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viernes, 23 de abril de 2010

LAURA

Y serás condenado al ostracismo por idiotas que se aburren como ostras y serás condenado a la soledad por los que vegetan sumariamente solos y resentidos y bendecidos por la Santa Mafia Vaticana hasta que el hastío los separe y serás condenado al silencio por hordas de afásicos y subnormales que temen alzar la voz para no perder sus migajas de pan y las cuerdas vocales y serás condenado a la desesperanza por optimistas y profetas que confían en la Teta y la Balanza por los que tienen pesetas fe bolsillos chalecos por los que viven creyendo saber vivir por los que lo tienen todo claro por los predicadores del esfuerzo y la constancia y el ahorro por las señoras con cuello de zorro por los que sodomizan a sus hijos y luego se meten con los maricones por los pijopajilleros pujantes por los pesados recalcitrantes por los que te auguran un buen futuro con un dedo metido en el culo por la dulce beata que espera que salgas en televisión con su mística borrachera por el marxista irreductible que ante el fuego de la verdad se mantiene incombustible por el rico y por el pobre por los que predican el anhelo de pureza por el mezquino y el noble serás condenado a saber que cualquier cosa que hagas no tiene importancia alguna que indiferentes son el sol la luna la hormiga la mosca la cigarra la mariposa condenado a saber que nada sabes que nada ha de servirte ni de sobrevivirte salvo la estupidez que no hay puertas ni ventanas ni claves ni clavos ardiendo a donde asirte condenado a ser libre a vivir preso tuya es la carne tuyo es el músculo tuyo es el hueso,
escribía yo en la ardiente madrugada de Madrid, en un cuarto de pensión de la calle Esparteros, contando mentalmente los billetes que me quedaban en el bolsillo y cagándome en los muertos de toda mi familia, en el del bar de la Plaza Mayor que me había servido media ración (¿o debería escribir ranción?) de boquerones rancios, con ruidos de cisternas como trasfondo a la madrugada donde siempre suenan sirenas de la policía, sirenas de ambulancia y voces de sirenas de calle y taconazo pegando gritos destemplados a las tantas de la mañana y voces de chulos en cien idiomas sacando la navaja por un quítame allá unos euros o porque no les gusta el careto del cliente e potencia que ha salido un rato a cazar flores noctámbulas por los aledaños de la Puerta de Sol. Madrid se había convertido en un hervidero salvaje, en el rompeolas (y rompelolas) de todas las Españas, Colombias, Rumanías, Marruecos, Argelias, Egiptos, Rusias, Chinas y demás etcéteras, donde las pensiones tenían portero automático con cámara y algunas patronas o patrones un nueve largo bajo el mostrador que había pertenecido a su marido, policía jubilata que tal vez se dedicase a matar las penas con fulanas y whisky en algún pub de los alrededores. Pero yo esperaba a que llegase la hora en que aparecería Laura, fugada de padres y facultades de Derecho; esperaba la pureza de unas pocas horas de amor, de deslumbramiento, ella recitándome a Shakespeare entre polvo y polvo, que es más de lo que se le puede pedir no ya a la existencia, sino a todo este jodido universo en el que algunos, micropartículas obstinadas, nos empeñamos, nos empeñábamos, nos empeñaríamos en teclear mares de palabras condenadas al olvido, como poco. Esperaba a Laura como quien espera a Dios. Me había convertido en un creyente de sus ojos azabache, de su piel de canela en rama tostadas por soles desconocidos, de su melena pelirroja, de su rostro que a veces me parecía una mezcla entre Maribel Verdú y Julia Roberts –una Julia Roberts todavía no atenazada por no se qué tipo de anorexia o de pura gilipollez de diva consentida-, de su perversa inteligencia, de su sensualidad inenarrable que durante años me condenaría a intentar describirla con palabras sacadas hasta del fondo del infierno.
-Viene usted un poco tocadillo del ala, joven.
-Como hay Dios, señora. Madrid es mucho Madrid, ya sabe usted.
Le había dicho yo a la patrona la tarde anterior, ciego de kilómetros, ansiedad y cubatas baratos y bocadillos de calamares. La madrugada era larga en Madrid. La mañana era un desierto superpoblado en Madrid; el mediodía en Madrid era un laberinto de ansiedades fugitivas por donde yo transitaba pensando en alguna letra de Bob Dylan, the wearyness of walking with ghosts, haciendo juegos de palabras, sintiendo miedo ante las bocas de Metro que encontraba y escribiendo como un desaforado en servilletas que luego olvidaba en el fondo de mis bolsillos, y Laura no llegaba todavía porque aún faltaban horas para la magia, debían, era necesario que aún faltaran horas para la magia, y Granada y mi familia y mi vida anterior flotaban en el fondo de un pozo de niebla a cuyo interior no quería mirar. Aún no era el tiempo de la perfidia, aún quedaban muy lejos los días en que la distancia, la desgana y las horas lentas como arena corrosiva me mostraran el verdadero, los verdaderos rostros de aquella mujer que fue para mi lo mejor que he tenido en mi vida. Rostro de amante fugitivo, vagabundo, fácilmente relegable al olvido, creo que consignaría en alguna página refiriéndome a mí mismo en algún futuro aún apartado.



