En este mundo hay ciertos despropósitos, pozos de crueldad inhumana que no tienen nombre, recovecos de la realidad de los que le hacen a uno decirse que como baje Dios algún día le pego dos hostias. Se imagina uno una casa de suburbio a las afueras de una pequeña ciudad de New Jersey, bajo un cielo de hollín y aguanieve, rodeada tal vez de bosques, no lejos de la I-95 que atraviesa toda la costa Este desde Maine hasta Florida. Se imagina uno una sala de estar caótica, mal iluminada, con latas de cerveza y petacas de ginebra rodando por el suelo, papeles, colillas, fotografías de un exmarido rotas pero vueltas a remendar de alguna manera en un ataque de remordimiento, sombras por todas partes, olor a retrete atascado, a compresas olvidadas y alimentos podridos en el cubo de la basura, tan lleno, tan feraz, tan maravillosamente pleno de delicias como la cabeza de un eurodiputado; se imagina uno tal vez fotos de niños colgadas en pasillos y dormitorios oscuros, la sombra de las ramas de los árboles azotados por el viento del Atlántico deslizándose sobre la colcha de camas vacías para siempre. Y a esta mujer dándole una paliza a un cachorro de pitbull en pleno salón, zarandeándolo, el animal un muestrario de cicatrices con el rabo encogido entre las patas, gimiendo más allá del miedo, más allá del terror, de la angustia, de la incomprensión. La mujer ha estado privándolo de alimentos durante días, el animal se ha visto obligado a beber en los charcos del jardín, tiene pulgas por todas partes, es como la prefiguración de un cadáver. Y de todo esto se entera uno por los telediarios a la hora de comer: la mujer, por lo visto, ha sido sentenciada a 18 meses de cárcel después de que uno de sus vecinos, algún buen samaritano de esos que tanto abundan en los suburbios de las ciudades industriales de Estados Unidos, la viese arrojando al animal a un contenedor de basuras y la denunciase por ello. Bajo el aguanieve.
Un maltratador merece poco respeto, y por desgracia tenemos ejemplos a patadas. De maltratadores y maltratadoras, ojo: la llamada ley de violencia de género es muy injusta para muchos hombres que son víctimas de denuncias por falsos malos tratos por parte de sus parejas, y hasta hay casos de algunos que acaban en la cárcel. Es para cagarse en Dios en cuatro idiomas, pero bueno. Ése no es el tema. Ahora, alguien que maltrata a un animal indefenso, sea cual sea el charco de mierda en el que naden sus sesos, sea hombre o mujer, no tiene perdón: está mancillando algo sagrado. Algo noble. Algo infinitamente superior a la inmensa mayoría de los seres humanos que pueblan este por otra parte maravilloso planeta. En alguna parte leí que cuando muere un ser humano tal vez muera un hijo de puta en potencia o cause baja un cabrón menos, pero que cuando muere un animal el mundo se hace un poco peor. No se puede decir de forma más gráfica.
Afortunadamente, este no ha sido el caso de este cachorro de pitbull, que fue rescatado del container de la basura y ahora es objeto de atenciones en un centro de recuperación. Hay miles de familias dispuestas a adoptarlo. Hasta aquí todo bien.
Lo malo es que volveremos a ver, o a leer, noticias parecidas muy de vez en cuando, tal vez en alguno de esos días en que uno ha logrado reconciliarse de algún modo con la existencia. Y volverán, no las oscuras golondrinas, sino los putos negros nubarrones, a ensombrecernos la luminosidad del día y el concepto que a veces casi llegamos a tener sobre la raza humana en general. Que es muy inferior a la canina, por supuesto, aunque sea con gloriosas excepciones.
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