Así es la vida: cuando uno no está aguantando los coñazos y frustraciones de los demás, está aguantando sus propias frustraciones y coñazos. Cuando a uno no lo están volviendo loco, se las arregla de puta madre para volverse loco él mismo: no hay concordia ni paz ni alto el fuego. No llevaba ni cuatro semanas en Lanzarote y ya estaba sentado en la terraza del bar frente al puesto de la cruz roja, por donde de vez en cuando aparecía un socorrista mulato y musculoso que nunca se quitaba las gafas de sol Ray-Ban y a veces, en palabras de Jose Ángel, que seguía haciendo su esculturas de arena en la playa, no tenía nada mejor que hacer que advertirle de la posibilidad de llamar a la policía, porque según su punto de vista la playa era de todos y él estaba copando demasiado espacio. A José Ángel le daba igual: tenía una licencia del ayuntamiento de Yaiza para poder ejercer esa actividad y sabía como tratar a la Policía, que al menos en aquella parte de la isla estaba básicamente tan aburrida que no sabía qué hacer. No era como en Arona, en el sur de Tenerife, donde a Jose Ángel le habían hecho la vida poco menos que imposible en varias ocasiones, destrozándole a patadas las estatuas para decirle después que como volvieran a verle el pelo por allí iba a tener serios problemas.
-Y esos son de los que primero te inflan a hostias y luego preguntan, muyayo.
-Ya me imagino.
Tuvo que marcharse de allí. Por suerte, y dado que en aquella época las estatuas de arena eran básicamente su medio de vida –no quería saber nada de su familia, que lo tenía por un vago descentrado-, encontró trabajo como ayudante de cocina en un restaurante. Y poco después, en uno de sus días libres, fue a darse un paseo por la playa, que estaba abarrotada, como solía, y cuál no fue su sorpresa al encontrarse allí a un fulano rubio dando forma a un Cristo de arena en medio de una multitud de curiosos: por lo visto se trataba de un artista de fama internacional al que la Policía Local de Arona daba algo así como trato vip por orden directa del Cabildo de Tenerife.
-Primero pensé que el hijoputa se follaba al comisario de la policía local de Arona. Pero luego pegamos la hebra y me dijo que le estaban cobrando el cincuenta por ciento de la recaudación diaria. Todas las tardes pasaba por allí un policía para llevarse su parte. Que eso no pasaba en California. En fin. Yo al menos me libré de que la policía me partiera la boca. Y me consta que lo hacen. Aquí en Lanzarote no hay tanta morralla como en el sur de Tenerife.
Yo ya llevaba dos días sin trabajar en el Lanzarote Princess, desde aquella mañana que me levanté con una resaca tal que era incapaz de ni de levantarme a mear –había cobrado el día anterior-, y le dije a Jordi que le dijera a quien fuese que estaba malo, que me cambiaran el día libre, lo que fuese, pero que necesitaba descansar a toda costa, maldiciéndome a mí mismo y a los no sé cuantos whiskys de la noche anterior. Claro que en la cárcel todo se sabe, y aquello tenía mucho de cárcel. Probablemente el recepcionista de noche me habría visto llegar a las tantas con una curda de espanto, ya que la entrada de personal, la rampa de entrada trasera, por donde uno podía salir y entrar prácticamente inadvertido, se cerraba a eso de las diez y media u once de la noche, y entonces no había más remedio que pasar por recepción ante la mirada fiscalizadora del fulano de turno, quien con toda probabilidad tendría orden de Amador de controlar quien se iba de juerga (serían unos hijos de puta pero no eran tontos), hasta cruzar el pasillo enmoquetado en rojo y llegar hasta la puerta con el letrero de STAFF ONLY-SOLO PERSONAL y bajar a los sótanos.
Sin embargo, y mientras encontraba otra cosa, y como venía de la Península, y como todavía no había nadie para ocupar mi puesto –al menos en los próximos diez minutos-, Andrés, el segundo maître, cuando por fin me encaré con él para justificar de alguna manera el hecho de no haberme presentado al trabajo aquella mañana, me dijo que de momento podía quedarme en la habitación. Su expresión era la de alguien que sabe muy bien lo que significa un gesto caritativo en un momento como ése. Yo había cobrado unos quinientos euros. La habitación más barata que uno podía encontrar en Playa Blanca, en pleno mes de febrero, no bajaba de los treinta euros. Sin contar comidas, cenas, cosas. “Aquí no se puede estar parado”, me había dicho Xoan, el gallego de la perenne expresión de fatalismo resignado que compartía habitación con nosotros. O sea, que estaba jodido. Por enésima vez en mi vida, lo había jodido todo con la puta dipsomanía.
-Creo que tienes un problema, Miguel- dijo Andrés.
Yo no estaba para elucubraciones, pero no me quedaba otra que aguantar lo que viniese, aunque sabía de sobra lo que iba a venir.
-¿A qué te refieres?
-A que tienes un problema con la bebida- había una extraña mezcla de tristeza y cansancio en sus ojos azules-. Y perdona que me meta donde no me llaman. Pero de hombre a hombre, a mí me pasa lo mismo.
