgualdrajada y neurótica de la familia, pontificaba acerca de las consecuencias de vivir en pecado, pecado que en nuestro caso era una pereza descomunal aliñada con tendencias más que manifiestas a la vida disipada, según ella. Yo tenía novia y ninguna intención de casarme con ella y además follaba, o había follado, como un descosido, y encima no estudiaba, no trabajaba, no iba a misa y bebía whisky, pero ella me quería mucho y por eso me sentaba a su mesa y me daba leche con galletas y pastorales sobre la bondad del conservadurismo pueblerino. Mi primo Paco pasaba muchísimo de todo, refugiado en el piso que tenían en Sevilla, estudiando derecho, pero volvía al redil todos los fines de semana, no como mi prima Lola, de la que lo que más recuerdo es que gastaba una mala hostia del copón cuando se inspiraba y cuya actividad predominante o vocacional era la búsqueda de novio para toda la vida, que era lo que se llevaba a principios de los años noventa del siglo xx en aquel pueblo que acabé por rebautizar, en un relato largo, como Malamuerte de los Infantes, pensando así en iniciar una saga faulkneriana o antoniomuñozmolinesca o benetiana, aunque por aquella época yo todavía tenía a medio leer a estos autores. Malamuerte de los Infantes; hubiera quedado incluso bien en los carteles de las tres carreteras que salían del pueblo, la de Lora del Río, la de Peñaflor y la de las Navas de la Concepción. Porque efectivamente vivíamos en circunstancias de mala muerte, solo que yo no era consciente del todo o tenía la habilidad, esa habilidad que se pierde indefectiblemente con los años, de evadirme en la literatura o en mis conversaciones y salidas callejeras con mi amigo José Bravo, que era otro pasota aficionado al vino y a la música pero sin el aura de escritorzuelo ramplón que yo tenía, al decir del hermano de otro amigo, César Antonio Cuerda, que me vaticinaba un futuro como hombre gris, como el de cualquiera, una vida sin alicientes ni desafíos, rutinaria, en la que yo dejaría de escribir y acabaría centrándome en ganarme la vida como cualquiera, es decir, en algún trabajo de mierda mejor o peor pagado.
De César Antonio Cuerda se decía que de niño, o de no tan niño, había intentado suicidarse colgándose de una viga en el zaguán de la casa familiar después de que lo asaltaran pensamientos insoportablemente torturadores acerca del infierno como consecuencia del cuajarón de semen que había dejado sobre el careto de Ana Obregón en una de las revistas favoritas de su madre, o algo así. Lo salvó su padre, cabeza de familia notoriamente facha de una familia notablemente facha, que lo descolgó, lo reanimó y acto seguido le dio una manta de hostias de las que no se olvidan y lo encerró bajo llave en un trastero rebosante de telarañas polvorientas y muebles carcomidos en vez de llevarlo a un psicólogo, que era lo que en su opinión hubiera hecho cualquier progre de mierda. Rafael Cuerda veía progres de mierda por todas partes. Los veía hasta follándose a su mujer, Encarnación González, que tenía un punto de beatería sublimado en la figura del Caudillo cuya fotografía presidía el salón de la casa junto a las de su padre, que había llegado a teniente coronel de la Guardia Civil en el glorioso año 22 Después del Advenimiento del César Visionario, o sea, en 1961. Era una familia rica para los estándares de la Puebla, socios del Casino, con cortijos, tierras y Landrovers, amables en el trato cara a cara y auténticos desolladores a espaldas de las víctimas de su afiladísima lengua, que le retiraban la palabra a cualquiera que hiciese alusión a los espléndidos trapicheos del abuelo guardia civil, que además de funcionario de élite durante la época de Franco había controlado no menos de media docena de burdeles de alto copete en sitios como Sevilla, Málaga y Córdoba. De ahí venía buena parte de la fortuna familiar, por no decir casi todo.
