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lunes, 26 de abril de 2010

A TUMBA ABIERTA (fragmento)

Por supuesto, una de las primeras cosas agradables que descubrí en Playa Blanca fue que no había ninguna biblioteca en un radio de doce kilómetros, y que en lo más parecido a una papelería que encontré, regentada por un hindú o pakistaní, los únicos libros que había eran guías de las Islas Canarias o las obras completas de Tom Clancy, o Bárbara Wood, o incluso de Iker Jiménez, lo cual era, como bien saben los que creen conocerme, sencillamente apasionante. Lo más exótico que podía encontrar allí, siempre vigilado por cámaras y por los adustos ojos oscuros de aquel talibán de mierda con la boca torcida, era un bolígrafo de diez colores, o clips fosforescentes -¿para qué cojones sirve un clip fosforescente? ¿Para no perder los papeles en la oscuridad?-, o incluso papel reciclado color diarrea por exceso de tomates aliñados, ese que según mi amiga Lola, que era de los verdes de Andalucía, comunista, socialista, republicana, marxista leninista seguidora del alcalde de Marinaleda, recicladora de cáscaras de huevo y de nietos rebeldes –cuando no estaba chupándole la polla al dueño de un bar de Écija al que decía odiar porque me servía matarratas en vez de whisky, pero con el acabó liándose después de que yo la dejara (resultó ser un buen proveedor de fondos, al fin y al cabo ella se ganaba la vida cosiendo fundas de sofá por cuatro céntimos, casi literalmente por cuatro céntimos el minuto)-, ese papel, decía, que habría que utilizar obligatoriamente. Y una polla.
Lo mejor del mundo era el folio en blanco. Lola podía quedarse con las pollas. Y con la bandera republicana. Y con aquel pakistaní, o hindú, o afgano paranoico que parecía tener cien ojos, además de cámaras instaladas hasta en el ojo del culo. Para ser una tienda de souvenirs en pleno paseo marítimo, parecía un búnker con cristales blindados. Eso sí, lleno de gente, de guiris sobre todo –incluyendo guiris de la Península, generalmente conocidos como godos por la buena gente de las Islas Afortunadas-, comprando toallas, bronceadores, cubitos y palas, flotadores, pareos, bañadores, estrellas de mar (de plástico), miniaturas de delfines, tobilleras, pulseritas, mecheros con el Toro de Osborne –con razón España es un país de borrachos de brandy del malo, sobre todo entre los de la vieja escuela: aunque claro, según los canarios Canarias no es España, y ya que están prohibidas las corridas de toros… yo que sé-, tatuajes para niños, sandalias, relojes, miniaturas, collares, quincalla diversa. Nadie parecía andar buscando por allí las obras completas de Dylan Thomas. Y no es que yo buscase las obras completas de nadie, sino directamente algo que pudiera leerse sin tener que sustituir una cerveza fresquita por un bote de Primperan. Pero nada. Me lo había dicho Svetlana, la chica eslovaca que regentaba el cybercafé cercano al bar del gallego; el único sitio parecido a una biblioteca estaba en Yaiza. De manera que me fue virtualmente imposible hacerme con ningún libro. Estaba hasta las narices de releer a Chejov, a Sabina, incluso a Shakespeare en inglés –la primera vez que Jordi vio aquel tocho verde casi se escandalizó-, pero era mejor eso que nada. Claro que apenas tenía tiempo, y siempre estaba cansado, y los días libres estaban, sobre todo, para dar un paseo fuera del hotel, inflarse de copas, contraviniendo todos los buenos consejos que la prudencia me dictaba, y tratar de tirarse algo medianamente potable, cosa que no resultaba tan fácil como pudiera parecer en un supuesto paraíso isleño lleno de extranjeras con ganas de marcha. Ernesto, un conocido que trabajaba en el Hotel Corbeta –donde incluso las cucarachas eran clientes habituales del buffet libre, “falta verlas tomándose un dry martini en el piano bar”, me dijo aquella noche-, me había advertido que las inglesas preferían a los moros porque pensaban que la tenían más grande. La oscuridad tonal de la piel era directamente proporcional al tamaño del nabo en cuestión, lo cual viniendo de una guiri generalmente hasta la bandera de copas es todo un axioma científico; irrebatible, vamos. Había que trincarlas en ajopollo y decirles que eras marroquí, o mauritano, o argelino, para poder bajarles las bragas. Porque si encima eras de Vigo e insistías en que en realidad eras negro, a la guiri se le podía quitar la borrachera.