Luego, completamente estupefacto, me fui a la calle, en busca de aire fresco, de sol, y por supuesto de una copa para aliviarme la resaca, casi sin poder creerme que alguien se hubiera atrevido a hablar con tanta franqueza, sin apenas conocerme ni haber cruzado conmigo más de veinte palabras desde que entré a trabajar en el hotel. La sinceridad no era algo que abundase entre compañeros de trabajo. Todo el mundo parecía permanentemente en guardia. “Lo mejor es que nadie sepa nada de tu pasado”, me había dicho Manolito Dos Semanas una noche en el Atlantis. Todo tenía como un ribete de neurosis paranoica. A Manolo lo habían apodado así porque todo el mundo en Playa Blanca –incluyendo a las personas que tenían a bien darle trabajo- sabía que ese era el período de tiempo medio que solía durar en el mismo puesto, o en la misma empresa. La verdad era que los alcohólicos éramos legión en aquel lugar. Y gente que bebía a tumba abierta no se cortaba un pelo a la hora de ponerle a cualquiera el marbete de borracho. Es un dato curioso éste, sobre todo en lo que a mí atañía. Mi padre y yo nos habíamos pasado media vida acusándonos el uno al otro de perder los papeles cuando bebíamos, pero no teníamos cojones de dejar de beber. O al menos yo no los tenía por aquella época.
-Como el negro cabrón ése llame a la policía se va a enterar- dijo José Ángel, que se estaba haciendo un porro bajo el armazón de la caseta de la Cruz Roja; yo estaba sentado en el pretil del paseo marítimo, sin camisa, una copa de ron miel en la mano.
-Yo que tú me andaba con cuidado, monstruo. Con papeles o sin papeles, la policía es la policía. Mejor no tenerlos cerca. Tú ya me entiendes.
-Se jodan, coño. Ya tengo bastante con tener que aguantarme las ganas de fumar cada vez que el negro está por aquí, y encima tengo que esconder las colillas. Y si un inglés se fuma un porro en la playa no pasa nada, porque es un turista, pero luego me como yo el marrón como el negro se encuentre la puta colilla. Esto no es justo, carajo… No. No es justo.
Dos días sin trabajar, y a pesar de que sabía que aquello no podía durar, estaba en la gloria, tomando el sol con una fruición extemporánea en mí, que nunca había sido aficionado a las caricias del astro rey, porque me quemaba en seguida. Era una gamba a la plancha humana en potencia. Tenía cojones hasta de coger un cáncer de piel. Pero aquel aire oceánico, aquella calidez en pleno invierno, mientras en la Península la gente iba abrigada hasta las cejas y los temporales de nieve cortaban carreteras y pasos de montaña y dejaban aldeas aisladas y sin luz durante días, era algo impagable. Canarias tenía sus ventajas. Solo que yo no era un turista cómodamente atrincherado en su hotel, con dinero y un billete de vuelta a donde fuese, sino un simple currito poco menos que ex escritor tocándose la polla en un sitio donde la vida era bastante cara. Y había descubierto el día anterior, al ir al banco a cobrar lo que me tocaba, que la tarjeta de débito me permitía un margen de hasta quinientos euros a crédito. Inexplicable, dado mi historial bancario, pero así era. Sería que hasta los bancos, en Canarias, se tomaban las cosas muy al estilo de las islas, o sea, relájese, muyayo. Y encima, en un par de días empezaban los carnavales.
Entonces descubrí el Casino de Puerto del Carmen, y en el Casino conocí, mientras me tomaba un descafeinado a precio de oro, a Tamara: morena, delgada, no muy guapa de cara pero con un cuerpo incitante, medio tinerfeña medio colombiana, o eso me dijo, y con un aire de golfa desmelenada que tal vez fuese lo que más me atrajo. Yo había sacado con la tarjeta todo lo que había podido y llevaba unos novecientos cincuenta euros en el bolsillo. Me sentía rico. Cogí un taxi –cruzar la tercera parte de Lanzarote costaba menos que ir desde la Puerta del Sol al aeropuerto de Barajas-, me bajé en el Paseo Marítimo, me tomé un par de gin-tonics helados, descubrí que aquel lugar era una especie de parque temático de bares, pubs, discotecas, salones de juego, tiendas de bisutería, supermercados, afterhours, restaurantes, mucho más grande que Playa Blanca, y con la ventaja de no tener por qué encontrarse a nadie conocido, y cuando descubrí el Casino me froté las manos. Aquello sí que era un hallazgo. Siempre había tenido suerte en el juego. Una noche, en Torrelodones, había ganado más de doscientas mil pesetas a la ruleta. Lo que iban a ser dos o tres días por Madrid se convirtieron en dos semanas de callejeo, putas y fastuosas comilonas y borracheras, un desquite total teniendo en cuenta la ruina de vida que nos atenazaba en Sevilla, temporalmente aliviada por un dinero que mi padre consiguió metiéndome en el ajo con unos tíos que necesitaban a un hombre de paja para sacarles dinero a los bancos mediante pagarés. En cuanto trinqué diez mil duros me largué a Madrid. Pero eso había sido hacía tiempo. Mientras me tomaba el descafeinado, entablé conversación con Tamara, y no sé en qué momento me dijo que terminaba sobre las una. Llevaba meses sin acostarme con una mujer y no había tenido ningún éxito entre el material femenino que encontraba en Playa Blanca, lo que achacaba a llevar el pelo corto e ir afeitado, en suma, a tener cara de camarero. Pero lo mejor fue cuando me dijo:
-Vete a la mesa número 2 de la ruleta y juega hasta que cambien de croupier.
Empecé cambiando doscientos euros en fichas, con un hormigueo en el estómago. Aposté a dos columnas, la de la izquierda y la de la derecha, lo cual cubría veinticuatro números en total, y puse una ficha de diez euros al veinticinco. Podía perderlo todo, o una columna, pero si ganaba en una de las columnas ganaría el doble de lo apostado. Era un sistema bastante conservador, pero aseguraba un buen margen de posibilidades. El veinticinco había sido aquella vez en Torrelodones ni número mágico, el que me había permitido salir en taxi del casino con cinco veces el dinero que llevaba al entrar y realmente acojonado. La ruleta empezó a girar. Pensé que podía permitirme perder doscientos euros. De un momento a otro, pensaba, me llamarían del Hotel Rubicón y empezaría de nuevo a trabajar, esta vez en los bares. Miré hacia la barra, donde Tamara estaba secando copas con su uniforme rojo y blanco, su pajarita y su pelo corto muy negro, y me dirigió una sonrisa.
