La realidad me toca los Cojones,
se acaba el Vino y no tengo Trabajo
y mis Cuernos atraen los Nubarrones,
pero soy un Poeta del Carajo.
En estos tiempos huérfanos de aurora
hay que atracar los bancos a destajo
y quemar las banderas del ahora
para ser un Poeta del Carajo.
Pagar sólo a las Putas, nunca Impuestos,
y en buen Vino y Yantar pulirse el fajo;
ni los Miuras tienen tantos arrestos
cuando eres un Poeta del Carajo.
Pues me suda la Polla que me entierren
-lo mismo que este mundo Cruel y Zafio-
con Quevedo, Bukowski, Yeats o Shakespeare,
quisiera rubricar como Epitafio:
la Realidad me toca los Cojones,
se acabó el Vino y se acabó el Trabajo;
ahí os quedáis, pandilla de Cabrones
-en un corte de mangas lleváis mis Bendiciones-:
AQUÍ YACE UN POETA DEL CARAJO.
LUCES CLANDESTINAS . blog del escritor Miguel Angel Sosa
lunes, 4 de julio de 2011
LAS VIEJAS CEREMONIAS
A new skin for the old ceremony
LEONARD COHEN
Siguen ardiendo las viejas palabras
en la tiniebla helada
del mundo/ descompuesto
pieza a pieza/ con devoción insomne
por las necias manos cadavéricas
de un puñado de hijos de puta
que avergonzarían a sus madres.
El sol sólo desvela un escenario
con la luz fatigada de unos ojos
que han visto demasiado,
y profetizan
la mañana tiene dientes afilados
ya no hay ríos que arrastren tanta sangre
y la música es un juguete roto,
mi amor/ la música
es un juguete roto
y los besos de niebla que me brindas
-ya no hay ríos.
saben a escarcha verde
o a pantano. La música, mi amor,
es un niño de lluvia
junto a un cauce de sombras
-ya no hay río-
y el vino se ha adensado
en hiel compacta
y el muro se alza lento/ piedra a piedra
y cada piedra es una cabeza humana
un torso, extremidades
putrefactas, la música
es un grito velado
en el fondo de un pozo/ hogueras
mínimas
las palabras
el miedo
mi amor/ el miedo
ahora que no hay ríos
que arrastren tanta sangre
y la niebla/ los besos
hediondos
la música rota
de un grimoso espejismo de tinieblas.
LEONARD COHEN
Siguen ardiendo las viejas palabras
en la tiniebla helada
del mundo/ descompuesto
pieza a pieza/ con devoción insomne
por las necias manos cadavéricas
de un puñado de hijos de puta
que avergonzarían a sus madres.
El sol sólo desvela un escenario
con la luz fatigada de unos ojos
que han visto demasiado,
y profetizan
la mañana tiene dientes afilados
ya no hay ríos que arrastren tanta sangre
y la música es un juguete roto,
mi amor/ la música
es un juguete roto
y los besos de niebla que me brindas
-ya no hay ríos.
saben a escarcha verde
o a pantano. La música, mi amor,
es un niño de lluvia
junto a un cauce de sombras
-ya no hay río-
y el vino se ha adensado
en hiel compacta
y el muro se alza lento/ piedra a piedra
y cada piedra es una cabeza humana
un torso, extremidades
putrefactas, la música
es un grito velado
en el fondo de un pozo/ hogueras
mínimas
las palabras
el miedo
mi amor/ el miedo
ahora que no hay ríos
que arrastren tanta sangre
y la niebla/ los besos
hediondos
la música rota
de un grimoso espejismo de tinieblas.
UNA PRIMA MÍA DE TUDELA
Apreciemos, sin vértigo, la extensión de mi inocencia.
-ARTHUR RIMBAUD-
In memoriam Antonin Artaud
Con sus paredes húmedas de llanto
sus pensiones con olor a acelga retestinada
donde se suicida una puta heroinómana cada noche
y un ladrón cuenta con manos temblorosas y manchadas de sangre
los billetes
con sus farolas temulentas alumbrando aceras desiertas
mientras pasan los coches
los coches
los coches
la locura
Con sus titulares cansinos de cada mañana
sus páginas de sucesos repetitivos
su náusea de anuncios clasificados como calles sin salida
sus botellas vacías rodando bajo camas desechas
sus telarañas en las esquinas
sus neones de la muerte
sus neones de la muerte
sus neones de la muerte
la locura
Con sus violines de tiniebla irredenta
su cielo sarcástico enguirnaldado de estelas
sus condones usados tirados entre las rosas
su lluvia cayendo en lentos arpegios sobre la fronda
su gato tuerto en el tejado
sus mareas depositando en la playa cadáveres de bebés
cadáveres de bebés
cadáveres de bebés
la locura
Con sus ojos vacíos
su sonrisa extraterrestre y sin embargo
su cortejo fúnebre con plumas negras
su herencia de desastres iterativos
su desparpajo de proxeneta borracha hasta las cejas
su cara de taxista con úlcera de estómago
sus periódicos amarillentos como el sol de la fatiga
su cancioncilla
su cancioncilla
su cancioncilla
la
locura
Con su calva de político pederasta
su oración del inocente encerrado en la cárcel
su caterva de jueces masticadores de carne putrefacta
su panoplia de banqueros rezadores puteros asesinos
su página web de la memez más irreductible
su boxeador en el alambre haciendo sombra bajo las estrellas
su guerra cotidiana por un chusco de pan en los albergues
su fajo de billetes de quinientos en manos del obispo
con su sartén quemada
con su sartén quemada
con su sartén quemada
la
locura
-ARTHUR RIMBAUD-
In memoriam Antonin Artaud
Con sus paredes húmedas de llanto
sus pensiones con olor a acelga retestinada
donde se suicida una puta heroinómana cada noche
y un ladrón cuenta con manos temblorosas y manchadas de sangre
los billetes
con sus farolas temulentas alumbrando aceras desiertas
mientras pasan los coches
los coches
los coches
la locura
Con sus titulares cansinos de cada mañana
sus páginas de sucesos repetitivos
su náusea de anuncios clasificados como calles sin salida
sus botellas vacías rodando bajo camas desechas
sus telarañas en las esquinas
sus neones de la muerte
sus neones de la muerte
sus neones de la muerte
la locura
Con sus violines de tiniebla irredenta
su cielo sarcástico enguirnaldado de estelas
sus condones usados tirados entre las rosas
su lluvia cayendo en lentos arpegios sobre la fronda
su gato tuerto en el tejado
sus mareas depositando en la playa cadáveres de bebés
cadáveres de bebés
cadáveres de bebés
la locura
Con sus ojos vacíos
su sonrisa extraterrestre y sin embargo
su cortejo fúnebre con plumas negras
su herencia de desastres iterativos
su desparpajo de proxeneta borracha hasta las cejas
su cara de taxista con úlcera de estómago
sus periódicos amarillentos como el sol de la fatiga
su cancioncilla
su cancioncilla
su cancioncilla
la
locura
Con su calva de político pederasta
su oración del inocente encerrado en la cárcel
su caterva de jueces masticadores de carne putrefacta
su panoplia de banqueros rezadores puteros asesinos
su página web de la memez más irreductible
su boxeador en el alambre haciendo sombra bajo las estrellas
su guerra cotidiana por un chusco de pan en los albergues
su fajo de billetes de quinientos en manos del obispo
con su sartén quemada
con su sartén quemada
con su sartén quemada
la
locura
REQUIEM DE ESPEJOS ROTOS
A broken bundle of mirrors
EZRA POUND
Tengo hasta la esperanza
de que cabezas como las que vienen
no podrán ni imaginarme
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
Qué quedará de tí
cuando la lozanía se marchite
en espejos testigos de ceniza,
cuando bajo las bóvedas del tiempo
sólo quede la luz de la memoria
como un viento insidioso,
como el incendio frío de tus huellas.
Cuando el mañana sea una catedral de hielo
poblada de oficiantes
con la casulla de la necedad
entre estatuas decapitadas y legajos
drapeados de sílabas de luz pretérita,
abrevaderos de sangre,
solaz de los vampiros.
Cuando ninguna mujer tolere
tus gracias, tus ebriedades líricas,
ni una página escrita con la tripas
que no sea rentable a fin de mes.
Cuando el sexo sea una playa bajo la tormenta
en una isla de Escocia,
como leer la Biblia con resaca
o plantar marihuana entre la nieve.
Cuando toda belleza sea ya humo,
el humo del tabaco del insomnio,
el humo de los días que se fueron,
el humo de los años que te queden
arrastrándote
por las calles sin alma de un presente
cincelado en la piedra más obtusa.
Qué quedará de tí
cuando toda poesía sea un calvo adefesio
y el dinero se convierta
en la única hoguera donde arder,
si es que antes no escoges
esa espinosa senda del morir matando,
trizando entre tus dedos
un puñado de espejos
y escupiendo al destino en su cara de idiota.
Una úlcera crónica con viejo
contando batallitas
en mitad de una calle
poblada de fantasmas
mientras se abren las flores del invierno.
Una lápida anónima, un soplo
sobre el rocío escarchado
en la hierba salvaje del futuro.
Un legado de lágrimas de aire.
Una nada entre nadas en la niebla.
Westport, Irlanda
Septiembre de 2007
EZRA POUND
Tengo hasta la esperanza
de que cabezas como las que vienen
no podrán ni imaginarme
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
Qué quedará de tí
cuando la lozanía se marchite
en espejos testigos de ceniza,
cuando bajo las bóvedas del tiempo
sólo quede la luz de la memoria
como un viento insidioso,
como el incendio frío de tus huellas.
Cuando el mañana sea una catedral de hielo
poblada de oficiantes
con la casulla de la necedad
entre estatuas decapitadas y legajos
drapeados de sílabas de luz pretérita,
abrevaderos de sangre,
solaz de los vampiros.
Cuando ninguna mujer tolere
tus gracias, tus ebriedades líricas,
ni una página escrita con la tripas
que no sea rentable a fin de mes.
Cuando el sexo sea una playa bajo la tormenta
en una isla de Escocia,
como leer la Biblia con resaca
o plantar marihuana entre la nieve.
Cuando toda belleza sea ya humo,
el humo del tabaco del insomnio,
el humo de los días que se fueron,
el humo de los años que te queden
arrastrándote
por las calles sin alma de un presente
cincelado en la piedra más obtusa.
Qué quedará de tí
cuando toda poesía sea un calvo adefesio
y el dinero se convierta
en la única hoguera donde arder,
si es que antes no escoges
esa espinosa senda del morir matando,
trizando entre tus dedos
un puñado de espejos
y escupiendo al destino en su cara de idiota.
Una úlcera crónica con viejo
contando batallitas
en mitad de una calle
poblada de fantasmas
mientras se abren las flores del invierno.
Una lápida anónima, un soplo
sobre el rocío escarchado
en la hierba salvaje del futuro.
Un legado de lágrimas de aire.
Una nada entre nadas en la niebla.
Westport, Irlanda
Septiembre de 2007
MEMORIAS DE UN CAMARERO CABREADO (fragmento II)
Los buenos de la película, los justos, los cabales, los ortodoxamente bondadosos en La Puebla de Los Infantes eran los que nos traían ollas de potaje, ollas de arroz, ollas de sopa de fideos, ollas de estofado, ollas de macarrones o spaghetti, nuestra vecina Eusebia, mi tía Inés o mi tía Juana, ollas, siempre ollas de comida que devorábamos con fruición o con una indiferencia casi profiláctica, según el día, el grado de resaca, mala leche, depresión, frustración o epifanía literaria, en mi caso, mientras pasaban los días y las semanas y el polvo se acumulaba sobre muebles y fotografías y crecía el jazminero del patio, denso de perfumes y avispas. Fue una época que mi padre se pasó acostado, en la sombra un tanto rancia, olorosa a tabaco frío y ceniza, de su dormitorio, amueblado con los restos de aquel naufragio matrimonial del que hoy en día quedan dos robinsones, escritor y socióloga respectivamente. Terminados los fastos o ruina total de aquella catetada modelna conocida como Expo 92, se había quedado sin trabajo, sin sueldazo como director del Pabellón Tierras de Jerez, donde había metido a trabajar a medio pueblo, mientras en la confortable mediocridad penumbrosa de su tienda de textiles su hermana Inés, que era algo así como la Santa Teresa desgualdrajada y neurótica de la familia, pontificaba acerca de las consecuencias de vivir en pecado, pecado que en nuestro caso era una pereza descomunal aliñada con tendencias más que manifiestas a la vida disipada, según ella. Yo tenía novia -aunque fuese a distancia- y ninguna intención de casarme con ella y además follaba, o había follado, como un descosido, y encima no estudiaba, no trabajaba, no iba a misa y bebía whisky, pero ella me quería mucho y por eso me sentaba a su mesa y me daba leche con galletas maría y pastorales sobre la bondad del conservadurismo pueblerino. Mi primo Paco pasaba muchísimo de todo, refugiado en el piso que tenían en Sevilla, estudiando Derecho, pero volvía al redil todos los fines de semana, no como mi prima Lola, de la que lo que más recuerdo era que gastaba una mala hostia del copón cuando se inspiraba y cuya actividad predominante o vocacional era la búsqueda de novio para toda la vida, que era lo que se llevaba a principios de los años noventa del siglo xx en aquel pueblo que acabé por rebautizar, en un relato largo, como Malamuerte de Los Infantes, pensando así en iniciar una saga faulkneriana o antoniomuñozmolinesca o benetiana, aunque por aquella época yo todavía tenía a medio leer a estos autores. Malamuerte de los Infantes: hubiera quedado incluso bien en los carteles de las tres carreteras que salían del pueblo, la de Lora del Río, la de Peñaflor y la de Las Navas de la Concepción. Porque efectivamente vivíamos en circunstancias de mala muerte, solo que yo no era consciente del todo o tenía la habilidad, esa habilidad que se pierde indefectiblemente con los años, de evadirme en la literatura o en mis conversaciones y salidas callejeras con mi amigo José Bravo, que era otro pasota aficionado al vino y a la música pero sin el aura de escritorzuelo ramplón que yo tenía, al decir del hermano de otro amigo, César Antonio Cuerda, que me vaticinaba un futuro como hombre gris, como el de cualquiera, una vida sin alicientes ni desafíos, rutinaria, en la que yo dejaría de escribir y acabaría centrándome en ganarme la vida como cualquiera, es decir, en algún trabajo de mierda mejor o peor pagado.
De César Antonio Cuerda se decía que de niño, o de no tan niño, había intentado suicidarse colgándose de una viga en el zaguán de la casa familiar después de que lo asaltaran pensamientos insoportablemente torturadores acerca del infierno como consecuencia del cuajarón de semen que había dejado sobre el careto de Ana Obregón en una de las revistas favoritas de su madre, o algo así. Lo salvó su padre, cabeza de familia notoriamente facha de una familia notablemente facha, que lo descolgó, lo reanimó y acto seguido le dio una manta de hostias de las que no se olvidan y lo encerró bajo llave en un trastero rebosante de telarañas polvorientas y muebles carcomidos en vez de llevarlo a un psicólogo, que era lo que en su opinión hubiera hecho cualquier progre de mierda. Rafael Cuerda veía progres de mierda por todas partes. Los veía hasta follándose a su mujer, Encarnación González, que tenía un punto de beatería sublimado en la figura del Caudillo cuya fotografía presidía el salón de la casa junto a las de su padre, que había llegado a teniente coronel de la Guardia Civil en glorioso año 22 después del Advenimiento del César Visionario, o sea, en 1961. Era una familia rica para los estándares de La Puebla, socios del Casino, con cortijos, tierras y Landrovers, amables en el trato cara a cara y auténticos desolladores a espaldas de las víctimas de su afiladísima lengua, que le retiraban la palabra a cualquiera que hiciese alusión a los espléndidos trapicheos del abuelo guardia civil, quien además de funcionario de élite durante la época de Franco había controlado no menos de media docena de burdeles de alto copete en sitios como Sevilla, Málaga y Córdoba. De ahí venía buena parte de la fortuna familiar, por no decir casi toda.
-Como salga un alcalde socialista y mueva un solo dedo para meterle mano a mi patrimonio, juro por la Virgen de las Huertas que cojo la escopeta y le pego un tiro- decían que había dicho Rafael Cuerda una tarde en el Casino, copa de Fundador en mano y canana en bandolera -venía de cazar venados- en los días previos a unas elecciones municipales poco después de que UCD ganara las generales.
