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domingo, 5 de junio de 2011

LA INSPECTORA RUBIO

Era difícil no estar de buen humor aquella tarde, tumbada a la sombra de una inmensa palmera junto a la piscina del hotel, con un gin tonic junto a la tumbona y un ejemplar del diario Sur en las manos, repasando el listado de restaurantes de toda la costa del Sol mientras trataba de decidir donde cenaría aquella noche y lanzaba miradas apreciativas a uno de los camareros que atendían el bar. Tenía cuarenta años, los ojos verdes, las piernas atléticas y una mala leche famosa en todo Madrid, amén de un Mercedes 600 reposando plácidamente en el parking del hotel. Era la inspectora Rubio, del grupo Cibeles de la Policía Nacional de Madrid, y la noche anterior se había pasado por la piedra a aquel ejemplar de garañón andaluz en su suite por la sencilla razón de que le apetecía, sin considerar el arrepentimiento, un tanto extraño en ella, que un par de horas después la había hecho marcar el número de teléfono móvil de Claudio Bárcenas, que estaba de patrulla, en un estado de ánimo más que propicio a las confesiones.
-Coño, Teresa, es que no tienes remedio.
-Ya.
-Es que ya puestos a ponerle los cuernos a tu pobre marido, se los podías poner conmigo.
-Vete a la mierda, Claudio.
-Vete tú a la mierda, bonita.
-Hasta luego.
-Hasta luego.
El cielo sobre Fuengirola era una sinfonía de sol y nubes erráticas, el gin tonic estaba en su punto y el camarero follaba bien. Lo único que Teresa Rubio esperaba era que no le diera por enamorarse. Con ella no tenía nada que hacer, y no eran las mujeres, en contra del topicazo barato imperante, las únicas que confundían el amor con el sexo. Ella era la prueba viviente; el amor significaba vulnerabilidad, y Teresa Rubio no podía permitirse mostrarse vulnerable ante nadie. O ante casi nadie; tal vez El yayo Salva, el dueño de un barecillo de Puerta Cerrada, era el único ser humano al que permitía acercarse, normalmente en alguna tempestad de ginebra inglesa, al vacío que, afirmaba ella, ocupaba el lugar de su corazón.
-A veces tengo la sensación de que te estás matando, Teresa.
-A veces tengo la sensación de que ya estoy muerta, yayo.
-Tener la piel tan dura acabará por asfixiarte.
-Y eso, ¿a quién coño le importa?
-A mí, por ejemplo.
-Te estás volviendo un sentimental, yayo.
-A lo mejor ya es hora- decía el abuelo, mientras se movía con el garbo de un oso con resaca tras la barra de su pequeño local en busca de la botella de tequila José Cuervo que se reservaba para noches como aquélla, en las que no había más clientela que la inspectora y el cansancio le iba imponiendo ganas de cerrar aunque no eran ni las nueve y media de la noche-. A lo mejor ya es hora de volverse un poquito sentimental. De no haber sido por Julia, no sé donde hubiera acabado. No está mal, salvarle la vida a alguien que se ha pasado treinta y ocho años matando gente por dinero desde Sudamérica hasta Japón- se sirvió un tequila que apuró de un trago y fijó sus ojos asediados por las arrugas y el insomnio en el rostro cansado de la inspectora-. Sé como te sientes, créeme. Eres como la hija que nunca tuve.
-Creía que tenías varias.
-Pero nunca llegué a conocerlas.
-Mejor para ti.
-Lo dudo, Tere. Lo dudo mucho.
-Te estás haciendo mayor.
-Menos mal- gruñó el yayo-. Porque esta puta vida se me está haciendo demasiado larga. Y no me gustaría que acabaras igual de asqueado que yo.
-Eso es una pura redundancia.
-Ya, ya sé que estás harta de todo.
-Ni te lo imaginas.
-¿Y tu marido?
-Por ahí andará el muy imbécil, poniendo multas y tratando de tocarle el culo a niñas de la edad de su hija. Ahora le ha dado por bajarse fotos de mulatas de Internet. El muy hijo de puta. El que decía que le daban asco las negras cuando lo conocí.
Salvador se sirvió otro tequila, que apuró despaciosamente, una mano sobre el hígado.
-Nunca he podido entender qué tienes en contra de los negros.
-Lo mismo que tengo a favor de los monos; que están mejor en el zoológico o en la selva, pero no sueltos por la calle. Bastante mierda local y europea tenemos ya.
-Yo tuve una novia morenita en Venezuela…
-Ya. Pues menos mal que no se te cayó la polla a trozos.
-Qué borde eres, hija.
-Gracias, papi. Ponme otra ginebra, que te voy a invitar a cenar.
-Ahí va- Salvador dejó la botella de Larios sobre la añosa barra de cinc. En ese momento, una ambulancia pasó en dirección a la calle Toledo; el estrépito de la sirena los ensordeció por unos instantes.
…pura estética.
-¿El qué?
-Que digo que lo mío no es racismo, sino puro sentido de la estética. La mayoría de los negros que vienen a este país son analfabetos, medio tontos, no aprenden bien el idioma, creen que el dinero crece en las copas de los árboles, se hacinan en madrigueras, huelen mal y lo único que les interesa son los papeles. Los moros, tres cuartos de lo mismo. Y los sudacas. Y los putos rumanos. Vienen a saquear, a robar, a estafar, a mendigar y a traficar, y encima se mezclan con los españoles con la naturalidad de los peces en el río. Seamos sinceros, hostias: la mayoría de los españoles piensan igual que yo. Que le den por culo a lo políticamente correcto. Pura mierda inventada por cuatro meapilas que no han visto la calle en su vida, porque tienen tantos gorilas alrededor que no pueden ni salir a tomar café. A esos no le violan a las hijas en el Parque del Oeste, ni se las secuestran para meterlas a putas, ni les apuñalan a los hijos por un teléfono movil ahí en la Plaza Mayor. Esos que ahora dictan el lenguaje de lo políticamente correcto han convertido a la Policía de este país en un arma tan eficaz contra el crimen como una tostada con mantequilla. Hay que observar el código deontológico, dicen. Ajustarse estrictamente a las reglas del Estado de Derecho. De puta madre; Estado de Derecho. El derecho de pasarse por el forro de los cojones todas las leyes habidas y por haber. Eso es el Estado de Derecho hoy día en España para los delincuentes. Pasen y vean, que estamos todos con el culo en pompa. Sírvanse los señores.
-Y echarás de menos al Tito Paco, claro.
-Qué hostias- dijo la inspectora Rubio tras echar un largo trago de ginebra cruda-. Franco era un calzonazos. Un abuelo entrañable, como tú, ricura.
-Gracias por la comparación, guapa.
-Lo que yo echo de menos es a Hitler. Era un cabrón con pintas, pero al menos sabía hacer su trabajo.
-Teresa, hija, estás como una cabra. Anda, no bebas más. Que estás hecha una facha de tres pares de cojones.
-Y tú un rojazo, so cabrón.
-Yo qué coño voy a ser rojo, si estoy ya over the rainbow, como la canción. Me paso la política por el arco de triunfo-dijo el Yayo-. Y ahora cuéntame otra vez cómo le sacaste un millón y medio de euros al ruso ése…

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