-Como salga un alcalde socialista y mueva un solo dedo para meterle mano a mi patrimonio, juro por la Virgen de las Huertas que cojo la escopeta y le pego un tiro- decían que había dicho Rafael Cuerda una tarde en el Casino, copa de Fundador en mano y canana en bandolera –venía de cazar venados- en los días previos a unas elecciones municipales poco después de que UCD ganara las generales.
A sus hijos César y Jesús los había mandado a internados desde que apenas tenían uso de razón. Era partidario de una educación más medieval que espartana, o sea, a hostia limpia y los domingos a misa, y nada de colegios públicos donde sus hijos pudieran verse perniciosamente influenciados por las ideas soviéticas de los profesores. Eran primos de José Bravo, que no podía ser más opuesto a ellos con sus chupas de cuero, sus cabellos alborotados de alborotador, su música heavy y punk y su vocación defendida a dentelladas por la guitarra, que era, tal como él lo veía, la mejor manera de largarse de aquel pueblo y poder ganarse la vida como músico. Todos nos conocíamos desde pequeños, desde que mi madre renunció a nuestra custodia a favor de mi padre para poder terminar su carrera de Historia Medieval y encontrar un buen trabajo y pasamos a manos de mis abuelos Pilar y Francisco y a vivir entre Sevilla y la Puebla de los Infantes. Jesús, que era un grandullón con cara de gorila, disfrutaba putéandome cada vez que me encontraba con él por las calles del pueblo, quitándome la bicicleta amarilla de cross que me había regalado mi padre con seis o siete años, levantándome en vilo o haciéndome oler sus pedos hasta que conseguía librarme de él y volvía a casa, donde me refugiaba en brazos de mi abuela, que era la viva imagen de la bondad resignada pero que no se arredraba en salir a la calle con una mantilla sobre los hombros para buscar a mi atormentador incluso en su casa y exigir que me devolviese la bicicleta o que viniera a pedirme perdón por haberse metido conmigo. Mi padre casi nunca estaba, pero cuando estaba, el dinero fluía generosamente. Mi hermana aún era demasiado pequeña, pero a mí nunca me faltaron salidas al cine, almuerzos o cenas en restaurantes, juguetes, películas de dibujos animados en video, tebeos de Mortadelo y Filemón o de Tintín o de Astérix. Si quería algo, sólo tenía que pedirlo. Mi padre era la sombra generosa que planeaba sobre nuestras vidas. A mí me contaban que trabajaba en un restaurante, y además era el dueño. Yo recordaba el restaurante La Marmita, en Granada, en la calle Pedro Antonio de Alarcón, frente al cual vivíamos antes de que mis padres se separaran, cuando mi hermana tenía un año y era un moco que no paraba de llorar y nos atendía una muchacha llamada Fidela de manos pecosas y frías que olían a ajo y lejía y a la cual espero que la vida haya tratado bien. Me hubiera gustado hablar con ella para saber, como solo una criada puede saber estas cosas, qué coño era lo que realmente pasó en aquella casa cuando mi padre y mi madre aún estaban juntos; aún hoy día, inevitablemente, hay demasiada niebla, demasiadas conjeturas, demasiadas hipótesis, demasiadas versiones y pocos hechos fehacientes que yo pueda recordar con claridad.
Y es que me gustaría saber de dónde cojones provengo en realidad. Sin fisuras. Sin más versiones interesadas de familiares a los que sencillamente no soporto y que no me soportan y los que no pienso invitar a la cena de gala de ese Premio Planeta que jamás ganaré. Seguro que si ganara el Planeta mi tía Gloria, la misma que durante la sobremesa posterior a la comida posterior al funeral de mi abuela Eloísa me preguntó si había ido allí en busca de su dinero (¿cómo se puede ir buscar dinero a un funeral?), me llamaría para pedirme que invitara a la familia.
Pues bien, tía Gloria: que te invite a su funeral el Presidente del Banco Central Europeo. A mí no vuelvas a tocarme los cojones.