Entre las páginas de Mientras agonizo, una de sus fotografías, frente al mar, en biquini negro, el cabello al viento de la mañana en una playa de Cádiz o de Levante, nunca estuve seguro. Los pechos pequeños, las piernas perfectas en el sentido griego del término, el pubis hipnótico que me atormentaba cuando lo imaginaba penetrado por alguien que no fuese yo, los pies con que en aquella primera mañana en una pensión de Pozuelo me había frotado la entrepierna sobre los calzoncillos, las manos con que me había aprisionado la verga como estudiándola –era una aplicada estudiante de toda mi anatomía, aplicada hasta el paroxismo-, los dedos con que había reseguido la línea de mi escroto y me había masajeado las pelotas mientras de su piel emanaba un calor oloroso, un vaho sexual, una radiación hipnótica. Desgraciadamente, Harold Brodkey se me adelantó en la descripción de un polvo que duraba unas cuarenta páginas; pero a mí aún me faltaban algunos años para leer a Harold Brodkey. Me faltaban en realidad demasiados años para todo, aunque yo pensara tener la mentalidad de un hombre adulto, y sobre todo la fe del carretero en mí mismo, en mis propias posibilidades y en lo que yo entonces consideraba el amor incondicional de aquella chica que en aquellos momentos llamaba a la puerta de la habitación y entraba con un gorro de lana negra calado hasta las cejas, vestida con una cazadora negra y unos vaqueros azules y una sonrisa que borraba el mundo de vista mientras yo salía a recibirla en calzoncillos. Y me traía un regalo, un paquete de forma y peso sospechosamente parecidos al del libro que habíamos estado ojeando en la librería de la FNAC la tarde anterior y del que yo le había dicho que nada me haría más ilusión que tenerlo: Museo de Cera, de José María Álvarez. Un hombre al que yo había leído en la vieja edición de Hiperión de 1976 o por ahí, prestado por mi tía María José, y que me había descubierto, a través de sus innumerables citas de los más diversos autores, que el mundo de la literatura no conoce fin, y sobre todo, que nunca terminaremos, ni con plena y exclusiva y absoluta y metódica y enfermiza dedicación, de leerlo todo. Tal vez sobre todo porque hay demasiada farfolla que no merece la pena ser leída.
Y luego Laura desnuda en la cama bajo las sábanas, despojada de sus bragas negras, que se había puesto para la ocasión, la melena derramada sobre la almohada mientras yo la penetraba –llevábamos siglos sin vernos, o al menos eso me parecía a mí-, mientras le comía los labios y la lengua, el cuello, las orejas, le sobaba los muslos, el culo, los hombros, la olía con la fruición, con la delectación de una fiera que se está dando el último banquete, los libros olvidados ya sobre la mesita de noche, los pasos de alguien que debía ser el patrón por el pasillo –o tal vez fuese otro huésped de la pensión-, los cigarrillos, el cenicero, mis papeles y un bolígrafo completamente ajenos ya a aquel cataclismo que se estaba produciendo bajo los altos techos encalados de blanco de aquella habitación del centro de Madrid, rompeolas de todas las Españas al que yo había llegado como una ola de lujuria, de literatura, de ansias por vivir y ser vivido, de amar y ser amado como no lo he vuelto a ser jamás, por la sencilla razón de jamás he vuelto a ser el mismo, y de aquel joven ya sólo quedan los recuerdos, y no quiero ni imaginarme lo que será la vida de Laura –si es que sigue viva- en el día de hoy, cuando ya muchos estamos, si no cautivos, más bien desarmados.



