Cuando el espíritu se encuentra totalmente sumido en la soledad es inútil hacer querer trabajar a la inteligencia.
- GEOR GE ORWELL-
Nunca me he considerado un hombre particularmente piadoso, no soy un meapilas, ni siquiera uno de esos meapilas que babean cuando el presidente del gobierno sale por la tele rodeado y vitoreado por una multitud de capullos ondeando la banderita del partido. Ni siquiera estoy convencido de que les den un bocadillo y los metan en autobuses para apoyar al candidato de turno. Igual lo hacen casa por casa y a punta de pistola. Tengo entendido que ese es el nuevo orden democrático. Lo dice un poeta joven, Roger Wolfe, en algún sitio. Nosotros te damos por culo y tú nos pagas .O algo por el estilo. No sé; lo mío últimamente es cultivar rosas en la terraza. No estoy muy versado en asuntos de prostitución ciudadana, si es que ciudadanía y prostitución no son sinónimos. Estuve matando gente a sueldo durante treinta y tantos años, a sueldo, en sitios como Angola, Panamá, Rusia. Hasta en los muy celebrados y democráticos Estados Unidos, que como todo buen ciudadano informado sabe –sobre todo los que no leen otra cosa que el Marca, aparte de los recibos de Visa que se gastan en putas-, son el summum de la cosa. Pero es que el mundo está lleno de gente ingenua. Todavía recuerdo la cara de un joven político, Ian MacDermott, aspirante a congresista, al que la CIA me ordenó, muy lucrativamente, borrar del mapa a las afueras de Richmond. No se creía que su pequeño mundo de casita en los suburbios, con mujercita, hijitos y perrito no les fuera políticamente rentable a los cuatro hijos de puta que me soltaron doscientos mil dólares por el trabajito, pero en fin. En este mundo no hay nada más peligroso que un español sin escrúpulos. Recuerdo que le dejé rezar el padrenuestro antes de reventarle la cabeza con una semiautomática con silenciador. Supongo que sería un resabio de mi educación católica en los Maristas.
Pero si hablo de mí quiero hacerlo sólo tangencialmente. El objeto de mi relato es Zuleidy, la mulata que vive en el segundo con Don Enrique, profesor de universidad retirado. Creo que lleva pocos días con él, y de momento no tengo la menor idea de dónde la habrá sacado. Tiene veinte años y es una pantera en todos los sentidos de la palabra. Es sensualidad pura, cimbreante, provocativa, huracanada. Es un café con leche capaz de conducir al infierno a cualquiera. Tiene acento dominicano, esa brisa caribeña que parece urdida con música celestial. Doña Lucía y su hermana Virtudes, las vecinas del tercero, se persignan cada vez que la ven salir o entrar de casa de Don Enrique luciendo cintura, culo, muslos, tetas, melena y nariz respingona y labios que deben de estar acostumbrados a tragar muchas cosas además de mojitos. No sé si será la asistenta de Don Enrique o si andará buscando casarse para obtener los papeles, pero el caso es que la chavala parece pertenecer a la corte de Venus. Es una perfecta muestra de que Dios existe y además tiene una mente retorcida. Cómo una belleza semejante puede andar por un mundo tan feo como éste es algo que no sabría explicarse ni Aristóteles harto de whisky. Además, creo que Don Enrique es impotente, lo cual cuadruplica la tortura en la que debe vivir ese hombre cuando vea andar por su casa llena de libros y periódicos viejos a semejante monumento en minifalda o con vaqueros ajustados, agachándose para recoger alguna cosa con esa habilidad para agacharse que tienen ciertas mujeres cuando quieren demostrar que, al menos en ese aspecto, el sexo débil es el masculino. Cuando uno fija la mirada en una entrepierna como ésa, de lo último que se acuerda es de Schopenhauer.