A sus hijos César y Luis los había mandado a internados desde que apenas tenían uso de razón. Era partidario de una educación entre medieval y espartana, o sea a hostia limpia y los domingos a misa, y nada de colegios públicos donde sus hijos pudieran verse perniciosamente influenciados por las ideas soviéticas de los profesores. Eran primos de José Bravo, que no podía ser más opuesto a ellos con sus chupas de cuero, sus cabellos alborotados de alborotador, su música heavy y punk y su vocación defendida a dentelladas por la guitarra, que era, tal como él lo veía, la mejor manera de largarse de aquel pueblo y poder ganarse la vida como músico. Todos nos conocíamos desde pequeños, desde que mi madre renunció a nuestra custodia a favor de mi padre para poder terminar su carrera de Historia Medieval y encontrar un buen trabajo y pasamos a manos de mis abuelos Pilar y Francisco y a vivir entre Sevilla y La Puebla de los Infantes. Luis, que era un grandullón con cara de gorila, disfrutaba puteándome cada vez que me encontraba con él por las calles del pueblo, quitándome la bicicleta amarilla de cross Orbea que me había regalado mi padre con seis o siete años, levantándome en vilo para hacerme cosquillas en los sobacos o haciéndome oler sus pedos hasta que conseguía librarme de él y volvía a casa, donde me refugiaba en brazos de mi abuela, que era la viva imagen de la bondad resignada pero que no se arredraba en salir a la calle con una mantilla sobre los hombros para buscar a mi atormentador incluso en su casa y exigir que me devolviese la bicicleta o que viniese a pedirme perdón por haberse metido conmigo. Mi padre casi nunca estaba, pero cuando estaba, el dinero fluía generosamente. Mi hermana aún era demasiado pequeña, pero a mí nunca me faltaron salidas al cine, almuerzos o cenas en restaurantes, juguetes, películas de dibujos animados en vídeo, tebeos de Mortadelo y Filemón o de Tintín o de Astérix. Si quería algo, solo tenía que pedirlo. Mi padre era la sombra generosa que planeaba sobre nuestras vidas. A mí me contaban que trabajaba en un restaurante del que, además, era el dueño. Yo recordaba el restaurante La Marmita, en Granada, en la calle Pedro Antonio de Alarcón, frente al cual vivíamos antes de que mis padres se separaran, cuando mi hermana tenía un año y era un moco que no paraba de llorar y nos atendía una muchacha llamada Fidela de manos pecosas y frías que olían a ajo y lejía y a la cual espero que la vida haya tratado bien. Me hubiera gustado hablar con ella para saber, como solo una criada puede saber estas cosas, qué coño era lo que realmente pasaba en aquella casa cuando mi madre y mi padre aún estaban juntos; aún hoy en día, inevitablemente, hay demasiada niebla, demasiadas conjeturas, demasiadas hipótesis, demasiadas versiones y pocos hechos fehacientes que yo pueda recordar con claridad.
Y es que me gustaría saber de dónde cojones provengo en realidad. Sin fisuras. Sin más versiones interesadas de familiares a los que sencillamente no soporto y que no me soportan y a los que no pienso invitar a la cena de gala de ese premio Planeta que jamás ganaré. Seguró que si ganara el Planeta mi tía gloria, la misma que durante la sobremesa posterior a la comida posterior al funeral de mi abuela Eloísa me preguntó si había ido allí en busca de su dinero (¿cómo se puede ir a buscar dinero a un funeral?), me llamaría para pedirme que invitara a la familia.
Pues bien, tía Gloria: que te invite a su funeral el presidente del Banco Central Europeo. A mí no vuelvas a tocarme los cojones.
Una desolación de telarañas y polvo y desidia, de fogones sucios y viejas fotos, de moscas y avispas en el patio, de ronquidos de mi padre, que cuando no estaba fumando estaba durmiendo y que cada vez que salía regresaba con una cara de abatimiento beodo que a mí me parecía como el tótem de aquellos días en medio de la nada, la marca registrada de la devastación. Yo leía a Thomas Mann, a Bulgákov, a Eduardo Mendoza, a Roger Martin du gard, a Faulkner, a Tolstoy, apoltronado en uno de los antediluvianos sillones de skai marrón, la máquina de escribir Olivetti Lettera 25 sobre el cristal de la mesa camilla junto a resmas de folios que menguaban, y trataba de entender lo evidente; mi padre andaba tan jodido como todos los que se habían quedado sin trabajo después de la deflagración final de la Gran Catetada de la Expo 92, con la diferencia de que él no era hombre de ahorrar dinero en previsión de malas rachas, como hacían muchos de sus paisanos. La Puebla de los Infantes siempre ha sido un pueblo de emigrantes, sobre todo a Menorca, camino del que mi padre había sido pionero en los años 60, o a Barcelona, o a Valencia, o por ahí. El pueblo estaba lleno de hombres derrotados, prematuramente envejecidos, que trasegaban vino, cerveza, ginebra, whisky con cocacola en las barras de los cincuenta bares que jalonaban aquella mínima geografía escalonada de paredes blancas. Cincuenta bares para una población de tres mil quinientas personas, o sea un bar por cada setenta habitantes de la Puebla, a grosso modo, desde el supuesto lujo menestral con toque agropecuario del Casino -donde había revistas como el Hola o el Semana para las señoras- hasta la cutrez casi entrañable del Bar Betis, tascón para borrachos matutinos de aguardiente y vino blanco barato. El invierno en La Puebla no daba para mucho más que para recoger aceituna, trabajar en la obra o haciendo alguna chapuza, cobrar "peonadas" que no se habían trabajado en realidad y pasarse las horas, vivas o muertas, en los bares. Pocas veces he visto, ni siquiera en los documentales de National Geographic sobre la Antártida, una desolación semejante a la de la biblioteca pública de aquel pueblo. Ni siquiera había chavales estudiando. Yo tenía alucinado al bibliotecario por la cantidad de libros que sacaba al cabo de la semana. El hombre tenía el mejor trabajo del mundo, o al menos eso me parecía. La biblioteca era pequeña, pero estaba bastante bien surtida. Abundaban las Obras Completas, los Premios Nobel, los Goncourt, los Pulitzer, aquellos tochos adorables que publicaba Aguilar y que aseguraban meses de pura delicia. El bibliotecario, al que recuerdo bajito y adusto, tal vez melancólico, conocía a mi familia pero no me conocía a mí. En cierta ocasión me preguntó si de verdad me leía enteros aquellos libros o si solo estaba estudiando y los utilizaba para consultar algo o hacer trabajos, como si yo fuera un universitario descolocado que estudiaba a distancia, o algo así. Y creo que fue entonces cuando le contesté que leer tanto formaba parte de mi trabajo de escritor. Era la primera vez que le decía algo así a cualquier cosa parecida a un ser humano que me lo preguntaba. Decirle a alguien que era escritor me solidificaba, me prestaba una entidad concreta en medio de la nebulosa que era mi vida, aunque por aquella época prácticamente lo único que escribía era poesía, que era por lo que me conocían los cuatro gatos que me conocían, es decir, mis amigos y un par de familiares. Yo ya había leído en Francisco Umbral aquello de que Balzac y Dostoyevski escribían para pagar deudas. Eso es profesionalizarse y lo demás es diletantismo. Y estaba plenamente de acuerdo, solo que llegaba a avergonzarme de no cumplir con tal aserto. Aquella gloria mínima, de radio corto, que suponía que el grupo de rock de mis amigos de Lanjarón, Mundo de vivos, hubieran grabado una maqueta con dos letras mías, era en realidad todo lo que tenía a mis espaldas a mis más o menos veinte años. Y a cambio, claro está, no había obtenido dinero; copas infinitas en los bares de Lanjarón y Granada sí, pero nada de dinero, como era lógico, puesto que todos eran estudiantes y manejaban el mismo inexistente presupuesto que yo, aunque a mí siempre me parecía que todos tenían más dinero. Yo vivía como siempre había vivido, al socaire de mi padre, que de vez en cuando me daba lo que podía para que me diese una vuelta por el pueblo, pero ya empezaba a incubar la idea de que "era" una escritor profesional, si por profesión se entiende no lo que uno hace para ganarse la vida, sino lo que uno hace, a secas. O mejor dicho, lo único que uno hace o sabe hacer. Yo estaba todavía muy verde en casi todas las suertes de varas de la vida. En realidad, yo todavía no tenía ni puta idea de literatura ni de la vida ni del amor ni de nada. Todavía estaba dentro del huevo, a salvo del mundo por la sencilla razón de que gente como mi padre, ahora que vivía con mi padre, o mi madre, cuando cambiaba de tercio y me iba a vivir con ella, se interponían entre mí y la realidad. Los libros, la música, la poesía, el recuerdo de Laura, a la que escribía cartas prácticamente cada dos o tres días (mi epistolario podría servirle a estas alturas como curiosísimo documento psicolo/literario/ antropológico, si es que lo conserva o si es que sigue viva, dato que desconozco), me aislaban de la intemperie del mundo, que a mi alrededor percibía sórdido, pueblerino, mediocre, aburrido, cruel. Bestiajos hartos de cubalibres en los bares, tías apolilladas y beatas, cuando no directamente subnormales como mi tía Juana o déspotas chillonas como Presentación (con ese nombre no es de extrañar la mala leche que gastaba la madre del hoy en día olvidado Íñigo de Gran Hermano), primos que no compartían mis inquietudes o sencillamente no las entendían, como Paco o Miguel, y ante los cuales yo exhibía una especie de orgullo libertario/ literario: eso era lo que me rodeaba. La gran gloria literaria de la Puebla de los Infantes era Paulino Rodríguez, que es el autor de sevillanas como aquella de Algo se muere en el alma/ cuando un amigo se va, a quien yo había visto de niño y muy pocas veces en mi vida; entonces me parecía que si aquel hombre era la gloria local, el emérito vate de los puebleños (a los que yo llamaba pueblerinos, con todo su ácido), el hecho de haber rebautizado al pueblo de mis abuelos paternos como Malamuerte de los Infantes era todo un logro literario, porque la verdad, las sevillanas en general siempre me han parecido una auténtica mierda escrita por gente sin talento para una audiencia sin neuronas, salvo excepciones. Y encima Paulino Rodríguez ganaba dinero con eso, lo cual me exasperaba, y mi tía Inés me lo recordaba constantemente, lo cual me exasperaba aún más -tú lo que tienes que hacer es escribir un libro de sevillanas, me decía-, hasta el punto de que llegué a odiar las sevillanas como solamente odio cosas como el Vaticano, la estupidez, el fascismo o la economía neocon/neoliberal, con un odio reverberante, pleno, volcánico. Yo estaba equivocado, claro; aquello de escribir como me diera la gana, lo que me diera la gana y cuando me diera la gana no llevaba a ningún sitio. Yo ya era pecador antes de haber cometido el pecado, que era publicar. Según mi tía Inés, que como la crítica literaria solvente y de plena dedicación que era, la pobre, consideraba que los sonetos de Santa Teresa de Jesús eran lo más de lo más en poesía española y Juan Ramón Jiménez el maestro por antonomasia de las letras patrias, lo que yo escribía era cuchufletas sin importancia, resabios con olor a rebeldía, remedos de literaturas extranjeras que ella desconocía pero como no eran españolas eran poco menos que literaturas escritas por herejes. Dostoyevski era ya demasiado fuerte para su paladar, degustador de la Biblia, San Juan de la Cruz y ABC. Encerrada en su casa, de la que no salía más que para ir a misa o a la compra o a hacerle una visita a alguien, yo era para ella, las veces que iba a verla, una especie de acontecimiento demoníaco al que sin embargo había llegado a tomarle cariño. Nunca dudé de la sinceridad de su afecto hacia mí. Siempre había dicho que yo era su sobrino favorito, el más inteligente de todos, más que sus propios hijos, más que los hijos de mis hermanas, más que la mayoría de los hijos de las señoras del pueblo. Me trataba con un afecto de solterona, aunque no lo era, y mientras trataba de convencerme de que Dios Es Amor y me afeaba el hecho de que fumara, mi tío Antonio González, más conocido por el de Narciso, que siempre me había parecido un enano rencoroso, envidioso y resentido (odiaba a mi padre como odiaba a todos los que habían logrado escapar del pueblo a una edad en la que él ya estaba casado y esperando a mi prima Lola), se iba al Casino, una vez cerrada la tienda, a rumiar lo que tuviera que rumiar y tomarse unos vinos mientras echaba una partida de cartas, dejando a su mujer filosofando con aquel melenudo hijo de puta, aquel listillo borracho, aquel accidente de la naturaleza, aquel hijo de divorciados que era yo.
Y es que para el Narci ser hijo de divorciados era toda una categoría política y existencial. Era lo peor. Era pecaminoso, sospechoso. Era una lacra insoluble. Para él y para la mayoría de la gente como él en aquel pueblo, que ya no vivían en la época de Franco pero actuaban exactamente igual que cuando la gente se quitaba el sombrero, o la boina, o lo que fuese, cada vez que veían pasar a la pareja de la Guardia Civil o al cura. O a alguno de los señoritos del pueblo. El mismo servilismo inconsciente, la misma mirada sumisa, el mismo temor a que alguien hablara mal de ellos, el terror a cosas como el divorcio, las minifaldas, los hijos fuera del matrimonio o no ser capaz de pagar las cuotas de socio del Casino. El Narci era un tendero con mentalidad de tendero, de los de toda la vida. El hecho de que alguien pretendiese dedicarse a algo tan volátil como la literatura era algo que ni siquiera le cabía en la cabeza, como a la inmensa mayoría de mis familiares. Estaba muy bien que hubiera artistas en el mundo, los libros quedaban muy bien para adornar el salón, la música quedaba muy bien para adornar el salón, los cuadros quedaban muy bien para adornar el salón -lo importante era que todos viesen lo bonito que quedaba el salón-, y Paulino Rodríguez era un fenómeno, un genio, pero también trabajaba de maestro de escuela, y por lo tanto tenía un sueldo, que era a fin de cuentas lo único importante en esta vida. Los hijos estaban para estudiar Derecho, como mi primo Paco, o Turismo, como mi prima Lola, o Arquitectura, como el hijo de su amigo Lorenzo Valenzuela, o Económicas, como el hijo de su primo Juan Casas. Los hijos estaban para darles a los padres la satisfacción de culminar una carrera que ellos no habían tenido oportunidad de estudiar, y hacerse hombres y mujeres de provecho que ganaran mucho dinero y pudieran comprarse un apartamento en Torremolinos, como él, y un piso en Sevilla, como él, y un Mercedes familiar, como él. La literatura era una anomalía, era el caos, eran pájaros en la cabeza en vuelo hacia ninguna parte, o sea, hacia la pobreza, la misma pobreza en la que mi padre caía regularmente por su mala cabeza, con su ropa cara y su Opel Kadett y sus trabajos que nunca conservaba por su afición a la mala vida, esa mala vida que él envidiaba, en el fondo, con todas sus fuerzas.
-A tontos como éste les he dado yo de comer por la cara más de una vez en La Marmita, y hasta les he prestado dinero para alquilarse un apartamento en La Carihuela o para echarle gasolina al coche o para comprarle pañales a sus hijos- me dijo mi padre en cierta ocasión-. A gente como ésa, que llevan el estandarte en las procesiones de la Virgen de Las Huertas, he tenido que pagarles viajes a Londres para que abortara su hermana. A mí me van a venir con gilipolleces.
De César Antonio Cuerda se decía que de niño, o de no tan niño, había intentado suicidarse colgándose de una viga en el zaguán de la casa familiar después de que lo asaltaran pensamientos insoportablemente torturadores acerca del infierno como consecuencia del cuajarón de semen que había dejado sobre el careto de Ana Obregón en una de las revistas favoritas de su madre, o algo así. Lo salvó su padre, cabeza de familia notoriamente facha de una familia notablemente facha, que lo descolgó, lo reanimó y acto seguido le dio una manta de hostias de las que no se olvidan y lo encerró bajo llave en un trastero rebosante de telarañas polvorientas y muebles carcomidos en vez de llevarlo a un psicólogo, que era lo que en su opinión hubiera hecho cualquier progre de mierda. Rafael Cuerda veía progres de mierda por todas partes. Los veía hasta follándose a su mujer, Encarnación González, que tenía un punto de beatería sublimado en la figura del Caudillo cuya fotografía presidía el salón de la casa junto a las de su padre, que había llegado a teniente coronel de la Guardia Civil en glorioso año 22 después del Advenimiento del César Visionario, o sea, en 1961. Era una familia rica para los estándares de La Puebla, socios del Casino, con cortijos, tierras y Landrovers, amables en el trato cara a cara y auténticos desolladores a espaldas de las víctimas de su afiladísima lengua, que le retiraban la palabra a cualquiera que hiciese alusión a los espléndidos trapicheos del abuelo guardia civil, quien además de funcionario de élite durante la época de Franco había controlado no menos de media docena de burdeles de alto copete en sitios como Sevilla, Málaga y Córdoba. De ahí venía buena parte de la fortuna familiar, por no decir casi toda.
-Como salga un alcalde socialista y mueva un solo dedo para meterle mano a mi patrimonio, juro por la Virgen de las Huertas que cojo la escopeta y le pego un tiro- decían que había dicho Rafael Cuerda una tarde en el Casino, copa de Fundador en mano y canana en bandolera -venía de cazar venados- en los días previos a unas elecciones municipales poco después de que UCD ganara las generales.