Una desolación de telarañas y polvo y desidia, de fogones sucios y viejas fotos, de moscas y avispas en el patio, de ronquidos de mi padre, que cuando no estaba fumando estaba durmiendo y que cada vez que salía regresaba con una cara de abatimiento que a mí me parecía como el tótem de aquellos días en medio de la nada, la marca registrada de la devastación. Yo leía a Thomas Mann, a Bulgákov, a Eduardo Mendoza, a Tolstoi, apoltronado en uno de los antediluvianos sillones de skai marrón, la máquina de escribir Olivetti Lettera 25 sobre el cristal de la mesa camilla junto a resmas de folios que menguaban, y trataba de entender lo evidente; mi padre andaba tan jodido como todos los que se habían quedado sin trabajo después de la deflagración final de la Gran Catetada de la Expo 92, con la diferencia de que él no era hombre de ahorrar dinero en previsión de malas rachas, como hacían muchos de sus paisanos. La Puebla de los Infantes siempre ha sido un pueblo de emigrantes, sobre todo a Menorca, camino del que mi padre había sido pionero a en los años 60, o a Barcelona, o a Valencia, o por ahí. El pueblo estaba lleno de hombres derrotados, prematuramente envejecidos, que trasegaban vino, cerveza, ginebras, whisky con cocacola en las barras de los cincuenta bares que jalonaban aquella mínima geografía escalonada de paredes blancas. Cincuenta bares para una población de tres mil quinientas personas, o sea, un bar por cada setenta habitantes de la Puebla, a grosso modo, desde el supuesto lujo menestral con toque agropecuario del Casino –donde había revistas como el Hola para las señoras- hasta la cutrez casi entrañable del bar Betis, tascón para borrachos matutinos de vino blanco barato. El invierno en la Puebla no daba para mucho más que coger aceituna, trabajar en la obra o haciendo alguna chapuza, cobrar “peonadas” que no se habían trabajado en realidad y pasarse las horas, vivas o muertas, en los bares. Pocas veces he visto, ni siquiera en los documentales de National Geographic sobre la Antártida, una desolación semejante a la de la biblioteca pública de aquel pueblo. Ni siquiera había chavales estudiando. Yo tenía alucinado al bibliotecario por la cantidad de libros que sacaba al cabo de la semana. El hombre tenía el mejor trabajo del mundo, o al menos eso me parecía. La biblioteca era pequeña, pero estaba bastante bien surtida. Abundaban las obras completas, los Premios Nobel, los Goncourt, aquellos tochos adorables que publicaba Aguilar y que aseguraban meses de pura delicia. El bibliotecario, al que recuerdo bajito y adusto, tal vez melancólico, conocía a mi familia pero no me conocía a mí. En cierta ocasión me preguntó si de verdad me leía enteros aquellos libros o si sólo estaba estudiando y los utilizaba para consultar algo, como si yo fuera un universitario descolocado que estudiara a distancia, o algo así. Y creo que fue entonces cuando le contesté que leer tanto formaba parte de mi trabajo de escritor. Era la primera vez que le decía algo así a cualquier cosa parecida a un ser humano que me lo preguntaba. Decirle a alguien que era escritor me solidificaba, me prestaba una entidad concreta en medio de la nebulosa que era mi vida, aunque por aquella época prácticamente lo único que escribía era poesía, que era por lo que me conocían los cuatro gatos que me conocían, es decir, mis amigos. Yo ya había leído en Francisco Umbral aquello de que “Balzac y Dostoievskii escribían para pagar deudas. Eso es profesionalizarse y lo demás es dilentantismo.” Y estaba plenamente de acuerdo, solo que llegaba a avergonzarme de no cumplir con aquellas palabras. Aquella gloria mínima, de radio corto, que suponía que el grupo de rock de mis amigos, Mundo de vivos, hubieran grabado en una maqueta dos letras mías, era en realidad todo lo que tenía a mis espaldas a mis más o menos veinte años. Y a cambio, claro está, no había obtenido dinero; copas infinitas en los bares de Lanjarón y Granada sí, pero nada de dinero, como era lógico, puesto que todos eran estudiantes y manejaban el mismo inexistente presupuesto que yo, aunque a mí siempre me parecía que todos tenían más dinero. Yo vivía como siempre había vivido, al socaire de mi padre, que de vez en cuando me daba lo que podía para que me diese una vuelta por el pueblo, pero ya empezaba a incubar la idea de que era un escritor profesional, si por profesión se entiende no lo que uno hace para ganarse la vida, sino lo que uno hace, a secas. O