-No va más- oí que decía el croupier.
Y la bolita cayó en el 25. Pleno y columna. Novecientos sesenta euros, que sumados a lo que llevaba en el bolsillo eran un total de 1660. Casi pegué un bote; el croupier me pasó un montón de fichas. Era más de lo que se ganaba trabajando en un mes y tres semanas en cualquier hotel de la isla, y de golpe. Era muchísimo dinero. Recuerdo que me levanté y cambié de mesa y le pedí a Tamara que me trajera una copa. Tenía que serenarme; lo peor que le pueda pasar a cualquiera en un casino es perder la cabeza. Me había sentado en la mesa de blackjack. Aposté cincuenta euros; gané 75. Aposté otros cien. Rey de picas y as de corazones: ciento cincuenta euros más. Insistí, y perdí; el croupier sacó blackjack mientras yo me quedaba en diecinueve. Me levanté con un esfuerzo, como si hubiera algo magnético en aquella mesa. Los jugadores adictos saben muy bien de lo que hablo. Me fui a la caja y cambié las fichas; un fajo de billetes de cien y cincuenta euros cambió de las manos del cajero a las mías, que temblaban mientras me embargaba una sensación de irrealidad. Había pasado de sentirme fatal después de dejar aquel trabajo miserable en el Princess, con la sensación de que el mundo se me venía encima, de que no tenía remedio, de que jamás cumpliría ningún propósito de enmienda mientras no dejara la bebida, que siempre había sido mi mayor problema, a caminar por la moqueta roja del suelo de aquel casino con el bolsillo reventón de billetes y pensando que era poco menos que el rey del mundo. Y además había quedado con la camarera, Tamara, que no parecía de esas mujeres que solamente quedan para tomar café. Recuerdo que me fui y le di las gracias y le dije que pasaría a recogerla a las una. Subí las escaleras y me senté en una terraza con grandes sillones de mimbre en un pub cercano donde en ese momento estaba sonando una canción de Bonnie Tyler, Total eclipse of the heart. Pedí un Chivas con hielo. La cabeza me daba vueltas; todavía era muy temprano. Los neones del paseo marítimo centelleaban a la luz del anochecer con la prestancia un poco cutre de una Las Vegas de pacotilla mientras los guiris trasegaban pintas de cerveza y cócteles y pasaban coches y gente. Tenía la sensación de haber abierto una puerta a lo desconocido. Pensaba incluso en por qué no ganarme la vida con aquello. Jugando. Estás como una puta cabra, chaval, me repetía una voz interior, machacona. Estás loco perdido. El whisky me sabía a ambrosía. ¿Y por qué no? ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Perderlo todo y tener que empezar de cero otra vez, rascando propinas para poder comprar tabaco hasta el día de cobro? Lo sensato era meter aquel dinero en el banco, ir al Rubicón a ver a Sebastián, insistir hasta que me dieran de una vez el trabajo, como Jordi me decía que hiciera. Lo cabal era seguir con los planes que me había trazado desde el momento en que había cogido el avión en Sevilla y había dejado atrás aquella triste y ruinosa vida sin rumbo. Ahora podía decir que era dueño de mi propio destino. No tenía hijos, ni estaba casado, ni tenía la más mínima intención de casarme con nadie en mi vida; solamente necesitaba el suficiente dinero para alquilar una casa en la Alpujarra y vivir modestamente mientras recuperaba la pasión por escribir de la que había disfrutado contra viento y marea durante casi toda mi vida, la que nadie, excepto yo mismo, había logrado quitarme. Tenía que poder volver a decir de mí mismo que era escritor, y no un saltabalates alcoholizado que no sabía ni dónde tenía el culo; tenía muchísimo que demostrarme a mí mismo. El dinero era solamente un instrumento, no un fin. Pero aquello de ganarme la vida jugando sonaba deliciosa, abruptamente tentador. Al fin y al cabo, era otro camino. Era una aventura. ¿Y si tenía suerte? Entonces sí que podría empezar a reírme de todos los imbéciles cuyo único lenguaje era el del dinero. Podría incluso ganarme la vida con un negocio propio, sin tener que pedirle trabajo a nadie, sin arriesgarme a no encontrar nada una vez volviese a la Península y tener que acabar refugiándome de nuevo en dondequiera que viviese mi padre, quien en cierta ocasión me dijo, con la mala leche o la lucidez que proporciona el alcohol, que el día que él faltase yo sería un cadáver.
Ya estaba bien de vivir siempre bajo las alas de los demás, de tener que acatar la estupidez y el mal genio y la locura y las reglas de los demás, se tratase de quien se tratase. Ya estaba bien de vivir en un colchón de plumas mientras posaba de perro callejero curtido en mil historias, que era lo que al fin y al cabo casi siempre había hecho. Era una cuestión de dignidad, de amor propio. Y Dios sabía lo dañado que tenía el amor propio. Lo digo sin reservas ni fisuras ni afán de exhibicionismo barato; no conozco a nadie que se haya atrevido a escribir unas memorias sin maquillar, disfrazar, tergiversar, travestir, disimular, embellecer la realidad. Tal vez el resultado sea patético, pero al menos es honesto. Es lo que hay, y punto. Y al que no le guste, que lea a Escrivá de Balaguer.
