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lunes, 24 de mayo de 2010

MASCOTAS

La casa tenía la suntuosidad de quien vive más bien ajeno a preocupaciones económicas. Era un ático junto a la plaza de España, un ático enorme y lleno de gatos que paseaban con la despreocupación de generales de brigada sobre terreno ya conquistado. Los muebles eran de maderas nobles; las luces indirectas; el balcón estaba lleno de plantas y flores, la cocina, donde Mario había dejado las bolsas de la compra en compañía de Silvia, era del tamaño del apartamento que el músico compartía en la calle Toledo con otros dos amigos. Había cuadros en las paredes; Picasso, Dalí, Velázquez, Goya, Chagall, todos en excelentes reproducciones.
-¿Cerveza, vino, champán?
-Una cerveza estaría bien- dijo Mario.
Ella estaba atareada en la cocina. Mario se dio cuenta de que en una de las paredes del salón había colgada lo que sin duda alguna era una Fender Stratocaster. Los gatos paseaban con parsimonia por el suelo de moqueta, observándole. Había una biblioteca enorme en dos de las paredes; volúmenes de todo tipo, muchos de ellos encuadernados en piel, tal vez primeras ediciones. Era la primera vez que Mario veía una casa así. Era músico de estudio, y no precisamente aficionado al lujo. El mayor lujo que concebía era llegar a fin de mes, como sus compañeros de piso. Tenía treinta y siete años y había empezado, como tantos otros con no tanta suerte como él, tocando en la calle y en bandas de barrio. Se defendía pasablemente bien y tenía excelentes relaciones con algunos productores. Compartía piso con Villegas y Berri por una simple cuestión de economía doméstica. Cualquiera sabía que Madrid era un monstruo que lo devoraba todo, empezando por las nóminas de familias de clase media que no llegaban a fin de mes ni en metro. Su ex mujer, Luisa, lo sabía bien; le había abandonado por un funcionario de Hacienda hacía unos años aduciendo que necesitaba estabilidad económica, cifras fijas en una nómina a fin de mes. Pero hacía tiempo que no sabía nada de ella; tal vez estuviese viviendo en una comuna hippie de la provincia de Cádiz a aquellas alturas, disfrutando de la estabilidad económica que su funcionario de Hacienda no había sabido darle.
En cuanto a Silvia, a la que había conocido hacía un par de días después de un concierto, lo tenía extrañado. El no era una primera figura, sino solamente el bajista de un grupo de cierto éxito. Pero ella afirmaba que sentía admiración por él; de manera que habían acabado por liarse. Silvia decía ser diseñadora de ropa, era morena y pálida, con los ojos muy negros y un cuerpo esbelto y manejable, un carácter aparentemente dulce y vivaracho, y era evidente que tenía dinero y vivía bastante bien. A sus treinta y siete años, Mario ya no tenía ganas de aventuras de una sola noche ni de polvos salvajes en garitos de rock & roll con chavalas hasta las cejas de cocaína. Prefería affaires más sosegados, una buena cena, una tarde escuchando música o yendo al cine, noches más tranquilas en una buena cama. Y eso era lo que aquella mujer parecía prometer.
-¿Qué te parece la casa?-preguntó ella al cabo de unos instantes, mientras regresaba de la cocina con dos copas de champán y un plato de algo que parecían ser entremeses de salmón rellenos de gambas y pimientos del piquillo.
-Muy cómoda y muy agradable.
-¿Te gustan los gatos?
-Sí, claro.
-A lo mejor te parece que hay poca luz.
-No, está bien así- dijo Mario.
-Es que tengo un poco de fotofobia. Tengo que salir a todos lados con gafas de sol. Es una verdadera lata.
-Vaya por Dios.
Ella se sentó en un amplio sofá de piel junto a él. Olía a perfume francés y en sus ojos zarcos parecía haber una perenne sonrisa luminosa. Tenía unos pies pequeños, cuidados; se había desprendido de los zapatos de tacón y los muslos le quedaban marcados bajo los vaqueros ajustados. Era encantadora y mimosa como uno de los gatos que en aquel momento paseaban por allí, rondando la mesita baja con las bandejas y el salmón.
-¿Cuántos gatos tienes?
-Tres. Aparte de un terrario lleno de tarántulas.
-¿Tarántulas?
-Sí; me encantan. Lo malo es que tienen cierta tendencia a devorarse las unas a las otras, por eso el acuario está dividido en compartimientos. ¿Te parezco rara?
-Mujer, pues muy normal sí que no es.
En realidad aquello añadía una nota un tanto siniestra a la velada. Mario bebió un trago de champán y sonrió. . Ella lo miraba fijamente. Sabía que había gente acostumbrada a comprarse bichos raros, pero nunca había conocido a nadie que tuviese afición por las tarántulas. Le parecían unos bichos repulsivos. Era como si hubieran sido creados exclusivamente para aterrorizar a la gente. Ocho, patas, ocho ojos, pelo por todas partes. Y sin embargo nada denotaba algo siniestro en la apariencia calma y educada de aquella mujer, sino todo lo contrario. No quiso preguntarle en qué habitación de la casa estaba aquel terrario. Como mascotas, le bastaba con los gatos, con aquello que solían tener de misterioso, de distante, casi de brujeril. Mario era un hombre realista, pero siempre había pensado que en los gatos latía algo extraño; todo lo que no tenían los perros.
-¿Te apetece oír música, Mario?
