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domingo, 30 de mayo de 2010

EL CABESTRO Y MARGARITA

In memoriam Mijail Bulgákov
Se lo había dicho su tía Elena hacía tantos años que le había dado tiempo -aunque no por voluntad propia- a perder casi la mitad de los dientes:
-Nunca pierdas la discreción. Ni aunque te metas a puta.
Y efectivamente, en aquel antro de la calle del Pez todos la tomaban por cualquier cosa, le adjudicaban cualquier oficio –nadie le había preguntado nada, ni el dueño siquiera-, y pocos habían dejado de reparar en su aspecto decididamente miserable; no era fea, sólo desastrada, desdentada, casi siempre mal peinada y peor maquillada, y tenía un niño retrasado e hiperactivo de nombre Miguel, como su padre, interno en un penal psiquiátrico en alguna parte de la provincia de León. Ni siquiera Bibiana, otra de las habituales de la pensión Las Flores, sabía que se dedicaba a hacer la calle mientras cuidaba de que el niño, Miguelito, no se despertara, abriera la ventana y le diera por emular a Spiderman por las mugrientas, ruinosas, sombrías fachadas de aquella callejuela del centro de Madrid.
Se llamaba Margarita Sánchez Aguilar, tenía treinta y un años y decía venir de un pueblo de la provincia de Córdoba, Palma del Río, aunque en realidad se había criado en Écija. Por aquellos días, yo era el único inquilino de la pensión que tenía tratos con ella. Acababa de separarme de Raquel y los niños y estaba en plena mala racha, como suele decirse entre piadosa y eufemísticamente; todavía tenía mi bar en la Plaza del Dos de Mayo, el mismo gracias al cual había logrado adquirir un posición económica casi respetable y a la vez conseguir que casi todo se fuera al carajo entre polvos y mamadas con las dos camareras que trabajaban para mí. Raquel me había hecho seguir por un detective privado; y yo aún no había conseguido averiguar como cojones había logrado fotografiarme desnudo y esposado a una cama en un hotel cerca de Barajas, cubierto de semen y sudor y flujos vaginales y flanqueado por los cuerpazos y melenas oscuras de Laura y Sara, que en ese momento se dedicaban a torturarme hasta el agotamiento con sus lenguas y dedos de los pies. No sé si el muy cabrón se habría pajeado a conciencia mientras tomaba fotos de aquello. Mi vida, por aquellos días, era una mezcla de exultante vida profesional y familiar, y a la vez una adictiva pesadilla pornográfica urdida por aquellas dos vampiresas ninfomaníacas.
Un auténtico desastre, como la vida de la pobre Marga, que me iba desgranando cuando nos veíamos en el café de la esquina, tan destartalado y sórdido como nuestras propias vidas y la mayoría de las calles de aquel barrio bullicioso de puterío, tráfico de drogas, choriceo, botellones y policías haciendo la patrulla del florero –ni me muevo ni hablo ni me entero-. Yo intentaba dejar de beber; me había refugiado en aquel hoyo anónimo, donde nadie me conocía, como habría podido hacerlo en cualquier otro sitio. Pero no me veía recuperándome de mi propia estupidez en una casita de campo alquilada cerca de la Sierra o en un hotelito de Tarifa o de Luarca. Siempre he sido un urbanita; la tranquilidad excesiva, indefectiblemente, acaba por alterarme los nervios.
Intentaba dejar de beber reduciendo paulatinamente las dosis de alcohol mientras Marga, sentada frente a mí en una mesa metálica, consumía innumerables cafés cortados alternándolos con chupitos de orujo; la mirada se le perdía de vez en cuando por las paredes cubiertas de azulejos sucios del bar de Floro, quien a veces, cuando no había nadie –salvo algún borracho perdido en su particular limbo de vino blanco barato o aguardiente-, se echaba un sueñecito tras la barra, casi siempre interrumpido por ataques de apnea, roncando despatarrado en una silla de plástico rojo con su mandil a cuadros grises agujereado por quemaduras de cigarrillos. Floro era otro náufrago, otro pez de ciudad, como hubiera dicho Joaquín Sabina.