Tamara ganaba mucho en vaqueros y camiseta. Como era preceptivo, nos fuimos a tomarnos una copa a un bar donde ponían música de los ochenta, abriéndonos paso entre una turba de ingleses que cantaban a grito pelado, bailaban o echaban la pota en las escaleras de aquel dédalo de garitos, con esa discreción tan anglosajona de la que hacen gala cuando no están en su país a la hora de vomitar una mezcla de higadillos y gin tonic, no vaya a ser que los vea la señora Gallagher, la irlandesa del 67 de Pembroke Street, y los acuse ante sus familiares de problemas de alcoholemia. Luego hablamos de la tendencia al marujeo, al cotilleo, al cacareo en España, y resulta que en este aspecto el mundo entero es igual de gilipollas.
No tardamos en besarnos; los dos sabíamos a lo que íbamos, y Tamara tenía más tablas que una cabaña en el bosque. Fue consolador, inmensamente consolador, el tacto de aquellos labios, el olor a perfume de aquel cuerpo, la calidez que a pesar de todo percibía en el fondo de aquellos ojos desconfiados, de aquellos ojos que habían visto, hacía muchos años, cómo unos narcos se llevaban secuestrado a su tío Manuel de su casa de Bogotá. Tamara y sus padres se salvaron de milagro porque lo vieron todo desde la otra acera de la calle. Solamente la policía, los fotógrafos y los periodistas volvieron a saber de Manuel Cifuentes Velasco, cuando lo encontraron en un solar donde proyectaban alzar un rascacielos con los brazos y las piernas destrozados a golpe de mazo, machacados hasta la licuefacción, una múltiple tortilla de extremidades humanas. Caso cerrado. Pocos se atrevían en Colombia a llevar a cabo una investigación rigurosa de cosas como aquellas. Era el pan nuestro de cada día. Tamara y sus padres huyeron del país y se refugiaron en Tenerife, en casa de su abuela materna. Su padre se empleó en un hotel de Puerto de los Cristianos, y Tamara hubo de ver, a los doce años, cómo su madre se iba apagando por culpa de un cáncer de páncreas que acabó por llevársela. Poco después, su padre desapareció de la isla, dispuesto a dedicar lo que le quedase de vida a matarse bebiendo; el dinero se lo procuraba haciendo encargos para gente que quería quitarse de en medio a otra gente que le debía dinero. Y lo último que supo Tamara fue que su padre estaba en la Modelo de Barcelona, condenado a treinta años.
-Luego empecé a trabajar, conocí al padre de mis hijos, me casé y me vine a Lanzarote. Y aquí llevo ya doce años.
-¿Y tu marido?
-Lo maté. Pero salí absuelta; legítima defensa. Era un hijo de puta que me destrozaba a golpes delante de los niños sin cortarse un pelo. Estaba enganchado a la coca. Aguanté aquello durante siete años. No tuve más remedio.
-Joder.
-Anda, bésame. Estás muy guapo con esa americana.
Al día siguiente me desperté en uno de los bungalows del Hotel Corbeta, en Playa Blanca, el mismo donde trabajaba Ernesto, el gallego que me había dicho que las cucarachas eran clientas asiduas del buffet libre y que solo faltaba verlas tomándose un dry martini en el piano bar. El bungalow, rodeado de palmeras, flores y senderos de grava, era confortable; había cocina, nevera, televisión y costaba treinta euros al día; no estaba mal. Me vestí y conté el dinero: unos mil cuatrocientos cincuenta euros. La resaca era medianamente tolerable, pero la espiral ya me estaba llamando. Tamara no se había acostado conmigo la noche anterior, pretextando que sus hijos la esperaban en casa y que al día siguiente tenía que ir a Arrecife a arreglar unos papeles, pero que vendría a verme aquella tarde. Eran las dos y pico. Me fui al bar de la piscina, que estaba relativamente tranquilo, y allí estaba Ernesto, de gafas y camisa hawaiana con floripondios, que era el uniforme que llevaban los que atendían el chiringuito. Rodeado de turistas con pulserita roja, me calcé dos martinis con ginebra antes de ser capaz de articular algo medianamente coherente: un hombre con resaca es como un coche sin gasolina.
-Coño, Miguel. ¿Qué haces aquí?
-Ya ves. Libre como un pájaro. De cliente.
-¿Te despidieron del hotel?
-Sí. Pero no hay problema.
-¿Y estás buscando trabajo?
-Han quedado en llamarme del Rubicón. Mientras tanto, estoy de vacaciones.
-A la próxima te invito yo.
-Thanks very much.
-¿Vas a comer aquí?
-Después de lo que me contaste aquella noche en el Atlantis sobre las cucarachas, tengo mis reservas.
Ernesto –que no estaba solo en la barra- se inclinó hacia mí, confidencial.
-Hombre, igual exageré un poco. Pero es que la isla entera está llena de cucarachas. No has visto las habitaciones de personal de aquí.
-Hombre, he visto las del Princess…
-Es la hostia.
-Ya te digo. ¿Y tú que tal?
-Vamos tirando. Mi mujer se va la semana que viene a Porriño. Le ha salido un trabajo de dependienta en una tienda de muebles.
-¿Y te va a dejar aquí, solo?
Ernesto se encogió de hombros mientras cogía una botella de Martini rojo y otra de Beefeater.
-Para el caso que me hace últimamente… Ella en el Papagayo Beach y yo aquí, sin tiempo para nada, la niña con sus abuelos en Galicia… Cada vez que nos coincidía el día libre o teníamos unas horas teníamos que coger una habitación para estar juntos. Esto es una mierda. Aquí no se puede venir a trabajar con la mujer; es mejor venirse solo. Con la mala suerte que tuvimos a la hora de encontrar trabajo… Si hubiéramos podido entrar juntos en el Princess y nos hubieran dado casa, otro gallo cantaría. Pero las cosas son como son. Es mejor así. Que se vaya a Galicia. Ya volveré cuando pueda… Siempre digo lo mismo. Ya volveré cuando pueda. Y así llevo tres años. Me cago en todo lo que se menea.
