A Agustín, un tipo feo como un perro callejero cubierto de polvo y drapeado de garrapatas, medio calvo, delgado, borrachín, pero generoso como una brisa nocturna de verano y atento como una puta que todavía no ha cobrado la primera tacadilla del día, lo conocíamos del bar Las Palomas, cerca de la plaza de Pío XII, donde solía acudir un rato por las mañanas y otro por las tardes, hacia la caída del sol, cuando empieza a refrescar un poco el puré de patatas espeso, luminoso, casi compacto, que es la atmósfera estival en esta bendita capital andaluza del paro vocacional, el señorito tieso con traje de Armani, los cofrades puteros y rezadores y el trincón esquinero socio de un conocido de un socio de algún conocido del alcalde. Debía andar por los cuarenta y cinco años, aunque aparentara sesenta, y era de origen más o menos incierto: familiares en Jaén, familiares en Madrid, familiares en Sevilla; su madre era de aquí, nos contó, una tarde a Hussein y a mí entre caña y caña; había muerto hacía un par de años, y él había dejado atrás una vida errática de desiguales beneficios –feriante, recolector de naranja o fresa, camarero, peón en una fábrica de plásticos, fontanero aficionado con más o menos fortuna, músico callejero, en la época en que tocaba la guitarra- para instalarse en el pequeño piso que su madre le había dejado en el barrio. Del resto de su familia, desperdigada acá y allá, apenas hablaba. De hecho, era más bien un hombre de pocas palabras cuyo rasgo de extroversión más destacable fuese quizá su largueza en invitar a unas cañas a los cuatro caraduras del barrio que siempre andaban al acecho como ratas cerveceras.
Al menos, algunos de nosotros le correspondíamos de vez 'en cuando, pese a la poca afición a la charla tabernaria de Agustín, al que ni siquiera –rara avis en este país de fanáticos tanto de la pelota como del peloteo como del pelotazo- le interesaba el fútbol. Ni las quinielas. Ni la lotería. No se declaraba ni sevillista ni bético, y ya se sabe que en Sevilla optar por uno de los dos bandos es más que nada una afirmación de principios políticos. En Sevilla todavía no ha acabado la guerra civil. Nuestras conversaciones, escasas, versaban más bien sobre ciertos rasgos de la condición humana: sobre si el ser humano es básicamente un hijoputa generoso o un generoso hijo de puta, o un verdugo compasivo, o un digno lamedor de almorranas del jefe de turno, o un psicópata buena gente, o todo a la vez y según el día. Como suele decirse, realismo puro y duro.
Fumaba Ducados y comía poco. Nadie sabía a ciencia cierta cómo se ganaba la vida –había quien decía haberlo visto de cocinero en un bar de Sevilla Este, otro afirmaba haberlo visto liado con la chatarra, otro afirmaba que vivía de una pequeña pensión de invalidez, Luisito el del taller aseguraba haberlo visto hecho un pincel y gastando billetes a espuertas en Los Daneses, el puticlub de Camas-; el caso es que soy de los que creen que casi nadie sabe a ciencia cierta, hoy en día, cómo coño ganarse la vida en esta casa de putas/ cortijito de principios del siglo veintiuno que es España. Cada uno hace lo que puede, supongo. Tengo amigos con estudios de arquitectura que trabajan de peones en la obra, y conozco a peones de albañil que traen a la sucursal de La Caixa donde trabajo de cajero fajos de billetes propios de mafiosos y un Rolex de doce mil euros en la muñeca.
En fin, este siempre ha sido, y seguirá siendo, el país del trinque bajo cuerda, el sálvese quien sepa, el contrato basura para el doctor en Letras y el BMW para el cateto de Morón de la Frontera que ha vendido unos terrenos recién recalificados y montado una constructora donde chuparle la sangre a un puñado de inmigrantes que a su vez están encantados de chuparle la polla a Don Paquito. Pura política de hechos consumados. Como la colección de cuernos que me dejó Gloria en los cuatro años que estuvimos casados. Pero en fin.