A sus hijos César y Luis los había mandado a internados desde que apenas tenían uso de razón. Era partidario de una educación entre medieval y espartana, o sea a hostia limpia y los domingos a misa, y nada de colegios públicos donde sus hijos pudieran verse perniciosamente influenciados por las ideas soviéticas de los profesores. Eran primos de José Bravo, que no podía ser más opuesto a ellos con sus chupas de cuero, sus cabellos alborotados de alborotador, su música heavy y punk y su vocación defendida a dentelladas por la guitarra, que era, tal como él lo veía, la mejor manera de largarse de aquel pueblo y poder ganarse la vida como músico. Todos nos conocíamos desde pequeños, desde que mi madre renunció a nuestra custodia a favor de mi padre para poder terminar su carrera de Historia Medieval y encontrar un buen trabajo y pasamos a manos de mis abuelos Pilar y Francisco y a vivir entre Sevilla y La Puebla de los Infantes. Luis, que era un grandullón con cara de gorila, disfrutaba puteándome cada vez que me encontraba con él por las calles del pueblo, quitándome la bicicleta amarilla de cross Orbea que me había regalado mi padre con seis o siete años, levantándome en vilo para hacerme cosquillas en los sobacos o haciéndome oler sus pedos hasta que conseguía librarme de él y volvía a casa, donde me refugiaba en brazos de mi abuela, que era la viva imagen de la bondad resignada pero que no se arredraba en salir a la calle con una mantilla sobre los hombros para buscar a mi atormentador incluso en su casa y exigir que me devolviese la bicicleta o que viniese a pedirme perdón por haberse metido conmigo. Mi padre casi nunca estaba, pero cuando estaba, el dinero fluía generosamente. Mi hermana aún era demasiado pequeña, pero a mí nunca me faltaron salidas al cine, almuerzos o cenas en restaurantes, juguetes, películas de dibujos animados en vídeo, tebeos de Mortadelo y Filemón o de Tintín o de Astérix. Si quería algo, solo tenía que pedirlo. Mi padre era la sombra generosa que planeaba sobre nuestras vidas. A mí me contaban que trabajaba en un restaurante del que, además, era el dueño. Yo recordaba el restaurante La Marmita, en Granada, en la calle Pedro Antonio de Alarcón, frente al cual vivíamos antes de que mis padres se separaran, cuando mi hermana tenía un año y era un moco que no paraba de llorar y nos atendía una muchacha llamada Fidela de manos pecosas y frías que olían a ajo y lejía y a la cual espero que la vida haya tratado bien. Me hubiera gustado hablar con ella para saber, como solo una criada puede saber estas cosas, qué coño era lo que realmente pasaba en aquella casa cuando mi madre y mi padre aún estaban juntos; aún hoy en día, inevitablemente, hay demasiada niebla, demasiadas conjeturas, demasiadas hipótesis, demasiadas versiones y pocos hechos fehacientes que yo pueda recordar con claridad.
Y es que me gustaría saber de dónde cojones provengo en realidad. Sin fisuras. Sin más versiones interesadas de familiares a los que sencillamente no soporto y que no me soportan y a los que no pienso invitar a la cena de gala de ese premio Planeta que jamás ganaré. Seguró que si ganara el Planeta mi tía gloria, la misma que durante la sobremesa posterior a la comida posterior al funeral de mi abuela Eloísa me preguntó si había ido allí en busca de su dinero (¿cómo se puede ir a buscar dinero a un funeral?), me llamaría para pedirme que invitara a la familia.
Pues bien, tía Gloria: que te invite a su funeral el presidente del Banco Central Europeo. A mí no vuelvas a tocarme los cojones.
Una desolación de telarañas y polvo y desidia, de fogones sucios y viejas fotos, de moscas y avispas en el patio, de ronquidos de mi padre, que cuando no estaba fumando estaba durmiendo y que cada vez que salía regresaba con una cara de abatimiento beodo que a mí me parecía como el tótem de aquellos días en medio de la nada, la marca registrada de la devastación. Yo leía a Thomas Mann, a Bulgákov, a Eduardo Mendoza, a Roger Martin du gard, a Faulkner, a Tolstoy, apoltronado en uno de los antediluvianos sillones de skai marrón, la máquina de escribir Olivetti Lettera 25 sobre el cristal de la mesa camilla junto a resmas de folios que menguaban, y trataba de entender lo evidente; mi padre andaba tan jodido como todos los que se habían quedado sin trabajo después de la deflagración final de la Gran Catetada de la Expo 92, con la diferencia de que él no era hombre de ahorrar dinero en previsión de malas rachas, como hacían muchos de sus paisanos. La Puebla de los Infantes siempre ha sido un pueblo de emigrantes, sobre todo a Menorca, camino del que mi padre había sido pionero en los años 60, o a Barcelona, o a Valencia, o por ahí. El pueblo estaba lleno de hombres derrotados, prematuramente envejecidos, que trasegaban vino, cerveza, ginebra, whisky con cocacola en las barras de los cincuenta bares que jalonaban aquella mínima geografía escalonada de paredes blancas. Cincuenta bares para una población de tres mil quinientas personas, o sea un bar por cada setenta habitantes de la Puebla, a grosso modo, desde el supuesto lujo menestral con toque agropecuario del Casino -donde había revistas como el Hola o el Semana para las señoras- hasta la cutrez casi entrañable del Bar Betis, tascón para borrachos matutinos de aguardiente y vino blanco barato. El invierno en La Puebla no daba para mucho más que para recoger aceituna, trabajar en la obra o haciendo alguna chapuza, cobrar "peonadas" que no se habían trabajado en realidad y pasarse las horas, vivas o muertas, en los bares. Pocas veces he visto, ni siquiera en los documentales de National Geographic sobre la Antártida, una desolación semejante a la de la biblioteca pública de aquel pueblo. Ni siquiera había chavales estudiando. Yo tenía alucinado al bibliotecario por la cantidad de libros que sacaba al cabo de la semana. El hombre tenía el mejor trabajo del mundo, o al menos eso me parecía. La biblioteca era pequeña, pero estaba bastante bien surtida. Abundaban las Obras Completas, los Premios Nobel, los Goncourt, los Pulitzer, aquellos tochos adorables que publicaba Aguilar y que aseguraban meses de pura delicia. El bibliotecario, al que recuerdo bajito y adusto, tal vez melancólico, conocía a mi familia pero no me conocía a mí. En cierta ocasión me preguntó si de verdad me leía enteros aquellos libros o si solo estaba estudiando y los utilizaba para consultar algo o hacer trabajos, como si yo fuera un universitario descolocado que estudiaba a distancia, o algo así. Y creo que fue entonces cuando le contesté que leer tanto formaba parte de mi trabajo de escritor. Era la primera vez que le decía algo así a cualquier cosa parecida a un ser humano que me lo preguntaba. Decirle a alguien que era escritor me solidificaba, me prestaba una entidad concreta en medio de la nebulosa que era mi vida, aunque por aquella época prácticamente lo único que escribía era poesía, que era por lo que me conocían los cuatro gatos que me conocían, es decir, mis amigos y un par de familiares. Yo ya había leído en Francisco Umbral aquello de que Balzac y Dostoyevski escribían para pagar deudas. Eso es profesionalizarse y lo demás es diletantismo. Y estaba plenamente de acuerdo, solo que llegaba a avergonzarme de no cumplir con tal aserto. Aquella gloria mínima, de radio corto, que suponía que el grupo de rock de mis amigos de Lanjarón, Mundo de vivos, hubieran grabado una maqueta con dos letras mías, era en realidad todo lo que tenía a mis espaldas a mis más o menos veinte años. Y a cambio, claro está, no había obtenido dinero; copas infinitas en los bares de Lanjarón y Granada sí, pero nada de dinero, como era lógico, puesto que todos eran estudiantes y manejaban el mismo inexistente presupuesto que yo, aunque a mí siempre me parecía que todos tenían más dinero. Yo vivía como siempre había vivido, al socaire de mi padre, que de vez en cuando me daba lo que podía para que me diese una vuelta por el pueblo, pero ya empezaba a incubar la idea de que "era" una escritor profesional, si por profesión se entiende no lo que uno hace para ganarse la vida, sino lo que uno hace, a secas. O mejor dicho, lo único que uno hace o sabe hacer. Yo estaba todavía muy verde en casi todas las suertes de varas de la vida. En realidad, yo todavía no tenía ni puta idea de literatura ni de la vida ni del amor ni de nada. Todavía estaba dentro del huevo, a salvo del mundo por la sencilla razón de que gente como mi padre, ahora que vivía con mi padre, o mi madre, cuando cambiaba de tercio y me iba a vivir con ella, se interponían entre mí y la realidad. Los libros, la música, la poesía, el recuerdo de Laura, a la que escribía cartas prácticamente cada dos o tres días (mi epistolario podría servirle a estas alturas como curiosísimo documento psicolo/literario/ antropológico, si es que lo conserva o si es que sigue viva, dato que desconozco), me aislaban de la intemperie del mundo, que a mi alrededor percibía sórdido, pueblerino, mediocre, aburrido, cruel. Bestiajos hartos de cubalibres en los bares, tías apolilladas y beatas, cuando no directamente subnormales como mi tía Juana o déspotas chillonas como Presentación (con ese nombre no es de extrañar la mala leche que gastaba la madre del hoy en día olvidado Íñigo de Gran Hermano), primos que no compartían mis inquietudes o sencillamente no las entendían, como Paco o Miguel, y ante los cuales yo exhibía una especie de orgullo libertario/ literario: eso era lo que me rodeaba. La gran gloria literaria de la Puebla de los Infantes era Paulino Rodríguez, que es el autor de sevillanas como aquella de Algo se muere en el alma/ cuando un amigo se va, a quien yo había visto de niño y muy pocas veces en mi vida; entonces me parecía que si aquel hombre era la gloria local, el emérito vate de los puebleños (a los que yo llamaba pueblerinos, con todo su ácido), el hecho de haber rebautizado al pueblo de mis abuelos paternos como Malamuerte de los Infantes era todo un logro literario, porque la verdad, las sevillanas en general siempre me han parecido una auténtica mierda escrita por gente sin talento para una audiencia sin neuronas, salvo excepciones. Y encima Paulino Rodríguez ganaba dinero con eso, lo cual me exasperaba, y mi tía Inés me lo recordaba constantemente, lo cual me exasperaba aún más -tú lo que tienes que hacer es escribir un libro de sevillanas, me decía-, hasta el punto de que llegué a odiar las sevillanas como solamente odio cosas como el Vaticano, la estupidez, el fascismo o la economía neocon/neoliberal, con un odio reverberante, pleno, volcánico. Yo estaba equivocado, claro; aquello de escribir como me diera la gana, lo que me diera la gana y cuando me diera la gana no llevaba a ningún sitio. Yo ya era pecador antes de haber cometido el pecado, que era publicar. Según mi tía Inés, que como la crítica literaria solvente y de plena dedicación que era, la pobre, consideraba que los sonetos de Santa Teresa de Jesús eran lo más de lo más en poesía española y Juan Ramón Jiménez el maestro por antonomasia de las letras patrias, lo que yo escribía era cuchufletas sin importancia, resabios con olor a rebeldía, remedos de literaturas extranjeras que ella desconocía pero como no eran españolas eran poco menos que literaturas escritas por herejes. Dostoyevski era ya demasiado fuerte para su paladar, degustador de la Biblia, San Juan de la Cruz y ABC. Encerrada en su casa, de la que no salía más que para ir a misa o a la compra o a hacerle una visita a alguien, yo era para ella, las veces que iba a verla, una especie de acontecimiento demoníaco al que sin embargo había llegado a tomarle cariño. Nunca dudé de la sinceridad de su afecto hacia mí. Siempre había dicho que yo era su sobrino favorito, el más inteligente de todos, más que sus propios hijos, más que los hijos de mis hermanas, más que la mayoría de los hijos de las señoras del pueblo. Me trataba con un afecto de solterona, aunque no lo era, y mientras trataba de convencerme de que Dios Es Amor y me afeaba el hecho de que fumara, mi tío Antonio González, más conocido por el de Narciso, que siempre me había parecido un enano rencoroso, envidioso y resentido (odiaba a mi padre como odiaba a todos los que habían logrado escapar del pueblo a una edad en la que él ya estaba casado y esperando a mi prima Lola), se iba al Casino, una vez cerrada la tienda, a rumiar lo que tuviera que rumiar y tomarse unos vinos mientras echaba una partida de cartas, dejando a su mujer filosofando con aquel melenudo hijo de puta, aquel listillo borracho, aquel accidente de la naturaleza, aquel hijo de divorciados que era yo.
Y es que para el Narci ser hijo de divorciados era toda una categoría política y existencial. Era lo peor. Era pecaminoso, sospechoso. Era una lacra insoluble. Para él y para la mayoría de la gente como él en aquel pueblo, que ya no vivían en la época de Franco pero actuaban exactamente igual que cuando la gente se quitaba el sombrero, o la boina, o lo que fuese, cada vez que veían pasar a la pareja de la Guardia Civil o al cura. O a alguno de los señoritos del pueblo. El mismo servilismo inconsciente, la misma mirada sumisa, el mismo temor a que alguien hablara mal de ellos, el terror a cosas como el divorcio, las minifaldas, los hijos fuera del matrimonio o no ser capaz de pagar las cuotas de socio del Casino. El Narci era un tendero con mentalidad de tendero, de los de toda la vida. El hecho de que alguien pretendiese dedicarse a algo tan volátil como la literatura era algo que ni siquiera le cabía en la cabeza, como a la inmensa mayoría de mis familiares. Estaba muy bien que hubiera artistas en el mundo, los libros quedaban muy bien para adornar el salón, la música quedaba muy bien para adornar el salón, los cuadros quedaban muy bien para adornar el salón -lo importante era que todos viesen lo bonito que quedaba el salón-, y Paulino Rodríguez era un fenómeno, un genio, pero también trabajaba de maestro de escuela, y por lo tanto tenía un sueldo, que era a fin de cuentas lo único importante en esta vida. Los hijos estaban para estudiar Derecho, como mi primo Paco, o Turismo, como mi prima Lola, o Arquitectura, como el hijo de su amigo Lorenzo Valenzuela, o Económicas, como el hijo de su primo Juan Casas. Los hijos estaban para darles a los padres la satisfacción de culminar una carrera que ellos no habían tenido oportunidad de estudiar, y hacerse hombres y mujeres de provecho que ganaran mucho dinero y pudieran comprarse un apartamento en Torremolinos, como él, y un piso en Sevilla, como él, y un Mercedes familiar, como él. La literatura era una anomalía, era el caos, eran pájaros en la cabeza en vuelo hacia ninguna parte, o sea, hacia la pobreza, la misma pobreza en la que mi padre caía regularmente por su mala cabeza, con su ropa cara y su Opel Kadett y sus trabajos que nunca conservaba por su afición a la mala vida, esa mala vida que él envidiaba, en el fondo, con todas sus fuerzas.
-A tontos como éste les he dado yo de comer por la cara más de una vez en La Marmita, y hasta les he prestado dinero para alquilarse un apartamento en La Carihuela o para echarle gasolina al coche o para comprarle pañales a sus hijos- me dijo mi padre en cierta ocasión-. A gente como ésa, que llevan el estandarte en las procesiones de la Virgen de Las Huertas, he tenido que pagarles viajes a Londres para que abortara su hermana. A mí me van a venir con gilipolleces.
RESPONSORIOS DE TINIEBLAS
Saludos de todos los que combaten en el frente de Aragón, arma en mano, contra el fascismo.
BUENAVENTURA DURRUTI
a mi maestro Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Cuando miro el amor, ya consumido,
mientras pudiera todavía
en mis dedos sentir aquella suave
piel que la edad irá borrando,
cuando aún en sus ojos hermosísimos
la luz celebra, y al perderse
sombra y derrota dejan en los míos,
cuando sé que el amor, hora cumplida
su reino, me abandona,
quisieran ir los ojos detrás suyo,
y rescatar de su doliente estela
una imagen que el tiempo no humillara
y pudiera seguirnos a la muerte.
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
BUENAVENTURA DURRUTI
a mi maestro Giuseppe Tomasi di Lampedusa
Cuando miro el amor, ya consumido,
mientras pudiera todavía
en mis dedos sentir aquella suave
piel que la edad irá borrando,
cuando aún en sus ojos hermosísimos
la luz celebra, y al perderse
sombra y derrota dejan en los míos,
cuando sé que el amor, hora cumplida
su reino, me abandona,
quisieran ir los ojos detrás suyo,
y rescatar de su doliente estela
una imagen que el tiempo no humillara
y pudiera seguirnos a la muerte.
JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ
DEJAD QUE LAS NUBES PONGAN TÍTULO A ESTO
He perdido un soneto que decía
que la luz de tus ojos me alumbraba,
que en el alma llevabas pedrería
preciosa, y que tu voz me cautivaba.
Que he perdido tus muslos en Dublín
mientras buscabas pollas por Sevilla,
que como zorra eras de postín,
que aquel violín sonaba a maravilla.
