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lunes, 7 de junio de 2010

LAS OREJAS DEL LOBO

Una de las pocas cosas que le quedaban o que en su momento había recordado traer consigo en la bolsa de viaje o que tal vez inadvertidamente habían ido a parar a uno de los bolsillos de su abrigo era aquella cinta con temas de música clásica –Rachmaninov, Mozart, Bach, Albinoni- que Ángel había grabado alguna vez; tum¬bado en la estrecha cama, un cigarrillo a medio consumir entre los dedos teñidos de un amarillo sucio, un amarillo de abandono, desnudo, con barba de dos días, ojero¬so, Estrada soñaba con el mar-, con terrazas de chiringuitos nocturnos, con whiskys bebidos en compañía de tantas mujeres, con preludios a noches de desenfreno y sábanas sudadas en dos o tres lenguas, con cuentas corrientes prolijas en ceros; ha¬bía estado un par de días sin salir de la habitación, afiebrado. Al volver de casa de Horacio Baena, ya con síntomas de enfriamiento, había rebuscado en su neceser para descubrir con alivio que allí estaba la caja de aspirinas que casi nunca utilizaba, prácticamente intacta, providencial. Dos días en una modorra incómoda, atravesada por escalofríos, la boca reseca, estragada por el tabaco: no había comido nada, a excepción de las pastillas antiácido que habían acompañado a cada nueva ingestión de aspirinas. Ahora sí tenía hambre, pero se resistía a abandonar el maloliente refugio bajo las mantas, a abordar la tristeza de aquellas calles provincianas en exceso, medievales hasta el escalofrío, solitarias y frías hasta lo siniestro: una ciudad como perdida, edificada al azar en medio del austero paisaje de Castilla. Nada que ver con paseos marítimos, con frondosos jardines de urbanizaciones bajo el sol de agosto, palmeras, pinos, hiedra, buganvillas, el toque de la brisa marina sobre la piel escarchada de salitre, el ardiente beso de la arena en planta de los pies al volver al chiringuito de turno para almorzar. Estrada, con los auriculares clavados casi hasta el dolor en los oídos, escuchaba a un VIadimir Ashkenazy que no tocaba el Concierto para piano Número 3; tocaba el concierto de su propia tristeza, la misma de siempre, la tan vieja, tan compañera,, tan inevitable; tenía la cabeza vuelta hacia la ventana, hacia las raídas polvorientas cortinas que la luz de la tarde claudicante agrisaba como con intención de hacer más convincente el decorado; la ceniza de su cigarro estaba a punto de caer sobre la colcha. Pero eso estaba ahora lejos de su pensamiento; cada vez con más frecuencia se entregaba a idea de que su hijo Ángel no había grabado en aquella cinta unos temas lentos de música, clásica que simplemente le gustasen; no: Ángel había grabado en aquella cinta -y en tantas otras- una especie de testamen¬to íntimo, de melancólico legado espiritual, de intento de comunicación. Aquella música era Ángel, era parte del alma de su hijo, era un mensaje, un ayúdame por favor o tal vez no, tal vez sólo era un déjame en paz, quiero estar solo, sufrir solo, morirme solo. Aquel oleaje de notas de piano era la tristeza, la desesperación, la rabia íntima e insobornable de su hijo Ángel ante aquel mundo en el que los dos habían andado siempre como perdidos, como probando, apostando, tentando a la suerte, a tope. Dónde estaría Ángel en aquellos momentos, con qué grado de odio hacia su padre, en qué infierno privado de alcohol, drogas, soledad. Aún le dolía., y cómo, el momento de la separación, cuando casi sin despedirse de él, con un apenas abrazo más por costumbre que por afecto, lo había dejado con su tío Valentín en aquel chiringuito de Costabella, medio borracho de ginebra y sol, comprobando que no soportaba la conversación sobre música que ellos había iniciado más de una hora antes, sabiendo que de alguna forma estaba excluido de ella no porque no estuviese preparado para intervenir de vez en cuando en ella, no por incultura, sino por cansancio. Ángel estaba empezando a vivir al fin y al cabo. Y él se habla marchado con desdén, con un despecho estúpido que dolía ahora mucho más que entonces, des¬pués de darle algo de dinero y de decirle que se iba a Malamuerte a resolver un par de asuntos, a tocar un par de teclas, ya nos veremos, llámame. Adiós, padre. Adiós.