mejor dicho, lo único que uno hace, o sabe hacer. Yo estaba todavía muy verde en casi todas las suertes de varas de la vida. En realidad, yo todavía no tenía ni puta idea de literatura ni de la vida ni del amor ni de nada. Todavía estaba dentro del huevo, a salvo del mundo por la sencilla razón de que gente como mi padre, ahora que vivía con mi padre, o mi madre, cuando cambiaba de tercio y me iba a vivir con ella, se interponían entre yo y la realidad. Los libros, la música, la poesía, el recuerdo de Laura, a la que escribía cartas prácticamente cada dos o tres días (mi epistolario podría servirle, a estas alturas, como curiosísimo documento psicolo/antropológico, si es que lo conserva o si es que sigue viva, dato que desconozco), me aislaban de la intemperie del mundo, que a mi alrededor percibía sórdido, pueblerino, aburrido, cruel. Bestiajos hartos de cubalibres en los bares, tías apolilladas y beatas, cuando directamente subnormales como mi tía Juana o déspotas chillonas como Presentación (con ese nombre no es de extrañar la mala leche que gastaba la madre del hoy día olvidado Íñigo de Gran Hermano), primos que no compartían mis inquietudes o que sencillamente no las entendían, como Paco o Miguel, y ante los cuales yo exhibía una especie de orgullo libertario/ literario: eso era lo que me rodeaba. La gran gloria literaria de la Puebla de los Infantes era Paulino Rodríguez, que es el autor de sevillanas como aquella de Algo se muere en el alma/ cuando un amigo se va, a quien yo había visto de niño y muy pocas veces en mi vida; entonces me parecía que si aquel hombre era la gloria local, el emérito vate de los puebleños (a los que yo llamaba pueblerinos, con todo su ácido), el hecho de haber rebautizado al pueblo de mis abuelos paternos como Malamuerte de los Infantes era todo un logro literario, porque la verdad, las sevillanas en general siempre me han parecido una auténtica mierda escrita por gente sin talento para una audiencia sin neuronas, salvo excepciones. Y encima, Paulino Rodríguez ganaba dinero con eso, lo cual me exasperaba, y mi tía Inés me lo recordaba constantemente, lo cual me exasperaba aún más –tú lo que tienes que hacer es escribir un libro de sevillanas, me decía-, hasta el punto de que llegué a odiar las sevillanas como solamente odio cosas como el Vaticano, el fascismo o la economía neocon/neoliberal, con un odio reverberante, pleno, volcánico. Yo estaba equivocado, claro; aquello de escribir como me diera la gana, lo que me diera la gana y cuando me diera la gana no llevaba a ningún sitio. Yo ya era pecador antes de haber cometido el pecado, que era publicar. Según mi tía Inés, que como la crítica literaria solvente y de plena dedicación que era, la pobre, consideraba que los sonetos de Santa Teresa de Jesús eran lo más de lo más en poesía española y Juan Ramón Jiménez el Maestro por antonomasia de las letras patrias, lo que yo escribía eran cuchufletas sin importancia, resabios con olor a rebeldía, remedos de literaturas extranjeras que ella desconocía pero que como no eran españolas eran poco menos que literaturas escritas por herejes. Dostoyevskii era ya demasiado fuerte para su paladar, degustador de la Biblia y de San Juan de la Cruz. Encerrada en su casa, de la que no salía más que para ir a misa o a la compra o a hacerle alguna visita a alguien, yo era para ella, las veces que iba a verla, una especie de acontecimiento demoníaco al que sin embargo había llegado a tomarle cariño. Nunca dudé de la sinceridad de su afecto hacia mí. Siempre había dicho que yo era su sobrino favorito, el más inteligente de todos, más que sus propios hijos, más que los hijos de sus hermanas, más que la mayoría de los hijos de las señoras del pueblo. Me trataba con un afecto de solterona, aunque no lo era, y mientras ella trataba de convencerme de que Dios es amor y me afeaba el hecho de que fumara, mi tío Antonio González, más conocido por el de Narciso, que siempre me había parecido un enano rencoroso, envidioso y resentido (odiaba a mi padre como odiaba a todos lo que habían logrado escapar del pueblo a una edad en la que él ya estaba casado y esperando a mi prima Lola), se iba al Casino, una vez cerrada la tienda, a rumiar lo que tuviera que rumiar y tomarse unos vinos mientras echaba una partida de cartas, dejando a su mujer filosofando con aquel melenudo hijo de puta, aquel listillo borracho, aquel accidente de la naturaleza, aquel hijo de divorciados que era yo.