Será que cuando vuela la poesía
da jaque mate la mediocridad
en esta vil "parida" de ajedrez;
será que tras la musa hay una arpía,
que la lluvia me sabe a soledad
y haber creído en tí a soplapollez.
que la luz de tus ojos me alumbraba,
que en el alma llevabas pedrería
preciosa, y que tu voz me cautivaba.
Que he perdido tus muslos en Dublín
mientras buscabas pollas por Sevilla,
que como zorra eras de postín,
que aquel violín sonaba a maravilla.
Será que cuando vuela la poesía
da jaque mate la mediocridad
en esta vil "parida" de ajedrez;
será que tras la musa hay una arpía,
que la lluvia me sabe a soledad
y haber creído en tí a soplapollez.
HOMBRE DE PRINCIPIOS
I wanna get drunk till I´m off my mind
JOHN LEE HOOKER
Bebo, en primer lugar,
porque me da la gana,
porque el futuro viene como una blanda tormenta
de hastío anticipado
en un mundo con menos luces que la tonta de la esquina,
bebo porque el hígado aún no me duele lo suficiente
para claudicar
y perderme en la inane rutina de cafés descafeinados,
licores sin alcohol
y días sin sal
que el común de los mortales llama existencia.
Bebo porque tengo demasiadas neuronas con aristas
pequeños microscópicos cristales de hielo
lúcido aquí dentro,
en esa oscuridad relampagueante de la que algunas mujeres
se enamoran
y que otras desprecian. Bebo
en honor de los que las ven venir
desde muy lejos, sin piedad, sin honor, sin alma
y con hipoteca a cien años,
bebo para adornar la soledad
con vicarios arrebatos de ternura,
bebo como un poseso o un desposeído, bebo
como un imbécil
que no sabe todavía por qué le brotan poemas
de la niebla itinerante que es su alma,
y, porque como dice un viejo blues
me gusta gastar más dinero que un millonario
siendo como soy lo que los entendidos/desentendidos
llaman
una rata letrada con cultura y supuesto
buen corazón, un Robin Hood
de la literatura. No lo sé.
Mis mujeres se asustan a partir del quinto whisky,
y hasta la realidad más sórdida distrae
algún rastro de bondad
cuando bebo. Bebo
por no ver las noticias, por no releer
el Ulises de Joyce
por sexta vez para morirme de envidia, bebo
por no matar
a tanto tocapelotas
y para adquirir la presencia de ánimo que facilita
que el cenutrio al que oigo decir
que la poesía es una mariconada
siga vivo
para poder seguir vomitando sus gilipolleces
ante auditorios propicios. Soy un hombre piadoso.
Bebo porque se me incendian los otoños,
porque noviembre es largo,
porque ciertas mujeres se me aparecen como obras maestras
dentro de la inanidad imperante
y las palabras exactas para bajarles las bragas
-llamadme romántico-
florecen con más facilidad
cuando rugen las hogueras del vino
o fluyen los ríos de whiskey a los que cantaban The Pogues.
Bebo porque me siento acompañado
por Faulkner, Quevedo, Shakespeare, Mozart, Corelli,
Charlie Parker
mi tío Ángel Luis
y toda la bendita nómina de muertos y vivos
con la que transito
por las calles sin alma de la vida.
Bebo porque me sale de la bendita punta de la polla,
porque he dormido en la calle en Roma,
en Londres, en Galway, en Sevilla, en Lanzarote
y un trago ayudaba a no cortarle el cuello
al primer topo autosatisfecho que pasara por allí.
Bebo porque conozco
muy pocas alegrías
y a demasiadas putas
y porque la Biblia puede estar en una canción
de John Lee Hooker, bebo
porque las guitarras de Córdoba
y el whistle de las Islas Aran
suenan mejor, exprimen el corazón
como una esponja de sombras
y a veces saco lo mejor de mí
y las páginas salen solas, aunque aún no alcance
a comprender
por qué escribo. Será que no sirvo
para otra cosa. Y ya que gano
poco dinero
con esto del mester de juglaría
por lo menos -a veces- me harto de follar. Es,
sin duda,
uno de los grandes misterios del Universo.
Bebo por cada cana de mi barba
y por los campos nevados que me acecharán
cualquier día,
sin la dulzura de una piel
o de una página
donde refugiarme.
Anda, bonita, invítame a una copa.
JOHN LEE HOOKER
Bebo, en primer lugar,
porque me da la gana,
porque el futuro viene como una blanda tormenta
de hastío anticipado
en un mundo con menos luces que la tonta de la esquina,
bebo porque el hígado aún no me duele lo suficiente
para claudicar
y perderme en la inane rutina de cafés descafeinados,
licores sin alcohol
y días sin sal
que el común de los mortales llama existencia.
Bebo porque tengo demasiadas neuronas con aristas
pequeños microscópicos cristales de hielo
lúcido aquí dentro,
en esa oscuridad relampagueante de la que algunas mujeres
se enamoran
y que otras desprecian. Bebo
en honor de los que las ven venir
desde muy lejos, sin piedad, sin honor, sin alma
y con hipoteca a cien años,
bebo para adornar la soledad
con vicarios arrebatos de ternura,
bebo como un poseso o un desposeído, bebo
como un imbécil
que no sabe todavía por qué le brotan poemas
de la niebla itinerante que es su alma,
y, porque como dice un viejo blues
me gusta gastar más dinero que un millonario
siendo como soy lo que los entendidos/desentendidos
llaman
una rata letrada con cultura y supuesto
buen corazón, un Robin Hood
de la literatura. No lo sé.
Mis mujeres se asustan a partir del quinto whisky,
y hasta la realidad más sórdida distrae
algún rastro de bondad
cuando bebo. Bebo
por no ver las noticias, por no releer
el Ulises de Joyce
por sexta vez para morirme de envidia, bebo
por no matar
a tanto tocapelotas
y para adquirir la presencia de ánimo que facilita
que el cenutrio al que oigo decir
que la poesía es una mariconada
siga vivo
para poder seguir vomitando sus gilipolleces
ante auditorios propicios. Soy un hombre piadoso.
Bebo porque se me incendian los otoños,
porque noviembre es largo,
porque ciertas mujeres se me aparecen como obras maestras
dentro de la inanidad imperante
y las palabras exactas para bajarles las bragas
-llamadme romántico-
florecen con más facilidad
cuando rugen las hogueras del vino
o fluyen los ríos de whiskey a los que cantaban The Pogues.
Bebo porque me siento acompañado
por Faulkner, Quevedo, Shakespeare, Mozart, Corelli,
Charlie Parker
mi tío Ángel Luis
y toda la bendita nómina de muertos y vivos
con la que transito
por las calles sin alma de la vida.
Bebo porque me sale de la bendita punta de la polla,
porque he dormido en la calle en Roma,
en Londres, en Galway, en Sevilla, en Lanzarote
y un trago ayudaba a no cortarle el cuello
al primer topo autosatisfecho que pasara por allí.
Bebo porque conozco
muy pocas alegrías
y a demasiadas putas
y porque la Biblia puede estar en una canción
de John Lee Hooker, bebo
porque las guitarras de Córdoba
y el whistle de las Islas Aran
suenan mejor, exprimen el corazón
como una esponja de sombras
y a veces saco lo mejor de mí
y las páginas salen solas, aunque aún no alcance
a comprender
por qué escribo. Será que no sirvo
para otra cosa. Y ya que gano
poco dinero
con esto del mester de juglaría
por lo menos -a veces- me harto de follar. Es,
sin duda,
uno de los grandes misterios del Universo.
Bebo por cada cana de mi barba
y por los campos nevados que me acecharán
cualquier día,
sin la dulzura de una piel
o de una página
donde refugiarme.
Anda, bonita, invítame a una copa.
BALADA DE LA TÍA MARÍA COLLARES
La que aún echa de menos
la polla de alguien
que no es su marido
la compradora compulsiva
de cremas
y maquillaje
la que se libró de los colmillos
de la vida
de la intemperie
de la vida
de la miseria atroz
de la vida
gracias al matrimonio
y a la que le ha salido un hijo golfo
la inquisidora de la mierda ajena
la que se abrió de piernas por dinero
la que se acojonó con las orejas
del lobo
la que jamás prestó sin intereses
permitiéndose el lujo de decirme
en pleno funeral de su propia
madre
-mi abuela-
que si es que estaba allí por su dinero
mira, maría collares
yo jamás te he pedido una moneda
ni me he escandalizado de que tu marido
haya robado a manos llenas
desde el confort blindado a todos los vientos
de su despacho de banquero
me la suda si tu hija
tiene una polla en cada puerto
y viaja con visa oro
y si tu hijo le da a la coca
o se pone de whisky hasta las cejas
yo jamás te he llamado por teléfono
para decirte que necesito una dentadura nueva
que me ayudes con la matrícula de la universidad
o que me localices una clínica
de desintoxicación
para mi hermana
estoy muy orgulloso de cagar por el culo
la comida que yo mismo me pago
o que yo mismo robo
(no tengo ningún marido que lo haga
por mí)
y de no ser nadie
para nadie
o mucho para pocos
o lo que coño sea
aquí en mi rincón
tu mundo me da náuseas
tus almuerzos familiares me dan náuseas
tu hipocresía me da náuseas
maría collares
así que métete tu dinero
por el culo
si es que tanto mear perfume francés
recibir besos negros de familiares
en apuros económicos
y cagar langostas thermidor
no te ha dejado
sin ojete
bonica
la polla de alguien
que no es su marido
la compradora compulsiva
de cremas
y maquillaje
la que se libró de los colmillos
de la vida
de la intemperie
de la vida
de la miseria atroz
de la vida
gracias al matrimonio
y a la que le ha salido un hijo golfo
la inquisidora de la mierda ajena
la que se abrió de piernas por dinero
la que se acojonó con las orejas
del lobo
la que jamás prestó sin intereses
permitiéndose el lujo de decirme
en pleno funeral de su propia
madre
-mi abuela-
que si es que estaba allí por su dinero
mira, maría collares
yo jamás te he pedido una moneda
ni me he escandalizado de que tu marido
haya robado a manos llenas
desde el confort blindado a todos los vientos
de su despacho de banquero
me la suda si tu hija
tiene una polla en cada puerto
y viaja con visa oro
y si tu hijo le da a la coca
o se pone de whisky hasta las cejas
yo jamás te he llamado por teléfono
para decirte que necesito una dentadura nueva
que me ayudes con la matrícula de la universidad
o que me localices una clínica
de desintoxicación
para mi hermana
estoy muy orgulloso de cagar por el culo
la comida que yo mismo me pago
o que yo mismo robo
(no tengo ningún marido que lo haga
por mí)
y de no ser nadie
para nadie
o mucho para pocos
o lo que coño sea
aquí en mi rincón
tu mundo me da náuseas
tus almuerzos familiares me dan náuseas
tu hipocresía me da náuseas
maría collares
así que métete tu dinero
por el culo
si es que tanto mear perfume francés
recibir besos negros de familiares
en apuros económicos
y cagar langostas thermidor
no te ha dejado
sin ojete
bonica
UN PAÍS LIBRE
El camarero
del bar
de abajo
de mi casa
me pide
que no lleve en la solapa
un pin
con la bandera
republicana
porque -dice-
eso le impide -dice que es una provocación-
lamer adecuadamente
las almorranas
de un cliente fascista
que deja buenas
propinas.
Lo que yo decía:
hoy el cielo tiene color
de vómitos
rancios.
del bar
de abajo
de mi casa
me pide
que no lleve en la solapa
un pin
con la bandera
republicana
porque -dice-
eso le impide -dice que es una provocación-
lamer adecuadamente
las almorranas
de un cliente fascista
que deja buenas
propinas.
Lo que yo decía:
hoy el cielo tiene color
de vómitos
rancios.
ROSAS DE SAL EN EL CORAZÓN
Rosas de sal en el corazón a la hora de las luces vagas
De verdades que no admiten nombre
Cruces de caminos entre los abetos de la memoria
A la hora de la nieve que cruje como el alma
La lluvia sobre el asfalto de los recuerdos
Impuros como mano enemiga tendida cordialmente
Lamer las tetas de Pilar Rubio en un anochecer de farolas lánguidas
A lo lejos, en un Madrid de niebla
Y el viejo Leonard perdido en el fondo de un vaso de whisky
Entonando The Future
Un cruce de carreteras en las sábanas manchadas
Mientras se cierran todos los telones
Y la luz relumbra en los vasos y el piano
Goodbye everybody Canta
B.B.King
Un zapato de Pilar Rubio por el suelo
Mientras aúllan los lobos
En mi corazón perplejo de cenizas
De verdades que no admiten nombre
Cruces de caminos entre los abetos de la memoria
A la hora de la nieve que cruje como el alma
La lluvia sobre el asfalto de los recuerdos
Impuros como mano enemiga tendida cordialmente
Lamer las tetas de Pilar Rubio en un anochecer de farolas lánguidas
A lo lejos, en un Madrid de niebla
Y el viejo Leonard perdido en el fondo de un vaso de whisky
Entonando The Future
Un cruce de carreteras en las sábanas manchadas
Mientras se cierran todos los telones
Y la luz relumbra en los vasos y el piano
Goodbye everybody Canta
B.B.King
Un zapato de Pilar Rubio por el suelo
Mientras aúllan los lobos
En mi corazón perplejo de cenizas
THE STANDING OAK
Son pocas las pasiones que me agitan.
Soy como el roble inmóvil
Que ve morir los pájaros en torno
Mientras cantan las aguas a lo lejos
Y el sol esparce un mosaico de monedas
Sobre la hierba que susurra a mis pies.
Ni el rayo me conmueve
Si estalla una tormenta. Sólo me arranca ramas.
Las casas se derrumban
En una soledad plomiza, oscura,
Y tantos viejos mueren sin memoria,
El fuego del hogar ceniza fría,
Cruces bajo la cínica candidez del cielo. En soledad perfecta
Veo como florece
La escarcha sin cuartel
Cuando el alba es un cuajarón de sangre
Y luz no profanada.
Ese lobo que evita los senderos
Ha de morir sin Dios
A manos del guardián de los rebaños.
Entretanto, la nieve
Va extendiendo su manto:
La blancura total de la locura.
Soy como el roble inmóvil
Que ve morir los pájaros en torno
Mientras cantan las aguas a lo lejos
Y el sol esparce un mosaico de monedas
Sobre la hierba que susurra a mis pies.
Ni el rayo me conmueve
Si estalla una tormenta. Sólo me arranca ramas.
Las casas se derrumban
En una soledad plomiza, oscura,
Y tantos viejos mueren sin memoria,
El fuego del hogar ceniza fría,
Cruces bajo la cínica candidez del cielo. En soledad perfecta
Veo como florece
La escarcha sin cuartel
Cuando el alba es un cuajarón de sangre
Y luz no profanada.
Ese lobo que evita los senderos
Ha de morir sin Dios
A manos del guardián de los rebaños.
Entretanto, la nieve
Va extendiendo su manto:
La blancura total de la locura.
sábado, 2 de julio de 2011
BLUES DEL OUAD-EL-KHEBIR
Tú no andabas por aquellas calles, a la luz
crepuscular de las farolas y el ocaso sobre
la torre del Oro, los
luminosos de la Plaza de Cuba
o el entredorado con palomas y vencejos y alondras
de la Giralda. No andabas con botines de ante
a la luz de los cafés y las tabernas,
mientras a mí el alma
me crujía en un sopor de hojarasca irreductible,
en un aburrimiento de tablaos y sablazos
y pubs irlandeses,
de poetas mediocres
y lumbreras literarias de chichinabo y dame
diez mil que ahora vengo;
los patos
graznaban en los estanques
como el Perejil harto vino en su tascucho
donde se niega el pan al hambriento,
pero tú no estabas
por allí, con tu melena de peluquería
último modelo. El Chino
haciéndose porros en la penumbra de la plazuela
y las señoras desfilando relumbrantes
de pieles,
tal vez
tú también venías
del Corte Inglés.
Yo andaba en la tasca del anonimato
cincelando versos con las manos desnudas,
embadurnado de sangre, vino y boquerones
en vinagre
y poniéndole los cuernos a las musas
con mi propio reflejo
en el espejo desvencijado de un tigre que olía
como debe oler el coño de una bruja usurera.
No me estaba follando a mi modista,
ni regalándole anillos a mi abuela,
ni siquiera contemporizando
con algún periodista de ojos de absenta y barba marbellí, sino
sacándole las tripas a la tarde
a base de dialéctica barata;
tú no estabas allí, no, tú
no estabas
ni siquiera al volante de un Mercedes último modelo
dejándote comer el coño
por algún famosete de revista.
