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viernes, 23 de abril de 2010

LA CARTERA

Aquella tarde de noviembre generosamente soleada, aunque no por eso menos fría, Fermín Blanco estaba sentado en un banco despintado del Parque del Salón contemplando las alturas nevadas de la sierra y tratando de decidir qué hacer, donde meterse con sus últimos tres euros en el bolsillo. Era un hombrecillo enteco, con entradas en el pelo, abrigo azul marino sobre la chaqueta, zapatos marrones algo manchados de barro y bufanda blanca. Estaba en las últimas, tanto que hasta el pálido sol de otoño lo deprimía; aquella mínima alegría de la luz era ofensiva. Llevaba en paro once meses y le quedaba solamente uno de lo que en la televisión y los periódicos llamaban prestación por desempleo y él consideraba una limosna vergonzante. Fermín Blanco no era ningún vago de los que se complacían en vivir a cargo del Gobierno mientras rechazaban trabajos que ya sólo aceptaban los inmigrantes; no era ningún caradura. Tenía treinta y nueve años, una mujer y una hija, y desde los dieciocho nunca había tenido dificultad en encontrar trabajo. Su último empleo, recepcionista en el Hotel Alixares del Generalife, había supuesto para él y su mujer un paréntesis de calma en medio de las aguas revueltas de la crisis y el azaroso estado del mercado de trabajo. Casi había logrado que lo hicieran fijo después de un año y medio, cuando el director del hotel lo había llamado a su despacho; antes de entrar, vio apoyado contra la pared a un joven de veintipocos años con cara de pipiolo despistado, y se imaginó lo peor. Y lo peor sucedió.
Abandonó el hotel al día siguiente, con su cheque y sus papeles en el bolsillo, y justo antes de arrancar el coche rompió a llorar. Las blasfemias empezaron más tarde, cuando se limpiaba los mocos con un kleenex de los que tenía en la guantera y que nunca usaba. Cómo había podido hacerle aquello un hombre como don Lorenzo Arranz. Cómo había decidido sustituir a un profesional que se defendía pasablemente bien en tres idiomas por un mindundi de veintipocos, veintipoquísimos años. Se fue directo a Magistratura del Trabajo, interpuso una denuncia por despido improcedente, Estefanía, su mujer, encajó con una resignación sombría la noticia, Blas Ortiz, el director de su banco, lo llamó preocupado un par de veces, su padre, Fermín, maldijo en arameo al puto mercado de trabajo con la cara encendida por la ira mientras su madre, Encarna, le suplicaba con la mirada que dejara de beber vino tinto. Todo para nada: una multinacional hotelera había comprado el Alixares, seguir con la demanda se había convertido en una empresa ímproba que podía alargarse durante años, y a don Lorenzo Arranz también habían acabado por despedirlo para poner en su lugar a un pipiolo de pelo engominado, un joven tiburón de los que sólo entendían de rentabilidad, rentabilidad y rentabilidad. Definitivamente, aquella era la era de los pipiolos universitarios. A la mierda con los profesionales solventes. Viva el libre mercado.
Fermín Blanco se levantó con las piernas medio entumecidas por el frío. Estaba cayendo la tarde. De pronto tenía ganas de fumar, aunque lo había dejado hacía años, cuando un médico le avisó, después de un chequeo rutinario, de que tenía un pequeño derrame pleural en el pulmón derecho. El frío era ahora más intenso; el cielo se ensangrentaba y encenizaba; la nieve en la sierra comenzaba a adquirir un fantasmagórico tono rosado, y las sombras del parque se adensaban. En un banco bajo unos cipreses vio a dos hombres besándose, uno de ellos, el más viejo, acariciando el paquete del otro. “Maricones”, pensó, con una mueca de repugnancia.
Caminaba en dirección a casa; no había mucho que hacer, salvo quizás pararse en algún sitio a tomarse un par de cañas. Estefanía y la niña estarían viendo la televisión. Menos mal que su mujer aún conservaba su trabajo en la inmobiliaria. Hasta el momento, nunca habían fallado a la hora de pagar la hipoteca: pero la hora de la verdad llegaría indefectiblemente cuando él cobrara su último mes de paro. Estefanía trabajaba a comisión; bastaría con un mes muy malo –y los había, y cada vez más abundantes-, para empezar a tener problemas con Cajasierra, que se anunciaba en televisión como El banco amigo. Podía verlo por anticipado: Blas Ortiz sentado en su despacho de la sucursal, escuchando sus explicaciones, cada vez con cara de ser menos amigo, los dientes apretados bajo el bigote. El banco amigo se iba a convertir en La trituradora sin piedad como aquella situación no cambiase; y no tenía visos de ir a cambiar. Fermín había enviado currículums a mansalva, por correo, por Internet, incluso los había entregado personalmente. Había tenido varias entrevistas de trabajo –normalmente llevadas a cabo por algún pipiolo universitario diez o doce años menor que él-, de las que había salido como se sale cuando lo último que le dicen a uno es “Ya le llamaremos”, o sea, jodido. Y, para acabar de aliñar la ensalada, a su padre le había dado un infarto hacía un par de meses; por suerte, había sobrevivido. Pero el disgusto fue tal que Fermín, al salir del hospital junto a su madre, su hermano Miguel, su mujer y su hija, llevó a todo el mundo a sus respectivas casas y se fue directo al Corte Inglés, que quedaba cerca, a comprarse una botella de Johnnie Walker que se endiñó a pelo aquella noche, en el salón, sin que Estefanía se diera cuenta: no podía más.
Hacía años que no bebía whisky. La botella, vacía, se estrelló contra el pavimento sobre las cuatro de la mañana, arrojada por la ventana del salón. Nadie iba a hacer caso de un estrépito de cristales rotos. A la mañana siguiente, Estefanía se levantó bastante cabreada (“Apestas a alcohol, Fermín, dúchate, por Dios”), y la resaca no desmerecía de los peores tormentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antiguamente conocida como Santa Inquisición. Y en el bar de abajo, mientras se tomaba un café, tuvo que escuchar:
-Me gustaría saber quién ha sido el hijo de puta que se dedica a tirar botellas vacías a las cuatro de la mañana. Casi me rompe el parabrisas del coche, el muy cabrón- dijo un hombre de mediana edad, calvo, gordo, de barba hirsuta y con cara de oso cabreado, que estaba sentado en la barra a un par de metros de un Fermín al que le dio un vuelco el corazón mientras la sangre se le electrificaba y se le subía a la cara.




No recordaba que en aquella bocacalle, a tan sólo unos doscientos metros de su casa, hubiese una tabernita. Creía conocer el barrio como la palma de su mano; cada tienda, cada cafetería, cada sucursal bancaria. Entró con la intención de tomarse un par de copitas de vino, para calentarse, y después volverse inmediatamente a casa. Era un local coqueto, aunque pequeño, donde en aquel momento sólo había dos clientes, uno de ellos un hombre alto, corpulento, que llevaba una larga gabardina de ante marrón con cuello de piel y un sombrero negro; demasiado opulento, pensó, para la aparente modestia del local. El otro era un viejecito chepudo, casi calvo, con un abrigo gris, que miraba al vacío mientras daba pequeños sorbos a su copa de vino.
-Buenas tardes- dijo.
-Buenas tardes, caballero.
El camarero era un hombre de mediana edad con el pelo bastante largo. Le sirvió una copa de valdepeñas y un platito de aceitunas y siguió fregando vasos. Un sitio tranquilo, se dijo Fermín. Las paredes recubiertas de madera oscura y las luces indirectas transmitían una agradable sensación de placidez. También la barra era de madera. Sobre las estanterías llenas de botellas –la mayoría de vino- había un plafón con unos cuernos largos, negros, retorcidos, de algún animal que Fermín no supo identificar. ¿Un antílope? ¿Un ñu? ¿Una cabra montesa? Eran demasiado grandes; también la calavera era demasiado grande. De pronto, con un lento escalofrío, Fermín advirtió las trazas levemente humanoides de aquella calavera. No puede ser, hombre, pensó. Esa es la calavera y los cuernos de algún animal, cojones. No pierdas también la olla. Dio un trago al vino y picó unas aceitunas. El hombre alto del sombrero terminó su copa, sacó la cartera, pidió la cuenta –mientras esperaba, le dirigió a Fermín una mirada y una sonrisa deslumbrante, casi cómplice, como si fuese un íntimo amigo al que conociese de toda la vida y al que hubiera dejado de ver durante años-, dijo Hasta luego, señores, y se marchó.
Fermín pidió su segunda y última copa; el vino era reconfortante después de toda aquella tarde paseando sin rumbo por una Granada fría y hostil donde el único refugio posible para un hombre sin dinero era su casa, su mujer, su hija Daniela. Había visto todas las estaciones del último malhadado año en aquella situación angustiosa, y el invierno, a todas luces, iba a ser durísimo. Se consideraba afortunado por tener a Estefanía y a la pequeña Daniela, que pronto cumpliría los siete años. Eran sus particulares oasis de calidez humana en medio de aquel desierto gélido; no podía permitirse más ataques de mal humor ni caer en estados de ánimo sombríos. Fermín era renuente a pedir ayuda a sus padres; es más, rechazaba aquella opción a toda costa. Desde hacía más de media vida se las había apañado muy bien por su cuenta, y estaba orgulloso. Pero ahora esa opción se abría paso con terquedad entre aquel mar de nubarrones.
Le entraron ganas de orinar. Entró en un pequeño servicio bastante limpio, se bajó la bragueta, se puso a ello. Y mientras se la sacudía, vio un bulto negro en el suelo, junto a la taza del inodoro. Era una cartera.
-Coño- masculló.
Se agachó, la cogió, la abrió, y casi se le paró el corazón cuando vio su contenido. Era una cartera grande, de piel negra: allí podía haber más de quince mil euros, en apretados billetes de quinientos, amén de cuatro o cinco tarjetas de crédito –Visa, Diner´s Club, American Express-. Las manos le temblaban incontrolablemente; el corazón se le disparó en el pecho como un tambor enloquecido. Empezó a sudar. Estaba paralizado. ¿De quién podía ser aquella barbaridad de cartera? ¿Cómo era que su dueño la había perdido? Pensó en el hombre del abrigo de ante; parecía lo bastante opulento como para ser el propietario de aquella cartera. Pero él lo había visto pagar, lo había visto sacar un billete de veinte de la cartera que llevaba encima, lo había visto sonreírle de aquella forma tan extemporánea y marcharse tranquilamente de la pequeña taberna. Y el viejecito de la barra… Pero no; era imposible.
Tenía que salir de allí. Se guardó la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta con el pulso tembloroso de un drogadicto enmonado hasta la bandera, fue a la barra, se terminó el vino de un trago y pagó con las monedas sueltas que llevaba. El camarero, distraído, le dio las gracias y volvió a lo suyo. El viejecito de la joroba, una vez Fermín salió del bar, apuró su copa y dijo con voz lenta y clara:
-Qué mala cara tenía ese hombre.
-Debe de haberse resfriado- dijo el camarero.