-Estoy a punto de rendirme. Estoy que no puedo más. Me voy a volver loca, Ramón- me decía Marga-. Si no fuera por Miguelito...
La mitad de las veces yo no sabía qué decir. La depresión, el cansancio, lo que fuera que me tenía atrapado, me adensaba la mente de laberintos sombríos, de calles sin salida, de escenas absurdas o recuerdos que parecían robados a otro, escenas de la felicidad perdida junto a Raquel y los niños en amalgama con aquella espiral etílico-pornográfica que había acabado arrastrándome. Me había sentido de lo más machote; ahora me sentía como un cagajón de perro aplastado por la rueda de una moto. Era un caso digno de ser analizado en el Cosmopolitan, ese templo del saber femenino contemporáneo, esa Biblia modelna para mujeres sin prejuicios en busca del príncipe azul, o del follador ideal, o del proveedor adecuado de modelitos caros, como Raquel. Nos debatíamos como gusanos en un anzuelo, como bestias atrapadas que paulatinamente fueran perdiendo las fuerzas. El whisky me sabía a jarabe amargo, a pis de gato en el charco de la esquina, y a Marga el café debía de saberle a mierda tamizada, y su boca desdentada –le faltaban todos los incisivos y algunas muelas, cortesía de la última paliza que le había dado su ex marido-era la viva imagen de una desesperanza tan gris como un día de lluvia contemplado desde mi miserable cuarto de pensión.
-Si encontrara un sitio donde llevarlo, una escuela especial para estos críos, yo que sé…
Encendí un cigarrillo, dije:
-A ver si un amigo mío consigue averiguarte algo, mujer. Tranquila, no desesperes.
Eran conversaciones circulares que acababan dejándome moralmente entumecido, postrado ante la pura evidencia de mi propia desgana. Me sentía como una mierda, disperso, ensombrecido como la pobretona luz de la tarde que entraba por la puerta enrejada del bar.
Mi negocio estaba cerrado "por vacaciones" desde hacía unas dos semanas. Tenía algo de dinero en el banco, en una cuenta desconocida por mi ya más que probablemente futura ex mujer, y doscientas llamadas perdidas que había identificado sin esfuerzo; Laura y Sara querían saber dónde estaba, por qué estaba cerrado el bar, qué iba a pasar con sus trabajos. Eso me parecía ahora completamente irrisorio. El abogado de Raquel también estaba buscándome. Mi padre. Mis hermanas. Tal vez incluso alguno de mis hijos hubiese estado tratando de ponerse en contacto conmigo. Pobre José Ramón. Pobre Raúl. Pero, sencillamente, no tenía la presencia de ánimo para conectar el móvil. Claro que nadie desaparece así como así; no me extrañaría nada que en cualquier momento la Policía acudiese a la pensión Las Flores en mi busca. Me sentía tan gilipollas que mirarme al espejo me hacía daño. Y todo por la locura de follarme sin piedad a dos camareras veinteañeras que estaban, eso sí, de portada de revista. El olor de los coños jóvenes, puro ácido para toda la respetabilidad burguesa de un hombre ya cuarentón, casado y con hijos. El rollo de la autoafirmación de la masculinidad a partir de los cuarenta. El aburrimiento que últimamente me provocaba la vida con Raquel, que ya no tenía –hacía siglos que no tenía- el encanto de la estudiante de Filología Inglesa de la que me enamoré y a la que llevé de viaje a Edimburgo pidiéndole dinero prestado a mi padre, porque por aquellos entonces mi sueldo de camarero en el Palace no daba para lujos, ni babilónicos ni anglosajones. Qué diferente era, entonces, al pie de las murallas del Palacio de Holyrood o paseando por Princess Street con un ramo de flores en la mano, o tomándose un cerveza conmigo en la barra de cualquier pub y diciendo que no se enteraba de casi nada de lo que la gente decía a nuestro alrededor en aquella atmósfera compactada de humo de cigarrillos y olor a cerveza y whisky.