Tú ni siquiera estabas en el mundo,
absorta en primaveras que alumbraban
a la orilla de un río de impostadas sonrisas.
crepuscular de las farolas y el ocaso sobre
la torre del Oro, los
luminosos de la Plaza de Cuba
o el entredorado con palomas y vencejos y alondras
de la Giralda. No andabas con botines de ante
a la luz de los cafés y las tabernas,
mientras a mí el alma
me crujía en un sopor de hojarasca irreductible,
en un aburrimiento de tablaos y sablazos
y pubs irlandeses,
de poetas mediocres
y lumbreras literarias de chichinabo y dame
diez mil que ahora vengo;
los patos
graznaban en los estanques
como el Perejil harto vino en su tascucho
donde se niega el pan al hambriento,
pero tú no estabas
por allí, con tu melena de peluquería
último modelo. El Chino
haciéndose porros en la penumbra de la plazuela
y las señoras desfilando relumbrantes
de pieles,
tal vez
tú también venías
del Corte Inglés.
Yo andaba en la tasca del anonimato
cincelando versos con las manos desnudas,
embadurnado de sangre, vino y boquerones
en vinagre
y poniéndole los cuernos a las musas
con mi propio reflejo
en el espejo desvencijado de un tigre que olía
como debe oler el coño de una bruja usurera.
No me estaba follando a mi modista,
ni regalándole anillos a mi abuela,
ni siquiera contemporizando
con algún periodista de ojos de absenta y barba marbellí, sino
sacándole las tripas a la tarde
a base de dialéctica barata;
tú no estabas allí, no, tú
no estabas
ni siquiera al volante de un Mercedes último modelo
dejándote comer el coño
por algún famosete de revista.
Tú ni siquiera estabas en el mundo,
absorta en primaveras que alumbraban
a la orilla de un río de impostadas sonrisas.
LA SOLEDAD DE LAS GÁRGOLAS AL AMANECER
La noche es larga como la lágrima
de una virgen en sombras
desflorada por un cirio pascual,
como un eco de espumas en la brisa
lejos de las sendas rotas
del amanecer,
donde ya no hay consuelo;
de las campanas y su bilis
retestinada,
de las misas a muerto
en cien idiomas.
La noche es como un libro vomitado
mientras se calla Mozart, ronca Cohen
y vienen de rondalla los demonios.
La noche es ese beso que no llega
en las playas lustrales del insomnio,
a orillas de botellas destrozadas.
Una huella de niebla entre la niebla.
Un adverbio que nombra adjetivando.
La noche es una puta enamorada
de su propio reflejo
mientras cuenta billetes arrugados.
Como un poeta sobrio
al que se le han borrado los poemas
bajo el ceño
de gárgolas
de niebla,
esperanza de perro apaleado
que rebusca su infancia en la basura,
en palabras que no contienen nada,
en esta nada que contiene todo.
de una virgen en sombras
desflorada por un cirio pascual,
como un eco de espumas en la brisa
lejos de las sendas rotas
del amanecer,
donde ya no hay consuelo;
de las campanas y su bilis
retestinada,
de las misas a muerto
en cien idiomas.
La noche es como un libro vomitado
mientras se calla Mozart, ronca Cohen
y vienen de rondalla los demonios.
La noche es ese beso que no llega
en las playas lustrales del insomnio,
a orillas de botellas destrozadas.
Una huella de niebla entre la niebla.
Un adverbio que nombra adjetivando.
La noche es una puta enamorada
de su propio reflejo
mientras cuenta billetes arrugados.
Como un poeta sobrio
al que se le han borrado los poemas
bajo el ceño
de gárgolas
de niebla,
esperanza de perro apaleado
que rebusca su infancia en la basura,
en palabras que no contienen nada,
en esta nada que contiene todo.
lunes, 27 de junio de 2011
AMANECERES
Caras descompuestas, lívidas, malhumoradas, abotargadas, ojos vidriosos, enrojecidos, olor a sudor, a alcohol, a calcetines sucios, los neones afilados del pasillo, babel de lenguas, bragas sucias, calzoncillos machados, recovecos poco aseados en cuartos de baño con la bombilla rota y manchas de humedad aflorando en la pintura descascarillada, casi predemocrática, caladas apresuradas al primer cigarrillo o canuto del día, Jordi tomándose una aspirina con los restos de una fanta de naranja de la noche anterior, Zebenzuí saltando de la litera con la agilidad de un lince de ojos claros, Román, el del cuarto vecino, echándose al coleto un trago de anís y ocultando celosamente la botella bajo el colchón e incorporándose con lentitud, con punzadas a la altura del hígado en las que es infinitamente preferible no pensar, rezando para que no le sobrevenga otro ataque de lumbalgia como el que hizo que lo despidieran del Papagayo Beach, los musulmanes guardando sus esterillas de oración bajo las camas o en los armarios, Vicentino el colombiano con resaca, buscándose la barba inexistente en su rostro aindiado, casi impúber, melancólicas, súbitas ráfagas de olor a colonia barata o desodorante por los pasillos, estruendo metálico en las cocinas, la gran maquinaria vampírica poniéndose en marcha nuevamente, como todos los días, mientras los primeros clientes empiezan a agolparse a las puertas del comedor, son las siete en punto de la mañana y están de vacaciones pero no perdonan, para algo han pagado el lote completo –con derecho no escrito a llevarse bollos en el bolsillo de la chaqueta- en sus agencias de viajes de Leeds, de Cork, de Londres, de Toulouse, de Lyon, de Tours, de Messina, de Roma, de Düsseldorf, de Linz, de Copenhague, de Oslo, de Tromsö, de Praga, de Tesalónica, de Sofía, de París, de Varsovia o de San Juan de Aznalfarache o de Torrepollas del Encinar o del Zaidín o de Gracia o de Orzán o de Vallecas, están de vacaciones y se levantan a desayunar a la misma hora en la que en sus respectivos países ciudades barrios saltan de la cama para ir al trabajo, es algo que no entenderé nunca: pegarse el madrugón como los sufridos esclavos malpagados que los atienden y engrasan con su sangre y su bilis la maquinaria del hotel para atiborrarse de huevos revueltos, salchichas, café aguado, jamón medio reseco, queso barato, zumos recién exprimidos que en realidad son polvos industriales, medio zombis todavía, como nosotros, con resaca la mayoría. Estos son los amaneceres en el Hotel H10 Princess de Playa Blanca, Lanzarote, Islas Canarias. Todo dispuesto a la suave luz del inmenso comedor: el buffet industrial que recuerda vaga o sarcásticamente a un inmenso comedero compartimentado de nave porcina, las máquinas dispensadoras de leche en polvo, café en polvo, zumo en polvo (algún cliente habrá de comentar o habrá comentado o estará comentando que ya que estaban por qué no ponían también un barril de cerveza o whisky en polvo, pa la resaquilla, pisha), los expositores repletos de vasos, tazas, platillos, cucharillas, tenedores, cuchillos, sobres de azúcar, colacao, infusiones, mermelada, mantequilla, platos calientes, platos fríos, adminículos para los huevos pasados por agua, sacarina, pajitas, un ejército de ayudantes de cocina en su mayor parte de piel oscura y dialecto magrebí apostado tras el inmenso, taxativo comedero brillante como un espejo, nosotros en fila frente a las puertas acristaladas del comedor, las manos a las espalda, de chaleco y pajarita, más o menos impecablemente afeitados y compuestos y compuestas, en orden de revista bajo la atenta mirada de Amador, el maître, o de Andrés, el segundo, que a esas horas de la mañana tiene la inequívoca expresión del que preferiría estar en cualquier otra parte –en algún bar, leyendo tranquilamente el Canarias 7 o el Marca frente a una siempre propicia, sosegante, lenitiva, dulcísima copa de brandy-, todos en perfecto batallón uniformado, marcialmente camareros profesionales divinos de la muerte y, ay, humanos, demasiado humanos, con nuestro mal aliento, nuestras ojeras, nuestro maquillaje, nuestro leve colocón de hachís, nuestros nervios mal disimulados, nuestros calzoncillos mal lavados por falta de unas monedas para detergente o por simple y pura y definitiva dejadez de animal reventado mal disfrazada con desodorante y ducha, nuestras reglas con dolor abdominal, nuestros cánceres solapados, nuestro alcoholismo, nuestros hijos en la Península o en una aldea perdida del Rif, o de Galicia, nuestras deudas, hipotecas, alquileres, cheques sin fondos o ahorros hormigueros, nuestros dolores de cabeza, nuestros cuernos, amores frustrados, miedos, ansiedades, equipos de fútbol, programas de televisión favoritos, el tiroides del abuelo Manolo, la drogadicción del primo Miguel, el lupus de la cuñada Caqui, las ovejas muertas del tío Rashid, la cárcel del primo Yusuf –Kenitra-, la muerte, hace dos días, de mamá Ashia en su oscura habitación mal ventilada de una barriada pobre de Rabat o Chebchaouen o Fez, rodeada de cucarachas, el primo Mohammed escapando de la Guardia Civil a las afueras de Tarifa, la prima Manoli recién casada y embarazada en Coria del Río o Linares o Almendralejo, nuestras frustraciones, estudios inacabados, corazones hechos cisco, o incluso calderilla, nuestras pastillas para dormir, libros de cabecera, revistas pornográficas, ejemplares atrasados del Hola, Diez Minutos, Mía, Pronto, Qué me Dices, Interviú, Cosmopolitan, nuestros poemas inéditos (en mi caso), nuestras familias, nuestros caos existencial, nuestro terror a ser despedidos en cualquier momento y acabar durmiendo en el coche, en la playa, en un apartamento del que se forzará la puerta o la ventana, o en una casilla de garaje de Arrecife, y eso los que no tengan hijos. El olor de la comida inundándolo todo la vez que se abren las puertas y good morning sir, bonjour madame, buenos días, señores, dispersión tácita del personal, cada mochuelo a su rango, cada ayudante de camarero a su olivo, cada perro que se chupe su capullo, que diría el amigo Juanjo, mi perdidísimo hermano cañonero, polemista, bajista, nihilista. Olor a huevos revueltos, a salchichas baratas, a bacon retestinado, a café con calidad de diarrea de borracho de vino tinto, oscuro, líquido, nauseabundo, a leche en polvo, a zumo de mierda en bote, a tomates al grill, a cereales, a colacao, a ambientador, a ginebra trasudada (una secretaria de Dublín), a semen de polvo mañanero (una recién casada de Badajoz), a Chanel falso nº 5 (una cocinera de Lugo), a alter shave marca LaPavaFloïd (un oficinista de Valladolid), a vómito reciente (un traficante de drogas de Sevilla), a nada en absoluto, a asepsia, a malafollá, a remordimiento (follarín casi sorprendido por la parienta en plena faena con una animadora dominicana previo pago de 100 euros, no incluídos en el precio del paquete turístico abonado con Visa de Cajamadrid), a divorcio en ciernes, a pura mala educación, a estupidez humana disfrazada de falsa cordialidad; olor a pan tostado, a mantequilla, mientras entramos y salimos del office de la cocina cargando bandejas con tazas y platos y cubiertos limpios, recién repasados con una mezcla de vinagre y mistol y agua, cargados de los primeros platos sucios, de las primeras raciones de comida desperdiciadas con alegría: tostadas enteras, huevos con bacon, zumos, café, todo a la basura, Vicentico el colombiano robando huevos duros y metiéndoselos en el bolsillo del pantalón para comérselos a escondidas en algún instante de escaqueo por los pasillos, aprovechando la creciente confusión, la algarabía, el inacabable desfile de turistas tragaldabas que prefieren el trasiego apabullante de los comederos a la tranquilidad de un café y un bollo en el piano-bar, que a estas horas estará casi vacío; la secretaria dublinesa, 39 años, mechas mal cuidadas, revolviendo desganadamente sus huevos en el plato ante la mirada de su futuro exmarido, loca por la primera, la segunda, la tercera ginebra a palo seco del día, por perder de vista a este soplapollas que no para de hablar. Los veo a todos, lo veo todo, rango número cinco, hoy me toca con Araceli, la cordobesa, que es eficaz, silenciosa, rápida, con la que apenas cruzo palabra. Ya he roto a sudar, noto los cambios de temperatura entre el calor vaporoso del office y el frescor más o menos relativo del comedor, mantengo una velocidad media de 7 kilómetros por hora, imagino que suficiente para los estándares que pide la empresa, procuro no resbalar en el suelo impecablemente fregado y encerado, tarea nada fácil, qué sencillo sería caerse y partirse la cabeza contra un mueble, contra el metal de los buffets, contra la pata de una silla, riesgos éstos que no están contemplados en ninguna parte, los muy cabrones serían capaces de despedirte en menos de un minuto aunque consiguieras sobrevivir a un traumatismo craneoencefálico grave, aquí nada importa, nadie importa, aquí lo que cuenta es el perfecto funcionamiento de la máquina, de cada engranaje, de cada detalle, de cada peón en este multitudinario tablero en el que los clientes son los reyes y las reinas y el maître y el segundo maître son las torres y los jefes de sector son los caballos y los alfiles, este es el ajedrez de la locura absoluta y yo soy solamente un peón, aquí no importa una puta mierda que releas a Shakespeare en inglés en tus horas libres o sepas cómo se dice hijo de puta en ruso, has aceptado el juego y ahora te jodes y bailas. Eres un número más entre miles de números en la base de datos central de la empresa y estás obligado a sonreír, a correr, a quitar mierda a velocidad de vértigo a la vez que tratas de hacerte lo más invisible posible, que tu mera presencia física pase inadvertida a los ojos de Amador y de los jefes de sector, que básicamente se dedican a fiscalizar a los que de verdad trabajan y a escaquearse al pasillo para fumar o incluso para echarle un polvo rápido a la novia, que es camarera de barra, en la habitación de personal, o para meterse una raya o un trago de coñac, como dicen las malas lenguas que hace Andrés, el segundo maître, cuando Amador está demasiado ocupado fisgoneando el trabajo del personal de este zoológico de carpantas provenientes de media Europa y parte del barrio del Poble Nou o de la Macarena. El oficinista de Valladolid, que sufre de alopecia galopante desde incluso antes de salir del vientre materno, ha estado a punto de atragantarse con una tostada con mermelada de fresas mientras en el rango de al lado una jefa de sector modelo pingüino canario con chaqueta amarilla, una tal María del Pino (nombre tan típico de Canarias como las papas arrugás, por lo visto) le toca los cojones a Rashid, un camarero argelino que trabaja a velocidad de vértigo (tiene 20 años) diciéndole que va muy lento, provocándolo, acosándolo, puteándolo. El chico no responde: da lo mismo lo que pueda decir en su defensa (no tiene nada de lo que defenderse puesto que se limita a cumplir con su trabajo a la velocidad de crucero de una zodiac), da lo mismo que todos sepan o sepamos que es un fiera en lo suyo, que no se le puede reprochar lo más mínimo, que habla francés, inglés, árabe y castellano: la tal María del Pino, que anda bien pareja en estatura moral y física, tiene órdenes de Amador, quien a su vez tiene órdenes del director del hotel, quien a su vez tiene órdenes de la central de la empresa, de despedir al trabajador número 91016/B, o sea, Rashid al-Fatawi, con número x de pasaporte y número y de la S.S, por la sencilla razón de que está a punto de cumplir un año en la empresa, y por lo tanto de que, según ley (las grandes corporaciones hosteleras son muy puntillosas en el estricto cumplimiento de la ley), se vean obligado a hacerlo fijo en plantilla, lo cual, cuando ocurre, ocurre más bien por descuido, claro. Rashid ha perdido su luminosa sonrisa, su innata afabilidad hacia la clientela, mientras aquel retaco canarión sigue acosándolo, muy peripuesta ella de peinado y chaqueta amarilla de jefa de sector (un mes atrás era una camarera temblorosa), y los que lo conocen, entre los que no me cuento, empiezan a preguntarse en qué momento saltará…
lunes, 20 de junio de 2011
4850 EUROS
Nueve de la noche de un viernes de junio cualquiera. Está uno en sus cosas, facebookeando, tomando notas, saboreando una copa bien merecida mientras entra por la ventana una brisa cristalina, dulce como un manojo de alfileres refrescantes, en un estado de perfecta soledad, mientras abajo en la cala el suave oleaje hace bailar las luces de posición de los barcos desde los que llegan voces de borrachos hartos de sardinas tirándose al mar nocturno asperjado por la luz de la luna, y suena el teléfono. Es un editor de Madrid del que no daré el nombre: regenta una casa bien conocida, a nivel nacional e incluso hispanoamericano, que ha publicado un buen catálogo de literatura contemporánea y clásica que no tiene nada que envidiarle a nadie. Es un editor de los que se arriesgaban, más preocupado por la calidad de la obra literaria en sí que por el balance de ventas, algo heroico en estos tiempos de mercachifles del best seller infumable en los que sin embargo es un jodido milagro que alguien aparte de Belén Esteban lea libros. Y me dice el buen señor que está interesado en publicar un libro de cuentos mío titulado La cárcel de la noche, relato que por cierto el buen lector puede encontrar por capítulos entre el batiburrillo de posts que uno tiene publicado en Libro de Arena o en Luces Clandestinas. Una leve euforia, un pequeño chispazo, nada en especial. Ha sonado por fin la flauta, me digo; la voz del editor es pausada, su discurso amable; cuando un editor te llama por teléfono a las nueve de la noche, es que se toma en serio su trabajo, y no se le puede adjudicar la etiqueta de mercader-oficinista con horario de 10 a 6 (o ni eso) que suele ser la regla general en este país de Ferias de Sevilla, Rocíos sin blanca paloma, puentes como acueductos y días del Escritor (¿?) y demás zarandajas.