“Pero ya se sabe, rapaz. Carallo teso non cree en Deus. Y yo ando más quemao que la moto de mi abuelo, que era hippie y fumeta.”
Mujeres y libros, cucarachas hartas de cocktails, las fastuosas playas de Lanzarote, grava volcánica, casas en construcción por todas partes como una vomitona urbanística desaforada en la que trabajaban más ilegales que ladillas benditas en coño de monja de clausura, filósofos gallegos, y un escritor en paro trabajando de camarero en un hotel. Yo más que el judío errante era un jodío currante que vagabundeaba por aquel horror de casas blancas con ventanas de postigos y marcos azules sin la más mínima esperanza de encontrar otra luz que no fuese la de aquel cielo como de otro planeta, la de aquel sol de plomo omnipresente reinando en un cielo oceánico y cayendo sin piedad sobre la pura lava negra de Lanzarote. Había días que la isla me parecía un ataúd; sin duda que lo será, para mucha gente. Incluyendo a César Manrique, que se atrevió con los que no debía y acabó palmando “en accidente automovilístico”. Gloria in excelsis Deo.
Nunca deja de sorprenderme ese cierto grado de ingenuidad que gracias a lo que sea he logrado conservar a lo largo de mi vida. Probablemente es lo que consigue que siga riéndome de todo, empezando por mí mismo, lo cual es el ejercicio más sano que conozco aparte del de aporrear las teclas y follar como un descosido. La vida es muy corta para dedicarse a aporrear a la gente y hacerse pajas, por ejemplo, además de pasársela esclavizado por el trabajo, Hacienda, la familia y los ladridos del jodido perro del vecino a las seis de la mañana, justo cuando uno ha conseguido conciliar el sueño a base de un buen libro, o una buena película, o una buena tajada de irlandés con hielo, sin recurrir al Ansium, al Librium, al Lorazepam, Tranquimazín, Valium, Rohipnol, Orfidal o directamente a la morfina en vena. Cuando uno se dedica, o quiere dedicarse a escribir –hablo del único oficio que conozco-, hay que prescindir de todo excepto de la vida en estado puro, es decir, pura, cruda, monda, sucia, rastrera, puta, cruel, irónica, vibrante, hermosa, sorprendente, azarosa, triste, alegre, sombría, estresante, aburrida, graciosa, tierna, infiel, mentirosa, caótica, exótica, erótica, calientapollas, con los bolsillos llenos o más vacíos que el cerebro de un guionista de televisión al que tuve el honor de conocer, con el que incluso tuve el privilegio de tomarme unas copas, y hasta la epifanía absoluta de llegar a saber que semejante luminaria, que se ganaba la vida con ello, odiaba escribir. El hijo de puta. Julio Valerón, gaditano y cornudo.
Se llevaba los billetes puntualmente, nunca le faltaba dinero en el bolsillo, podía pagar el alquiler, podía comer gracias a la palabra escrita, y encima tenía la poca vergüenza de admitir, ya al filo de la quinta copa, que odiaba escribir porque le parecía el oficio más aburrido del mundo. Claro que teniendo en cuenta la calidad de la serie de Canal Sur que llevaba años pergeñando –una catetada con el típico sabor y olor andaluz de toda la vida-, no podía uno extrañarse demasiado. Un culebrón producido por Canal Sur –al menos el culebrón del que estoy hablando- pierde muchísimo comparado con alguna de aquellas series sudamericanas. Había algunas con un punto tal de surrealismo que podría haberlas firmado un André Breton venezolano. Pero el producto nacional – o nacionalista andaluz, en este caso-, en lo que a culebrones se refiere, acaba sencillamente hediendo a vecindario cotilla, jamón rancio y vinazo revientratripas de la cosecha del tío Manolo, el del pueblo. Julio Valerón, además de indignarme hasta el ardor de estómago, me pareció un soplapollas de primera clase. Por lo menos, me invitó a todo lo bebestible: mis días en Sevilla capital nunca fueron muy prósperos ni rentables económicamente hablando, más que nada porque yo no estaba interesado en una puta mierda, y el hecho de compartir la más absoluta dejadez, miseria y suciedad perruna con mi padre