Porque qué gran error el de creer que existe algo parecido a la suerte; o tal vez no; tal vez sí existiera algo parecido a lo llamado suerte, pero de todos modos eso no iba a acompañarlo a uno toda la vida. Cuando se llega a los cincuenta y cinco años y no se tiene un trabajo fijo, una seguridad miserable o algunos ahorros, pensar que la suerte puede seguir acompañándote hagas lo que hagas sea tal vez un gran error. Las orejas del lobo están ahí, a la vuelta de cualquier esquina, en la soledad de una habitación miserable de una ciudad perdida en medio de ninguna parte donde uno se dedica a fumarse tres paquetes de Marlboro diarios con el poco dinero que queda, a fumar y a tirarse la ceniza encima, a contemplar las manchas de mierda reseca encostradas en las sábanas., uno por pura desidia ya ni se molesta en limpiarse el culo como Dios manda, a afeitarse mal y con desgana para ir a ver un supuesto viejo conocido, supuesta tabla de salvación, llamado Horacio Baena, propietario de una fábrica de jamones y embutidos entre otras cosas., al que en tiempos se le pagaron casi tantas putas como whiskys, al que en tiempos se le buscó y encontró trabajo de camarero en un hotel de Fuengirola, cuando aún tenía pelo en la cabeza. 0 mejor dicho pelo en la cabeza y dificultades para pagar el alquiler y una novia preñada de tres meses y la expresión atenta del que está presto al halago, la lengua dispuesta del que no se lo piensa dos veces antes de lamer el culo que corresponda, eso, pensaba Estrada -lo ha pensado tantas veces-, fuese el mío o el de cualquier otro, siempre hay culos que lamer si uno es observador y no tiene un duro en el bolsillo, Ángel hubiera dicho que la vida es irónica, he necesitado cincuenta y cinco años para comprobarlo y mi propio hijo ya lo había descubierto a los veinte, pero en fin, quién es ahora el lameculos, el que no tiene un duro ni en el bolsillo ni en ninguna parte, el que está pensando en vender el coche para seguir fumándose tres paquetes de tabaco diarios y poder comer algo de vez en cuando sea aquí o en Malamuerte o donde toque, tiene cojones, esta vez si que has llegado lejos, mendigando trabajo, ni más ni menos que a Horacio Baena, ahora conductor de Audis de doce kilos y bebedor de Chivas con chalet en la Sierra y apartamento dúplex en la Costa Brava y cinco hijos, no problem, todavía con la misma mujer a cuestas, si es que a Concha se la puede seguir llaman¬do una mujer (ojalá tuvieras tú una). Y tu cuñado Alfonso que deber estar frotándo¬se las manos. Y tu hermana Isabel con ataques de ansiedad cada vez que piensa en ti. Y tu hermana Carmen echándote en cara cada vez que te ve que seas un saltabalates, que no hayas ahorrado en toda tu vida ni dos duros de todos los miles de duros que has ganado, tú muchas camisas de seda y muchos abrigos de ante y muchas copas y muchos viajes y muchos lujos que ya verás, algún día acabarás mal, te lo digo yo. Y ni un puto amigo (¿amigo?) capaz de mover un dedo por tí. Y todos dándote la espalda y mirándote con compasión y sin perder detalle de tus pantalones mancha¬dos de ceniza y tus camisas manchadas de whisky y tomate y tu cara hinchada y mal afeitada, años de gintonics y whisky y gloria, millones de pesetas que te has bebido. Te veo fatal, Pedro. Qué te pasa, Pedro. Y tu hijo sabe Dios dónde, odiándote, sin¬tiendo náuseas cada vez que algo o alguien le haga pensar en tí. Y ese cabrón podri¬do de dinero de Horacio Baena riéndose de ti, dándote largas, cobrándose años de humillación y estrecheces a estas alturas aunque te deba, y lo sabe, la vida. Tanto decir que eres un hombre libre, y en el fondo eres un pobre desgraciado que ya no quiere ni mirar, pero miras, las sábanas de la cama para no ver su propia mierda reseca.



