lunes, 19 de abril de 2010
ESCRITOR "WORKAHOLIC"
Para alguien como yo, escribir es como una especie de adicción dolorosa y a la vez placentera; hay días en que uno no puede ni moverse, en que la abulia se le viene a uno encima como una tormenta de arena, en que el cielo tiene la tonalidad grumosa de un inmenso vómito que amenazase con caer sobre el mundo, en que no se soporta ni el pitido de la furgoneta del panadero ni las voces de los niños que van al colegio ni los gritos destemplados de la subnormal de la vecina, ni siquiera el run run del teléfono –normalmente la llamada es de alguna compañía o persona que pide dinero o que se cumpla con los pagos de tal o cual servicio o de algún operador de telefonía móvil ofreciendo oro del que cagó el moro con una amable sonrisa que solamente se intuye-. Hay días en que, en fin, uno preferiría no estar, no ser, no existir; hay días en que toda la luz del sol andaluz –cuando sale el sol y no tenemos el tiempo decididamente británico del último invierno- es incapaz de desleer la oscuridad interior que nos atenaza como el chantaje emocional de una amante despechada. Hay días en que uno sería capaz de mandarlo todo a la mierda, tomarse tres copas en el bar de la esquina y liar el petate y largarse a recoger naranjas al campo. El problema es que uno no sabe recoger naranjas, y de hecho –y muy mal hecho- prácticamente ni las come, porque no puede permitírselas, y la palabra escorbuto parece abrirse paso en la mente como una tortuosa enredadera. Pero no es para tanto.
De modo que uno se sienta y escribe. Uno se sienta y vomita rabias, frustraciones, tristezas y lujurias, en este caso frente a la pantalla de un ordenador, perfectamente consciente de que el hecho de tener a su disposición un ordenador es todo un lujo, porque casi todo el mundo tiene ordenador en este mal llamado primer mundo, pero la hipoteca de la casa tiene preferencia sobre las posibilidades creativas. Claro que uno no tiene hipoteca, gracias al diablo o a la santa intuición que tuvo de joven: huir de la esclavitud a cualquier precio, prefiriendo si es necesario el tierno calorcillo de la intemperie, que no es fácil de soportar pero enseña muchas cosas: enseña, sobre todo, que vivimos en un mundo de imbéciles lobotomizados, explotados y esclavizados que no tienen cojones –de momento- de levantarse contra los de siempre. Uno se sienta y escribe porque no tiene más remedio, aunque el acto de escribir haya perdido buena parte de aquella gustosa rebeldía de hace unos años, cuando uno pasaba de las lecciones del profesor de facultad, o de las gilipolleces etílicas de su santa puta madre, y se engolfaba en una habitación solitaria y cogía la pluma y echaba las tripas por la boca o le dedicaba un largo poema a la amada. Porque para alguien como yo, que probablemente no sirve para otra cosa –ya que hoy en día todo tiene un trasfondo de utilitarismo barato, ramplón, impuesto, cutre, mezquino-, escribir es ser uno mismo. Y tal como está este patio de vecinas cotillas hijas de puta con cuchillo a la espalda, de políticos que jamás resolverán nada excepto sus propias economías, de editoriales para las que uno no existe si no viene con la lengua sucia de lamerle el culo al padrino de turno o que sencillamente enmascaran a una pandilla de estafadores, con un mercado de trabajo que se ha quedado en los huesos y que en cualquier caso no interesa para nada –uno ya ha pasado más de una vez por la trituradora-, el acto de escribir es el lenitivo perfecto, el valium cotidiano, la aspirina próvida y propicia, la torazina, el whisky sin alcohol que impide que salgas a la calle con una navaja en la mano y le cortes el cuello al primer imbécil que te diga Buenos días. De modo que bendita sea esta adicción, esta maldición/bendición, este privilegio de poder enfrentarse a los demonios para intentar, si no crear un mínimo de belleza, procurar que no acabe de marchitarse y emputecerse la poca que le quede a uno como persona. Y sobre todo, como decía Shakespeare, porque “muerta la belleza, regresa el negro caos."
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