Corrió, literalmente, casi hasta su casa; aminoró el paso justo antes de entrar en la cafetería de Luis, donde entró sofocado, con la cara roja. Había bastante gente. Le pidió un whisky a Luis, que lo miró extrañado –Fermín no era bebedor habitual, y mucho menos de whisky-, y se lo bebió de un trago. Pidió otro, sin hielo. Tardó unos minutos en sosegarse. Miró el reloj; eran las ocho menos veinticinco de la tarde. A través de las ventanas se veía la calle ya oscurecida, los escasos transeúntes que pasaban, muy abrigados, camino de sus casas o de quién sabía dónde. La cartera le quemaba en el bolsillo; parecía irradiar un fuego frío, tan frío como el hielo que no había pedido con la copa de whisky. ¿Cómo iba a contarle aquello a su mujer? O mejor, ¿acaso iba a contarle aquello a su mujer? Creía conocerla bien después de nueve años de matrimonio: jamás le había ocultado ningún secreto importante. Pero probablemente la reacción de Estefanía sería diametralmente opuesta a lo que él esperaba. Querría que llevaran la cartera a alguna comisaría de Policía para que intentasen dar con el paradero de su dueño, y Fermín ya se veía diciéndole que quién les garantizaba que la propia policía no se iba a quedar con todo aquel dinero. Estefanía tenía demasiada fe en la honradez de la gente, policía incluída. Y ellos, él, necesitaba aquel dinero. Era, grosso modo, el sueldo de un año de trabajo. Era la tranquilidad absoluta durante unos meses al menos. Era hurtarle el cuerpo a la tormenta de adversidad que se les venía encima, tiempo mientras trataba de encontrar alguna cosa. Era incluso la posibilidad de abrir su propio negocio: tal vez suficiente para montar un bar, algo modesto que les permitiera ir tirando sin la zozobra permanente de tener un jefe que en un momento dado pudiera ponerlo en la puta calle.
No; no pensaba desprenderse de aquella cartera, ni mucho menos.
Las piernas ya habían dejado de temblarle cuando pidió el tercer whisky, sabiendo que estaba cometiendo una estupidez: a Estefanía no le gustaba nada que bebiera. Era una abstemia militante que tal vez tuviera muy buenas razones para serlo; su padre había sido un borracho de cuidado que había acabado vomitando literalmente el hígado en la UCI del Ruiz de Alda hacía ya unos años, para alivio de Lola, su madre, que llevaba soportando a aquel payaso toda la vida. Pero aquella tarde era excepcional; necesitaba calmarse a toda costa, entrar en casa con el ánimo frío, aparentando tranquilidad, y sobre todo urdir una explicación que darle a Estefanía. Si es que llegaba a contarle algo, claro.
-¿Fermín?
Tenía a Luis, el dueño de la cafetería, delante de él, con semblante serio, una ceja levantada; uno de sus gestos más característicos.
-Qué pasa, Luis.
-Tienes mala cara. ¿Te pasa algo?
-No… Nada. Mi madre, que ha cogido una neumonía y ha habido que llevarla al hospital esta tarde.
-Ya- dijo Luis-. Bueno, pues lo siento, hombre. Te veo preocupado- y señaló con la mirada el vaso casi vacío de whisky.
-Es que se le viene a uno todo encima de golpe. Ya sabes. El infarto de mi padre… y ahora mi madre enferma, a su edad… Ya sabes.
-Qué vida más perra.
-Digo- Fermín no tenía muchas ganas de hablar con aquel hombre al que conocía desde hacía años; era demasiado inquisitivo-. Oye, por cierto, ¿tienes cambio de quinientos?- dijo, sacando con discreción un billete morado de la cartera negra,
Luis abrió un punto los ojos.
-Ni de coña.
-Bueno, pues mañana te pago las copas.
-Sin problema, Fermín. Estás en tu casa, hombre. ¿Otra copita?
-No, no, gracias. Me voy a casa.




Estefanía estaba en el salón, leyendo una novela de Arturo Pérez-Reverte, con Daniela al lado en el sofá, viendo la televisión. Le saludó con una sonrisa. Fermín se acercó y besó a la niña.
-Hola, cariño.
-Hola, papi.
Luego besó a su mujer, confiando en que no le notara demasiado el aliento a whisky; antes de marcharse del bar de Luis le había pedido un paquete de chicles de menta y se había apresurado a masticar tres de ellos antes de abrir el portal de su casa y meterse en el ascensor. No estaba borracho, pero tampoco sobrio del todo: tenía mucha hambre. Lo mejor era picar algo antes de la cena. Estefanía no parecía haber tenido un día demasiado bueno; por lo visto, a última hora se le había fastidiado la venta de un chalet en El Serrallo, y eso a pesar de que los clientes, un matrimonio maduro, parecían gente seria e incluso habían dado un cheque como señal. Aquello hubiera supuesto una buena comisión; les habría arreglado la Navidad, que ya estaba casi encima, aunque a juzgar por los anuncios de televisión podía decirse que tenían la Navidad encima desde el mes de septiembre. Fermín pasó a la cocina; antes, se quitó el abrigo. Cuando iba a desprenderse de la chaqueta, dudó. ¿Dónde meter la cartera? La pasó al bolsillo trasero de sus pantalones. Abultaba como una condenada. Con el ánimo zozobrante entre la alegría y el temor a lo que Estefanía pudiese decirle si descubría aquel asunto, se preparó un bocadillo de queso que acompañó con una cerveza sin alcohol y se tomó de pie junto a la encimera de la cocina, mientras miraba por la ventana las luces de la calle, la cruz verde de neón parpadeante de la farmacia de la esquina, la cinta oscura del Genil que corría hacia la Vega entre bloques de edificios idénticamente anodinos.
Sacó todo el dinero de la cartera y se lo metió en el otro bolsillo del pantalón; jamás había visto tal cantidad de dinero junta.
No; lo sensato era contárselo todo a su mujer. Pero con matices; no contarle que se había encontrado una cartera rebosante de billetes en los servicios de una taberna de la que hasta aquella tarde ni siquiera tenía noticia a pesar de hallarse en una bocacalle cercana del barrio, sino simplemente decirle, por ejemplo, que se había encontrado el dinero tirado en la calle, en un sobre, sin nada indicativo de a quién pudiera pertenecer. Eso suavizaría el impacto, haría que tal vez Estefanía se alegrase, no la predispondría a decir, haciendo gala de su maldito sentido de la honradez, que lo que había que hacer era llevar aquel dinero a comisaría. Ambos se felicitarían por aquel golpe de suerte, que a aquellas alturas, después de once meses parado, Fermín consideraba más que merecido, y al día siguiente iría al banco y pagaría por adelantado un año de hipoteca, seis mil euros, sin despeinarse, y todavía le sobraría dinero para vivir holgadamente algunos meses.
Eso era lo que había que hacer.
En ese momento, Estefanía entró en la cocina; tenía aspecto somnoliento. Parecía agotada.
Y Fermín, tras apurar su lata de cerveza sin alcohol, el bocadillo mediado en un plato, se dispuso a contarle lo sucedido.
Estefanía se quedó de piedra. Muda, con los ojos como platos. Tiesa. Tan pálida que casi parecía ir a desmayarse, delante de la nevera entreabierta de la que se disponía a sacar una Fanta de limón. Y de pronto, se echó a llorar; era el colofón perfecto de un día horrible, de unos meses horribles, de casi un año asquerosamente horrible. Fermín la abrazó con fuerza y suspiró, aliviado.
Lo más difícil ya estaba hecho.