La luz sórdida, menestral, mareante del centro de Madrid entrando a través de los visillos, de las cortinas, de lo que fuese, después de un primer orgasmo agitado y brutal en el que a Laura se le dilatan las pupilas hasta casi derramarse por la perfección de sus rasgos de ninfa, me sale la leche hasta por las orejas, mi amor, cómo es posible esto, cómo es posible, yo saliendo de ella con el miembro todavía tieso como una estaca, surgiendo de entre la marejada de sus espasmos como un leño flotante, brotando de entre la fronda de su piel como una llama todavía invicta, de entre la ternura de sus piernas desmadejadas, de entre la ferocidad de sus labios sedientos, como una rosa de fuego entre un prado de violetas, como un jinete de entre una tormenta de arena y sal desparramada, de un pandemonium de olores, como el badajo de una campana derribada por el rayo, mis manos enredadas en el bermejo encrespado de su melena, mis dedos resiguiendo el perfil de su nariz respingona en un aullido de llamas insumisas a pesar de toda la luz sombría del pasado, versos de Neruda acudiéndome a la mente como olas de luz encenegada derrotando en el cansancio viejo de un acantilado. Somos eternos. Laura se vuelve hacia mí y somos eternos, el misterio más viejo del mundo, también el más inconsútil, la más frágil de las visiones, Laura se inclina sobre mí buscando algo en el bolsillo de sus vaqueros caídos en el suelo y la fruta perfecta de su culo atrapa mi mirada en un halo hipnótico, rueda sobre mi polla todavía tiesa, todavía hidrópica de sus jugos, noto su sudor en mi pecho, tengo por aquí hecho un peta, ¿te apetece?, cómo no va a apetecerme un porro liado por las manos de mi pequeña diosa, de mi ninfa lasciva y madrileña, Laura coge todo el material del bolsillo de sus vaqueros y se vuelve y se monta sobre mí, su sexo apretado contra mi vientre blanco que odia cordialmente el sol, contra mi vientre de vampiro nocturno, de Drácula de los whiskies, de Nosferatu de los vodkas con naranja, de Lestat de las cervezas infinitas, mi vientre de poeta de ochenta y seis kilos con el pelo largo y perilla, su sexo es una almeja todavía peligrosa, una flor entre la selva mínima de su pubis negro, una selva no muy abundante pero no por ello no menos tentadora, no menos lasciva, no menos ardiente que todas las noches del mundo en llamas, Laura sonríe con ojos maliciosos entornados chispeantes sonrientes todo vuestro mundo no vale una copa bien bebida/el fuego de la carne/ el placer de una noche, escribió José María Álvarez en algún lugar de ese libro que Laura me ha traído esta tarde, es cierto, el mundo entero no vale nada al lado del privilegio de esta catarsis, de esta emoción que se abre y estalla y se expande en ondas que van tanto hacia el pasado como hacia el futuro, mi vida más reciente se me antoja de pronto un patético recital de poemas muertos mucho antes siquiera de ser concebidos, de ser puestos por escrito, de mancillar el folio en blanco, poemas muertos como abortos de monja preñada a escondidas, como animales yacientes en una carretera secundaria bajo la lluvia en una noche de tormenta con el fuego de los dioses trazando arabescos de rayos en la noche, Laura engoma el papel de fumar y lía el tabaco mezclado con hachís y me pide que le pase el mechero y enciende, es como si la conociera de toda la vida, como si de algún modo hubiera estado esperándome entre los viles repliegues del tiempo, ella opina lo mismo, me dice, dónde estabas, gatito, no lo sé, no tengo ni idea, no tengo ni puta idea de donde estaba, me inclino para meterme uno de sus pezones en la boca mientras ella aspira la primera bocanada de ese humo dulce, de ese humo de los sueños que a mí va a acompañarme el resto de mi vida y es como si se estuviera fumando parte de mi alma, de mi espíritu, de mi psique, qué se yo, esto que llevamos dentro, esto que somos o creemos ser o tal vez ya hayamos sido o estemos siendo, y su pezón sabe a sudor y juventud. A la mierda con todo, me digo, a la mierda con los casposos artículos de Alfonso Ussía, con la Expo 92, con las soplapolleces en verso de Jaime Campmany, con la OTAN, con la Unión Europea, con Estados Unidos, con el PSOE y el PP e Izquierda Unida, a la mierda con la ecología práctica, con la textura y el sabor de la realidad pedestre con olor a calcetín sudado y almorranas resobadas de lametones que es una Universidad, a la mierda con la sangre y el petróleo y los maletines llenos de billetes de diez mil, a la mierda con los fascistas y los anarquistas y los plusmarquistas y los decembristas y los socialrealistas y los posibilistas y los ultraístas y los surrealistas y los dadaístas y los comunistas y los egocentristas y los exocentristas y los economistas y los carteristas y los andalucistas y los catalanistas y los