Qué diferente era todo, éramos.
-Me voy corriendo, a ver cómo está el niño-dijo o Margarita.
-Hasta luego, entonces.
Margarita sabía muy bien cuando la atención de un hombre, por distraída que fuera, se volatilizaba, y solamente quedaba lo que a ella debía parecerle una mascara de taciturna impenetrabilidad. La vi salir del bar de Floro, casi doblada por el peso del enorme bolso que llevaba, probablemente cargado con alguno de esos juguetes absurdos que solía llevarle todos los días a su hijo y que el niño utilizaba y desechaba con la misma rapidez con la que cambiaba de gesto o de humor. Vivía como una esclava de la hiperactividad de Miguel, chupando o follando por tarifas que no quería ni imaginarme, hecha un adefesio semialcoholizado, a pesar de que bien arreglada y maquillada habría resultado incluso guapa. Yo no entendía nada. La competencia era dura por aquellas calles, había chicas inmigrantes que se llevaban el gato al agua sin el menor esfuerzo, con un movimiento de caderas sinuosas, mostrando piernas de escándalo, culos y tetas y bocas de órdago, pieles de todos los colores. Marga parecía tan fuera de lugar en aquel oficio como un mendigo en una fiesta de gala. Tan fuera de lugar como lo estaba yo mismo, en aquel barrio, en aquel ambiente, oyendo roncar débilmente a Floro tras la barra y contemplando la entrada en el bar de dos niñatos marroquíes en busca de tabaco o algo por el estilo que me dirigieron, por unos instantes, una mirada entre apreciativa y depredadora en potencia; un tipo de-mediana edad, vestido con corrección, sentado a una mesa con un vaso de whisky casi vacío ante él. Tal vez consideraran la posibilidad de atracarme a punta de navaja; al fin y al cabo, muchos de estos cabrones todavía creen que cruzando el mar en patera los espera la tierra prometida, un moderno Al-Andalus donde robar a todo cristo o trapichear como les venga en gana y pasándose las leyes por el forro de los cojones del profeta. A un amigo mío escritor, Juanjo Gallardo, le robaron una tarde, en plena plaza de Santa Ana, el teléfono móvil y la mochila donde llevaba el único ejemplar mecanoescrito, de una novela en la que había estado trabajando casi un año. Lo jodieron vivo, teniendo en cuenta que Juanjo, a pesar de utilizar el ordenador, nunca sacaba copias de seguridad porque se armaba un lío con los disquetes y toda la parafernalia.
"Nunca me he considerado racista, macho”, me dijo en el bar aquella tarde. "Pero creo que voy a tener que replantearme algunas de mis convicciones. ¿Qué coño se creían los moracos aquellos, que llevaba oro en la mochila? Me cago en su puta madre. Y encima mi mujer que no se cree una palabra, que me he dejado la mochila olvidada en algún puticlub de los que tanto frecuento", sonreía, a punto de explotar, mientras yo le servía a una cerveza por cuenta de la casa. "Cojones con las mujeres, macho. Es que no se puede ni salir a la calle. Y ahora, a buscar un trabajo de mierda, en desagravio por el año perdido "garabateando esas locuras". Era mejor cuando estaba solo, y tieso... ¿Por qué tendrán esa obsesión por las pobres putas?"
"Supongo que por una cuestión de competencia", dije. "Al fin y al cabo, suelen ser mucho más baratas, como decía mi abuelo."
Los dos moros compraron finalmente un paquete de cigarrillos y acabaron por salir del bar. Confieso que empecé a respirar algo más tranquilo. No me fiaba ni de mi sombra, y las calles de Madrid están llenas precisamente de eso: de sombras.