No entiendo por qué Don Enrique ha querido complicarse la vida de esa manera, metiendo en su casa el equivalente femenino a una bomba atómica. Sé que es viudo desde hace años; ha debido llevar una vida ordenada, metódica, aburrida, rutinaria, todo lo contrario que la mía. Aunque también matar gente se convierte en una rutina; es una cuestión de frialdad de carácter, al fin y al cabo. Ni siquiera mi ex mujer, Pamela, supo jamás a lo que me dedicaba; para ella, yo era un simple ejecutivo de una firma de abogados de Londres que viajaba prácticamente todos los meses durante semanas. Nada como una mujer escocesa para preservar la propia intimidad. Por supuesto, tuvo sus amantes, al igual que yo. Nunca se me ocurrió matara ninguno. Para qué. Al fin y al cabo no se trata más que de una pura necesidad fisiológica de la que se ha hecho demasiada literatura. Alguna muy buena, eso sí. Pero ya se sabe que el ser humano es capaz de hacer literatura incluso a partir de un huevo frito con puntillas.
Si este relato cae en manos de algún crítico gilipollas de los que tanto abundan, dirá que para haber sido un asesino a sueldo soy un hombre muy leído. Todavía tienen en la cabeza demasiadas imágenes procedentes de esa letrina de sueños baratos que es Hollywood. Me importa una polla. Lo que sí sé es que mientras uno estudia, acecha, chequea y rastrea a su víctima, le sobra tiempo libre. Cosa que al parecer no deben tener muchos críticos, teniendo en cuenta que se pasan la vida vomitando la bilis de la frustración. Son ignorantes, rastreros, lameculos, paniaguados. También los ha habido excelentes, como Rafael Conte o Félix Grande. Pero eso son luminarias en un cielo lleno de luz de estrellas difuntas.
Esta mañana salí a comprar el pan al horno de la esquina y a tomarme un café en el bar de Basilio. Por el camino me encontré a un chaval de unos veintipocos años al que le sangraba la nariz; estaba sentado en un portal y respiraba con dificultad. Iba bien vestido. Madrid, los domingos por la mañana, está lleno de idiotas como este. Se pasan con la cocaína y no se enteran. Al menos Freud, que también era aficionado al tema, sabía lo que se hacía, y además dejó una obra portentosa (de la que solamente he conseguido leer La interpretación de los sueños, pero bueno). Pasé de largo. De hecho, la poca gente que había por la calle pasaba de largo. En esta ciudad la gente tiende a pasar de largo constantemente, salvo excepciones. Compré el pan y crucé la calle hasta la cafetería de Basilio, que estaba casi desierta. Solamente había dos hombres de mediana edad apoyados en la barra delante de sendos cafés con leche; policías secretas, a todas luces. En alguna ocasión he tenido que encargarme de alguno. Son como dianas móviles, y casi siempre demasiado ambiciosos con las personas equivocadas. Como uno que intentó quedarse con cien mil dólares y cinco kilos de coca de un paisano mío. Le corté el cuello en los servicios del Teatro Real. Rápido y limpio. En cualquier caso, estos dos no eran habituales de la cafetería de Basilio. Ni siquiera eran habituales del barrio. Y Basilio no estaba en la barra, pero sí su sobrina Angelines, que fue la que me atendió. Café solo con un chorrito de anís. Me entretuve leyendo el periódico, según el cual dentro de unos meses habrá más parados que españoles y el presidente del Gobierno es el Anticristo en persona (ya se sabe que la oposición tiene el usufructo del Cristo bueno), y fue entonces cuando vi salir a la mulata del almacén de Basilio, con las tetas bien marcadas por un top negro, la melena crespa de leona en celo permanente y los ojos brillantes, y hasta me atrevería a decir que, incluso a distancia, olía a sexo. Me saludó con una sonrisa. Llevaba unos vaqueros azules tan ajustados como el presupuesto del Ministerio de Cultura, zapatillas deportivas blancas y un piercing en el ombligo.