Al día siguiente amaneció lluvioso, con un viento afilado que provenía de Sierra Nevada y derrotaba silbando por las calles de la ciudad. Fermín llevó a su hija Daniela al colegio en coche, como todos los días, y Estefanía, que se había despertado con una sonrisa luminosa en la penumbra del dormitorio, se marchó a trabajar. Cuando se quedó solo, volvió a su barrio. Entró en la sucursal de Cajasierra con una prestancia de potentado, sintiéndose poderoso por primera vez en muchos años, como si hubiera vuelto a los veinte años y nada ni nadie pudiera tocarle. Blas Ortiz no hizo muchas preguntas; firmaron los documentos pertinentes y Fermín le entregó seis mil euros a tocateja, y en ese momento sintió como si se desprendiera de una tonelada de roca que le hubiese estado oprimiendo, asfixiando. Luego fue a la caja y cambió dos mil euros en billetes más pequeños, y se fue a la cafetería de Luis. Estaba eufórico. Entró con el pelo chorreando; a aquellas horas, el local estaba relativamente tranquilo. Vio a su vecino Fernando desayunando en la barra y lo saludó. Se sentó en una mesa, pidió un café con leche y una tostada con jamón, y se dispuso a echarle un vistazo a fondo a la cartera. Las manos seguían temblándole ligeramente; sería la resaca. Había seis tarjetas de crédito: Mastercard Platino, Mastercard Oro, American Express Centurión, American Express Platino, Diner´s Club y Visa Platino, todas a nombre de un tal Mephistópheles Stepanopoulos, y la mayor parte de ellas parecían expedidas por un banco extranjero cuyo nombre a Fermín no le sonaba de de nada: Chase Manhattan Bank. En la piel negra de la cartera había una especie de grabado, no muy visible: parecían unos cuernos de toro sobre una calavera. Así que el dueño de la cartera era griego. Pero, ¿por qué le resultaba tan familiar el nombre Mephistópheles? ¿Dónde lo habría leído con anterioridad? Desde luego, no era muy común. En uno de los repliegues de la cartera encontró una tarjeta de visita:


Mephistópheles Stepanopoulos

ABOGADO

C/ Serrano, 76 28030 Madrid


Ahora sabía quién era el dueño de la cartera y tenía su dirección. Era curioso; un abogado de nombre y apellido griegos que tenía un despacho en Madrid. Bien; podía ir a Correos y mandarle la cartera sin remite y al menos aquel hombre recuperaría sus tarjetas de crédito, que a él no le servían de nada. Lástima. Eran tarjetas de crédito de categoría, sobre todo la American Express centurión; aquel hombre debía de ser inmensamente rico. Fermín sabía que aquella tarjeta no tenía límite de crédito y que en todo el mundo tal vez sólo dispusieran de ella un centenar de personas; era un club de lo más exclusivo, al que ni siquiera muchos multimillonarios tenían acceso. Pero la cuestión era cómo aquel hombre había podido perder la cartera en los servicios de una pequeña taberna de Granada. ¿Qué hacía allí aquel hombre, y, sobre todo, cómo había podido perder una cartera como aquélla? Y además, ¿cómo es que no había ningún tipo de documentación en aquella cartera? ¿Y su DNI? Al fin y al cabo, lo normal era llevar el DNI en la cartera. Claro que si el hombre era extranjero igual tenía suficiente con su pasaporte. Fermín estaba algo confuso; allí había algo que no acababa de cuadrarle. Se bebió el café, se comió la tostada con jamón –un pequeño lujo que casi no había podido permitirse en muchos meses-, fue a la barra y le pagó a Luis todo lo que le debía, mas el desayuno, con un billete de veinte. Luego salió de la cafetería y echó a andar calle arriba, hacia donde estaba su coche: había pensado en ir al Corte Inglés a comprarle unos regalos a su mujer y su hija y también a hacer una compra abundante. Cuando vio su coche, empezó a soltar improperios en mitad de la calle, para escándalo de un matrimonio mayor que venía andando por la acera junto al río, cobijados ambos bajo un inmenso paraguas negro.
-Me cago en Dios. Me cago en todo lo que se menea. Me cago en Dios.
Alguien le había destrozado los cristales del coche. Todos. Los asientos y el suelo del automóvil estaban tapizados de fragmentos de cristal y el agua, que llevaría cayendo parte de la noche y toda la mañana, lo había inundado todo. Encima, alguien había intentado hacerle un puente, pero por algún motivo había desistido. Sería el mismo hijo de puta que le había reventado hasta el parabrisas.
Tenía que llamar a la compañía de seguros y pedir una grúa y llevar el coche a un taller.
-La puta que los parió.
Tuvo que refugiarse de nuevo en la cafetería de Luis mientras la grúa llegaba. No paraba de llover y el frío era poco menos que glacial. Su vecino Fernando seguía allí, leyendo el IDEAL; era un hombre de unos sesenta y pocos años, guardia civil jubilado, que vivía con su mujer en el 5ºC de su mismo bloque. Cuando lo vio entrar de nuevo en la cafetería, levantó la vista del periódico. Fermín tenía la cara desencajada.
-¿Qué te pasa, vecino?
-Nada, que vivimos en un país de hijos de puta- escupió Fermín.




Varios días más tarde, su padre dijo, recostado en el sofá:
-Cojones, niño. Qué suerte.
Fermín Blanco padre no tenía muy buen aspecto, o al menos no presentaba el mismo aspecto de expansiva vitalidad que unos meses antes; estaba como mustio, desdibujado, casi pálido y visiblemente más delgado que antes del infarto. Su mujer, Encarna, no le quitaba la vista de encima y estaba presta en todo momento a levantarse si daba señal de necesitar cualquier cosa. En la salita reinaba una penumbra cálida de luces indirectas. Fermín tomaba café y su padre una taza de manzanilla; le había contado que se había encontrado aquel dinero tirado en la calle, dentro de un sobre, y que tal como estaba la cosa había decidido quedárselo y no cometer la estupidez de entregarlo en comisaría.
-Bien hecho, hijo. A ver lo que iban a tardar esos cabrones en gastárselo todo en putas.
-En eso estoy de acuerdo.
Aquella misma mañana, Fermín había metido la cartera en un sobre y la había mandado por correo a la dirección de Madrid que venía impresa en la tarjeta. Se había sentido bastante aliviado al salir del edificio de Correos y enfilar Puerta Real en dirección a su casa. Todo había concluido, y no quedaba sino administrar con prudencia aquel dinero mientras seguía insistiendo en encontrar trabajo. Aquello no iba a durar siempre; quizás siete, ocho meses. Le quedaban exactamente 7.690 euros, que había decidido ingresar en una cuenta nueva abierta en otro banco.
-¿Y Estefanía?- preguntó su madre, atareada en una labor de ganchillo.
-Bien. Muy liada, como siempre.
-¿Y Daniela? A ver si la traes un día de estos, hijo, que es que no le veo el pelo a mi nieta.
-Mañana mismo te la traigo para merendar.
-¿Estás buscando trabajo?
-Claro.
-No dejes de hacerlo, hijo, que lo que te ha pasado es pan para hoy y hambre para mañana.
-Lo sé, mamá. Tranquila.
-Déjalo que disfrute, Encarna, que la vida son cuatro días y encima hay que pasarse tres y medio trabajando como un mulo- dijo su padre mientras se incorporaba a medias en el sofá- .Cago en la mar salá. Por qué habrá tenido que pasarme esto a mí.
-Voy a traerte las pastillas- dijo Encarna, levantándose y dejando la labor sobre la mesa-.No te inrrites, Fermín.
La mujer salió hacia el dormitorio.
-Qué cabronada, hijo. Qué cabronada. Parezco un inválido. Tu madre me trata como a un inválido, como si no fuera un hombre. Me trata como a un niño pequeño. Aquí metido todo el día, sin tabaco, sin una mala copica de vino, y encima a régimen. Mírame a la cara: me cuelgan los pellejos. Y cada vez que digo de ir a dar un paseo, se mosquea y dice que no voy solo a ningún lado, que ella me acompaña. Aunque sea a dar la vuelta a la manzana. Estoy hasta los huevos, hijo mío. La vejez es una cabronada como la copa de un pino. Pero si encima le añades un infarto… El copón bendito, vamos.
-Mamá lo único que hace es preocuparse por ti, hombre.
-Ya- gruñó Fermín padre-. Pues que se preocupe menos, joder, que al fin y al cabo uno ya ha vivido lo suyo y me importa tres leches irme de esta vida.
-Piensa en mamá, padre. Qué quieres, ¿dejarla sola?
-Uno de los dos va acabar solo, de todas formas. Todos acabamos solos o dejando solos a los demás, es inevitable. Jóder, lo que daba yo por un cigarrillo.
-Padre…
-Lo que vamos a hacer ahora después es irnos a dar un paseo, tú y yo. Con un poco de suerte, igual tu madre se queda en casa. Que es que parece mi sombra, coño.