Un par de días sin salir de una habitación bastan para perder la noción del tiem¬po; bastan, también, para tomar la medida de lo que un hombre puede llegar a pen¬sar y sentir estando enfermo y solo, cuando el simple gesto de alargar la mano hasta el paquete de tabaco, hasta el cenicero atiborrado de colillas o el mechero que se ha caído al suelo, el simple gesto de sacar el brazo izquierdo de debajo de las mantas al aire frío de la habitación para mirar la hora en el reloj es como enfrentarse a un mundo, a una vida, donde la palabra: piedad se recibe con una carcajada cínica donde todo es frío, inhumano, desesperanzador, abismal. Cuando ya á ni siquiera te consuela el pensamiento de que es imposible que tu propio hijo te odie durante demasiado tiempo (cómo duele pensarlo siquiera), de que te desprecie, te considere un fracasado que no ha sabido darle qué, qué cosas, si ni siquiera tú mismo lo sabes (cómo duele pensarlo), no, ya no hallas consuelo en pensar que en el fondo tu hijo de alguna manera te aprecia, que sabe ver más allá de tus miserias y es capaz aún de compasión (cómo duele pensarlo, cómo humilla) y de comprensión. Aunque no quiera verte, aunque haga ya dos meses que le hayas dejado primero una dirección y un teléfono y luego otra dirección y otro teléfono, el de esta pensión de mala muerte en el fondo de un callejón de una ciudad cuyo nombre ya te deprime y donde todo, las caras de la gente, la antigüedad de los edificios, la frialdad sombría de las calles y plazas, la majestad rancia y lúgubre de sus monumentos, el acero destemplado del viento de la meseta, parece dispuesto para hacer de tu vida, de la vida de cualquiera, un transitar incómodo, una permanente sensación de vacío que sólo pudieras llenar con dolor. Dolor, pensamientos sombríos, los latidos arrítmicos de tu corazón, pas¬tillas para la tensión, la vida con su carcajada cínica, inmisericorde, tan puta. Cuando ya ni siquiera te mueve la curiosidad de saber en qué acabará todo. Cincuenta y cinco años, solo, burlado, despreciado, vejado, acabado, sin trabajo, sin dinero, una familia qué sólo habla para reprocharte que no hayas elegido su misma forma de vida, que lo achaca todo a que te separaras de Mercedes, a que hayas vivido como te ha dado la gana, con más dinero que todos ellos juntos con sus vidas de trabajo y ahorro, con más miseria también que cualquiera de ellos en sus peores días, de qué te ha servido apurarlo todo a fondo, levántate, haz algo, sal a la calle al menos, muévete, vive, coño, pero no,, aquí paz y también gloria, seguimos fumando y ras¬cándonos los huevos, cómo no, ya has oído más de una vez a tu hermana Isabel llamando a la puerta de la casa de tus padres que indudablemente descansarán en paz a las dos de la tarde con una. olla de garbanzos y tú levantándote en pelotas o envuelto en una toalla mugrienta (con sus lamparones de mierda reseca convenien¬temente repartidos que habrás mirado que has mirado muchas veces con asco o con desgana o con. ambas cosas a la vez a la luz sucia de tu cuarto de bario, luz de telarañas) a abrir la puerta, -tu hermana mirándote con esa conmiseración de la que sólo ella es capaz, mentira, también Ángel es, ha sido capaz de mirarte con esa mirada, esa mezcla de conmiseración y desprecio., en el fondo Ángel siempre ha sido capaz de todo, nunca fuiste capaz de imponerle respeto, cómo imponerle respeto a nadie cuando te pasas el día bebiendo y fumando y arruinando negocios y a veces mirando el culo de tu hijo con algo más que curiosidad, digamos que con la polla dura, sobre todo al verlo salir desnudo de la ducha o esas veces que te metías en su cuarto (por algo tenia la costumbre de echar el pestillo si es que había pestillo por eso se mosqueaba si te oía entrar y estaba dormido de qué te extrañas) para verlo dormir con la polla bien dura y pensar en metérsela hasta el fondo, explotar en ese culo joven y blanco y jugoso no como la cara de tu hermana blanca todo arrugas, fofez, ruina, qué vieja está tu hermana qué viejas están todas tus hermanas más o menos como tú, en ruta ya hacia los sesenta tu hermana trayéndote perolas de gar¬banzos o pollo o verduras cocidas o pasta y tú con resaca y la casa de tus padres comida de mierda ya conoces la historia, te has visto unas cuantas veces en el fondo del pozo, acuérdate de Vargas, cómo te la pegó con lo del restaurante acuérdate de tantos vivales que se lo han llevado calentito, siempre has sido un ingenuo, tu propio hijo de lo dijo un día, tienes demasiada fe en la gente, casi con asco te lo dijo, cómo olvidarlo, ya conoces la historia, desde paraísos a base de mujeres, copas, noches de juerga flamenca, camisas de seda, viajes, hoteles de lujo, presumiendo de conocer a todo el mundo, de tener tantos amigos famosos