canarios flauta, a la mierda con todo, Laura me pasa el porro y fumo con la delectación y el abandono de un dios que acaba de dejar su lira en el suelo junto a su copa vacía de vino, suena otra vez una cisterna en el wáter al fondo del pasillo, tal vez el patrón del hostal se haya estado haciendo una paja a escondidas de su mujer, que estará haciendo calceta en el salón viendo el careto de Maria Teresa Campos o friendo huevos con puntillas para algún pariente de Burgos que acaba de llegar o diciéndole a un negro que no, que no tienen habitaciones libres, está todo completo, lo sentimos, señor, pruebe usted en el número 23, sí, ahí más abajo, a la izquierda. Fumo y pienso, divago, mientras Laura retrocede sobre mí y se mete en la boca muy muy despacito la punta de mi cipote todavía en estado de guerra, lo lame circularmente mientras mueve el culo con suavidad, se contonea, ofrecida a la pared de enfrente donde cuelga un pequeño y humilde cuadrito con barcos de esos que cuelgan en las paredes de cualquier cuarto de pensión, me acaricia los cojones con la suavidad de sus garras de gata en celo y pienso que la Alhambra es el único sitio digno donde podría llevarla a vivir conmigo, aunque en el fondo me da igual, con tal de vivir con ella no me importaría destripar terrones cada día, robar, estafar, matar, repartir butano, nada, sólo estar con ella tiene importancia, hemos estado dos años sin vernos y nada tiene importancia, el humo del hachís repta hacia el techo como una liana etérea y noto como si me estallara muy dulce, muy mansa, muy quedamente en el interior del pecho una pequeña tempestad de luz y olas y tengo que dejar el porro en el cenicero porque ahora Laura se ha sacado la polla de la boca y se está dando la vuelta para sentarse en mi cara, ofreciéndome el tembloroso abismo de su sexo incandescente mientras no deja de maniobrar con la boca y los labios. Beso sus glúteos atrapadores, repaso con la lengua el ojo de su culo y sus labios entreabiertos y aquello es como el olor de alguna selva perdida en el cielo de los dioses del amor, ella aprieta sus pequeños pechos contra mi vientre de noctámbulo empedernido, de undertaker de la poesía y la prosa, como me llama mi amigo Carrasco, frota sus pezones contra mi piel mientras hundo la cara, el alma, la vida, la eternidad entera en su coño y empiezo a comérmelo despacio, como un higo abierto con toda su miel a la luz del verano, como una tajada de sandía bajo la hijoputesca incandescencia de agosto en un pueblo de Sevilla, como un caqui reventón de jugo bajo las alamedas melancólicas de un paseo de Granada, chupo, sorbo, me relamo, Laura se complace en apretarse aún más contra mí y asfixiarme amorosamente mientras mi verga es un émbolo humedecido que entra y sale de si boca, sus manos cosquillean el interior de mis muslos mientras el porro se consume en el mezquino cenicero sobre la mesilla de la pensión, estoy a punto de estallar pero ella se regodea, se la saca de la boca y la roza únicamente con las puntas de sus dedos mientras susurra a ver esa puntita esa puntita esa puntita y yo por dentro ya estoy empezando a licuarme, es la vieja ceremonia del deseo que está a punto de explotar y de la mujer sabia que sabe como retenerlo, por joven que sea, con esa sabiduría ancestral que muestran muchas de ellas en momentos de supremo alucine como éste, su coño me empapa las aletas de la nariz, el bigote, la barba, las mejillas, los jugos de su coño empapan hasta el último rincón de todos los paisajes de mi vida, de mi pasado envuelto en niebla, de mi futuro que no puedo concebir si no es al lado de esta maravilla de la naturaleza, de esta diosa que anda por la Facultad de Derecho y las calles de Madrid con gorro de lana y botas marrones y cazadora como cualquier otra, pero ya no existe otra, ya no existe ninguna otra, mi glande debe parecerse a la cúpula del Taj Mahal o a la de la mezquita de Santa Sofía y está a punto de estallar. Pero en ese momento Laura se aparta bruscamente de mí, gimiendo, de espaldas, no puedo verle la cara, sólo la melena rizada desparramada sobre su espalda, y de un salto de agilidad felina se sienta sobre mi polla y se la mete hasta el fondo y contrae sus músculos vaginales mientras mueve rítmicamente la pelvis como la puta más sabia del mundo y exploto, exploto, exploto interminable, sublime, largamente, echándole dentro lo que pueda quedarme de semen, sin ser muy consciente de que casi estoy gritando Alabado Sea Dios en un idioma que desconozco, sudando y retorciéndome como un mártir en pleno suplicio, mientras ella gime hasta el paroxismo, gime y se retuerce hasta que ya no puedo más y se derrumba a mi lado sobre las sábanas empapadas con una sonrisa entontecida de placer absoluto

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