La misma mañana en que Fermín descubriría en el buzón algo que les cambiaría la vida a todos para siempre, hacia las once, Estefanía entraba en el despacho de Vicente Aranda, el dueño de la inmobiliaria, con la intención de recoger las llaves de un piso en la Calle Obispo Hurtado que tenía que enseñarle a unos clientes. Le había parecido bien la decisión de su marido, buscar un local en alquiler y montar un bar con el dinero que les quedaba. Era la mejor opción para no depender de nadie; claro que podía no ir bien, pero era mejor arriesgarse que seguir esperando a que Fermín encontrara ese trabajo que no aparecía por ningún lado. Y además, de haber encontrado un puesto vacante aquel mismo día, probablemente habrían preferido adjudicárselo a alguien más joven y con menos experiencia, aunque preferiblemente con titulación. Las empresas solían pedir mucha titulación a los jóvenes a los que se disponían a agarrar por los huevos por unas retribuciones de miseria y horarios propios del siglo XIX, como hubiera dicho su suegro, al que admiraba por la franqueza con la que hablaba y actuaba y se rebelaba contra toda suerte de injusticias. Nadie hubiera dicho que Fermín se parecía a su padre en aquel aspecto. Su marido era mucho más conservador, mucho más conformista, de carácter más apacible que el viejo. Incluso llegaba a censurarle su forma de hablar. Decía que no era propia de un hombre de su edad. Estefanía sonrió; como si hubiera una edad adecuada para lanzar improperios contra aquella mierda de mundo. Como si hubiera que amordazar a los viejos con sus propios pañales cagados.
Vicente Aranda era, o siempre le había parecido, un hombre anodino. Para ser el dueño de una modesta inmobiliaria, era extraordinariamente reservado, casi carente, en apariencia, de la facilidad para el trato social que cabía esperar en un veterano agente inmobiliario. Tenía unos cincuenta años, era orondo, medio calvo, con una gran nariz casi bulbosa y unos ojos que a veces presentaban la misma expresión que los de una vaca. Era feo, aunque siempre iba impecablemente vestido, con chaqueta y corbata, incluso en verano. Se decía de él que Nicolás Osuna, el magnate inmobiliario de la ciudad, le había estafado una importante suma de dinero hacía años. No era de extrañar. Y menos ahora, cuando Nicolás Osuna aparecía como imputado en los escándalos de Juan Antonio Roca en Marbella. De Vicente Aranda se decía que había pagado con gusto la multa que le impuso el juez por pegarle dos hostias a su antiguo y eminente socio. Pero nadie lo habría dicho al verlo en su despacho aquella mañana, leyendo el periódico, aparentemente tranquilo, con una taza de café sobre la mesa. Lo que Estefanía no esperaba vino después.
-Estás muy guapa esta mañana.
Estefanía casi dio un respingo.
-Muchas gracias, Vicente.
Un comentario así por parte de alguien que rara vez hacía comentarios de tipo personal era el equivalente a oír hablar a una estatua en mitad de un parque. Vicente Aranda, por lo que ella sabía, se llevaba exactamente igual con todos sus empleados, hombres y mujeres, es decir, que más bien no se llevaba en absoluto. Era cortés en la medida justa e implacable con los resultados. Igual le preguntaba a cualquiera que cómo estaban sus hijos que le notificaba su despido de forma inmediata. No se casaba con nadie, y únicamente en las comidas de empresa parecía relajarse, esponjarse, incluso contaba algún chiste sobre Nicolás Osuna.
-Tenía yo que comentarte un par de cosas, Estefanía- dijo de pronto, con algo así como la sonrisa de una gárgola, invitándola a sentarse.
Y Estefanía tragó saliva. Y se sentó.




Sentado en su coche, que había conducido a duras penas hasta el Paseo de los Basilios y aparcado junto a la puerta de la antigua guardería Garabatos –donde casi no recordaba haber estado de niño, pero sabía que había estado-, Fermín temblaba. Temblaba como nunca había temblado en su vida. Ni siquiera como había temblado aquella mañana en que sonó el móvil y su madre le dijo que su padre había tenido un infarto y estaba en la UVI del Virgen de las Nieves. Ni siquiera como había temblado cuando don Lorenzo Arranz lo despidió de su trabajo hacía casi un año, o aquella madrugada infernal en que hubo que llevar a Daniela a urgencias con cuarenta y un grados y medio de fiebre. Temblaba como tiembla la tierra durante un terremoto, se le nublaba la vista, la ropa lo oprimía, y el motivo era el sobre marrón que tenía entre las manos y que acababa de recoger del buzón no hacía ni media hora y en el anverso del cual reconocía su propia letra y en el interior del cual estaba, de nuevo, señoras y señores, la maldita cartera que le había remitido a su dueño con toda la buena fe del mundo, limpia de huellas y de dinero, aquella puta cartera negra con el anagrama de la cabeza de toro o lo que fuese que además había aparecido –redoble de tambores, y chasss, golpe de platillo- llena nuevamente de billetes, solo que ahora había el doble de dinero, treinta mil euros, y el nombre que aparecía en las tarjetas de crédito rezaba Fermín Blanco Barahona, y encima alguien había metido allí una nota mecanoescrita, y firmada, en la que se podía leer, literalmente y con algo que parecía una guasa un tanto macabra:


Estimado Señor D. Fermín Blanco Barahona:


No se moleste en reintegrarnos de nuevo esta cartera. Es suya desde el mismo momento en que se decidió a cogerla. Recuerde que el que encuentra un tesoro se convierte en su propietario. Allá usted con las consecuencias. Usted necesitaba desesperadamente una fuente de ingresos, y ahí la tiene. Por cierto, hemos puesto a su nombre todas las tarjetas. El número secreto es su año de nacimiento, 1970. Por supuesto, es usted libre de cambiarlo. Que lo disfrute.


Suyo affmo,

Mephistópheles Stepanopoulos


Decir que aquello era una locura era quedarse corto. Aquello era La Locura. ¿Quién demonios era aquel tipo? ¿Cómo sabía su nombre y dirección, si no las había reflejado en el sobre? ¿Cómo conocía su situación económica? ¿Qué significaba aquello de allá usted con las consecuencias? ¿Era una amenaza? ¿Una advertencia? ¿Cómo sabían su fecha de nacimiento? ¿Por qué hablaba en plural aquel hijo de puta? ¿Por qué todas las tarjetas venían a su nombre? ¿Por qué habían decidido que se quedase con aquella cartera, si más? ¿Qué era aquello, un maldito experimento? No tenía puta la gracia.
Estaba sudando de terror. Sabía que no hubiera debido sentirse así. Si aquellos tipos, aquel tipo, quien fuese, estaba loco, allá él. Pero recordaba toda la angustia pasada y aquella sensación de terror opresivo le parecía tan surrealista como el hecho de tener su nombre en seis tarjetas de crédito del Chase Manhattan Bank. ¿Cómo podían tener sus datos, su DNI? Y el dinero. Un fajo de billetes nuevecitos de quinientos euros, un baile apocalíptico y tentador de billetes morados, la felicidad coruscante dentro de una cartera.
Allá usted con las consecuencias.
¿Qué significaba aquella frase? ¿Qué podía pasarle? ¿Sería sensato acudir a la policía?
-Se te está yendo la olla, Fermín- masculló, la vista perdida en la perspectiva del Puente Verde y el río cercano y las primeras estribaciones de la Sierra, que parecían ir a desplomarse sobre los no muy lejanos bloques de pisos.
Arrancó el coche. No sabía qué hacer, a dónde ir. Se había levantado con la intención de leer periódicos, consultar por Internet ofertas de locales en alquiler para montar un bar con los 7.690 euros que le quedaban en la cuenta. No parecía mucho, pero era suficiente para arrancar. Era la solución. El comienzo de una nueva vida. No volver a depender de nadie jamás. No volver a tener jefes, a nadie que decidiera con un simple gesto y unas palabras condenarlo, a él y a su familia, a la incertidumbre angustiosa, aburrida y mediocre de la estrechez económica, a la indignidad de verse obligados a pedir ayuda a familiares y amigos que ya estaban de por sí bastante fastidiados. Solo que ahora ya no tenía 7.690 euros. Ahora tenía 37.690 euros y seis tarjetas de crédito a su nombre, seis tarjetas de las cuales una, al menos, no tenía límite. Las cifras empezaron a ejecutar una enloquecedora danza en su cabeza. Chase Mahattan Bank. ¿Habría en Granada alguna sucursal del Chase Manhattan Bank? ¿Habría alguien en ese banco que pudiera explicarle cómo se las habían arreglado para poner a su nombre esas tarjetas, para abrirle una cuenta corriente en ese banco que desconocía por completo? ¿Cuánto dinero habría en esa cuenta, si es que lo había? Y sobre todo, ¿cómo explicarle a Estefanía, otra vez, todo aquel asunto? ¿Qué iba a pensar ella, que la primera vez se había echado a llorar con una mezcla encontrada de felicidad y asombro y preocupación y desconcierto?
Condujo hasta la Avenida de Cervantes, aparcó y se metió en el bar Sugar, que le pareció bastante tranquilo. Pidió un descafeinado y una copa de pacharán. Tenía que calmarse a toda costa; había que pensar en frío. Si alguien había decidido enriquecerlo de aquella forma tan estrambótica, dárselo todo a cambio de aparentemente nada
(allá usted con las consecuencias)
iba a disfrutarlo de cojones. Iba a cambiar radicalmente de vida. Le iba a dar una patada en la boca a Blas Ortiz, el director de Cajasierra, cuando apareciese para cancelar la hipoteca en efectivo y de golpe. Incluso era posible que se compraran otra casa. Qué narices, una mansión. Y un Mercedes último modelo. Y montar negocios a lo grande. A lo bestia. Los ojos le brillaban con una suerte de fiebre. El camarero, un hombre de porte adusto, con acento de pueblo y la nariz grande en mitad de una cara de cateto redomado, lo miraba como quien no quiere la cosa, con una cierta curiosidad, o eso le pareció. No era uno de sus parroquianos habituales, como debía ser el hombre calvo que leía pausadamente el Ideal junto a la máquina tragaperras del rincón. O la mujer ya mayor, de pelo blanco impecablemente permanentado, con un abrigo a cuadros blancos y negros, que en ese momento entraba cargada con un par de bolsas de la compra.
Llamó a su hermano Miguel, que en ese momento estaría trabajando en el concesionario de la Opel del Camino de Ronda y tenía el ordenador a mano.
-¿Qué pasa, niño?
-Buenos días, Miguel. Necesito que me hagas un favor.
-Tú dirás.
-¿Estás muy liado?
-Qué va. Esto es como estar de vacaciones. No vendemos ni un rosco, hijo- la voz de su hermano era jovial-.¿Qué quieres?
-Necesito que me localices por Internet alguna sucursal de un banco que se llama Chase Manhattan. A ver si hay alguna aquí, en Granada.
-Un momento.
Se oyó un tecleo apagado al otro lado de la línea. Pasaron unos minutos. Fermín, expectante, dio un sorbo a su descafeinado.
-Ya está.
-Dime.
-No aparece ninguna sucursal en Granada. Parece que la más cercana está en Sevilla. Calle Zaragoza, sin número.
Fermín bufó.
-Vale, monstruo. Pues muchas gracias.
-¿Es que vas a cambiar de banco?
-Ya te contaré.
-Pues venga. Hasta luego.
-Hasta luego.
Junto al bar había una sucursal de La Caixa. Fermín pagó y entró en el cajero automático. Decidió probar con la MasterCard Oro. Tecleó el número secreto, eligió la opción Consulta de Saldo, aguardó. En pantalla aparecieron las palabras Esta operación tiene una comisión de 4, 01 euros. ¿Desea continuar?
-Pues claro, gilipollas- dijo Fermín.
Y pulsó la opción Sí.
Dos minutos más tarde, volvió a entrar en el bar. Esta vez necesitó tres copas de pacharán para calmarse, que el camarero le sirvió con nada disimulada displicencia, como se le sirve a un borracho conocido por todo el barrio.
Aquel papelito no mentía:


Saldo en CC: 1.000.000 E.


-Quédese con la vuelta- le dijo al camarero tras tenderle un billete de cien euros. Y salió del bar antes de que pudieran decirle nada. El camarero, sin pronunciar palabra, se metió el billete en el bolsillo; conocía a gente desquiciada. De hecho, conocía a muchísima gente desquiciada en aquel barrio. Pero era la primera vez que se encontraba con lo que le pareció un tontopollas, o un loco, de primera categoría.




Estefanía lloraba y vomitaba en la oscuridad del cuarto de baño, estremeciéndose, de rodillas en el frío suelo de baldosas a cuadros blancos y negros. Todavía no se lo creía. No podía pensar en nada. La cegaba una mezcla de rabia y dolor, de impotencia y asco. No habían tardado mucho en llevarse esposado a Vicente Aranda para escándalo de Beatriz, la secretaria y recepcionista de la inmobiliaria, entre tres agentes de la Policía Nacional, que no acababa de entender qué había pasado, o más bien no podía creerse lo que acababa de pasar en el despacho. Aquello era peor, aún más inesperado, que si una bomba hubiese estallado en la acera frente a la oficina. Estefanía había salido con la cara descompuesta y medio despeinada de la inmobiliaria, si decir ni Hasta Luego ni adónde iba, como solía, y había vuelto una hora después acompañada de la policía, que detuvo a don Vicente Aranda Muñoz por un presunto delito de acoso sexual.
Presunto delito de acoso sexual. Hijos de puta.
Le vino otra arcada; aquello era interminable. La cabeza le daba vueltas, le dolían las sienes, le escocían los ojos, se estaba haciendo polvo las rodillas, Fermín no estaba en casa, no se atrevía a llamarlo por teléfono, como si hubiera sido ella la que hubiera cometido un delito, como si le hubiera chupado la polla gustosamente a aquel cabrón de Vicente Aranda, que le había dicho que si quería conservar su trabajo tenía que pasar por el aro, como todas, y que había conseguido paralizarla de terror hasta el punto de que no había podido reaccionar mientras el hombre la obligaba a arrodillarse tras la mesa del despacho y se abría la bragueta y sacaba su miembro y se lo metía en la boca y la agarraba del cabello. Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo. Y al final el hijo de puta había estallado en su boca, y ella, ahogándose, se había tragado aquello hasta la última gota, y había empezado a toser, para luego levantarse tambaleante y salir corriendo mientras Vicente Aranda sonreía como una vaca malévola, como un loco, como un perfecto psicópata hijo de puta al que le daba igual todo.
Al menos habían sido rápidos. Presunto delito de acoso sexual. Ahora resultaba que todo eran presuntos delitos y presuntos culpables. No había podido decir que se había resistido; en realidad, casi no podía ni balbucear ante los agentes que la habían atendido en la Comisaría del Zaidín. Habían tardado un buen rato en tranquilizarla. Había tardado un buen rato en reaccionar. Pero no había podido afirmar con seguridad que se había resistido. Había entrado en la comisaría despeinada, con el rímel corrido, con náuseas, llorosa y balbuciente como una niña pequeña recién salida de una pesadilla. Y aquellos hombres insistiendo en algo tan insignificante como si se había resistido. Coño, se había quedado completamente paralizada. ¿Qué creían, que se la había chupado a su jefe por gusto? ¿Qué aquella denuncia era la reacción de una mujer despechada, de una posible amante celosa o enloquecida?
Consiguió levantarse y casi arrastrarse hasta el sofá, donde se quedó tumbada, con los ojos cerrados, gimiendo como un animal herido, derramando lágrimas en la penumbra de aquel salón que de pronto le parecía completamente extraño, en aquella casa donde no había nadie, atormentada por aquella pregunta que se le venía a la cabeza una y otra vez: ¿cómo iba a reaccionar Fermín? ¿Qué iba a pensar Fermín? Y sobre todo, ¿qué iban a hacer ahora que ella se había quedado sin trabajo?




Algo va mal, pensó Fermín al ver a su mujer tumbada en la oscuridad del salón, aparentemente dormida. A pesar del paquete casi entero de chicles que había estado mascando, se notaba la boca agria, densa de pacharán. Aquel asunto de la cartera lo estaba sacando de quicio, y él no podía permitirse que nada lo sacara de quicio. Siempre se había tenido por un hombre mesurado y ecuánime. A pesar de aquel brutal golpe de suerte del que en el fondo no entendía nada, no podía perder la sangre fría. Es más: era precisamente en circunstancias como aquellas cuando había que conservar a toda costa el sentido de la realidad.
-¿Cariño?- llamó con suavidad.
Estefanía despertó sobresaltada, como una muñeca que hubiera recibido un lambreazo eléctrico.
-¿Qué te pasa?- Fermín abrió las persianas-. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Qué ha pasado?
Cuando su mujer empezó a hablar, la palidez de su cara no era ni siquiera comparable a la que presentaba con posterioridad al parto de Daniela, que había sido largo y complicado; tenía la mirada perdida, ausente, brillante. Estaba despeinada, temblaba. Fermín se sentó a su lado y ella se aferró a él con una fuerza desconocida y empezó a llorar de nuevo. A Fermín le vino a la cabeza el verbo matar con una claridad diamantina, con un fuego diabólico. Matar. Matar a ese hijo de puta. Empezó a encenderse por dentro; podía ver las escenas que su mujer le estaba contando como si él hubiese estado presente, sin poder hacer nada; veía la polla de aquel gordo hijo de puta entrando y saliendo de la boca de su mujer mientras a ella le venían arcadas, el sudor en su frente, a la secretaria sentada al otro lado de la puerta, perfectamente ajena a lo que estaba sucediendo en el despacho del jefe, la cara de aparente indiferencia o resignación de los policías que habían atendido a su mujer en Comisaría, que poco podían hacer salvo detener a aquel sujeto, meterlo en un calabozo hasta el día siguiente, en que saldría para algún juzgado donde un juez sobrecargado de trabajo lo pondría tal vez en libertad con cargos, pero en libertad al fin y al cabo. Y en unos meses, en un par de años con suerte, Estefanía tendría que comparecer ante aquel mismo juez para dar su versión del asunto, y probablemente no pasaría nada, lo cual haría que Fermín se ratificase en la opinión de su padre de que la justicia en España era una farsa gracias a la cual los auténticos criminales salían impunes mientras que el sistema se cebaba con chorizos de tres al cuarto y pobres hombres como aquel pastor de Capileira al que el fiscal pedía cárcel y una multa insalvable por haber arrancado un poco de manzanilla de la sierra, opinión que siempre le había parecido un poco excesiva, pero que en aquellos momentos, mientras trataba de encajar las atrocidades que su mujer le estaba contando entre sollozos e hipidos, hubiera dicho que compartía plenamente.
Ahora tenían dinero; ahora sí que podía haber justicia. Tenían más dinero que Dios. ¿Qué le impedía a él buscar a alguien que se encargara de aquel cabrón de Vicente Aranda? Esas cosas que aparecían de vez en cuando en las noticias, en el periódico, pagarle a alguien para que buscara y le diera lo suyo a un hijo de perra como el jefe de su mujer, ahora eran perfectamente posibles. Sólo era cuestión de encontrar a las personas adecuadas. Dos meses atrás habría tenido que callarse, conformarse con lo que dictaminara un juez, que iba a ser mierda al fin y al cabo, y tratar de sobrevivir como pudiera junto a su familia, junto a una mujer destrozada y además sin trabajo y cobrando un paro que ya estaba a punto de desaparecer. Ahora no iban a hundirse en la impotencia. Ahora iban a empezar a vivir de verdad, y aquel mamón iba a tener su merecido.
Lo que estaba viendo en la cara de su mujer lo exigía. Pero también había que ser muy cauto. Porque de entrada, no podía contarle a su mujer lo de todo aquel dinero, aquella extraña carta, aquellas seis tarjetas a su nombre. No era el momento. Tal vez nunca lo fuese. Ella no iba a entender nada. Nadie iba a entender nada. Ni él mismo acababa de entender nada por muchas vueltas que le diese. Contarlo sólo iba a acarrearle problemas: tenía que actuar en secreto, en solitario, con aquella extraña, inquietante sensación que empezaba a atenazarlo de no saber dónde se estaba metiendo.