-Claro que sí.
-¿Jazz, por ejemplo?
-Me parece perfecto, guapa.
Probó uno de los canapés mientras ella se levantaba a conectar el equipo de música. Era curioso que tuviese además una Fender Stratocaster colgada en la pared. Ella le había dicho que no tocaba la guitarra, ni ningún otro instrumento. Cuando poco después ella volvió a sentarse y dio un trago a su copa, le preguntó por la guitarra. Ella le dijo que había pertenecido a su padre, quien sí se había dedicado a la música. De hecho, le dijo que él, Mario, le recordaba mucho a su padre. Empezaron a sonar los acordes de un tema de Bill Evans, Here`s that rainy day. Música de piano, relajante, perfecta para crear ambiente. La noche anterior se habían quedado en un hotel, un poco pasados de copase pero con la serenidad suficiente para recordar que, al día siguiente, todavía se atraían el uno al otro, que no se habían convertido en dos perfectos extraños deseosos de levantarse de la cama y largarse a donde fuera. Ella era divertida, ocurrente, sabía escuchar a un Mario que en cualquier caso nunca había sido una persona demasiado habladora, defecto que su ex mujer siempre le había achacado, como si la discreción fuera una virtud negativa en un mundo donde por regla general la gente tendía a hablar más de la cuenta, y casi siempre para decir estupideces.
Mario empezaba a sentirse muy relajado, y ahora Silvia se había acercado a él y empezaba a besarle con lentitud. Era ciertamente como uno de sus gatos; mimosa, sensual, dulce. Un pequeño milagro que no tenía nada que ver con casi ninguna de las mujeres con que el músico se había ido a la cama en los últimos años, generalmente histéricas que lo único que pretendían era sexo duro y nieve a espuertas en habitaciones de hotel de cualquier ciudad, cuando tocaba irse de gira con algún grupo y Mario no disfrutaba de la tranquilidad de volverse a su pequeño piso de la calle Toledo con sus compadres Villegas y el Berri después de una sesión de estudio. A alguna hubo incluso de echarla de la habitación del hotel, como aquel año en Zaragoza, después de que se dedicara a destrozar contra la pared todo el contenido del minibar porque afirmaba, a grito pelado, despeinada y medio en pelotas, como una Hermanita de la Caridad, que habían' intentado violarla. "Hija de la gran puta. Y eso después de chupársela a Jordi en el camerino.", había dicho Jose María, el batería del grupo. "Estoy hasta los huevos de estas histéricas que nunca se acuerdan de donde se han dejado tiradas las bragas."
En la cama, más tarde, todo fue demoradamente dulce. Silvia parecía haberse quedado dormida cuando Mario se levantó a la cocina en busca de un vaso de agua fría. Hacía calor; dos gatos dormitaban en uno de los sillones, un persa azulado y otro enorme, color canela, que ni se inmutaron ante la presencia del hombre desnudo que pasó junto a ellos. El ático era enorme, y a Mario le había entrado un prurito de curiosidad morbosa; quería ver el terrario donde Silvia decía tener las arañas. ¿Sería aquella habitación del fondo, a la izquierda de la cocina?
Bebió un gran vaso de agua en la espaciosa cocina. A través de uno de los ventanales, medio cerrado --era curioso el grado ,de casi permanente penumbra que reinaba en toda la suntuosa amplitud de aquel ático- llegaba el tráfago, muy amortiguado, de la Plaza de España en su esquina con la Gran Vía. Estaba rascándose la cabeza, de pie y descalzo en el suelo de mármol de la cocina, pensando en que en un par de días tenía una cita en el estudio con Jorge Drexler para levara cabo unos arreglos, cuando se decidió por fin. Nunca había visto un terrario lleno de arañas, y sobre todo, nunca se le habría ocurrido que una mujer tan aparentemente dulce como Silvia pudiera tener aquella afición por los arácnidos gigantes.
Efectivamente, estaba en la habitación del fondo. Debía medir unos dos metros de largo por uno y veinte de altura, y estaba repleto de arañas del tamaño de una mano humana. En la habitación hacía aún más calor que en resto de la casa; debía estar climatizada. Pero no solo había arañas allí. En otro terrario empotrado en una pared, junto a unas macetas con troncos del Brasil, también había una serpiente pitón, enroscada sobre sí misma y cuya cabeza debía tener el tamaño de un platillo de batería. Aquello era alucinante. Era como una selva en miniatura. Las arañas eran enormes y se movían con lentitud. También había iguanas, y en otro terrario algo que parecían escorpiones, y un montón de ratas que parecían destinadas a la alimentación de aquellos animales.
No vio venir a Silvia con un mazo en la mano, sigilosamente, a sus espaldas. Lo penúltimo que sintió fue el impacto sordo en su nunca.
Cuando se medio despertó, estaba atado de pies y manos, embutido en el gigantesco terrario de la pitón, que ya había empezado a tragar. Notaba una horrible succión en torno a sus pies desnudos, a sus tobillos. Quiso gritar, pero se lo impedía una mordaza cuyo sabor se parecía mucho al de unas bragas usadas.
-Lo siento, amor, pero mi Princesa tiene que comer- dijo Silvia, sonriente y desnuda
Una tarántula negra y marrón se paseaba por su brazo izquierdo.

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