me había hundido en un pozo negro del que tardé en recuperarme; o mejor, tardé en pillarle el truco, en hacerlo incluso ventajoso. Era como escribir mentalmente, sin coger la pluma o la máquina de escribir. Era ir tomando notas. Era ir viendo en qué clase de piltrafa con ínfulas en cuatro idiomas podías ir convirtiéndote al lado de un pobre idiota obsesionado con el dinero que jamás se había molestado en leer ni media página de las muchas que su hijo había escrito, porque en realidad a él lo que le hubiera gustado era que yo hubiese sido futbolista, un futbolista famoso, podrido de dinero, orlado de tías buenas, con varias casas y American Express Centurión, no un vago en plan romántico que no quería trabajar en nada que no fuese escribir, con lo rentable que es la literatura en este país de vocación entre jesuítica, chapucera y cainita. Y me lo decía un borracho mediocre, esquizoide, con cierta habilidad fantasiosa para el sablazo a pie de calle o de despacho pero en el fondo más tonto que Abundio que había decidido prejubilarse por su cuenta haciéndose el loco ante un tribunal médico para conseguir una pensión de mierda, de la que hasta mi amigo Ángel Villamayor, el mendigo de la Plaza del Cristo de Burgos, se habría reído. Y eso para acabar en un tabuco trianero del que, por supuesto, no pagaba el alquiler. Era preferible invertir en gin-tonics y salchichas baratas, huevos, macarrones. Salchichas, huevos, macarrones. Durante meses. Y yo trapicheando con placas de talego por las calles del centro, vendiéndole hash a un sueco a quince veces su precio habitual, pidiendo prestado a los conocidos para poder darme el lujo de comprar algo de pescado o una lechuga de vez en cuando o incluso El País de los sábados. Éramos dos indigentes, en el fondo. Dos garrapatas que que se alimentaban la una de la otra. Yo todavía no tenía historial bancario –quiero decir la clase de historial que hace que salten las alarmas al teclear tu nombre en un ordenador- y era por eso que mi padre, a veces, me pedía que le rellenara un pagaré –veinte, cuarenta, cien mil pesetas- que era posible que algún conocido suyo le hiciera efectivo. A veces lo conseguía; a veces, incluso había algún dinero para mí. En alguna parte de este mar de páginas he escrito que era el rey del trapicheo; qué coño: los dos trapicheábamos todo lo que podíamos, y si en un caso extremo había que comer en algún bar o restaurante e irse sin pagar, los dos lo hacíamos. Éramos dos extraños compañeros, padre e hijo. También éramos, por qué no decirlo, y tal y como lo expuso un día mi madre, “compañeros de copas”. Otra experta en infiernos, la muy jodida, además de doctora Factum Causa, sin Honoris, en malos tratos psicológicos. Hablando de copas, ella, que era incapaz de volver a casa sin haberse calzado media botella de Rioja y que probablemente no llegaba a sentirse realizada como madre si no nos trataba a mi hermana y a mí como a dos auténticas mierdas, a grito pelado, histérica, exigiendo a voces que fregáramos los platos o que moviéramos todos los muebles del salón para poder sacar la alfombra y llevarla a la tintorería de abajo, a pesar de que la alfombra había salido de la tintorería dos semanas antes, impecable, sin mácula, casi como la cuenta corriente del presidente de la Diputación donde trabajaba y en donde la habían obligado a sacarse el carnet del PSOE. A ella, marxista leninista con modelitos de Versace y snobismo rampante adjunto de buenísima familia de toda la vida, además de otros pecados inconfesables. Por algo me reservo el papel de cura lenguaraz. Nada de ficciones. Son demasiados años de cabreo más que justificado; es la hora de sentarse a la mesa.