Y de pronto me suelta que por el módico precio de 4850 euros puede enviarme 400 ejemplares de mi obra –sobre una tirada de 2000- para que yo, personalmente, me encargue de distribuirla y venderla, 4850 euros de nada, total, el sueldo de un mes, calderilla, lo que yo me gasto en tabaco de pipa cada vez que voy al estanco de la calle 56 esquina Quinta Avenida de Mahón, que es una megalópolis fascinante a orillas del puerto natural más grande del Mediterráneo. Y me digo: vamos a ver, ni soy puta ni tengo más cama que la mía. ¿Desde cuando un escritor tiene que hacerle el trabajo al editor que encima se va a llevar la parte del león a la hora de hacer números? No se trata de una editorial de las que han florecido como setas en los últimos años, que primero te piden el fajo y luego te publican lo que te sale de los cojones (así están las librerías, rebosantes de mierda como una alcantarilla atorada; cualquiera es escritor hoy en día, sabiendo redactar gilipolleces), o que te hacen vender durante la presentación del libro un mínimo de cien ejemplares después de no haber hecho ni el huevo a la hora de darle publicidad al libro –ediciones Atlantis, sin ir más lejos; claro que al final acabé estafando a los estafadores, que por cierto están en el Rai-. Se trata de una editorial de prestigio, como ya he apuntado, de las que años ha decían sí o no, y punto pelota, y que al menos ha tenido la gentileza de perder unas cuantas horas en leer algo que yo he pergeñado a mi manera, artesanal, descuidada, inconstante, y sobre todo, con los cojones en la mesa, porque no sé escribir de otro modo. Y después de una charla sosegada con este buen hombre, después de explicarle la absoluta imposibilidad de llevar a efecto lo que me propone, salvo que se conforme con descontar semejante pastizara de las ventas de la primera edición, o que me mande algo que quiera traducir –lo cual me deja con dos trabajos, y ya está bien- para hacérselo a cambio de lo otro, cuelgo el teléfono, me sirvo una copa, enchufo a Mozart y me quedo rumiando dudas. Es como si Planeta te dijera: OK, danos 300.000 euros en metálico y el próximo Premio es tuyo. ¿Hasta dónde ha llegado esta puta crisis, que hasta editores serios y de probada solvencia –son muchos años editando clásicos contemporáneos- te piden financiación antes de arriesgarse? ¿Dónde están monstruos como Mario Muchnik y compañía, a los que les importaba un cojón de pato el índice de ventas? Y leo cosas sobre ese esperanzador 15 M, y 19 J, y veo imágenes de gente muy cabreada tomando calles y plazas, y noto un hormigueo en esta sangre jacobina y ácrata, y me congratulo de no andar por las calles de Madrid aunque apoye con todas mis fuerzas a este movimiento social sin precedentes. Más que nada, porque acabaría metiéndole fuego a todas editoriales después de gastarme 4850 euros en whisky, putas y marisco, para después exiliarme al lejano norte celta y traducir mis sobras completas al gaélico. Conozco una imprenta en Galway que tiene muy buenas ofertas. Y la regenta una pelirroja que está más rica que el copón.
Y de pronto me suelta que por el módico precio de 4850 euros puede enviarme 400 ejemplares de mi obra –sobre una tirada de 2000- para que yo, personalmente, me encargue de distribuirla y venderla, 4850 euros de nada, total, el sueldo de un mes, calderilla, lo que yo me gasto en tabaco de pipa cada vez que voy al estanco de la calle 56 esquina Quinta Avenida de Mahón, que es una megalópolis fascinante a orillas del puerto natural más grande del Mediterráneo. Y me digo: vamos a ver, ni soy puta ni tengo más cama que la mía. ¿Desde cuando un escritor tiene que hacerle el trabajo al editor que encima se va a llevar la parte del león a la hora de hacer números? No se trata de una editorial de las que han florecido como setas en los últimos años, que primero te piden el fajo y luego te publican lo que te sale de los cojones (así están las librerías, rebosantes de mierda como una alcantarilla atorada; cualquiera es escritor hoy en día, sabiendo redactar gilipolleces), o que te hacen vender durante la presentación del libro un mínimo de cien ejemplares después de no haber hecho ni el huevo a la hora de darle publicidad al libro –ediciones Atlantis, sin ir más lejos; claro que al final acabé estafando a los estafadores, que por cierto están en el Rai-. Se trata de una editorial de prestigio, como ya he apuntado, de las que años ha decían sí o no, y punto pelota, y que al menos ha tenido la gentileza de perder unas cuantas horas en leer algo que yo he pergeñado a mi manera, artesanal, descuidada, inconstante, y sobre todo, con los cojones en la mesa, porque no sé escribir de otro modo. Y después de una charla sosegada con este buen hombre, después de explicarle la absoluta imposibilidad de llevar a efecto lo que me propone, salvo que se conforme con descontar semejante pastizara de las ventas de la primera edición, o que me mande algo que quiera traducir –lo cual me deja con dos trabajos, y ya está bien- para hacérselo a cambio de lo otro, cuelgo el teléfono, me sirvo una copa, enchufo a Mozart y me quedo rumiando dudas. Es como si Planeta te dijera: OK, danos 300.000 euros en metálico y el próximo Premio es tuyo. ¿Hasta dónde ha llegado esta puta crisis, que hasta editores serios y de probada solvencia –son muchos años editando clásicos contemporáneos- te piden financiación antes de arriesgarse? ¿Dónde están monstruos como Mario Muchnik y compañía, a los que les importaba un cojón de pato el índice de ventas? Y leo cosas sobre ese esperanzador 15 M, y 19 J, y veo imágenes de gente muy cabreada tomando calles y plazas, y noto un hormigueo en esta sangre jacobina y ácrata, y me congratulo de no andar por las calles de Madrid aunque apoye con todas mis fuerzas a este movimiento social sin precedentes. Más que nada, porque acabaría metiéndole fuego a todas editoriales después de gastarme 4850 euros en whisky, putas y marisco, para después exiliarme al lejano norte celta y traducir mis sobras completas al gaélico. Conozco una imprenta en Galway que tiene muy buenas ofertas. Y la regenta una pelirroja que está más rica que el copón.
sábado, 18 de junio de 2011
FIESTA DE CADÁVERES
...este cautiverio vegetal de la sangre.
EZRA POUND
Ahora lo veo claro, mientras te vas hundiendo en el asfalto y la máquina ciega del absurdo te toma medidas de tuerca a acoplar, sin más: tu horizonte, el horizonte, se te aproxima, y no es exactamente lo que acaso habías imaginado; siento que tu sangre se congela noche a noche, copa tras copa, mientras voy nimbándome de luz a golpe de lágrima, como un ángel oligofrénico, previo trago de hiel; mientras entregas tu cuerpo -y quién sabe si también parte de tu alma, y jódanse por siempre los putos teóricos babosometafísicos- a manos, a labios que no te aman, y yo, al otro lado del espejo, eyaculo gruñendo en coños que detesto, y doy consuelos, y entrelazo mis dedos con dedos condenados al olvido ya de antemano, y me mojo con tus lágrimas inconfesables, las que no podré olvidar nunca, las que nunca he visto, tus lágrimas de soledad y miedo y asco y odio -sien pensar en mi asco, en mi odio, en mi soledad, en mi miedo-.
Y siento el absurdo en toda su magnitud, tus amaneceres con desgana; puedo tocar y toco, con dedos de viento, tus párpados cansados, rozar -qué dolor- tus rizos húmedos a la luz primera que viene cada día a revelarte el inframundo donde vives; besar tu piel encendida, aspirar el olor a sueño y sábanas que aún se demora en tu piel mientras te encaminas hacia dónde, hacia qué rutina enloquecedora, hacia que frutos a largo plazo, en ese lugar donde el rocío, cada mañana, es una torva miríada de lágrimas de alquitrán, de sangre, de gasolina, de babas, donde los árboles crecen de uniforme gris, donde la vida muestra sus rostros más despiadados -qué sentido tiene allí la palabra piedad-, donde fanatismos y papanatismos tienen sus templos, sus cátedras, sus museos, sus parlamentos, y hasta su copón bendito repujado en oro -oro templado en sudor, en sangre anónima, en saliva, en lágrimas que jamás lograrán borrar la tinta de las estadísticas-; ese lugar donde, simplemente, la humanidad no cotiza en bolsa y donde puedes morir en cualquier momento porque lo exige el guión -todos somos figurantes- sin que a nadie importe más de unas lágrimas, más de diez pañuelos, previo ataúd, previa oración por tu alma. "Era tan joven", dirán luego algunos.
Cómo acallar el miedo, cómo atemperar la cólera, cómo amortiguar mis cabezazos contra todos los espejos.
Nadie está exento de tanta estupidez, del tic tac del reloj -qué aparato tan inocente, me cago en Dios- que constantemente nos recuerda qué constantemente nos recuerdan los imbéciles de turno que la batalla por esquivarlos del todo, absolutamente y para siempre está perdida, que mañana he de salir a la calle a seguir en esta fiesta de cadáveres -también hay para mí la posibilidad de una navaja, de una rueda de camioón, de una bala perdida, de un largo etcétera (a lo mejor acabo en el despacho de un Ministerio), a buscar una excusa, la excusa de turno, la justificación de por qué sigo aquí. Y eso que los que no paran de ladrar con impecable correción política y de lamer las botas de sus amos todavía no me han encerrado en una de sus perreras-modelo.
Pero todo llegará.
Como la puta Semana Santa.
EZRA POUND
Ahora lo veo claro, mientras te vas hundiendo en el asfalto y la máquina ciega del absurdo te toma medidas de tuerca a acoplar, sin más: tu horizonte, el horizonte, se te aproxima, y no es exactamente lo que acaso habías imaginado; siento que tu sangre se congela noche a noche, copa tras copa, mientras voy nimbándome de luz a golpe de lágrima, como un ángel oligofrénico, previo trago de hiel; mientras entregas tu cuerpo -y quién sabe si también parte de tu alma, y jódanse por siempre los putos teóricos babosometafísicos- a manos, a labios que no te aman, y yo, al otro lado del espejo, eyaculo gruñendo en coños que detesto, y doy consuelos, y entrelazo mis dedos con dedos condenados al olvido ya de antemano, y me mojo con tus lágrimas inconfesables, las que no podré olvidar nunca, las que nunca he visto, tus lágrimas de soledad y miedo y asco y odio -sien pensar en mi asco, en mi odio, en mi soledad, en mi miedo-.
Y siento el absurdo en toda su magnitud, tus amaneceres con desgana; puedo tocar y toco, con dedos de viento, tus párpados cansados, rozar -qué dolor- tus rizos húmedos a la luz primera que viene cada día a revelarte el inframundo donde vives; besar tu piel encendida, aspirar el olor a sueño y sábanas que aún se demora en tu piel mientras te encaminas hacia dónde, hacia qué rutina enloquecedora, hacia que frutos a largo plazo, en ese lugar donde el rocío, cada mañana, es una torva miríada de lágrimas de alquitrán, de sangre, de gasolina, de babas, donde los árboles crecen de uniforme gris, donde la vida muestra sus rostros más despiadados -qué sentido tiene allí la palabra piedad-, donde fanatismos y papanatismos tienen sus templos, sus cátedras, sus museos, sus parlamentos, y hasta su copón bendito repujado en oro -oro templado en sudor, en sangre anónima, en saliva, en lágrimas que jamás lograrán borrar la tinta de las estadísticas-; ese lugar donde, simplemente, la humanidad no cotiza en bolsa y donde puedes morir en cualquier momento porque lo exige el guión -todos somos figurantes- sin que a nadie importe más de unas lágrimas, más de diez pañuelos, previo ataúd, previa oración por tu alma. "Era tan joven", dirán luego algunos.
Cómo acallar el miedo, cómo atemperar la cólera, cómo amortiguar mis cabezazos contra todos los espejos.
Nadie está exento de tanta estupidez, del tic tac del reloj -qué aparato tan inocente, me cago en Dios- que constantemente nos recuerda qué constantemente nos recuerdan los imbéciles de turno que la batalla por esquivarlos del todo, absolutamente y para siempre está perdida, que mañana he de salir a la calle a seguir en esta fiesta de cadáveres -también hay para mí la posibilidad de una navaja, de una rueda de camioón, de una bala perdida, de un largo etcétera (a lo mejor acabo en el despacho de un Ministerio), a buscar una excusa, la excusa de turno, la justificación de por qué sigo aquí. Y eso que los que no paran de ladrar con impecable correción política y de lamer las botas de sus amos todavía no me han encerrado en una de sus perreras-modelo.
Pero todo llegará.
Como la puta Semana Santa.
EN NOMBRE DE LA DEMOCRACIA
Of comfort no man speak
WILLIAM SHAKESPEARE
En nombre de la democracia tenemos derecho a ver diariamente
cómo cuatro soplapollas sin dignidad
se ríen de nosotros en directo con circunloquios
corbatas y estadísticas
-hablan de recuperación económica de trenes de progreso circulando
por rieles del ancho
establecido en Europa y de que entre otras cosas mayormente
no pasa nada-
Qué va a pasar si nosotros pagamos la cuenta
En nombre de la democracia damos de comer a los inmigrantes
en escudillas de plástico
ésas donde comen los perros No se puede negar nuestro afán de
humanitarismo
aunque hasta los perros sepan a estas alturas que comen mucho
mejor
que cualquier inmigrante Hemos olvidado fabricar piensos especiales
para ellos y latas de carne
con vitaminas extra en prevención de posibles desmayos bajo el
infierno de plástico
del invernadero o el barrizal helado de la obra etc Y si me apuran
también casetas adecuadas
para que puedan descansar dignamente tras limpiarnos todos
el ojo del culo
de la conciencia con nuestras sacrosantas corbatas de funcionarios
de la nueva Europa amén
En nombre de la democracia los tenderos abren cada día sus persianas
y sus sonrisas
para robarnos ceremoniosamente -se aceptan tarjetas- por cosas
prescindibles
Por el precio de unas bragas de seda o de un pisacorbatas
-por no decir un collar de diamantes para el perro, muy de moda en USA-
podría darse un banquete, o quinientos
-de eso sabemos un rato- cualquier familia rusa o somalí
(o de La Celsa o de Almanjáyar
tampoco hace falta irse tan lejos) La dulce señora permanentada
habla de crisis
con la dependienta mientras se decide por un traje de flamenca
para la niña
Se acerca la Feria de Abril Pero qué va a pasar qué puede pasar
si nos sobra el jamón
no tenemo ná que temé nos zobra jamón y olivita olé
En nombre de la democracia y de las buenas conciencias contribuyentes
(se ve que los demócratas
ni fuman marihuana ni duermen en la calle ni tocan la guitarra en
la calle Sierpes)
el sicario ejemplar viene a pedirnos la "documentasión"
-tal vez se pregunta
si de verdad existimos- cuando en cualquier plaza de cualquier calle
de cualquier ciudad
generalmente de noche un puñado de nosotros trata de evadirse
de reírse un poco
antes de que llegue San Lunes con sus exigencias Alguno incluso
tiene su apartamento
en el jardincillo de la esquina y paga con sus huesos el alquiler que marca día a día
la intemperie Pero en fin A veces sucede
que alguno no Existe
-vamos que no lleva encima el Documento Nacional de la Ignominia-, y
para devolverlo a la vida
a la existencia para sacarlo de la Nada y devolverlo al Ser
lo instan amables
a acompañarlos a comisaría donde quizá un electroshock en los cojones ayude a
devolverlo a la Existencia
(aunque el método más tradicional sea el del par de hostias -con guantes, of course-)
Pero no pasa nada Somos nosotros los que pagamos la electricidad
y los guantazos Puntualmente y por cojones, según ley
En nombre de la democracia el honrado contribuyente le paga al
Honrado Hombre Público
un traje nuevo un coche de ésos (Harás Cualquier Cosa Por Enseñarlo)
y las medias y el liguero y los Manolo Blahnik
de la querida Y tal vez la silicona Y la dosis correspondiente de
langosta y whisky de malta
y las sábanas limpias de la habitación del hotel de lujo
donde el Honrado
Hombre Público hallará solaz y reposo entre los honrados pechos de
su honorable amiguita
que como todo el mundo sabe solamente la chupa por amor Por amor
verdadero y desinteresado, puro, intransitivo
En nombre de la democracia el mediocre el rastrero el trepa el imbécil el asesino
viaja con todos los gastos
pagados
coca incluida Pero qué va a pasar si somos nosotros los que
En nombre de la democracia obispos cardenales sacerdotes pontifican
que no pagar impuestos es pecado
Y el Catecismo es un best-seller cómo no (Stephen King, un tieso) Y
follar es pecado
si nos es con el piadoso objeto de poner a parir a alguien (en eso son
expertos
desde hace 2000 años) Y en realidad el Sida es una bendición
una ayuda divina
para mantener la promiscuidad a niveles aceptables y decorosos
(opinión de expertos, indudablemente)
Claro que han olvidado
-criaturicas Tienen tendencia a ser olvidadizos-
hacer por ejemplo una encuesta entre los miles de millones de desahuciados
que
pueblan hospitales aceras pisos anónimos chabolas etc Ellos sí
que podrían
hablar con propiedad del asunto
(siendo como son portadores propietarios usufructuarios de la susodicha
bendición)
En nombre de la democracia Dios -qué Dios- quiere que esa chavala a la
que alguien destrozó la vida
en un portal oscuro/ en un descampado tenga el retoño de un psicópata
como si nada
hubiera pasado (porque nunca pasa nada a ojos de su Dios Todo
está bien Todo forma parte de Su Magnificencia) y que por supuesto ese
niño sea bautizado
en la Sacrosanta Fe Católica
En nombre de la democracia obispos cardenales papas curas monjas frailes su
puta madre
a caballo
predican
la caridad y la austeridad
mientras duermen entre sábanas de seda y se meten el cheque en el forro y
beben o comulgan o sus
muertos
tocando la flauta con vinos de reserva en copones de plata repujada con
zafiros esmeraldas rubíes Y
ahí está
El Santo Padre Il gran Capo Tapándose la coronilla con mitras
bordadas en oro
para admiración de las beatas y de los muertos de hambre a los que tan asiduamente
visita
tras un cristal antibalas
(o antimuertos de hambre Sabe Dios)
En nombre de la democracia los negros los árabes los hispanos los indios los asiáticos los
No White Anglo-Saxon
Protestants cotizan muy bajo en Wall Street Cuando cotizan Y
el que ayer tarde puso en marcha la silla
eléctrica o la cámara de gas o apretó el gatillo o inyectó la justa
dosis de cianuro
al reo de pantalones cagados y súplica en los labios hoy Sábado
sabadete
se lleva a los niños a Disneylandia Qué gran país libre de larga
tradición
democrática Qué gran nación confiada en Dios (Pronto apareceremos
todos
en los billetes de dólar Inmortalizados forever Viva el Imperio!)