Llamar a mis hijos fue una especie de autoimposición. Los echaba de menos, y tenía la certeza de que Raquel no habría perdido ni un minuto, aunque fuese a su muy educada manera, a la hora de inocularles todo el veneno que pudiera contra mí.
José Ramón, el mayor, estuvo sencillamente frío, ausente, embozado en el caparazón preadolescente de la perplejidad. Era lógico. A los once años, nadie puede entender todavía que el tándem papá-mamá siempre juntos y en apariencia felices pueda convertirse en una pista de circo en medio del infierno, en un se acabó para siempre. No hay explicaciones posibles para ahorrarle dolor a un niño de once años. Aunque tarde o temprano tendría que encararme con él, explicarle con un nudo en el estómago que a veces los papás se separan y que pasara lo que pasara él y su hermano tendrían que seguir haciendo su vida, y que yo nunca los abandonaría. El pequeño, Raúl, estuvo más cariñoso.
-Te echo mucho de menos, papi.
Colgué y me tumbé en la cama, mirando al techo, al desconchón con forma de mapa cercano a la esquina de la puerta, al armario barato, desvencijado, a la ventana abierta por la que de vez en cuando llegaba el rugido de un coche, insultos, conversaciones en voz alta en lenguas incomprensibles. Raquel no había querido ni ponerse al teléfono. Seguiría furiosa, lo cual era de lo más lógico, y aquello empezaba a parecerse a una situación sin salida. El mundo debía de estar lleno de imbéciles como yo.
-Cuando uno se casa, Ramón- me había dicho mi padre hacía muchos años, y además tiene hijos, se jode y baila. Se jode y baila hasta que termine la música.
No quería ni imaginarme lo que estaría pensando. Para él, sus nietos eran sagrados. Le era completamente inconcebible que alguien como yo hubiera podido cambiar la tranquilidad doméstica junto a Raquel y mis hijos por una pura explosión de lujuria, pero yo sabía lo que había detrás de aquella opinión tan aparentemente respetable y sensata: si hubiera visto a Laura y Sara chupándose las lenguas tras la barra de mi bar, a puerta cerrada, contoneándose con sus minifaldas, frotándose los pechos con los ojos muy fijos en mí, invitándome, volviéndome loco, haciéndome estallar la bragueta... Sé que hubiera dado la mano izquierda por haber estado en mi lugar. Aunque probablemente se hubiera muerto de un infarto. Esas cosas –después de cuarenta y dos años casado con mi madre- no podían suceder en la realidad. Esas cosas ocurrían solamente en las películas pomo, en las revistas, en lo que él llamaba "libros verdes".
El abuelo de mis hijos, a sus sesenta y muchos años, además de bastante hijo de puta, era de una candidez desarmante. Tampoco hubiera podido entender que con el paso de los años, mi relación con Raquel se hubiese convertido en algo tibio, casi cálido, entrañable pero un punto insípido. La gente cambia; yo había cambiado y ella también. Ni siquiera, en las contadas ocasiones en que me lo había preguntado a mí mismo, me hubiera preocupado que ella pudiese o no tener sus líos fuera del matrimonio, ni si eso podría haber avivado mi pasión, haber hecho saltar las llamas de los viejos rescoldos. Yo, cansado de toda una vida trabajando para huir de la pobreza, que me aterraba, había decidido de pronto tirarme al barro a ver qué pasaba, y aquellas dos chicas colombianas que trabajaban para mí, y a las que sabía ambiciosas, y con novio, me lo habían puesto a huevo. Era mi primera transgresión sexual. Pero no por eso el remordimiento admitía atenuantes. Me sentía mal, y no podía negarlo, pero no paraba de pensar en ellas, en aquellas piernas macizas enfundadas en medias negras, en aquellas cinturas cimbreantes, en aquellos culos jugosos en los que me corría para después acabar lamiendo mis propios jugos mientras empezaban a masturbarme para otra sesión de desenfreno. Hasta el hecho de pagarles un buen plus por sus servicios me ponía caliente; me hacía sentir poderoso. Yo pagaba, y ellas empezaban a lamer, a acariciarme, a besarme, a montarse el numerito lésbico mientras yo me iba desnudando con la polla palpitante y encabritada. Me habían devuelto, o mejor redescubierto, un vigor que hasta entonces parecía dormido. Raquel, en el mejor de los casos, solo se ponía como una monja cachonda cuando le compraba un vestido de diseño, y nunca se había dejado dar por detrás —decía que le dolía mucho-. En cambio, los culos de Sara y Laura eran dos túneles siempre propicios; era a mí a quien acababa doliéndole la verga, y el placer era tanto más intenso cuanto más me dolía.