-Pues yo no pienso acabar así.
-Pero tú estás solo, Miguel. No tienes mujer, no tienes hijos, no tienes que pasarle dinero a tus padres, no tienes coche. Todo lo que ganas es para ti. En cualquier momento puedes coger un avión y largarte a la Península. Si yo fuera tú, me río de Janeiro.
-También es verdad. Pero no puedo irme con los bolsillos vacíos. No sabes la que me espera si vuelvo con los bolsillos vacíos. Y eso que llevo aquí un mes y ya estoy hasta los cojones. Pero la decisión fue mía. Mi padre no puede ayudarme; el pobre hombre no puede ni ayudarse a sí mismo. Del resto de mi familia mejor ni hablar. Tienen dinero y posibilidades de encontrarme un trabajo, pero no ayudan ni a su puta madre. Y si lo hacen, tardan medio segundo en echártelo en cara.
-Joder, macho. ¿Y los amigos?
-La mayoría están peor que yo. Sin trabajo, con hijos, haciendo lo que pueden.
-Mierda de vida.
-Depende- y le di un trago al martini-. No es tan jodida si te toca la ruleta. Anoche pegué un pelotazo. Y encima conocí a una mujer.
Le mostré discretamente el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de los vaqueros. Ernesto abrió mucho los ojos.
-Coño, qué suerte, Migueliño. Pero qué suerte.
-Y a ver qué pasa hoy.
-¿Vas a volver al casino?
-Igual hoy no, porque esta chavala ha quedado en venir, así que ya te puedes imaginar. Pero mañana sí. Me conformo con sacarme ciento cincuenta diarios como mínimo. Con eso se puede vivir. Y este hotel no es caro.
-Tienes los huevos cuadrados, tío. Ten muchísimo cuidado. En cuanto te vean entrar a diario en el casino, te marcan. Y empezarás a perder. No sabes lo bien montado que lo tienen esos cabrones.
-Ya. Pero la mujer que viene a verme es una poderosa aliada. Como que trabaja allí.
-¿De croupier?
-De camarera. Conoce a todo el mundo.
-Ya. Pero te sigo diciendo que tengas muchísimo cuidado.
-Total. ¿Y qué es lo peor que puede pasar?
-Que esa mujer no sea lo que aparenta.
-Tampoco hay que volverse paranoico.
-Tú no sabes hasta donde llegan los casinos a la hora de quedarse con el dinero de la gente. Camareras y camareros guapísimos, siempre sonrientes, que hablan varios idiomas y con una facilidad espantosa para las relaciones públicas. Y que cobran una pasta, y no sólo por servirte copas en la mesa. No conozco a esa mujer, pero ten cuidado. No te fíes de nadie.
-Anda, ponme la penúltima. Y cóbrate.
Le dejé a Ernesto veinte euros de propina. Subí a recepción, pagué la cuenta de esa noche y dos días por anticipado, cogí un taxi y bajé al pueblo. Estaba eufórico, hambriento, y preguntándome a cada instante por qué la gente tendía a enmarañarse en teorías conspiratorias, en paranoias ribeteadas de estrés y cansancio, cuando tenían la suerte de tener un trabajo y no estar sentados en un sofá mugriento de meados de perro, viéndolas venir como yo en Sevilla, con una máquina de escribir oxidándose encerrada en un mueble y un montón de folios, muchísimos folios, criando moho en un armario, una familia que de verte tirado en una esquina mendigando sin piernas ni brazos pasaría de largo diciéndote “Si quieres masturbarte, háztelo con la boca” o que si te viera de cuerpo presente en la cámara acristalada del tanatorio diría “Por fin ha encontrado trabajo.”, o que si te vieran de pronto casado y con hijos opinarían que probablemente los hijos no sean tuyos, y que a la mujer la has encontrado en un club de carretera. Claro que el pobre Ernesto no sabía nada de todo eso. Tendría, probablemente, esa anticuada concepción de que la familia, por definición, es buena a priori. Al fin y al cabo, sus padres cuidaban de su hija mientras él se hallaba a dos mil kilómetros de distancia, trabajando como un negro, porque en Galicia era más fácil vender droga que encontrar lo que se conoce por un trabajo honrado. En Galicia y en todas partes, pero en fin.
Claro que en ese momento no se me ocurrió pensar que podría tener razón respecto a Tamara, pero era absurdo. Que hubiera casinos que consintieran en prostituir a sus empleados para sacar información a los clientes era más que plausible. Cosas más raras se ven todos los días en este sucio y atrabiliario mundo. Pero yo no era un millonario adicto a las camareras fáciles, sino un hombre solo que había tenido una noche de suerte y que únicamente pretendía echar un par de polvos, aunque fuera con una mujer que decía haber matado a su marido en legítima defensa. Incluso la admiraba por ello. Y también me acojonaba un poco, por qué no decirlo. Cuando una mujer te dice en la primera cita que ha matado a su marido, aunque sea en legítima defensa, lo más normal es excusarse, pagar la cuenta y salir corriendo. Pero yo nunca tuve un pelo de normal.
Comí en el chino del centro comercial, donde no había estado nunca, y luego bajé al Atlantis. Montaña se quedó de piedra cuando le conté lo que me había pasado la noche anterior.
-De puta madre. Pero ten cuidado.