Pallarés, alto, rubio, dinámico, enjuto, portugués, jefe de sector, y según mi compañero Jordi muy buena persona, ex-barman del Timanfaya, en la misma cadena, donde Jose Ángel, el escultor de estatuas de arena al que solía ver en los pocos ratos que tenía libres, por la tarde, trabajaba en mantenimiento. Pallarés, que disfrutaba en serio de su trabajo con la autoridad que le confería la chaqueta amarilla, que disfrutaba animándonos en todo momento como un entrenador de fútbol, aconsejándonos sobre como abrir una botella de vino, ánimo ánimo ánimo, sobre cómo cargar las bandejas del buffet caliente sin quemarnos, sobre marcas de zapatos de suela de poliuretano, que se suponía ayudaban a no matarse al entrar o salir del office de la cocina, que siempre estaba húmedo, cuando no directamente encharcado, y del que solía ocuparse un marroquí de mediana edad del que nunca supe el nombre pero al que me dio por llamar Hajj, por la mueca de asco que ponía cuando recién pasada la fregona entrábamos como trombas en la cocina abarrotada donde todo el mundo parecía estar de mal humor, excepto un gordo sevillano con barbas y coleta y una chica con una malla blanca en la cabeza a los que se veía siempre trabajando en el cuarto frío, cortando verduras, descongelándolas, preparando ensaladas, guarniciones, con la sonrisa digo yo que medio congelada en la cara –al gordo de la coleta y las barbas lo hicieron cortarse la coleta, se conoce que la política del hotel no admitía ayudantes de cocina demasiado toreros, y hasta afeitarse la barba, que tenía abundante y poco cuidada –se conoce que la política del hotel no admitía a hippies, libertarios y demás gente de mal vivir, que como se sabe, resultan bastante antihigiénicos, no fuera a ser que un pelo de barba española se le atragantase a un ama de casa de Bradford-
Hajj fregaba y fregaba, fregaba y rezongaba, fregaba y discutía con otros marroquíes que andaban de acá para allá por la cocina, se cabreaba con Chaika, el mauritano, que andaba siempre colocado de porros, y hasta maldijo en una ocasión a Vicentico el colombiano, que llevaba estrellitas de oro en algunos dientes y tuvo la mala suerte de caerse en mitad de un charco de agua con lejía, jodiéndose el uniforme hasta el punto de que tuvo que pedirle permiso a Amador para ir a cambiarse a su habitación. Una chica morena, ecuatoriana, llamada Mayra, que en ese momento estaba esperando junto al mostrador de la bodega a que Jesús le sirviese varias jarras de cerveza, casi se parte de la risa. “Mala puta”, rezongó Vicente. “Puta tu madre”, estalló la otra. Y en ese momento entró el jefe de cocina y dijo, bien alto y claro, que en su cocina el único que gritaba era él, que para eso era el jefe, y que todo el mundo a callar. Me lo contó Jordi al salir al comedor, donde yo estaba retirando platos en el rango seis junto a Mari Carmen, una chavala extremeña que tenía mucho de perro verde y algo así como un punto de monja de clausura, o al menos ésa era la impresión que le daba a Jordi, quien una tarde quiso invitarla a una café en el Atlantis y se encontró con la expresión de una misionera católica a la que le propusiese un polvo algún miembro de una tribu africana perdida. Luego supimos que tenía novio. Todas las mujeres que trabajaban en el hotel parecían tener marido, o novio, o ligue, o apaño, aunque había quien decía que María Isabel, otra colombiana, rubia teñida, hacía sus horas extras con quien tuviera dinero y ganas de deleitarse con sus enormes pechos, su cara de niña golfa y sus larguísimas piernas, que rozaban la perfección. “Dicen que cobra cien euros”, me había contado Eduardo, uno de los dos gallegos silenciosos, el menos calvo de los dos, que solían empezar a trabajar a las seis de la mañana preparando las máquinas del café y de la leche. “Pero claro. Vete tú a saber, chaval. Es intocable. Y nunca trabajó en hostelería. En otras cosas no sé, pero llevo en esto veinte años, y ésa nunca trabajó en hostelería. Se le nota.”