Miguel Blanco se limpió la boca con una servilleta y dio un trago a su vino mientras miraba disimuladamente a su hermano. Estaban en el restaurante Las Tinajas con toda la familia; catorce personas en total, incluyendo a su mujer, Noelia, de la que llevaba algún tiempo pensando en divorciarse. Estaban celebrando la noticia que el día anterior les había dado su hermano: que le había tocado la Lotería. Seis millones de euros. Al principio se había alegrado sinceramente de la buena fortuna de su hermano. Aquello iba a cambiarles la vida, de una forma u otra, a todos. Miguel solía comprar lotería con asiduidad, pero no tenía la certeza absoluta de que su hermano Fermín hiciese lo mismo. En realidad, no acababa de creerse que a su hermano le hubiera tocado la lotería. Aquella mañana en que Fermín le había preguntado por el Chase Manhattan Bank, hacía casi un mes, y él le había localizado por Internet una sucursal en Sevilla, se había quedado preguntándose en su oficina del concesionario de la Opel para qué querría su hermano información acerca de un banco que por lo que había averiguado era poco menos que un banco para millonarios. Era un banco exclusivo que le daba sopas con honda hasta al BBVA y el Santander, los dos mayores bancos del país. Había que tener millones para abrir una simple cuenta corriente, o eso le había dicho un amigo, Luis Cantero, que trabajaba en Cajamadrid. Y a su hermano no le había tocado la lotería hacía casi un mes. Por lo que sabía, su hermano había tenido la suerte de encontrarse una cartera con quince mil euros en efectivo y tarjetas en el servicio de un bar cercano a su casa, bar que por cierto él había buscado una tarde después de visitar a Fermín y a su cuñada Estefanía y a su sobrina Daniela y no había encontrado por ningún sitio. En el barrio de su hermano había bares y cafeterías, pero ninguno respondía a la descripción que el mismo Fermín le había hecho: en el sitio donde le había dicho que estaba aquel bar solamente había un local en obras con un cartel de SE ALQUILA que tenía todo el aspecto de llevar años abandonado, junto a una frutería y un garaje. La calle era corta y estaba mal iluminada. Eso era todo lo que había visto. Y su hermano, por lo que sabía, se había deshecho de la cartera hacía tiempo, aunque no del dinero. ¿Qué era lo que no acababa de cuadrarle?
Fermín parecía feliz, exultante, cogiendo la mano de su mujer, que a veces parecía un poco ausente, como preocupada por algo, con aspecto de estar un poco cansada. El tío Felipe, hermano de su madre, estaba proponiendo un brindis:
-¡Por la Lotería!
-¡Por la Lotería!-respondieron todos, alzando sus copas de vino, con la excepción de su padre, que brindaba con agua mineral sin gas ante la mirada, siempre vigilante, de su madre.
Quería hablar a solas con su hermano, llevárselo a algún sitio a tomar una copa y sacarle la verdad cuando todos se marcharan a sus casas. Pero no iba a ser fácil. Quedaban dos o tres días para Navidad, y hacía mucho tiempo que la familia, casi al completo, no se reunía para celebrar algo. De hecho, se habían reunido aquella noche gracias a la noticia que Fermín había difundido. Nada une a la familia como una buena cantidad de millones, estaría pensando su padre, que seguía sin aceptar el hecho de que meses antes le hubiera dado un infarto y su mujer le tuviera terminantemente prohibido beberse ni siquiera una copa de vino, aunque él supiera que de vez en cuando se pegaba algún tanganazo de whisky en secreto. Y probablemente su mujer, Noelia, estaría haciendo cábalas sobre las posibilidades que aquella montaña de millones que le habían tocado a su cuñado pudieran entrañar para ella, que nunca tenía suficiente a pesar de que trabajaba de enfermera en el Virgen de las Nieves y estaba fija en plantilla y él se ganaba bastante bien la vida en el concesionario y haciendo de vez en cuando algún corretaje que otro. Hacía ya tiempo que su mujer tenía todas las papeletas para encontrarse con un divorcio sobre la mesa; al fin y al cabo, ya no quedaba nada de su relación, llevaban vidas separadas bajo el mismo techo, se eran impecablemente infieles el uno al otro, y si él no había tomado antes aquella determinación era porque su hijo Juan era demasiado pequeño y porque compartían hipoteca, nada une más a un matrimonio que una buena hipoteca, como diría su padre con aquella bendita sorna suya. Su hijo, sentado junto a él, bregaba desganado con el entrecot de ternera con patatas fritas que le habían pedido. Miguel lo miró con una mezcla de ternura y rabia hacia su mujer, que hacía todo lo que podía por malcriar a aquella criatura por el expeditivo método de no hacerle más caso que el imprescindible. Podía contar con los dedos de las manos las veces que Noelia le había cambiado los pañales cuando era un bebé; en cambio, era imposible hacer el balance total de las pizzas congeladas que el niño engullía día sí y día también porque ella, decía, estaba demasiado agotada para hacerle una simple sopa de fideos y una tortilla, o algo de verdura, o un filete de pollo a la plancha, y no aquella basura –patatas fritas con ketchup, pizza, hamburguesas congeladas- que el niño exigía.
Vendría demasiado cansada de follar con el doctor Pardo. Claro que a aquellas alturas, a él le daba exactamente igual.
La cena se prolongó hasta más allá de medianoche, y Fermín pagó con lo que a Miguel le pareció una American Express: jamás había visto a su hermano pagar con un tarjeta de crédito con aquella desenvoltura, aquella mal disimulada sonrisa de satisfacción pintada en su rostro rozagante por el vino y la opípara cena a base de setas con gambas y chuletón a la brasa que se había calzado. Quién lo hubiera dicho tan sólo unas semanas antes. Salieron a todos a la calle y empezaron las despedidas, los besos en la mejilla, los abrazos a los niños. Hacía una noche gélida que no atemperaba la iluminación navideña, las ristras de bombillas en los árboles de la Plaza de Gracia, el tráfago de gente por la calle.
-Fermín, ¿te vienes a tomar una copa? Quiero hablar contigo.
Su hermano lo miró alzando levemente una ceja.
-¿Una copa? ¿Qué pasa, Miguel?
-Que quiero hablar contigo, a solas.
-Estoy reventado, niño. Me voy de cabeza para casa. Llámame mañana, y quedamos, ¿vale?
-V… Bueno, vale.
Y ahí quedó todo. Fermín entró en el coche con su hija y su mujer. Noelia estaba metiendo a Juan en el asiento trasero cuando le dijo:
-Iros vosotros. Yo voy a dar una vuelta por ahí con mi primo Fernando.
Noelia ni respondió. Arrancó y se fue, mientras Miguel Blanco se quedaba mirando al suelo con una extraña, absurda sensación de culpabilidad. Su primo Fernando le puso una mano en el hombro.
-¿Qué pasa?
-Nada. Que las cosas están jodidas con la parienta, hijo.
-¿Nos vamos al Don José?
-Qué remedio.
Fernando –calvo y gordo a sus treinta y pocos años, de una simpatía casi hipnótica, y dueño de una cadena de ferreterías-, era, para los estándares familiares, un tipo incomprensible de bala perdida. Cuando entraron en la penumbra de luces negras, neones y humo del club y mientras Miguel pedía un par de gin tonics en la barra, se acercó a saludar a dos de las chicas, una mulata brasileña que quitaba el hipo en tanga y sujetador y altas botas de cuero y una rubia regordeta de rasgos eslavos con ojos como zafiros borrachos, con una familiaridad de experto connaisseur que indicaba que era un habitual del sitio. De ése y de un buen número de clubs. Cuando le preguntaban si estaba soltero, contestaba sonriendo que no exactamente, que estaba divorciado. Nadie en la familia se explicaba su tremendo éxito entre las féminas. Nadie se explicaba por qué se había divorciado de Margaret Cameron, aquella inglesa con la que se casó a los veintipocos años, cuando era un joven tan apuesto como arrolladoramente simpático que tenía una facilidad espantosa para meterse a la gente en el bolsillo y aún conservaba el pelo, y de la que contaba que estaba podrida de dinero: su familia tenía una mansión de treinta habitaciones cerca de Wouldham, Kent, y su abuelo había sido un magnate de la cerveza. A la pobre mujer la volvió loca aquel español moreno y sandunguero que cada noche le arreglaba toda la fontanería, que le hablaba en un inglés casi perfecto, que la llevaba y la traía por toda España y le rociaba el cuerpo con gazpacho y luego se lo comía todo a lametones. Se casaron sin acuerdos prematrimoniales en la Iglesia de la Virgen de las Angustias, como mandaban los cánones del granadino bien nacido al decir del entonces alcalde de la ciudad, Gabriel Díaz Berbel, y el matrimonio duró cerca de tres años, tres años durante los cuales el primo Fernando se convirtió en el hombre invisible. Margaret se lo llevó a vivir a Inglaterra. Cuando se dignó volver a aparecer por Granada, estaba divorciado y era casi millonario. En libras. Miguel recordaba a Margaret Cameron como una mujer muy guapa, el pelo corto y rubio, vivaracha y sensual, de grandes ojos verdes, muy parecida a Annie Lenox, que conducía un Jaguar descapotable y era muy aficionada al vino y a las juergas flamencas. Fernando la había conocido en un hotel de Lanjarón donde por aquella época trabajaba de camarero, y al día siguiente había dejado el trabajo por la libertad condicional de acompañar a aquella rubia por las carreteras –y camas de paradores de cinco estrellas-de todo el país.
-Bendita sea esta polla que me ha dado Dios- decía.
-Pero, ¿por qué te divorciaste de Margaret?
-Me cansé de ser su juguete.
-¿Y por qué una cadena de ferreterías?
-Algo había que hacer para blanquear las sábanas, digo yo.
-Pero ella parecía tan enamorada de ti…
-Venga ya.
Torrencial, expeditivo, dinámico, Fernando no necesitaba trabajar para vivir. Lo que nadie se explicaba, ni se explicaría nunca, era cómo no se había pulido todo el dinero en juergas y putas. Sus padres estaban escandalizados y les faltaba poco para rehuir su trato, pero nunca llegaron a entender el extemporáneo rasgo de sensatez que su hijo había demostrado montando aquellos negocios, comprándose una casa en Almuñécar y guardando el resto del dinero, que era mucho, en algún banco del extranjero. Era la envidia secreta de la familia: el perdulario, el bala perdida, la oveja negra que había triunfado y podía permitirse lujos que ninguno de ellos podría alcanzar ni sudando sangre durante el resto de sus vidas. Les había roto los esquemas a todos. Y por regla general era más que esquivo en el trato. Se prodigaba poco, raras veces contestaba al teléfono, y probablemente aquella noche habría acudido a la cena familiar en Las Tinajas por la pura curiosidad de ver a su primo Fermín, con el que apenas tenía trato desde hacía muchos años, forrado hasta las cachas.
-Qué te pasa, Miguelito, que estás tan serio- bramó Fernando para poder hacerse oír entre el barullo de la música y las conversaciones. El club estaba abarrotado de gente.
-Nada. Cavilando un poco.
-Pues deja de darle a la olla y vente p´acá, que te voy a presentar a unas amigas que te van a quitar la tontería.
Estuvieron un par de horas arriba con la mulata brasileña, encocada hasta las cejas –una diosa de ébano aterciopelado, de dientes muy blancos y acento impostadamente dulce con un cuerpo absolutamente pornográfico- y otra chica, rubia, rumana o rusa, de anatomía no menos impactante. Bebieron champán, follaron, cambiaron de pareja, Miguel contempló agotado cómo se la chupaban a su primo, que lucía una barriga tan importante como el contenido de su cartera, y finalmente bajaron, derrotados y felices. Habían bebido un poco más de lo aconsejable, y Miguel propuso tomar un taxi.
Fernando negó con la cabeza.
-Pero si conduzco de puta madre, hombre. Tranquilo.
El Mercedes arrancó y enfilaron la salida hacia la autovía. Fernando estaba buscando una emisora de radio mientras Miguel bostezaba, la vista perdida en las luces de la ciudad, cuando oyeron la brutal deflagración sonora de un claxon y algo enorme se les vino encima. Y hubo una explosión, cristales rotos, un chirriar de carrocería aplastada, un cuerpo despedido por en parabrisas cayendo en el arcén, un incendio de dolor puro, la negrura más absoluta.