al fondo del pozo, tu propio pueblo del que tan orgulloso has estado siempre, la soledad en la casa donde tus padres te criaron tus santos padres que indudablemente, ahora descansarán en paz sin llevarse los correspondientes disgustos que ya en vida algunas veces se llevaron por causa tuya como aquella vez que tu madre entró en la habitación hace treinta años, ni más ni menos que treinta años, que tú habías vuelto de París hacía pocos días y agarraste aquella borrachera espantosa en Marbella con tu cuñado Valentín, ya conocías a. Mercedes pero ella no estaba' aquella borrachera que concluyó en un Mustang prestado a ciento sesenta kilómetros por hora, no había ni carreteras en ruta hacia Malamuerte y llegar a la casa, menos mal que no estaba tu padre cuando entró tu. madre a despertarte y te encontró en la cama con aquellas dos francesas, cómo se llamaban, qué importa, has olvidado tantas cosas, has olvidado tu propia vida, pero nunca olvidarás a cuánta gente has jodido y utilizado y engañado, es lo malo de ese negocio, has visto el cielo y el infierno y todo lo demás,, y ahora te jode estar tan viejo, como dice tu hermana Carmen, eres un saltabalates sin un duro y sin trabajo y sin más esperanzas qué las de conseguir otro paquete de tabaco, no importa cómo, tirado en está cama mugrienta, oliendo a sudor y a ojo de culo sucio, hinchado, medio calvo, sin afeitar, con el estómago dando por culo y esperando a que llegue mañana para llamar a Horacio Baena para escuchar lo que ya sabes, que está la cosa muy mala, que, por supuesto, si la cosa no estuviese tan mala ya tendrías trabajo con él, pero el cabrón, llevándote de putas como te llevó la otra noche después de cenar en su casa, que su mujer ni siquiera se acordaba de tí, pero niña, ¿ no te acuerdas de Pedro Estrada? ¿de la época de Fuengirola ?, ah, sí, hola Pedro qué tal, y luego verlos allí cenando sin decirse una palabra, gordos, con canas y papadas, y sin acor¬darse ya seguramente de los días en que no tenían un duro y ella andaba preñada de su primer hijo, y Horacio Baena Iba a verte cada tarde, ¿ está don Pedro Estrada, por favor ? para ver si podías echarle una manita, qué caras de angustia que traía el muy hijo de puta, pero en fin, estas cosas son así, has necesitado cincuenta y cinco años para. comprobar que nadie devuelve favores como ése, que nadie devuelve absolutamente nada, que nadie se acuerda nunca de nada si no le conviene, y que la conve¬niencia se mide dinero ajeno, que todos van perdiendo la vergüenza y la memoria y el pelo y la dignidad, mírate a tí mismo, qué estás haciendo aquí, se te ha caldo la ceniza encima escuchando el adagio de Albinoni pensando en tu hijo otra vez, el grabó esta cinta, cuánta tristeza, todos perdiendo el pelo, la memoria, la vergüenza, la dignidad, Horacio Baena enseñándote su casa y sus tres coches y su jardín con el orgullo del mediocre que tiene lo que no merece siquiera haber soñado lo que debe¬ría ser tuyo ¿ y por qué ? comentándote, entre whisky y whisky, que tiene por ahí una chavala que folla cono dios, joven, buenísima, su mujer en la cocina recogiendo los platos, nunca he conseguido que deje hacer su trabajo a la criada, qué se le va a hacer, ella es así, expeditivo, sonriente, el muy cabrón hinchado como un pavo po¬drido de billetes y pensaste, pues claro que esa chavala folla tan bien, la calidad fornicatoria de una mujer es directamente proporcional -y si de pronto te diera un infarto aquí solo qué- a la cantidad de dinero que uno tenga en el banco, eso lo sabe cualquiera, y si de pronto te diera un infarto aquí mismo en la habitación y no pudieras reaccionar y te encontrara el dueño hecho un fiambre cuando subiera a pedirte el dinero seguramente el hombre pensaría cagoendiósvayacoñazo, ha tenido que diñarla aquí, ya decía yo que este hombre no tenía buen aspecto, y si te diera un infarto mañana en el bar de la esquina al llamar por teléfono a Horacio Baena, todos mirán¬dote, una ambulancia que no llegaría a tiempo, y si te diera en medio de una calle por donde no pasara nadie o cagando o conduciendo nadie sabría quién eres ni de dónde vienes, cuánto tardarían en localizar a tus hermanas si te tomaras la molestia de localizar a tus hermanas, se muere mucha gente desconocida por allí y a nadie le importa, nadie se molesta en indagar quién es, quienes son, nadie va a ponerles esquelas de dos páginas en el ABC a esos mindundis que se mueren por ahí, a todo el inundo le importa una mierda que tú te mueras incluido tu hijo, incluidas tus hermanas, ¿ no?, deja de fumar, tómate las pastillas para la tensión, estás sudando, estás muy nervio¬so, tranquilízate, pégate un duchazo caliente y sal a la calle, no, seguimos fumando.

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