Todo el mundo parecía empeñado en advertirme que tuviera cuidado aquel día. Acabó pareciéndome que vivían todos acojonados, que lo normal era ganar dinero pagando la correspondiente cuota de sufrimiento, aguantando jefes, clientes borrachos que intentaban propasarse, compañeros de trabajo chivatos expertos en puñaladas traperas. Era una especie de moral calvinista pasada por el tamiz de la guasa latina; ganar dinero fuera de la normalidad del trabajo estaba como mal visto, o al menos la mayoría de la gente que conocía en Playa Blanca parecía pensar así. Estaban resignados a una lenta, metódica crucifixión. Era como si ganando dinero en algo que no fuese trabajar te imprimiera el marchamo de la diferencia, como si dejaras de pertenecer a la tribu; era resquebrajar en mil pedazos lo que Nietzsche –a quien ni Dios, por lo que sabía, era aficionado a leer por allí- llamara, en frase esplendente, exacta, afiladísima, el jesuitismo de la mediocridad. Y en el fondo, pensaba, a cualquiera le hubiera gustado hacer lo mismo. Nada tan propio de este país como esa envidia fangosa. Es lo que Juan Goytisolo hubiera llamado una seña de identidad.
Allí había poco ambiente. Me tomé una copa y me fui al hotel a esperar a Tamara. No tenía ganas de rondar sin rumbo por Playa Blanca perdiendo tiempo y dinero, y además, tenía sueño.
Era delgadita, fibrosa, sin apenas pecho pero con un culo hipnótico. Se había traído una botella de ron miel Artemis y unas chinas de hachís. Estuvimos golfeando en la cama con un ansia de ex convictos; me pidió que la enculara, que le diera fuerte, que le susurrara guarradas al oído, y casi hacia el final, que le pegara dos guantazos. Menos mal que me corrí. No me gustan esas historias. Yo no era su ex marido, al que probablemente seguiría echando de menos a pesar de haberle metido veinte centímetros de cuchillo de cocina en las tripas. Probablemente no era consciente de lo que decía; el ron miel y el canuto que nos fumamos antes de lanzarnos el uno sobre el otro en la cama habían hecho su trabajo. No es que yo fuera en la cama ninguna delicada florecilla; me gustaba todo, opinaba y sigo opinando que el sexo ha de ser una epifanía cuanto más guarra mejor o no es sexo, sino gimnasia; pero pegarle a una mujer mientras te la follas está fuera de lugar, aunque sea ella misma quien te lo pide. Por lo menos a mí no me excita nada.
-Qué rico, cariño, qué rico- musitó, desmadejada entre las sábanas sudadas y el humo del hachís.
La invité a cenar en un mexicano; me había dicho que le gustaba la comida picante. Comimos enchiladas de carne y bebimos cerveza.
-Yo te tendría como amante, pero no como marido.
-¿Y eso?- pregunté con una sonrisa a medio camino entre el cansancio y la sorpresa.
-Eres un soñador. Anoche me dí cuenta. A tu edad lo normal es tener una mujer, hijos, una casa, raíces, y tú no tienes nada, Miguel. Dices que lo tuyo es escribir. Pues te vas a morir de hambre, muyayo.
-En este país nadie se muere de hambre, Tamara. Hay que ser un auténtico negado para morirse de hambre. Y sí; escribir es lo mío. Es lo que soy. No soy camarero, aunque conozca el oficio. No tengo vocación de…
-¿De qué?
-De nada. Que no me gusta trabajar para nadie.
-El anarquismo no es nada rentable.
-Ni la hostelería- iba a decir “la esclavitud”, pero no quería ofender a una mujer con hijos que se pasaba diez horas diarias tras la barra de un casino.
-Hombre, yo no puedo quejarme. Me pagan bien. Tengo mi casa, a mis hijos no les falta de nada, el trabajo es cómodo, soy fija en la empresa.
-Y si por h o por b te quedas sin trabajo, ¿qué?
-Sé lo que tengo que hacer.
Era tan distinta de mí como la luna del sol. La conversación fue larga; quería volver a casarse, pero esta vez con alguien podrido de dinero a quien pudiera tener controlado. No era codiciosa, sino pragmática. “Lo que pasado tan mal, pero tan mal de verdad, que ya no estoy para sueños ni romanticismos. Me gusta el dinero. Me gusta muchísimo el dinero. Todo lo que me ha pasado en esta perra vida ha sido por no tener dinero. Si hubiéramos tenido dinero, podríamos haber ayudado a mi madre, podríamos haberla llevado donde fuera para tratarla en condiciones del cáncer que se la llevó, y mi padre no habría huido hacia delante, abandonándonos, para acabar en la Península matando gente por dinero y bebiendo hasta casi reventar. Tú bebes muchísimo, Miguel. Bebes como un cosaco. A mí también me gusta beber, pero no tanto. Acabarás mal. Al casino no conviene que vayas todos los días, porque acabarás perdiendo. Te lo digo yo. He visto a tíos que han perdido su casa, sus negocios, sus BMW, sus barcos, a sus mujeres, a sus hijos. A Nazario Maldonado, que tenía cuatro restaurantes en Puerto del Carmen, me lo encontré hace unos meses tirado por las calles de Arrecife, mendigando. Con la de whiskys de 21 años que le he servido yo a ese hombre, que dejaba propinas de cincuenta euros solo por que se aburría de que la gente fuese tan mezquina dejándole propina a los camareros… Un trapo, Miguel. Un trapo con las manos temblorosas suplicando unas monedas al lado del Charco de San Ginés al que ni sus hijos quieren ver.”
-Yo no pienso acabar así, mujer. No soy idiota.
-Eso espero, por tu bien.
-Tengo mis planes.
-Ya me dijiste anoche. Pero vas a necesitar mucho dinero.