Contemplando el comedor ya vacío de su restaurante, sentado en un taburete junto a la barra, Fermín sentía la extrañeza de quien ha puesto los pies en zonas penumbrosas de la realidad. Habían pasado demasiadas cosas en los últimos meses, y estaba ocultándole a todos el hecho de que aquel loco, aquellos dementes, fuesen quienes fuesen, habían puesto en sus manos millones de euros. Ni siquiera un detective privado había logrado averiguar quién era el tal Mephistópheles Stepanopoulos. El tipo debía ser un maestro en el arte de borrar todo tipo de rastros. El bufete de abogados de la Calle Serrano de Madrid no existía: en aquella dirección vivía un coronel del ejército retirado junto a su mujer. El nombre de Mephistópheles Stepanopoulos no constaba en ningún sitio: ni en archivos policiales, ni en Hacienda, ni en la Seguridad Social, ni en el registro mercantil, ni en el Colegio de Abogados, ni en ninguna otra base de datos del mundo a la que se pudiera acceder con dinero y hablando con las personas adecuadas. Aquel hombre era una sombra en la niebla. Le había pagado casi tres mil euros a aquella agencia de detectives para nada. En la sucursal del Chase Manhattan Bank en Sevilla, a la que Fermín había acudido en persona para averiguarlo todo sobre aquel dinero que había salido de la nada, el director lo había recibido con una amplia sonrisa de lameculos eficaz, como si lo conociese de toda la vida. Todo estaba en perfecto orden: sus cuentas en las Islas Jersey y Caimán, sus acciones en una docena de grandes multinacionales desde EEUU hasta Japón, los pagos a Hacienda –convenientemente arreglados para que no fuesen excesivos; había personas dedicadas en exclusiva a ello-. Aquello sonaba a experimento, a alguna retorcida, demencial clase de experimento. Aquella cartera tenía algo de diabólico. El bar donde la había encontrado no existía; en su lugar sólo había un local en alquiler vacío. Pero aquello no había sido ninguna alucinación. Él había estado allí, por Dios. Allí era donde había encontrado aquella cartera que le había traído aquella prosperidad demencial de la que muy en el fondo desconfiaba profundamente y que no acababa de creerse. Allá usted con las consecuencias, decía la carta. Era de locos.
Allá usted con las consecuencias.
Se sirvió un Jameson con hielo y dejó la botella sobre la barra de madera de nogal.
La cabeza no paraba de darle vueltas en un torbellino angustioso. El asunto de Estefanía se había arreglado más que satisfactoriamente. “Podrá leerlo en los periódicos de mañana”, le había asegurado Hakim, el intermediario al que había encontrado después de no pocas pesquisas en una tetería del Albaicín y al que había pagado veinte mil euros por el trabajo. Vicente Aranda había aparecido degollado en el descampado del Llano de la Perdiz. Cuando leyó aquello en el IDEAL, Fermín sintió una especie de mazazo eléctrico, como si hubiera sido él quien empuñaba el cuchillo, la navaja, lo que fuera con que le habían cortado el pescuezo a aquel cabrón que había dejado a su mujer más que tocada. La policía les hizo una visita, preguntas; no pudieron sacar nada en claro. Estefanía sufrió un ataque de nervios; él mismo tuvo que hacer un esfuerzo titánico para no perder la sangre fría mientras contestaba a las preguntas de aquel inspector de policía. Luego se averiguaría que Vicente Aranda tenía algunas deudas, y lo atribuyeron todo a un ajuste de cuentas. Y eso fue: un ajuste de cuentas, capullos, pensó, una sonrisa torva dibujada bajo el bigote que se estaba dejando.
Tenía la sensación de andar sobre un suelo de cristal muy fino que podía quebrarse en cualquier momento bajo sus pies. Estefanía había sacado fuerzas de flaqueza y se hacía cargo del restaurante la mayor parte del tiempo. Estaba orgullosa de haberle podido dar trabajo a ocho personas en aquella ciudad donde el paro era poco menos que una enfermedad endémica. Tomaba pastillas, y así iba tirando. Los abuelos estaban encantados de hacerse cargo de la niña cuando era necesario. El restaurante, Casa Fermín, funcionaba a todo trapo. El dinero se amontonaba en el banco; ya no tenían que pagar hipoteca. Blas Ortiz se había quedado con un palmo de narices la mañana en que Fermín liquidó la deuda y los intereses de un plumazo, y había pasado de tratarlos con la displicencia indiferente con que los directores de sucursal tratan a los clientes menos pudientes a un servilismo sonriente, nada disimulado. Ahora les ofrecía tarjetas de crédito, fondos de inversión, depósitos a plazo fijo, basura, pensaba Fermín. Como si nos hiciera falta. Si ese mamón supiera.
Pero su hermano Miguel estaba en el hospital, el primo Fernando había muerto, a Estefanía la habían obligado a chupar una polla, y alguien le había destrozado el coche desde que aquella cartera había caído en sus manos. Toda aquella riqueza parecía venir adobada en desgracias. Allá usted con las consecuencias. Aquella frase cobraba un matiz más que siniestro cuando recordaba todo lo que había pasado desde que encontró la cartera. Pensaba que debía sentirse infinitamente agradecido. Lo que les estaba pasando era de novela, pero no por eso dejaba de sentirse profundamente inquieto. No eran los mismos; el cambio había sido demasiado brusco. No acababa de acostumbrarse a tener la vida perfectamente resuelta. No necesitaban aquel restaurante, que había costado una fortuna. Sólo era una coartada, una tapadera. A Estefanía, a sus padres, a todos sus allegados, les había dicho lo de la lotería para justificar semejante despliegue de riqueza. Había personas que se encargaban de rentabilizar aquel dinero, de tratar con Hacienda para que no diese demasiado por culo, de cuidar cada detalle. Sólo tenía que chascar los dedos, y tenía lo que quisiera. Granada, que cuando estaba en paro y buscando trabajo desesperadamente sin encontrarlo le había parecido una jaula de fría y gris desesperanza, ahora se le quedaba pequeña. Podía tratar de tú a cualquiera. Sin embargo, no le atraía nada la ostentación. No había corrido a comprarse un Rolex de platino de noventa y cinco mil euros, ni un Porsche, ni un castillo. La única novedad eran las llaves del nuevo domicilio que habían estrenado una semana antes: un carmen en el Albaicín. Aún no se había adaptado a cruzar el gran portalón de entrada con arco de medio punto, al jardín entre tapias recubiertas de hiedra y buganvillas, al dulce murmullo del agua en la fuentecilla del patio, a la amplitud de los dormitorios y salones de techo artesonado, a la perspectiva de la Alhambra, Sierra Nevada, la Vega y buena parte de la ciudad desde la azotea de la casa. Se sentía como un intruso en la vida de otros. Pero aquello, todo aquello, era suyo.