En general, el aspecto de Agustín, aparte de tirando a horrible físicamente, era descuidado. Aunque alguna noche particularmente piadosa de aquel verano, ya casi tocando a su fin, una noche casi fresca, lo vimos aparecer por el bar hecho un pincel, con corbata y una americana azul, como recién llegado de una boda o comunión o bautizo, y acompañado de una mujer morena, no muy atractiva, casi como a juego con él, de acento inequívocamente suramericano y con una increíble mata de pelo rizado recogido en una cola de caballo y unos pendientes de oro del tamaño de un garfio de carnicero. Se bebieron seis cervezas cada uno en la terraza de Las Palomas –yo estaba en la barra, charlando desganadamente con Hussein sobre cualquier gilipollez que ahora no recuerdo-, y luego entraron, ella al servicio y él a pagar la cuenta con un cierto gesto de apresurado nerviosismo, una urgencia que casi nadie dejó de percibir a pesar de la hora, del cansancio del día y de las primeras rondas de cubalibres aparcados en batería sobre la barra del bar y en algunas de las mesas.
-¿Hemos ligao, Agustín?- preguntó Márquez el frutero, con sorna.
-No, hombre. Es sólo una amiga. Voy a acompañarla a su casa- la expresión de Agustín era tan sólo un conato de afabilidad. Se lo veía nervioso, cansado, tal vez incluso harto de aquella tía que ya tardaba en salir del servicio; tardó, en realidad, exactamente lo que se tarda en calzarse unas rayas de la blanca paloma sobre la cisterna del wáter.
"Un putón de La Alameda", pensé. "No creo que Agustín pueda permitirse otra cosa."
Cuando finalmente se fueron, Márquez el frutero me propuso jugarnos un whisky a los chinos. Acepté. Al fin y al cabo, en casa no me esperaba nadie salvo el gato.
-Coño con el Agustín- dijo-. Márquez era gordo, bilioso, sanguíneo, sevillista y medio gilipollas, pero solía perder casi siempre.
-¿Qué pasa?
-No, que me ha extrañao verlo tan puesto, con corbata y tó. Como siempre va hecho una mierda... Y la chavalita esa. De dónde l `habrá sacao, el pájaro.
El siguiente lunes por la tarde fui a tomarme un café a Las Palomas. Estaba todo tranquilo, con Hussein fregando vasos distraídamente al fondo de la barra, Rafael Benjumea leyendo el periódico delante de una copa de Arenas seco y una canción de The Pretenders sonando a volumen bajo por la radío.
-Qué pasa, Rafa.
-Nada, aquí. Intentando no vomitar.
-¿Y eso?
-Que se han cargado a martillazos a una niña de cinco años. Su tío. Después de violarla.
-Jóder.
-Ya ves. Qué alegría.
A estas alturas todo el mundo sabe que este mundo es un puto manicomio abarrotado de psicópatas sedientos, empezando por George Johnnie Walker Bush. Lo realmente sorprendente es que algunos conservemos, muy en el fondo del alma, la capacidad de conmovernos a pesar de las náuseas. Le pedí a Hussein una copa de Terry para acompañar el café.
Sí; lo realmente sorprendente es que esto no haya estallado ya en mil millones de trillones de átomos. Nos lo merecemos. Pero el proceso es lento, al parecer. Hay que irse al carajo despaciosa, morosamente. También es raro que haya gente que conserve algo de fe, de esperanza o incluso de caridad; formas de intentar no volverse loco del todo, instinto de supervivencia mental. Yo que sé. No soy filósofo. Trabajo de cajero en un banco, y por lo tanto veo el trasfondo de mierda, escasez y dolor que hay detrás de cada rostro que se acerca a la ventanilla cada vez que tecleo en el ordenador. No sé cómo se las apaña la mayoría de la gente para sobrevivir.
Hay mendigos que ganan más tirados en las calles del centro. Aquí sólo viven bien los sinvergüenzas, los hijos de puta redomados, la tribu alegre de los cínicos, los lameculos, los chorizos.
. Rafael Benjumea me puso una mano en el brazo. El aliento le olía a cloaca anisera.
-Marcos, ¿te has enterado de lo de Agustín?
-¿Qué ha pasado?
-La bulla que le ha montado aquí una tía, esta misma mañana. A grito pelao. Una sudaca con el pelo largo. Un putón, pidiéndole seiscientos euros a Agustín. Yo no he visto una cosa más fea en toda mi vida. La tía echaba babas como una perra rabiosa. Al final Hussein ha tenido que llamar a la policía, y la tía ha salido por patas. Eso sí, después de arañarle la cara a Agustín.
-Cojones.
-Ruina grande Agustín- dijo Hussein alzando las cejas-. Esa mujer no buena, Agustín, yo dessir la otra noshe. Putas nunca buenas. Putas sólo hacer putadas.