"Buenos días, don Salvador”
Y salió a la calle; creo que me conocía de vista. Aproximadamente un minuto después salió Basilio del almacén, con un jamón en las manos, y al verme me guiñó un ojo. Los secretas pagaron sus consumiciones y salieron, y Angelines se metió en la cocina.
-Te has dado cuenta, ¿no?-me preguntó Basilio con una sonrisa cómplice.
-Tiene más peligro que un obispo en un orfanato.
-Qué hembra, rediós. Qué hembra.
-Pues vive en casa de mi vecino.
-¿Don Enrique?
-Ajá.
-Pero qué es, ¿la asistenta?
-O eso, o una lumiasca en busca de papeles.
-Rediós, cómo está el mundo.
-Sí, pero buen polvo le habrás echao, ladrón.
Basilio sonrió y se dispuso a colocar el jamón en su soporte.
-Bueno, una canilla al aire de vez en cuando le viene bien a cualquiera.
-¿Y cuánto te ha costado la broma?
-Cien euros.
-Bueno, lo digo por informarme. Desde luego, el género es de primera.
-¿Tú también le vas a echar mano?
-Es una posibilidad que no descarto.
Regresé a casa mientras empezaba a chispear. El chico al que le sangraba la nariz había desaparecido, pero en el lugar donde estuvo se percibían goterones de sangre salpicados por el suelo. Seguramente habría ido a cortarse la hemorragia con otra rayita más. Suelen hacerlo. He visto demasiadas familias destrozadas por la droga. Mi ex mujer, Pamela, se lió en cierta ocasión con un anticuario de Kensington, en la época en que vivimos por allí, que insistía en echarse polvos blancos en la polla cada vez que quería trajinársela. Richard Meade, creo recordar que se llamaba. Lo malo de aquel asunto es que acabó convirtiendo a Pamela en otra adicta a la cocaína, además de montarse orgías con chaperos y putillas que reclutaban por el Soho y sitios por el estilo. Yo lo única que le pedí a mi mujer en su momento fue discreción, lo cual debiera haber entendido perfectamente, no en vano había recibido una educación calvinista en uno de los mejores colegios de Edimburgo. Pero aquel imbécil hizo que se pasara de la raya. Me la convirtió en una histérica capaz de organizar ella sola un escándalo digno del Orfeón Donostiarra a las dos de la madrugada en nuestra casa de Kensington Gardens cuando se quedaba sin su dosis, y eso me obligó a dos cosas; en primer lugar, a internarla en una clínica reputadísima de Warwickshire, de ésas donde van a desintoxicarse las estrellas de rock o los miembros de la cámara de los Comunes o de los Lores o alguna que otra princesa europea; en segundo lugar, a presentarme en la tienda de aquel sujeto fingiéndome interesado por unas supuestas acuarelas de Turner –que con toda probabilidad eran falsas- para comprobar in situ que no hubiera demasiadas cámaras. El tipo era un estropajo nervioso, muy bien vestido, que apestaba a colonia y tenía pinta de seminarista maricón; pelo rubio ceniza, traje de Armani, gafas con montura de oro. Desde luego, Pamela tenía gustos raros. Diez minutos más tarde, el señor Richard Meade yacía en la trastienda con las piernas rotas y la severa advertencia de que se olvidara de mi mujer para siempre, y que si se le ocurría denunciarme, alguien vendría para hacerle desear que volvieran a romperle las piernas en vez de pegarle un tiro entre ceja y ceja.
Cuando regresó Pamela, un par de meses más tarde, se echó, a llorar –cosa rara en ella- y me dio las gracias. Y jamás volvió a probar la cocaína. Pero no obstante yo ya había decidido, sentado una tarde a una mesa en el Chesire Cheese, un conocidísimo pub de Fleet Street donde en cierta ocasión ví a Ken Follett tomándose unas cervezas con un grupo de periodistas, que quería el divorcio. Había llegado a la conclusión de que, para la gente de mi oficio, el matrimonio no es una opción válida. De modo que llegué a un acuerdo con Pamela, le ingresé treinta mil libras en el banco, la hice firmar los papeles del divorcio y desaparecí para siempre de su vida, mudándome a un pequeño pueblo de la costa norte de Kent, Herne Bay, no lejos de Canterbury.