Y sin embargo, ahí estaba yo ahora, escondido como un conejo, confuso y atacado por los remordimientos en una habitación barata de la calle del Pez mientras los traficantes y las putas discutían en la calle.
Entonces llamaron a la puerta; era Margarita. Parecía, un besugo mal pintado. Tras ella venía su hijo, Miguelito, que no paraba de balancearse sobre los pies, primero sobre uno, luego sobre el otro, como un pequeño metrónomo con las manos a la espalda.
-Perdona, Ramón. ¿Molesto?
-En absoluto. Pasa, pasa.
-Que no quería molestarte. Es que...
-Pero tranquila, mujer. Dime.
-Que se han cepillan a Bibiana.
-¿Cómo?
Entonces empezó a llorar. Hice que pasara con el niño y cerré la puerta.




Uno de los policías que había encontrado a Bibiana degollada en un portal de la Calle de La Palma había dicho algo así como que el tajo que le habían hecho en el cuello no tenía nada que envidiarle al de Ronda. De hecho, casi le habían arrancado la cabeza: en mitad del amasijo sanguinolento podía distinguirse la tráquea, parte de la lengua y el esófago seccionados a lo bestia, como con un hacha mal afilada. El cadáver estaba entre la puerta del cuarto de contadores y las escaleras del bloque; el charco de sangre llegaba hasta la puerta de la calle. Se había dado cuenta la vecina del segundo cuando su sobrino de 11 años había entrado en casa dejando tras de sí un rastro de huellas de zapatillas ensangrentadas en los escalones y el rellano.
-Y encima seguro que tenía el Sida, la sudaca ésa. Ay, Dios mío. Cómo está Madrid. Cómo está Madrid.
-Señora, tranquilícese, cojones.
Bibiana dejaba dos hijos en su Santo Domingo natal, además de una vida itinerante por una madre patria que había acabado por convertirse en la madre tumba; siete años en total, empezando como limpiadora doméstica para concluir como limpiadora de sables.
Claro que yo no podía expresarle esto en voz alta a una Margarita deshecha en llanto, temblorosa hasta el espasmo, abrazada a mí, los dos sentados en la cama mientras Miguelito se dedicaba a hurgar en el cajón de la mesita de noche, revolviéndome, entre otras cosas, la documentación del bar.
He visto llorar a una mujer muchas veces. Tal vez demasiadas. Pero aquella deflagración que se me vino de pronto encima llegaba a resultar casi dolorosa. Margarita olía a perfume barato, a demasiado maquillaje. Tenía unos pechos bastante grandes, bien duros bajo el liviano jersey de lana negra. Noté un principio de erección. No podía evitarlo. Lo que había pasado era de lo más común, tal y como estaba el patio. Podía haberle pasado a ella, a cualquiera. En la pensión, todos se habían enterado de aquello por las noticias del mediodía. Bibiana era la comidilla, lo sería aún por un tiempo. Una chica tan guapa, tan alegre, tan sonriente, tan amable, siempre dispuesta a ayudara cualquiera, a ocuparse del hiperactivo Miguelito mientras su madre salía a buscarse la vida. Diego, el casi siempre malhumorado pero en el fondo muy comprensivo dueño de la pensión, ya había pensado en comprar una corona de flores. No en vano llevaba un tiempo secretamente enamorado de Bibiana, por la que sufría horrores cuando la imaginaba en plena faena con tipos que pagaban en metálico; el mismo dinero que él cogía semanalmente de las finas, tostadas manos de Bibiana.