Desde luego, la facilidad de Agustín para meterse en follones no era algo de lo que nos hubiésemos preocupado nunca. Era un vecino tranquilo, un pobre hombre desaliñado que estaba solo como un perro y que nunca se metía con nadie, a pesar de imbéciles como Márquez el frutero, que era la maledicencia encarnada, la guasa sevillana personificada apestando a sobaco pasado de rosca y tinto de verano. Eso sí, siempre a las espaldas de todo el mundo. A mí me decía El banquero. El pobre gilipollas. Creía que yo era rico por el simple hecho de trabajar en La Caixa. Además, me constaba que no se fiaba de mí porque había nacido en Valladolid. Cuando se emborrachaba, quintales de tinto de verano mediante, decía de Rafael Benjumea que era un borracho; cuando estaba sereno, decía que Rafael era un caballero, un señor. Nadie le hacía mucho caso, excepto Hussein, y eso porque de vez en cuando le fiaba las verduras; el negocio no iba demasiado bien, tal vez porque el propio Hussein no era hostelero, sino médico. O tal vez fuese porque aquel barrio era una mierda. Luisito el del taller estuvo una noche a punto de partirle la cara, después de enterarse de los comentarios que había hecho sobre la supuesta perfección del culo de su novia, Mariloli. Una perfección más que discutible, teniendo en cuenta el saco de patatas hipertrofiado que gastaba la niña, por otra parte de lo más simpática. Pero en fin; supongo que la maledicencia es contagiosa, sobre todo viviendo en una ciudad donde se la puede considerar una de las bellas artes.
Unos días más tarde, estaba abriéndole al gato una lata de comida en la cocina de mi casa cuando oí pasar una ambulancia por mi calle, a toda leche. Unos minutos más tarde, sonó el móvil. Era mi compañero Horacio Bárcenas, el interventor del banco, invitándome a cenar en Porta Rossa aquella noche, a las diez, con su mujer y una amiga. Colgué con una sonrisa y me puse la chaqueta; parecía un buen plan. Una amiga, después de varios meses en dique seco. Cualquiera sabía lo que podía pasar.
Serían las siete y media de la tarde cuando bajé al bar de Hussein a tomarme unas cervezas para hacer tiempo. En la calle hacía fresco y había un pequeño atasco de tráfico en dirección a la Plaza de Pío XII; coches por todas partes, algún que otro inevitable pánfilo haciendo sonar el claxon y cagándose en todos los muertos de todo el mundo. Resultó que era la misma ambulancia que había oído pasar unos minutos antes. Estaba parada frente al portal de Agustín. A los cinco minutos –Las Palomas estaba aquella tarde sorprendentemente abarrotado; incluso me sorprendí de ver a Chelo, la mujer de Hussein, sirviendo cervezas como una loca, máxime cuando todos sabíamos que ella odiaba aquel bar- ya me había enterado de que el pasajero de la ambulancia era Agustín. Un chaval ucraniano al que había permitido dormir en su casa lo había empujado por las escaleras, eso sí, después de intentar robarle. La policía lo había trincado en una calle cercana; por lo visto, iba con la ropa ensangrentada, después de que Agustín le partiese en la cabeza un florero de cristal.
-Pero quién le manda a este hombre meter gente en su casa- dijo Luisito el del taller.
-Es que no se puede ser tan bueno, coño- dijo Pepe Vera, el taxista.
-Agustín siempre buscar ruina grande, gente mala- dijo Hussein.
-Me cago en los muertos de los rumanos- dijo Manolo, el jubilado de la Cruzcampo (y ahora accionista honorario, más que nada por lo que bebía).
-Que no era rumano, Manué. Que era ucraniano- dijo Pepe Vera.
-E iguá. La mimma mierda.
Como una semana más tarde, tuvimos en la sucursal uno de esos sucesos pintorescos que nunca ocurren en este país de tan saneadísima economía, al decir del presidente del chiringuito. Una de esas cosas que nunca pasan en España: un atraco. Nueve mil quinientos euros que pasaron sobre el mostrador mientras un encapuchado me metía por la nariz una recortada del 12. Una maruja tirada por el suelo sin soltar la bolsa de la compra, naranjas rodando por el suelo y Bartolomé Garrido, el director, con un ataque de ansiedad, encerrado en el servicio y llamando a gritos a su mujer por el móvil para que le trajera unos pantalones limpios: se había cagado encima y además, tenía diarrea. Cuando por fin todo acabó, me fui directo al bar a meterme entre pecho y espalda varios whiskys solos. Era la primera vez que alguien me encañonaba. Decididamente, el de cajero es un trabajo de alto riesgo. Solo que sin andamios.