Pero me estoy apartando de lo que quería contar. Hace un rato, mientras estaba en la terraza echándole un vistazo a las rosas, he oído sonar el timbre de la puerta. Era Zuleidy, la mulata. Me dijo que tenía una proposición que hacerme, relacionada con Don Enrique. También me dijo que se había dado cuenta de cómo la miraba en el bar de Basilio. Le dije que lo sabía todo. Le dije que no me importaría que se ganara cien euros. Pero el caso era que no quería que le pagara, sino que Don Enrique quería pagarme a mí - si le hacía un pequeño favor. Recuerdo que pensé: coño, estoy retirado de todo y todavía voy a ganar dinero.
Uno cree estar curado de espanto, pero en el fondo nunca acaba de sorprenderse. Zuleidy se había puesto un modelito adecuado para la ocasión; una minifalda de puta declarada con medias de rejilla, tacones altos, top negro acariciando sus enormes pechos morenos. Me miraba con ojos de tigresa en celo. Pensé; vamos a ver, tengo cincuenta y seis años y soy el vecino de enfrente, no estoy de mal ver, las mujeres todavía me miran por la calle, aunque francamente prefiero la soledad de mi casa aunque de vez en cuando me permita un polvo que otro. ¿Por qué Don Enrique no contrata a un chapero joven y guapo para montarse el numerito que pretenda montarse? ¿Por qué yo? Nunca lo sabré. El caso era que aquella mulata había conseguido hechizarme, y nunca me he considerado un hombre particularmente permeable a la magia. La seguí por las escaleras, admirando la perfección absolutamente pecaminosa de su culo duro como una roca, su contoneo de hembra irresistible, la línea de sus piernas, de sus muslos que dejaban entrever un tanga negro. Entramos en casa de Don Enrique. Efectivamente, había libros, revistas, periódicos por todas partes. En la casa reinaba un aire de sosiego intelectual, de vida reposada muy al margen de las soplapolleces cotidianas del mundo. Zuleidy se giró hacia mí y sacó un billete de quinientos euros de entre sus pechos y me preguntó si aceptaba la proposición de Don Enrique. Asentí con la cabeza y una media sonrisa. Ya sabía de qué iba aquello.
Don Enrique estaba en el dormitorio, atado a una silla y amordazado, sudando de emoción, la calva brillante, desnudo por completo y con una erección fenomenal entre las piernas.
Zuleidy me bajó la cremallera y empezó a chupar lentamente, muy lentamente, mientras miraba fijamente a los ojos a aquel desgraciado. En un momento dado, poco más tarde, cuando ya estábamos desnudos en la amplia cama y dispuestos a hacer un sesenta y nueve, mientras yo acariciaba con las manos y la lengua aquel portentoso culo dominicano, Zuleidy, con ronca voz de viciosa, dijo, mirando al profesor:
-Mira, mira qué polla tiene, mira como se la chupo, cabrón, cornudo, mira qué dura la tiene, so huevón, sufre... sufre.
Y la verdad es que a Don Enrique se le estaba poniendo tiesa como la torre Eiffel, mientras se retorcía, se agitaba, sudaba, gruñía algo bajo la mordaza. He de reconocer que fue una de las mañanas más acojonantes de mi vida. Qué pedazo de hembra. No sé cuántas veces me corrí; acabé exhausto, tomándome un whisky en la cocina de Don Enrique mientras ella seguía en la habitación, sudorosa, despeinada, con mi semen en las tetas y en el culo, insultando al insigne profesor. Por lo visto, disfrutaba con ello.
Últimamente lo hacemos en mi casa más a menudo que en la de Don Enrique, al que ella advierte que se va a follar con el vecino, mientras lo deja esposado a la cama. Y confieso que pago con gusto los cien euros que me cuesta cada sesión.
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