Y es que para El Narci ser hijo de divorciados era toda una categoría política. Era lo peor. Era pecaminoso, sospechoso. Era una lacra insoluble. Para él y para la mayoría de la gente como él en aquel pueblo, que ya no vivían en época de Franco pero actuaban exactamente igual que cuando la gente se quitaba el sombrero, o la boina, o lo que fuese, cada vez que veían pasar a la pareja de la Guardia Civil o al cura. O a alguno de los señoritos del pueblo. El mismo servilismo inconsciente, la misma mirada sumisa, el mismo temor a que alguien hablara mal de ellos, el terror a cosas como el divorcio, las minifaldas, los hijos fuera del matrimonio, el divorcio o no ser capaz de pagar las cuotas de socio del Casino. El Narci era un tendero con mentalidad de tendero, de los de toda la vida. El hecho de que alguien pretendiese dedicarse a algo tan volátil como la literatura era algo que ni siquiera le cabía en la cabeza, como a la inmensa mayoría de mis familiares. Estaba muy bien que hubiera artistas en el mundo, los libros quedaban muy bien para adornar el salón, los cuadros quedaban muy bien para adornar el salón, la música quedaba muy bien para adornar el salón –lo importante era que todos viesen lo bonito que quedaba el salón-, y Paulino Rodríguez era un fenómeno, un genio, pero también trabajaba de maestro de escuela, y por lo tanto tenía un sueldo, que era, a fin de cuentas, lo único importante en esta vida. Los hijos estaban para estudiar Derecho, como mi primo Paco, o Turismo, como mi prima Lola, o Arquitectura, como el hijo de su amigo Lorenzo Valenzuela, o Económicas, como el hijo de su primo Juan Casas. Los hijos estaban para darles a los padres la satisfacción de culminar una carrera que ellos no habían tenido la oportunidad de estudiar, y hacerse hombres de provecho que ganaran mucho dinero y pudieran comprarse un apartamento en Torremolinos, como él, y un piso en Sevilla, como él, y un Mercedes familiar, como él. La literatura era una anomalía, era el caos, eran pájaros en la cabeza en vuelo hacia ninguna parte, o sea, hacia la pobreza, la misma pobreza en la que mi padre caía regularmente por su mala cabeza, con su ropa cara y su Opel Kadett y sus trabajos que nunca conservaba por su afición a la mala vida, esa mala vida que él envidiaba, en el fondo, con todas sus fuerzas.
-A tontos como éste les he dado yo de comer por la cara más de una vez en La Marmita, y hasta he tenido que prestarles dinero para echarle gasolina al coche- me dijo mi padre en cierta ocasión-. A gente como ésa, que llevan el estandarte en las procesiones de la Virgen de las Huertas, he tenido que pagarles viajes a Londres para que abortara su hermana. A mí me van a venir con gilipolleces.
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