Agustín acodado en la barra, sollozando delante de una copa de anís. La cara llena de moratones. Un tobillo torcido. Eso había sido todo. Aparte de eso, y por primera vez, vi un carro aparcado junto a la acera, junto al Ford de Hussein. Un carro de chatarrero. Era de Agustín. Cartones, hierros, bolsas de plástico llenas de cualquier cosa.
El hombre tenía un aspecto lamentable. No hablaba. De vez en cuando, sacaba un pañuelo como un mapa de pesadilla del bolsillo de la camisa y se sonaba los mocos pertinaces y mascullaba:
-Hijo de puta. Hijo de la grandísima puta.
A mí me temblaba hasta la corbata recordando el episodio de aquel mediodía, el olor del cañón de la escopeta impregnando hasta el último rincón de mi conciencia, el ataque de taquicardia mientras metía fajos de billetes en una bolsa de plástico, los ojos fríos como diamantes del atracador fijos en mí, el odio metódico, glacial, insano, que traslucían. Y las preguntas de la policía minutos después, tarde ya, cuando los dos sujetos habían conseguido huir. La policía, siempre puntual. No sé quien fue el gilipollas que escribió, en un artículo que aún recuerdo, que son los únicos que nos protegen de los lobos.
Y una mierda.
-Hussein.
-Dime, Marcos.
-Ponle a Agustín una copa. De lo que quiera.
Agustín se limitó a levantar ligeramente la mano derecha en señal de agradecimiento. Luego cogió otra vez el aquel pañuelo surrealista de mugre y volvió a sonarse los mocos. Era la viva imagen de la derrota.
No sé por qué, en ese momento se me vino a la cabeza la imagen de un corazón reventado sobre el asfalto. Un corazón reventado que sin embargo aún latía, mientras los coches pasaban a toda velocidad por la autopista, camino de no se sabe dónde, de no se sabe qué. Latiendo en un charco de sangre bajo el cielo plomizo sobre la autopista, sobre cualquier autopista.
Agustín se bebió la copa de un trago. Lo imité. Más tarde, recuerdo que desperté en su casa, en el sofá milagrosamente despejado de su casa, rodeado de basura y cachivaches, toneladas de basura y chatarra y objetos extraños, con una resaca como una catedral y el pulso latiéndome dolorosamente en las sienes. Agustín dormitaba en un sillón, roncando, con la baba escurriéndose de las comisuras de su boca sobre el mentón mal afeitado y los rasguños de sus heridas.
Olía a perro muerto, a miseria adensada hasta el delirio.
Sobre la mesa había un manuscrito bastante grueso, de letra prolija y menuda, una botella de Dyc casi vacía, un cenicero abarrotado de colillas, un billete de cincuenta euros que supuse le habría dado a Agustín en algún momento de la tarde anterior con extemporánea generosidad de borracho. No recordaba casi nada. Hussein rellenándonos la copa y yo ronco, perorando interminablemente sobre las injusticias del mundo, gente mirándonos de soslayo, Márquez el frutero, Pepe el taxista, Luisito el del taller acompañado de su cariacontecida novia, Mariloli. El barrio en pleno, disfrutando del espectáculo.
Miré el reloj: las tres de la mañana.
Y me acordé de mi ex mujer mientras me levantaba trabajosamente, buscando el servicio entre aquel laberinto de basuras, con la sana intención de vomitar, mientras Agustín seguía roncando. Y tropecé con su guitarra, y casi me caí.
Sublime. Si aprecio algo de lo que leo en este estercolero llamado Internet ese algo me tiene que hacer reir. Y me he reido varias veces...con la consiguiente media sonrisa trágica del final...gracias
ResponderEliminarCreo, que ya te comenté este relato en LDA. Pero bueno, insisto, genial el retrato de personajes, es uno de tus fuertes.
ResponderEliminarUn saludo
Me parece estupendo, la verdad es que me he reído bastante, los personajes fabulosos, tanto Agustín como Hussein sostienen el relato con gran aplomo, muy bueno.
ResponderEliminarUn saludo