No estaba yo para pensar en gastarme cien euros de aquella manera. Con lo que íbamos rascando de propinas –rara vez más de cinco euros, a veces nada, las más-, teníamos para comprar Coronas rubio, que por aquel entonces costaba setenta y cinco céntimos. Era el único vicio que Jordi y yo podíamos permitirnos; eso, y alguna cerveza que otra fuera del hotel. Hasta que no cobráramos el primer sueldo, éramos como parias. Los colombianos, dominicanos y ecuatorianos solían enviar la mayor parte de su sueldo a sus países. Lo mismo hacían los negros y los moros, salvo excepciones como Chaika, que solía salir casi todas las noches, vestido con una elegante chaqueta de piel clara, y a veces no volvía a dormir a su habitación. Se lo montaba de puta madre, pero solía aparecer por la mañana apestando a alcohol y con los ojos enrojecidos. Era un hijo del desierto mauritano en plena fase de conocimiento de los placeres etílicos occidentales; de hachís debía de saber un rato. Por lo que sabíamos, no había venido en una patera, sino en un vuelo Ámsterdam-Las Palmas, y de eso hacía ya dos años. Soñaba con volver a Holanda; tenía trabajo, amigos, casa. ¿Qué estaba haciendo allí entonces? No podías fiarte demasiado del estado de sus neuronas, pero el chico –andaría por los veintipocos años- irradiaba alegría, se lo tomaba todo a guasa y jamás –excepto ciertas mañanas- se le veía mala cara. Era de un optimismo irrebatible; cuando decía que en Mauritania la vida era mucho peor, pero muchísimo peor que en la peor situación que pudiéramos imaginarnos en España, teníamos que callarnos. Cuando nos mostraba las viejas cicatrices que tenía en la espalda, y nos decía que había empezado a trabajar a los seis años, y que el manejaba el látigo era un campesino de su aldea amigo de su familia –tenía nueve hermanos-, teníamos que callarnos. Cuando nos contaba que acabó buscándose la vida en las calles de Nouakchott con apenas once años recién cumplidos como chapero –había ricos comerciantes que pagaban bien por un cuerpo prepúber en el que ya se adivinaba el músculo, la fibra, la agilidad de una pequeña pantera-, y que fue gracias a uno de estos hombres como consiguió estudiar unos años en una madrasa, adquirir un mínimo de formación, y finalmente salir de su país en un vuelo nocturno a París –había estado sisándole a su benefactor, que lo sabía y lo toleraba, pequeñas cantidades de dinero a lo largo de cinco o seis años- teníamos que callarnos. Chaika era un superviviente, tal vez gracias a su belleza y a su carácter alegre y decidido. El hecho de que un hombre mayor hubiera estando sodomizándolo durante años no parecía haberle afectado. O al menos, no lo dejaba traslucir. Esas cosas eran frecuentes en su país. Esas cosas y otras mucho peores.
“Mauritania es una mierda, pero la echo de menos. Algún día volveré, me casaré y tendré hijos.”
“Pero, ¿no dices que es una mierda?”
“Sí, pero es mi país.”
Un patriota errante; un poco soñador; un golfo del carajo. Todo eso y más era Chaika. También era la prueba viviente de que se podía entablar una cierta amistad con alguien de piel bastante oscura nativo de un país a medio camino entre el Magreb y el África occidental. Al menos, yo lo intentaba. Chaika hablaba también ingles, francés y holandés fluidamente. Decía que su perdición eran las mujeres. Le encantaban las mujeres. Todas las mujeres. Una noche lo había hecho con tres a la vez. Eso nos contó. Inglesas. “Anda ya”, dijo Jordi. Pero no había nada de falsedad en la sonrisa, en los ojos oscuros del mauritano. “¿Eran putas?” “Eran muy putas, sí, amigo. Pero no hace falta dinero para acostar con tres putas. Si están muy calientes, ellas follan un caballo.” Hacía la ronda nocturna por ciertos pubs y discotecas de Playa Blanca casi cada día, y solía estar sin un euro a los pocos días de haber cobrado. Unos días más adelante, nos invitó a salir con él: llevaba hash y una botella de whisky mezclado con cocacola.
Yo tenía tantas ganas de perder de vista el hotel durante una noche que ni lo pensé dos veces, pero Jordi rehusó. “Si yo no bebo mucho. Mañana puedo estar muerto como salga con vosotros.” Y salimos; yo con chaqueta y corbata y Chaika con unos vaqueros blancos y su cazadora de ante. Cuando salíamos por el pasillo nos cruzamos con Román, un palentino de cincuenta años que vivía solo en la habitación contigua, enclaustrado como un monje con uniforme de camarero. Apenas salía del hotel.
“¿Es que vais a una boda?”, preguntó.
Debí de traerle mala suerte a mi compañero de juerga, o tal vez fuese que llevar chaqueta y corbata en un sitio donde casi todo el mundo iba en camiseta y bermudas de día y de noche no pegaba demasiado, pero el caso es que lo único que ligamos fue una media borrachera estropajosa que al día siguiente pagué como mandan los cánones: trasudando alcohol y sufriendo como una mula con un ataque de hidropesía, y Chaika, que no podía estar tan cascado como yo –cuestión de tablas, o más bien de tablaos- diciéndome, guasón, cada vez que nos cruzábamos en el restaurante o en el office: “¿Cómo estás, mon amour?”