-Estoy en ello.
-¿Jugando? No sabes lo que dices.
-También estoy esperando que me llamen del Hotel Rubicón.
-Miguel, por Dios. Tú y cuántos más.
Yo entendía que Tamara estaba muy castigada, pero no quería saber nada de panoramas apocalípticos. El apocalipsis –un Apocalipsis demorado, mediocre, cutre y maloliente- ya lo había vivido yo en Sevilla y había sobrevivido, y no pasaba nada. Mi fuerza radicaba en mi soledad. Probablemente Tamara, cada vez que se parase a mirar con detenimiento a sus hijos, maldeciría al muerto que los engendró, maldeciría su vida, aquel estar atrapada, obligada a trabajar en el casino para mantenerlos hasta que se hicieran mayores y se buscaran la vida. Pagaba quinientos cincuenta euros por aquel apartamento de noventa metros cuadrados con jardín en el patio. ¿Eso era vida, a pesar de lo satisfecha que me decía que estaba? No era posible decirle nada de esto. Como quien dice, acabábamos de conocernos, a pesar de la franqueza sin tapujos con la que hablábamos, sin circunloquios romanticoides ni añagazas para seducirnos. Que yo era un soñador y un golfo, pues bueno. Era lo que había. Tampoco me veía viviendo con ella. Nunca me han gustado los niños. Tampoco he entendido –y no es egoísmo- por qué la gente se empeña en tenerlos y encima se queja después, cuando llegan las noches sin dormir, los berridos a las cuatro de la madrugada que despiertan hasta al que se ha metido un valium con leche antes de acostarse, las visitas a urgencias porque el crío tiene dos décimas, el arte de cambiar pañales ungidos de mierda varias veces al día, las exigencias de una Play Station a los cuatro años y de un ordenador con Internet a los siete y una moto a los doce, las primeras borracheras, porros, rayas de coca, los embarazos no deseados, las palizas a compañeros de clase o a un inválido en silla de ruedas grabadas con un teléfono móvil en un parque, el quemar mendigos en cajeros automáticos, el consentirles absolutamente todo, la educación de mierda que reciben y que los deja sin el menor sentido crítico de la realidad y prácticamente sin saber escribir su nombre sin faltas de ortografía –en la Facultad de Letras de Granada había gente que estudiaba Teoría de la Literatura y escribía con faltas de ortografía en los exámenes; lo vi con mis propios ojos- y con lo que Muñoz Molina llamó acertadamente “una halagüeña papilla mental” como todo bagaje para enfrentarse a la vida, tarea que suele posponerse indefinidamente, más o menos hasta que los padres palman y el hijo, con suerte, hereda la casa. Y si no, a la calle. Hijos. Y encima la poca vergüenza de pasarse toda la puta vida quejándose, en vez de darles una educación espartana: ocho horas diarias estudiando, ocho trabajando y ocho durmiendo, y se acabó la historia, y el que quiera un móvil, o Internet, o un coche nuevo cada dos años, que se lo gane sin chulear a sus progenitores, abuelos o tíos. Esto, al menos –lo he pensado muchas veces- es lo que yo haría, de tener poder. Esto es lo que pensaba, y pienso, de la educación, a riesgo de que los cofrades del buen rollito políticamente correcto me llamen nazi. Lo que pasa es que en el fondo me suda el carajo la niñez, la juventud y el 99% de la humanidad, que está de sobra, incluyéndome a mí mismo, que no soy un modelo de nada. Personalmente, descuartizaría a los hijos de puta de niñatos que quemaron vivo a un pobre hombre que vivía en un pueblo de Córdoba, solo en una casa medio en ruinas. Y pondría a fregar vasos en un puticlub abarrotado durante doce horas diarias al niño de siete años que una tarde de verano entró en el bar de mi padre a pedirme agua y no sé a santo de qué pregunta que le hice –probablemente qué quieres ser de mayor o cualquier soplapollez por el estilo, la mierda niño era el hijo de un buen cliente-, me respondió:
-Cualquié coza meno camarero. Enzeguía vi a zé yo er tío dun bá.
Se conoce que el chaval iba para ministro de Economía.
Tamara no quiso quedarse aquella noche. No podía dejar solos a sus hijos, me dijo, de modo que bajamos hasta la parada de taxis cercana al supermercado y el bar del Gallego y nos despedimos con un beso agridulce, medio beodos, mientras grupos de gente disfrazada pasaban por la calle y de algunos bares cercanos salía música a alto volumen. Ni me había acordado de los carnavales.