En nombre de la democracia periodistas escritores poetas etc son
declarados culpables
de defender la democracia con métodos evidentemente antidemocráticos
como sacar a la luz
los calzoncillos sucios de los verdaderos demócratas (sucios no sólo de
mierda
sino también de sangre) Y es que los verdaderos demócratas
pobrecitos opinan que la defensa de la democracia -entendida como ellos
la entienden
o sea, con nueve ceros- es cara muy cara La consigna oficial es Paga y Calla (PYC)
o Pelotazo y Cinismo O Putas y Chivas O París y Caviar Lo que quiera
el Respetable
Pero no pasa nada Somos nosotros los que pagamos En la
Declaración de la Renta
va incluido nuestro Sí Nuestro Silencio Nuestro Sodomíceme por los
siglos
de los siglos amén
En nombre de la democracia tenemos hasta presos de conciencia
Qué lujo
Y qué nostalgia
de la bomba
de hidrógeno
(del poemario inédito ESTO NO ES POESÍA NI PUTA LA FALTA QUE LE HACE A LA MADRE QUE TE PARIÓ)
WILLIAM SHAKESPEARE
En nombre de la democracia tenemos derecho a ver diariamente
cómo cuatro soplapollas sin dignidad
se ríen de nosotros en directo con circunloquios
corbatas y estadísticas
-hablan de recuperación económica de trenes de progreso circulando
por rieles del ancho
establecido en Europa y de que entre otras cosas mayormente
no pasa nada-
Qué va a pasar si nosotros pagamos la cuenta
En nombre de la democracia damos de comer a los inmigrantes
en escudillas de plástico
ésas donde comen los perros No se puede negar nuestro afán de
humanitarismo
aunque hasta los perros sepan a estas alturas que comen mucho
mejor
que cualquier inmigrante Hemos olvidado fabricar piensos especiales
para ellos y latas de carne
con vitaminas extra en prevención de posibles desmayos bajo el
infierno de plástico
del invernadero o el barrizal helado de la obra etc Y si me apuran
también casetas adecuadas
para que puedan descansar dignamente tras limpiarnos todos
el ojo del culo
de la conciencia con nuestras sacrosantas corbatas de funcionarios
de la nueva Europa amén
En nombre de la democracia los tenderos abren cada día sus persianas
y sus sonrisas
para robarnos ceremoniosamente -se aceptan tarjetas- por cosas
prescindibles
Por el precio de unas bragas de seda o de un pisacorbatas
-por no decir un collar de diamantes para el perro, muy de moda en USA-
podría darse un banquete, o quinientos
-de eso sabemos un rato- cualquier familia rusa o somalí
(o de La Celsa o de Almanjáyar
tampoco hace falta irse tan lejos) La dulce señora permanentada
habla de crisis
con la dependienta mientras se decide por un traje de flamenca
para la niña
Se acerca la Feria de Abril Pero qué va a pasar qué puede pasar
si nos sobra el jamón
no tenemo ná que temé nos zobra jamón y olivita olé
En nombre de la democracia y de las buenas conciencias contribuyentes
(se ve que los demócratas
ni fuman marihuana ni duermen en la calle ni tocan la guitarra en
la calle Sierpes)
el sicario ejemplar viene a pedirnos la "documentasión"
-tal vez se pregunta
si de verdad existimos- cuando en cualquier plaza de cualquier calle
de cualquier ciudad
generalmente de noche un puñado de nosotros trata de evadirse
de reírse un poco
antes de que llegue San Lunes con sus exigencias Alguno incluso
tiene su apartamento
en el jardincillo de la esquina y paga con sus huesos el alquiler que marca día a día
la intemperie Pero en fin A veces sucede
que alguno no Existe
-vamos que no lleva encima el Documento Nacional de la Ignominia-, y
para devolverlo a la vida
a la existencia para sacarlo de la Nada y devolverlo al Ser
lo instan amables
a acompañarlos a comisaría donde quizá un electroshock en los cojones ayude a
devolverlo a la Existencia
(aunque el método más tradicional sea el del par de hostias -con guantes, of course-)
Pero no pasa nada Somos nosotros los que pagamos la electricidad
y los guantazos Puntualmente y por cojones, según ley
En nombre de la democracia el honrado contribuyente le paga al
Honrado Hombre Público
un traje nuevo un coche de ésos (Harás Cualquier Cosa Por Enseñarlo)
y las medias y el liguero y los Manolo Blahnik
de la querida Y tal vez la silicona Y la dosis correspondiente de
langosta y whisky de malta
y las sábanas limpias de la habitación del hotel de lujo
donde el Honrado
Hombre Público hallará solaz y reposo entre los honrados pechos de
su honorable amiguita
que como todo el mundo sabe solamente la chupa por amor Por amor
verdadero y desinteresado, puro, intransitivo
En nombre de la democracia el mediocre el rastrero el trepa el imbécil el asesino
viaja con todos los gastos
pagados
coca incluida Pero qué va a pasar si somos nosotros los que
En nombre de la democracia obispos cardenales sacerdotes pontifican
que no pagar impuestos es pecado
Y el Catecismo es un best-seller cómo no (Stephen King, un tieso) Y
follar es pecado
si nos es con el piadoso objeto de poner a parir a alguien (en eso son
expertos
desde hace 2000 años) Y en realidad el Sida es una bendición
una ayuda divina
para mantener la promiscuidad a niveles aceptables y decorosos
(opinión de expertos, indudablemente)
Claro que han olvidado
-criaturicas Tienen tendencia a ser olvidadizos-
hacer por ejemplo una encuesta entre los miles de millones de desahuciados
que
pueblan hospitales aceras pisos anónimos chabolas etc Ellos sí
que podrían
hablar con propiedad del asunto
(siendo como son portadores propietarios usufructuarios de la susodicha
bendición)
En nombre de la democracia Dios -qué Dios- quiere que esa chavala a la
que alguien destrozó la vida
en un portal oscuro/ en un descampado tenga el retoño de un psicópata
como si nada
hubiera pasado (porque nunca pasa nada a ojos de su Dios Todo
está bien Todo forma parte de Su Magnificencia) y que por supuesto ese
niño sea bautizado
en la Sacrosanta Fe Católica
En nombre de la democracia obispos cardenales papas curas monjas frailes su
puta madre
a caballo
predican
la caridad y la austeridad
mientras duermen entre sábanas de seda y se meten el cheque en el forro y
beben o comulgan o sus
muertos
tocando la flauta con vinos de reserva en copones de plata repujada con
zafiros esmeraldas rubíes Y
ahí está
El Santo Padre Il gran Capo Tapándose la coronilla con mitras
bordadas en oro
para admiración de las beatas y de los muertos de hambre a los que tan asiduamente
visita
tras un cristal antibalas
(o antimuertos de hambre Sabe Dios)
En nombre de la democracia los negros los árabes los hispanos los indios los asiáticos los
No White Anglo-Saxon
Protestants cotizan muy bajo en Wall Street Cuando cotizan Y
el que ayer tarde puso en marcha la silla
eléctrica o la cámara de gas o apretó el gatillo o inyectó la justa
dosis de cianuro
al reo de pantalones cagados y súplica en los labios hoy Sábado
sabadete
se lleva a los niños a Disneylandia Qué gran país libre de larga
tradición
democrática Qué gran nación confiada en Dios (Pronto apareceremos
todos
en los billetes de dólar Inmortalizados forever Viva el Imperio!)
En nombre de la democracia periodistas escritores poetas etc son
declarados culpables
de defender la democracia con métodos evidentemente antidemocráticos
como sacar a la luz
los calzoncillos sucios de los verdaderos demócratas (sucios no sólo de
mierda
sino también de sangre) Y es que los verdaderos demócratas
pobrecitos opinan que la defensa de la democracia -entendida como ellos
la entienden
o sea, con nueve ceros- es cara muy cara La consigna oficial es Paga y Calla (PYC)
o Pelotazo y Cinismo O Putas y Chivas O París y Caviar Lo que quiera
el Respetable
Pero no pasa nada Somos nosotros los que pagamos En la
Declaración de la Renta
va incluido nuestro Sí Nuestro Silencio Nuestro Sodomíceme por los
siglos
de los siglos amén
En nombre de la democracia tenemos hasta presos de conciencia
Qué lujo
Y qué nostalgia
de la bomba
de hidrógeno
(del poemario inédito ESTO NO ES POESÍA NI PUTA LA FALTA QUE LE HACE A LA MADRE QUE TE PARIÓ)
LIKE BONES IN A JUNKYARD
When tenderness blooms in my words
When the memory of your face
Begins to blend with the last tears of whisky
When tenderness sounds like an Stradivarius
Lost in the middle of a heartless blizzard
And my blood sings a blues in the dark
When I ask myself what are these
Verses written in smoke
That disaster of words naked like bones
In a junkyard
And the vultures are the only birds at dusk
And all the churches are just crippled stone
Against the bloody sky of a nightmare
What tenderness? What words? What love? What poetry
Takes place in the dull mirror of my days?
Your pictures are but ashes that the wind
Takes from my trembling hand
I walk alone. Winter will have no mercy.
Wolves are smiling in the heart of the city.
And I can´t see bonfires in the night.
When the memory of your face
Begins to blend with the last tears of whisky
When tenderness sounds like an Stradivarius
Lost in the middle of a heartless blizzard
And my blood sings a blues in the dark
When I ask myself what are these
Verses written in smoke
That disaster of words naked like bones
In a junkyard
And the vultures are the only birds at dusk
And all the churches are just crippled stone
Against the bloody sky of a nightmare
What tenderness? What words? What love? What poetry
Takes place in the dull mirror of my days?
Your pictures are but ashes that the wind
Takes from my trembling hand
I walk alone. Winter will have no mercy.
Wolves are smiling in the heart of the city.
And I can´t see bonfires in the night.
TUMBA DE MOZART (2ª VERSIÓN)
Misery is the river of the world
TOM WAITS
Lágrimas como charcos en la calle lluviosa
turbios de mugre y fango de ruedas de los coches
los ruiseñores cantan un réquiem fugitivo
y mi mujer trató de suicidarse anoche
Sonrisas de políticos/ teclados de piano
con sostenidas notas de negra podredumbre
mi pluma escupe sangre sobre un reloj parado
y crece la ceniza como hiedra en los muros
de un cementerio anónimo con lápidas en blanco
Hay alambre de espino en la neurosis lenta
Borges se quedó ciego de tanta lucidez
en un corral cualquiera graznan diez mil idiotas
por un poco de pienso y dos gotas de agua
La ciudad es un cáncer/ metástasis completa
los ríos interiores fluyen contaminados
mi pipa humea lenta en la noche de insomnio
el humo es un celaje de ángulos de horror
Amores cuyo rostro se volvió calavera
en medio de un osario donde florecen cardos
y Rilke cultivando orquídeas imposibles
and a fool´s paradise is a wise man´s hell
-escribió Thomas Fuller-
cansado/ estoy cansado como la niebla espesa
que arropa con su manto un bosque de Navarra
qué larga madrugada/ qué lento escalofrío
de velas encendidas en capillas oscuras
las aljamías doradas/ recuerdo encadenado
de naranjas cayendo de árboles huidizos
la plata fugitiva de un río con estrellas
y la tumba de Mozart en una Viena infame
Los ángeles tocando un blues a medianoche
con las puertas del cielo a taquilla cerrada
(sólo se acepta Visa o American Express)
y viene una tormenta de cuchillos de fuego
y en Moscú mueren viejos pimplándose de vodka
en el Trinity College hay sonrisas y Guinness
mientras ladran los perros en las playas de Blackrock
las calles de Madrid llenas de telarañas
las noches del desierto/ sus fantasmas azules
la luna como un ojo inyectado de sangre
esa sonrisa idiota de tendero cretino
que tiene el candidato por la circunscripción
el viento de la estepa/ sonrisa de asesino
las putas/ los taxímetros/ un viejo acordeón
arabescos de plata de ríos fugitivos
y la tumba de Mozart como un corazón triste
TOM WAITS
Lágrimas como charcos en la calle lluviosa
turbios de mugre y fango de ruedas de los coches
los ruiseñores cantan un réquiem fugitivo
y mi mujer trató de suicidarse anoche
Sonrisas de políticos/ teclados de piano
con sostenidas notas de negra podredumbre
mi pluma escupe sangre sobre un reloj parado
y crece la ceniza como hiedra en los muros
de un cementerio anónimo con lápidas en blanco
Hay alambre de espino en la neurosis lenta
Borges se quedó ciego de tanta lucidez
en un corral cualquiera graznan diez mil idiotas
por un poco de pienso y dos gotas de agua
La ciudad es un cáncer/ metástasis completa
los ríos interiores fluyen contaminados
mi pipa humea lenta en la noche de insomnio
el humo es un celaje de ángulos de horror
Amores cuyo rostro se volvió calavera
en medio de un osario donde florecen cardos
y Rilke cultivando orquídeas imposibles
and a fool´s paradise is a wise man´s hell
-escribió Thomas Fuller-
cansado/ estoy cansado como la niebla espesa
que arropa con su manto un bosque de Navarra
qué larga madrugada/ qué lento escalofrío
de velas encendidas en capillas oscuras
las aljamías doradas/ recuerdo encadenado
de naranjas cayendo de árboles huidizos
la plata fugitiva de un río con estrellas
y la tumba de Mozart en una Viena infame
Los ángeles tocando un blues a medianoche
con las puertas del cielo a taquilla cerrada
(sólo se acepta Visa o American Express)
y viene una tormenta de cuchillos de fuego
y en Moscú mueren viejos pimplándose de vodka
en el Trinity College hay sonrisas y Guinness
mientras ladran los perros en las playas de Blackrock
las calles de Madrid llenas de telarañas
las noches del desierto/ sus fantasmas azules
la luna como un ojo inyectado de sangre
esa sonrisa idiota de tendero cretino
que tiene el candidato por la circunscripción
el viento de la estepa/ sonrisa de asesino
las putas/ los taxímetros/ un viejo acordeón
arabescos de plata de ríos fugitivos
y la tumba de Mozart como un corazón triste
viernes, 17 de junio de 2011
Y UNA NIÑA PERDIDA ME MIRA POR TUS OJOS
I cannot say that I´ve gone to hell for your love,
but often I found myself there in your pursuit
WILLIAM CARLOS WILLIAMS
Dueles como una luz entre la niebla
un edelweiss perdido en el infierno
como la rama rota del árbol del amor
carbonizada y sola
entre la hierba seca
Son demasiadas noches en la calle
hay demasiada sangre en tu inventario
demasiada ginebra
demasiada metralla
y demasiadas lágrimas
demasiado desprecio en tu mirada
demasiada soberbia sin motivo
y demasiados cuervos en el cielo
graznando entre la lluvia
Y es cada amanecer un vaso roto
un silencio a dos voces
una pugna contra las telarañas
un renovar el pacto que no hemos formulado
en esta habitación desangelada
mientras el humo flota
y una niña perdida me mira por tus ojos
but often I found myself there in your pursuit
WILLIAM CARLOS WILLIAMS
Dueles como una luz entre la niebla
un edelweiss perdido en el infierno
como la rama rota del árbol del amor
carbonizada y sola
entre la hierba seca
Son demasiadas noches en la calle
hay demasiada sangre en tu inventario
demasiada ginebra
demasiada metralla
y demasiadas lágrimas
demasiado desprecio en tu mirada
demasiada soberbia sin motivo
y demasiados cuervos en el cielo
graznando entre la lluvia
Y es cada amanecer un vaso roto
un silencio a dos voces
una pugna contra las telarañas
un renovar el pacto que no hemos formulado
en esta habitación desangelada
mientras el humo flota
y una niña perdida me mira por tus ojos
SOMERO VISTAZO AL ZOOLÓGICO
"Siempre voto al Partido Comunista porque me parece el único partido serio de derechas que hay en España"
JAIME GIL DE BIEDMA
Levantando banderas rojigualdas,
cebando a la parienta y su virtud,
y ya en privado, sofaldando faldas
de putones con alma de ataúd.