Dio un trago al whisky. Tenía la insidiosa sensación de que, sin embargo, todo aquello estaba envenenado. No podía decir que fuese irreal. Era tangible, más que tangible. Y no obstante, ¿cuál era, cuál sería el precio? ¿Cuál sería la próxima desgracia que les caería encima? No quería ni pensarlo. Y además, ¿quién le aseguraba que todo aquel dinero no se volatilizaría de la noche a la mañana, con la misma facilidad con que había aparecido? ¿Qué impedía al tal Mephistópheles Stepanopolulos cancelarlo todo desde la sombra en la que se ocultaba y dejarlos sin nada? No era más que un títere con el que aquel individuo podía jugar a placer. Pero ya no había vuelta atrás. Había aceptado el juego y las reglas del juego, aunque desconocía por completo tales reglas. La felicidad de su familia dependía por completo de los manejos de un desconocido que ni siquiera parecía existir.
Mephistópheles.
Y de pronto recordó horrorizado, aunque no creía demasiado en aquellas cosas, que aquel era uno de los nombres del Diablo. Le vino a la cabeza el nombre de Fausto, aquel personaje que vendía su alma al demonio a cambio ¿de qué? ¿La inmortalidad, la sabiduría suprema, la riqueza absoluta? Nunca había leído la obra de Goethe. ¿Mephistópheles Stepanopoulos era el Diablo? El diablo no existía. Cuentos para niños, para meapilas, para beatas recalcitrantes, diría su padre. Gilipolleces inventadas por la Iglesia Católica. La historia del hombre del saco convenientemente adaptada al tema religioso. Y además, él no había vendido su alma a nadie. Lo que le había sucedido a Estefanía, el hecho de que Miguel estuviera en el hospital y probablemente se quedara tetrapléjico, la muerte del primo Fernando, que iba borracho al volante del Mercedes, todo podían ser no más que puras casualidades. ¿Por qué, entonces, era todo tan inquietante?
Apagó las luces de la barra, se terminó la copa en la oscuridad y cerró el restaurante. Las luces de la Gran Vía relucían en la noche de invierno. Se ajustó la bufanda y empezó a caminar en dirección a la parada de taxis cercana. El Diablo. Mephistópheles. Menuda gilipollez. Aquello era la vida real. El frío cortante de la calle, la poca gente que caminaba por las aceras, los faros de los coches, aquello era real. Haber estado bien jodido durante casi un año, haber estado trabajando toda la vida como un caballo de tiro, no haberse podido permitir más que un corto fin de semana en París como viaje de bodas, aquello había sido real. El no tenía la culpa de que un loco, o un grupo de locos –no se moleste en reintegrarnos de nuevo esta cartera- hubiesen decidido poner en sus manos todo aquel dinero. Qué narices. Se lo merecía. Vicente Aranda estaba muerto. Se lo merecía. Lo que había que hacer era disfrutar de todo aquello, vivirlo mientras durase. Tenía mucho dinero en una caja de seguridad en otro banco. Nadie excepto él lo sabía. Tres millones de euros contantes y sonantes. Que alguien se atreviese a cancelar sus cuentas. No pasaría nada. Que le diesen al tal Mephistópheles. El Demonio. Bah. Tonterías.
Inesperadamente, en el cruce con otra bocacacalle, tropezó y estuvo a punto de caerse. Notó un agudo dolor en el tobillo derecho.
-Mierda.
Apretó los dientes, gimiendo levemente de dolor. Era lo que le faltaba; un tobillo torcido. Quedaban unos doscientos metros hasta la parada de taxis, en la que en aquel momento no había ninguno. Tampoco por la Gran Vía se veía ninguna prometedora luz verde. El dolor era lancinante. Apretó el paso, renqueando. Y fue entonces cuando dos sombras, hasta entonces ocultas en un portal cercano, cayeron sobre él. Notó un denso olor a sudor rancio. Percibió el inconfundible reflejo de la luz de las farolas sobre la hoja de una navaja de tamaño más que respetable. Eran dos individuos de aspecto árabe y mala catadura.
-Shhh… Tú, quieto- dijo el más alto mientras el otro le ponía la navaja en el cuello, al tiempo que le sujetaba un brazo-. Quieto. Como grites, mi colega te raja. Danos todo lo que lleves.
Fermín apenas podía respirar. El moro de la navaja despedía un tufo a alcohol y sudor que resultaba tan intimidante como los diez centímetros de acero que apretaba contra su yugular. Cogieron la cartera. El más alto le echó un vistazo a toda prisa y abrió mucho los ojos al ver su contenido.
-Vamos, vamos, vamos- le dijo al otro. Y salieron corriendo por la callejuela más cercana.
Con el corazón desbocado, Fermín se apoyó contra la persiana cerrada de una perfumería. Había estado a punto de cagarse en los pantalones. Hijos de puta. Moros de mierda. Cabrones, masculló. Y sin embargo, a pesar de la taquicardia que lo atenazaba, del sudor frío en su frente, del dolor en el tobillo del que casi se había olvidado, algo parecido a una sonrisa se dibujó en sus labios. Se habían llevado algo más de dos mil euros. Que los disfrutaran, se dijo. No tenía más que llamar por teléfono para cancelar todas las tarjetas. Pero ahora tenía que ir a Comisaría; aquellos cabrones no se iban a ir de rositas. Estos mierdas se creen que Boabdil es todavía el rey de Granada, pensó. Ahora conocía a gente a la que no le importaría buscar a aquellos gilipollas y darles una lección. ¿No tenían los árabes la costumbre de cortarles una mano a los ladrones? Pues le pediría a aquel individuo de aspecto siniestro, el tal Hakim, que los buscara e hiciera que alguien les cortara la mano y los cojones. Sería pan comido para alguien que le había solventado un asesinato…

2 comentarios:

  1. El cuento me estaba gustando mucho, un poco largo, quizás. Veo que te decantas hacía lo fantástico, me recuerdas a Maupassant.

    Pero, tengo una objeción que hacerte ¿y el final? Me parece inacabado.

    Yo tengo dos cuentos que aún no he colgado en LDA de un tío que se encuentra una cartera y de un parado desesperado como es tu prota al principio.

    Un abrazo.

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  2. Ahí está la gracia: es un final abierto. Sugerir más que concluir taxativamente. Gracias, Héctor.

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