Pocas veces he echado tanto de menos tener dieciocho años otra vez como aquel entonces. La mañana fue un metódico paseo a cámara lenta por el infierno; tuve que tirarme de la cama, literalmente. Tenía más ojeras que la gitana de la copla. Las manos, mientras intentaba afeitarme con aquel agua sulfurosa que salía de los grifos y dejaba rastros de sal en la piel, me temblaban; me hice varios cortes. Hubiera dado lo que fuera por un par de lingotazos de algo fuerte. Tenía cápsulas de Ansium, pero sabía que hasta que mi cuerpo no expulsase buena parte del alcohol ingerido no surtirían efecto, y tampoco quería estar dopado a las siete de la mañana. Me metí un par de chicles en la boca y salí junto a Jordi, que no paraba de mirarme con cara de ya te lo advertí, colega. Decididamente, yo ya no tenía edad para hacer el gilipollas. No se puede uno acostar borracho a las tres y media de la mañana y pretender estar medio en condiciones a las siete menos cuarto de la mañana trabajando en un hotel como el Lanzarote Princess. De hecho, todavía estaba medio tocado del ala. Ojalá nadie me oliera el aliento. Recordé que al día siguiente libraba. Al menos, podría descansar, aunque fuese tumbado todo el día en la litera, con algún libro y varias cápsulas de Ansium y cinco litros de agua de la que teníamos que coger a escondidas del comedor. Zebenzuí decía, cuando entrábamos por las puertas batientes del comedor: “Juerguecita, ¿eh muyayo?” “La puta madre que parió a la juerguecita.”, respondí. En el office ya había gente repasando cubiertos, vasos, platos. Hasta el más mínimo ruido me parecía amplificado diez veces. El olor a lejía era insoportable. En el ambiente todo era puro nervio, como siempre, y precisamente todo lo contrario de lo que yo necesitaba. Qué borde es la ansiedad, ha escrito Joaquín Sabina. Jóder que si era borde la ansiedad aquella mañana. Y encima había habido entradas. Y encima, Amador, el maître, estaba de mala hostia por un dolor de muelas o algo así, una de esas cosas que condicionaban el grado de paranoia del personal, que se podía ver de pronto en la puta calle como al grandullón le diera por pagarlo con alguien; rara era la semana que no lo hacía. No tenía importancia. Siempre había gente deseando ingresar en aquella cárcel. Siempre había alguien llamando al despacho de Román, el jefe de personal. Siempre había teléfonos sonando. Siempre había alguien vestido de paisano sentado en el banco de la entrada de personal, fumando nerviosamente un cigarrillo bajo el letrero de PROHIBIDO FUMAR, impecablemente arreglado o arreglada con las mejores ropas que tuviera, esperando el momento de que Amador, o Miguel, o Luisa, o Pallarés, o Andrés, el segundo maître, entraran o salieran para abordarlos con la mejor de sus sonrisas y preguntarles si disponían de medio minuto de un tiempo que para el demandante podía ser crucial, pero que a uno de los jefes de sector o al maître podía directamente negarle: no tenía la menor importancia. Siempre vendrían más. Las puertas siempre estaban abiertas. La máquina siempre estaba funcionando, siempre necesitada de sangre nueva, de combustible renovado, de músculos fuertes y voluntades sumisas, de hombres y mujeres con hijos y una hipoteca, o deudas, o lo que fuese que pagar, o sencillamente con hambre y sin un euro en el bolsillo, o sin tener donde dormir, en una isla en la que la Policía o la Guardia Civil no dudaba en despertar a patadas a cualquiera que hubiese decidido acostarse en la playa, o sobre la grava de un jardín, bajo un árbol. Y había gente en la calle. No muy visible, pero la había. De todas partes del mundo. Sabíamos de una pareja joven de ingleses que habían estado trabajando quince días en el piano bar y la discoteca del hotel: se lo habían robado todo a punta de navaja en Arrecife, incluyendo sus móviles, equipaje, tarjetas de crédito. Y no tenían, o eso decían, familia o amigos a los que llamar en busca de auxilio. Así que pasaron de turistas a currantes, el tiempo justo para poder costearse dos billetes de avión a Londres, de vuelta a sendos trabajos que habían perdido días antes, ya que sus respectivos jefes no parecieron muy convencidos de toda la historia. Y al fin y al cabo, tuvieron suerte. No les habían dejado ni monedas para comprarse dos bocadillos de chopped pork. Imagino que si alguna vez alguien les preguntara si habían estado en las Islas Canarias, su respuesta sería algo así como Fuck off the Canary Islands and fuck off Spain.

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