Era lo que yo llamaría un romántico sin escrúpulos; pero a pesar de ello no se le había ocurrido ofrecerle alojamiento a aquella mulata dominicana de veintitrés años cambio de sus favores. Curioso puritanismo en un hombre que debía haber visto de todo. Tal vez prefiriese la versión platónica del idilio. Al fin y al cabo, no era la primera vez que se enamoraba de una de sus huéspedes.
Esa noche me llevé a cenar fuera a Margarita y a su hijo, en lo que más tarde me parecería el principio de un muy particular proceso de redención. Nunca me he considerado un hombre demasiado compasivo ante la desgracia ajena. Creo que soy más bien un cabrón egoísta con ocasionales ramalazos de altruismo, exactamente igual que mi padre. Exactamente igual que la mayoría de la gente que conozco. Es lo que hay; somos predadores por naturaleza, digan lo que digan los filósofos bienintencionados. Somos una mezcla de lobo y cordero, y sí, efectivamente, la mayoría de las veces el infierno está empedrado de buenas intenciones, como decía un maricón francés de principios de siglo, uno de esos escritores que le gustan a mi amigo Juanjo Gallardo.
Mi padre le hizo en cierta ocasión un préstamo de medio millón de pesetas a un amigo abogado. Como pasaron dos años y el otro no le devolvía el dinero, acabó follándose a su mujer. Con intereses. Estuvo haciéndolo varios meses. Lo sé porque el abogado, Agustín Navarrete Castro, me lo había contado de primera mano una semana después de enterrar a su mujer. Mi madre nunca supo nada.
La compasión, para mí, es una de esas cosas que se desgastan con la edad, y con mucha más rapidez si uno trabaja cara al público.
Cenamos en una pizzería cercana a la Plaza de Olavide. Miguelito se portó bastante bien; solo tiró una vez la copa de vino de su madre y básicamente se dedicó a guarrear su porción de pizza. Luego quiso un helado que no se comió y que acabó derretido en un plato, sobre la barra de mi bar, que abrí durante unas horas para Margarita y para mí, a media luz y puerta cerrada. El niño acabó dormido en uno de los sofás al fondo.
Puse música de los ochenta: Culture Club, Foreigner, Phil Collins. Puse una botella de Glenfiddich de quince años sobre la barra, una cubitera llena, dos vasos anchos de cristal macizo. Cuatro copas más tarde, también puse a Margarita a cuatro patas, apoyada en la barra, y empecé a comerle el coño.
Estaba buenísima.
Ahora, al cabo de tres años, me ha demostrado que es una buena mujer, muy de su casa. Vuelve a tener todos los dientes, Miguelito está en una escuela especial y va al psicólogo todas las semanas; progresa. Vivimos en un pueblo grande de la provincia de Cádiz; vendí el bar y he montado un pub irlandés que ha resultado un éxito. Veo a mis hijos casi todos los meses y durante las vacaciones; Raquel llegó conmigo a un acuerdo económico que no ha logrado, de momento, arruinarme. Cuando me tumbo a su lado en la cama, en mi antigua casa de Claudio Coello, la veo mas guapa que nunca, rejuvenecida, pimpante.
Me gusta ser adecuadamente retribuído a cambio de la pensión que le paso.

1 comentario:

  1. Vaya relato!! es estupendo, no hay mal que cien años dure, ¿ quién dijo que no hay que darle tiempo al tiempo ?.

    Es genial.

    Un saludo

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