No sé por qué me acordé entonces de un aserto de Oscar Wilde, Enamorarse de uno mismo es iniciar un romance para toda la vida. Siempre había tenido la fastidiosa tendencia de pretender enamorar a las mujeres, de tratar de conquistarlas incluso insinuando planes de futuro, en vez de hablar claro y limitarme a follármelas. El problema era que hasta el momento el sistema había funcionado. Era como si prefiriesen, salvo contadas excepciones, las añagazas propias de un seductor de tres al cuarto a la pura verdad. Como si les gustara que les acariciaran el lomo y los oídos antes de dignarse por fin a abrirse de piernas. Por supuesto, yo no estaba enamorado de Tamara, ni nunca podría estarlo. Fui caminando por el paseo marítimo hacia el Atlantis con aquel ánimo medio sombrío. En el fondo yo seguía aferrado al recuerdo de Laura, pienso ahora. Era lo más auténtico que había tenido en mi vida, o tal vez fuese que por entonces, en aquellos años, yo fuese más auténtico de lo que era ahora, cuando sólo me dedicaba a escribir y a golfear, sin angustiarme por la posibilidad de quedarme sin dinero y no encontrar trabajo y verme otra vez reducido a un despojo errante en espera de acontecimientos; no estaban lejanos los días en que iba a buscar comida para mi padre a las Hermanas de la calle Pagés del Corro de Triana, armado de una olla, y me sentaba a comer rodeado –y encima creyéndome muy diferente- de alcohólicos, drogadictos, ex presidiarios, ancianos sin pensión o gente arruinada por los más diversos motivos. ¿Qué era yo, sino un vago, un borracho, un ruinas que ni siquiera escribía, contagiado de aquella desesperanza, de aquel vivir quemando las naves en que parecía consistir la vida de mi padre? Me hubiera avergonzado sin límites, hasta el paroxismo, que alguien como Laura me hubiese descubierto en aquella situación. Levantarse cada día, echarse agua en la cabeza, peinarme y mirarme al espejo y entrar en el salón con efluvios a pis de perro, con arcadas, contemplar el polvo acumulado sobre los escasos muebles, el sofá destrozado cubierto con una manta raída, las chaquetas con lamparones más o menos evidentes que colgaban del perchero de la entrada, aquel espectáculo deprimente de mi padre roncando en su cama, desnudo, con una botella de plástico llena de orines junto a él, la conciencia de que no había otra opción que salir a la calle a buscarse la vida, si es que a aquello podía llamársele buscarse la vida. Y ahora, mientras subía las escaleras desde el paseo marítimo hacia la algarabía de música y voces del Atlantis, con dinero en el bolsillo y dispuesto a quemar la noche, no me sentía mucho mejor que entonces. A aquello lo llamaban madurez.
Tres whiskys más tarde estaba sumergido en el carnaval como una trucha en un río de aguas revueltas, en compañía de Miguel, el cocinero del Brisa Marina, y de Fernando Galaz, un chaval de Burgos que trabajaba en una gestoría, grandullón, rubio, de ojos zarcos y gafas de montura fina, vestido de cardenal, con bonete y todo, mientras a nuestro alrededor la gente se arremolinaba: tíos travestidos, chavalas con plumas y boas y en tanga, guiris con una curda monumental, Tony, el dueño del Atlantis, disfrazado de El Zorro. La música atronaba desde la pantalla gigante de plasma al fondo del bar, donde Shakira agitaba sus caderas con la hipnótica habilidad de una puta consumada.
-Eso es la perfección en una mujer, colegas- dije-. Que te pongan ese coño en la cara y luego ya puedes morirte tranquilamente.
-Pues a mí me va más Jennifer López- dijo Fernando.
-Yo me conformaría con las dos- dijo Miguel.
-Se ve que mal gusto no tenemos-dije.
-¿Sabéis cuando una mujer tiene dos neuronas?- dijo Miguel.
-¿Cuándo?
-Cuando está embarazada de una niña.
Sonreí.
-Mejor que no te oiga Montaña, macho. Te corta los huevos.
-Venga ya, muyayo. Como si ellas no se despacharan a gusto con los hombres. ¿Cómo entretendrías a una mujer durante un buen rato?
-¿Llevándola de compras?
-Dándole una hoja donde pusiese en las dos caras “Dale la vuelta”.
-Joder.
Miguel era así. Una máquina de contar chistes, con preferencia por lo que los ideólogos de la corrección política llamaban chistes machistas. Fue uno de los primeros nativos de Lanzarote que conocí. Trabajaba unas quince horas diarias y luego enfilaba el camino del bar, siempre risueño, guasón, a veces sin quitarse siquiera el uniforme manchado de grasa y oloriento a cocina. Su familia tenía viñedos en San Bartolomé, cerca de Arrecife. Andaría por los cuarenta años y bebía ron con cocacola, reposadamente, con el aire relajado propio de los canarios. Estaba separado y tenía un hijo al que apenas veía. Fernando Galaz, además de ir esa noche disfrazado de púrpura cardenalicia, tenía un aire sacerdotal, casi puritano, como de seminarista. Tenía la oficina en su apartamento, justo enfrente de la parada de taxis donde yo había dejado a Tamara. Hablaba mesuradamente, bebía mesuradamente, admiraba sin mesura los culos y piernas y tetas y caras de las mujeres que nos rodeaban, incluyendo a Mayra, la uruguaya, que servía copas a toda velocidad no muy lejos de la esquina de la barra donde nos encontrábamos. Era curioso; con su aire eclesiástico de respetabilidad, formalidad, me recordaba de pronto que no todo en este mundo eran camareros estresados y maîtres hijos de puta y directores de hotel ladrones. Y me preguntaba qué haría falta para conseguir un trabajo como el suyo, que llevaba a cabo desde la comodidad de su apartamento con vistas al mar, a menos de cien metros de la playa donde José Ángel tenía sus esculturas de arena. Probablemente un título de administrativo, claro. Siempre los títulos; siempre el jodido sustrato burgués que algunos llaman titulitis, siempre aquella frase de Thomas Bernhard según la cual “Desde hace siglos ya no vemos hombres, sino sólo títulos y diplomas”. No me encontraba bien; me excusé diciendo que iba al servicio, pero el servicio estaba abarrotado, como era lógico, de modo que tuve que subir las escaleras del centro comercial, buscando un rincón apartado junto a unos locales en construcción. A unos metros había un amasijo de cartones bajo los que dormía alguien; a su lado había una botella de ron miel vacía. Me sobrevino una arcada y eché, con esfuerzo, media Escocia y parte de México sobre las baldosas polvorientas. Whisky y enchiladas. Y creí oír una voz que me decía: “Muyayo, váyase a vomitar a su casa, hombre.”
Pero nadie había abierto la boca en la soledad polvorienta del pasaje.
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