Los probos ciudadanos de casino,
tapete, chalequillo y gambas plancha,
van de unidad en universal destino
tal vicarios Quijotes de la Mancha.
Creen hablar español, y son de espanto,
balbuceando en un perfecto idiota,
roneando de morir con mucho suelo;
fachas de polla sucia bajo el manto
virginal y cofrade del patriota,
con sangre en la conciencia del abuelo.
JAIME GIL DE BIEDMA
Levantando banderas rojigualdas,
cebando a la parienta y su virtud,
y ya en privado, sofaldando faldas
de putones con alma de ataúd.
Los probos ciudadanos de casino,
tapete, chalequillo y gambas plancha,
van de unidad en universal destino
tal vicarios Quijotes de la Mancha.
Creen hablar español, y son de espanto,
balbuceando en un perfecto idiota,
roneando de morir con mucho suelo;
fachas de polla sucia bajo el manto
virginal y cofrade del patriota,
con sangre en la conciencia del abuelo.
LA MAÑANA ES UN LARGO Y LENTO BESO
La mañana es un lento y largo beso,
un delirio de rosa humedecida,
sonrisa satisfecha del exceso
media hora antes de la despedida.
Pero en tu pelo, amor, tu largo pelo
hallo solaz, dulzura entredormida,
sedosidad feroz contra el desvelo,
fuego oloroso contra la fría vida.
Cómo explicar de pronto lo que eres,
que abro un ojo y me quemo con las ganas
de alzar a besos toda una frontera
contra una realidad de mercaderes
que aguarda más allá de las ventanas,
soplapollez de saldo por bandera.
un delirio de rosa humedecida,
sonrisa satisfecha del exceso
media hora antes de la despedida.
Pero en tu pelo, amor, tu largo pelo
hallo solaz, dulzura entredormida,
sedosidad feroz contra el desvelo,
fuego oloroso contra la fría vida.
Cómo explicar de pronto lo que eres,
que abro un ojo y me quemo con las ganas
de alzar a besos toda una frontera
contra una realidad de mercaderes
que aguarda más allá de las ventanas,
soplapollez de saldo por bandera.
TOMA ESTE VALS
Somnus mortis imago
CICERÓN
Hay tanto pintamonas pesebrista
que pasan hambre burros y caballos;
de nuevo están de moda los lacayos,
y Europa es la entelequia de un fascista.
Lo suyo es ser poeta europeísta,
olvidar los carajos o carallos,
hacer de toda capa azules sayos
con estrellas doradas, y a la pista.
La clave de la lírica europea:
el lila de un buen fajo de billetes
y bailar con una alemana fea;
y no olvidar que vamos de grumetes
-aunque el buen ciudadano no lo crea-
y que vigilan hasta los retretes.
CICERÓN
Hay tanto pintamonas pesebrista
que pasan hambre burros y caballos;
de nuevo están de moda los lacayos,
y Europa es la entelequia de un fascista.
Lo suyo es ser poeta europeísta,
olvidar los carajos o carallos,
hacer de toda capa azules sayos
con estrellas doradas, y a la pista.
La clave de la lírica europea:
el lila de un buen fajo de billetes
y bailar con una alemana fea;
y no olvidar que vamos de grumetes
-aunque el buen ciudadano no lo crea-
y que vigilan hasta los retretes.
JUST THE WAY YOU WERE
But the tear wich now burns on my cheek may impart
The deep thought that do dwell in that silence of heart.
LORD BYRON
Fuiste como un verano de flautas en la umbría
un adverbio de espuma que trajo la marea
al lodazal desierto donde yacen los nombres
la luz de tu sonrisa borró todas las huellas
fuiste como un otoño de arpas en la lluvia
cálida como el oro vencido en la alameda
esplendoroso cuerpo limosna bendecida
por el azar de un whisky aguado de tinieblas
fuiste como un invierno de la misericordia
en medio de la nieve que no admite refugio
una hoguera de risas y besos y botellas
fuiste la primavera en agraz de las palabras
con la fuerza insumisa de un sueño inesperado
que floreció pujante entre tanta miseria
The deep thought that do dwell in that silence of heart.
LORD BYRON
Fuiste como un verano de flautas en la umbría
un adverbio de espuma que trajo la marea
al lodazal desierto donde yacen los nombres
la luz de tu sonrisa borró todas las huellas
fuiste como un otoño de arpas en la lluvia
cálida como el oro vencido en la alameda
esplendoroso cuerpo limosna bendecida
por el azar de un whisky aguado de tinieblas
fuiste como un invierno de la misericordia
en medio de la nieve que no admite refugio
una hoguera de risas y besos y botellas
fuiste la primavera en agraz de las palabras
con la fuerza insumisa de un sueño inesperado
que floreció pujante entre tanta miseria
MIENTRAS LA NOCHE SE PUEBLA DE ALAMBRADAS
A Roger Wolfe
Esos momentos en que te ves fumando colillas a las seis de la mañana
sin alcohol ni ansiolíticos ni amigos ni dinero ni puntas de pollas
durante cuatro días seguidos
esos momentos en que la locura es como el humo
que flota apaciblemente en la tiniebla
donde sólo hay un televisor encendido
dando las mismas putas noticias de siempre
y las cruces de los cementerios explotan en llamas
y los perros de la lluvia se cuelan
en tu casa
Esos momentos
en los que el futuro parece una autopista de peaje perfectamente
señalizada
y eres plenamente consciente del monto de todas tus apuestas
y de que tu mejor carta
tal vez esté marcada
por una bala
Esos momentos en que te sientes fraile
en un convento donde nadie cree en Dios
y cada palabra escrita es una gota de sudor y sangre
y te sientes seco
perdido
miserable
atrapado en una telaraña de ecos sobre el abismo
mientras la noche se puebla de alambradas
Esos momentos en que te ves fumando colillas a las seis de la mañana
sin alcohol ni ansiolíticos ni amigos ni dinero ni puntas de pollas
durante cuatro días seguidos
esos momentos en que la locura es como el humo
que flota apaciblemente en la tiniebla
donde sólo hay un televisor encendido
dando las mismas putas noticias de siempre
y las cruces de los cementerios explotan en llamas
y los perros de la lluvia se cuelan
en tu casa
Esos momentos
en los que el futuro parece una autopista de peaje perfectamente
señalizada
y eres plenamente consciente del monto de todas tus apuestas
y de que tu mejor carta
tal vez esté marcada
por una bala
Esos momentos en que te sientes fraile
en un convento donde nadie cree en Dios
y cada palabra escrita es una gota de sudor y sangre
y te sientes seco
perdido
miserable
atrapado en una telaraña de ecos sobre el abismo
mientras la noche se puebla de alambradas
NECIONALISMOS MODELO JARTO VINO
Los fandaluces zemos
diberentes de los calencianos
los jotagoneses somos
dilerentes de los eurolanes
los ballegos somos
diferentes de los zurcianos
los basturianos somos
dinerentes de los pántabros
los isleares somos
dinerentes de los racanarios
los deremeños somos
diberentes de los pastellanos
la hostia bendita
(menos mal que soy
homo iliberensis maxima cum laude
con amigos angloinglesestánicos
y escoirlangaleses
y la lluvia del norte casa bien
con el malta de la isla de Skye)
diberentes de los calencianos
los jotagoneses somos
dilerentes de los eurolanes
los ballegos somos
diferentes de los zurcianos
los basturianos somos
dinerentes de los pántabros
los isleares somos
dinerentes de los racanarios
los deremeños somos
diberentes de los pastellanos
la hostia bendita
(menos mal que soy
homo iliberensis maxima cum laude
con amigos angloinglesestánicos
y escoirlangaleses
y la lluvia del norte casa bien
con el malta de la isla de Skye)
YOU DO IT WHILE YOU´RE KILLING FLIES (charles bukowski)
Bach, I said, he had 20 children.
he played the horses during the day.
he fucked at night
and drank in the mornings.
he wrote music in between.
at least that´s what I told her
when she asked me,
when do you do your
writing?
LO HACES MIENTRAS MATAS MOSCAS
Bach, dije, tuvo 20 hijos.
apostaba a los caballos durante el día.
follaba por la noche
y bebía por las mañanas.
entretanto escribía música.
al menos es lo que le dije
cuando ella me preguntó
¿cuándo escribes?
he played the horses during the day.
he fucked at night
and drank in the mornings.
he wrote music in between.
at least that´s what I told her
when she asked me,
when do you do your
writing?
LO HACES MIENTRAS MATAS MOSCAS
Bach, dije, tuvo 20 hijos.
apostaba a los caballos durante el día.
follaba por la noche
y bebía por las mañanas.
entretanto escribía música.
al menos es lo que le dije
cuando ella me preguntó
¿cuándo escribes?
CACHONDESEO
El deseo: finas gotas de lluvia
atravesadas por los rayos de un sol
pretérito
entre la umbría perfumada de lavanda
de un bosque
lejos del lúgubre tañido
de las campanas,
semen
sobre las páginas de un poema,
lenguas lamiendo lenguas
pies enfundados en medias atormentando con letal dulzura
tu polla tumescente
mientras yaces atado a la cama
con la mordaza de un coño en la boca,
malcasadas que te miran
desde la barra de un bar
con una copa de ginebra cruda
como la vicaría por la que pasaron
mujeres quemadas
como hígado cirrótico
mirándote de soslayo,
ponderativas, felinas
El deseo: la noche abierta
como una orquídea de fuego,
hogueras del whisky puras como la muerte
puras como el puro insomnio
lleno de culos que te frotan la
entrepierna, de tetas
en la boca, de mujeres
que te roban los calzoncillos
usados
y si pueden la cartera
llena de telarañas
El deseo: una golfa deliciosa
con tu verga en la boca
sabiéndose la dueña
mientras te mira a los ojos
y te licuas, estallas, revientas, jadeas
para acabar despertando
en una cama solitaria
con un bolígrafo en la mano
y el sol con toda su puta mala leche
entrando al asalto por la ventana
para reírse
en
tu
cara
atravesadas por los rayos de un sol
pretérito
entre la umbría perfumada de lavanda
de un bosque
lejos del lúgubre tañido
de las campanas,
semen
sobre las páginas de un poema,
lenguas lamiendo lenguas
pies enfundados en medias atormentando con letal dulzura
tu polla tumescente
mientras yaces atado a la cama
con la mordaza de un coño en la boca,
malcasadas que te miran
desde la barra de un bar
con una copa de ginebra cruda
como la vicaría por la que pasaron
mujeres quemadas
como hígado cirrótico
mirándote de soslayo,
ponderativas, felinas
El deseo: la noche abierta
como una orquídea de fuego,
hogueras del whisky puras como la muerte
puras como el puro insomnio
lleno de culos que te frotan la
entrepierna, de tetas
en la boca, de mujeres
que te roban los calzoncillos
usados
y si pueden la cartera
llena de telarañas
El deseo: una golfa deliciosa
con tu verga en la boca
sabiéndose la dueña
mientras te mira a los ojos
y te licuas, estallas, revientas, jadeas
para acabar despertando
en una cama solitaria
con un bolígrafo en la mano
y el sol con toda su puta mala leche
entrando al asalto por la ventana
para reírse
en
tu
cara
RETRATO CARIÑOSO DE LA REINONA DEL BEST SELLER
Lo peor no es su mariconería,
su vanidad atildada en la pantalla,
su bastón de marfil, o esa antigualla
best-seller de amorosa poesía;
lo peor es tanta ramplonería,
tanta obviedad sublime y faramalla
para decir verdades de quincalla
con pelo y medio de filosofía.
Oh lírico chapero de la mala
vejez, la mala prosa, el mal hachís,
mediocridad presente hasta la hartura;
viviendo como Dios, me traes a Gala
verdades tristes como este país
chapucero hasta en su literatura.
su vanidad atildada en la pantalla,
su bastón de marfil, o esa antigualla
best-seller de amorosa poesía;
lo peor es tanta ramplonería,
tanta obviedad sublime y faramalla
para decir verdades de quincalla
con pelo y medio de filosofía.
Oh lírico chapero de la mala
vejez, la mala prosa, el mal hachís,
mediocridad presente hasta la hartura;
viviendo como Dios, me traes a Gala
verdades tristes como este país
chapucero hasta en su literatura.
ROMANCE IRLANDÉS (CON MUCHO HIELO)
Noches, noches, noches largas
como un solo de violín
rebuscando algunos versos
en las páginas amargas
de Paul Durcan, Swift o Yeats,
noches de fría llovizna,
borracheras de Dublín,
callejeando por Galway
sin tener donde dormir.
Noches de Irlanda profunda,
so far from Spain, al fin,
inanidad discursiva
con cara de perro verde
o pelos de puercoespín,
errando tambaleante
junto a las verjas cerradas
de Fairwiew o Stephen´s Green,
el alma carbonizada
y la garganta arrasada
de tonic con mucho gin.
Ripios secos de la ausencia,
vaciedad del porvenir,
soledad del Liffey oscuro,
Phoenix Park o Dame Street,
las agujas de la lluvia,
ríos de whisky sin fin,
Cork: un sudario de niebla,
y en el puerto de Dublín
y quejido de sirenas,
un sollozo grave y largo
como un solo de violín.
¿Será el oro de los elfos
lo que hay en mi corazón?
¿O es un mar aborrascado
bramando en mis interiores
su fría desolación
de escolleras desgastadas
y playas sin otro dios
que el viento y sus mil idiomas
de Belfast a Waterford,
ribeteadas de bosques
con su río y su canción?
Acantilados de Moher,
campos de cereal de Athlone,
musical fronda de Kerry,
el río Shannon, un turbión
de plata oscura entre hayas,
abetos, robles en flor;
llevo siete mil postales
dentro de mi corazón,
pero no tengo tus manos,
ni me acompaña tu voz.
Ahora Irlanda queda lejos,
con su tembloroso sol,
con sus dulces aguaceros,
sus músicos callejeros
y algo de mi sinrazón;
arpas de viento me llevo
que acompañen con su llanto
los versos de esta canción;
mujeres hechas de lluvia
sean custodias de esta flor.
la roja rosa de Eire
que hoy arde en mi corazón.
como un solo de violín
rebuscando algunos versos
en las páginas amargas
de Paul Durcan, Swift o Yeats,
noches de fría llovizna,
borracheras de Dublín,
callejeando por Galway
sin tener donde dormir.
Noches de Irlanda profunda,
so far from Spain, al fin,
inanidad discursiva
con cara de perro verde
o pelos de puercoespín,
errando tambaleante
junto a las verjas cerradas
de Fairwiew o Stephen´s Green,
el alma carbonizada
y la garganta arrasada
de tonic con mucho gin.
Ripios secos de la ausencia,
vaciedad del porvenir,
soledad del Liffey oscuro,
Phoenix Park o Dame Street,
las agujas de la lluvia,
ríos de whisky sin fin,
Cork: un sudario de niebla,
y en el puerto de Dublín
y quejido de sirenas,
un sollozo grave y largo
como un solo de violín.
¿Será el oro de los elfos
lo que hay en mi corazón?
¿O es un mar aborrascado
bramando en mis interiores
su fría desolación
de escolleras desgastadas
y playas sin otro dios
que el viento y sus mil idiomas
de Belfast a Waterford,
ribeteadas de bosques
con su río y su canción?
Acantilados de Moher,
campos de cereal de Athlone,
musical fronda de Kerry,
el río Shannon, un turbión
de plata oscura entre hayas,
abetos, robles en flor;
llevo siete mil postales
dentro de mi corazón,
pero no tengo tus manos,
ni me acompaña tu voz.
Ahora Irlanda queda lejos,
con su tembloroso sol,
con sus dulces aguaceros,
sus músicos callejeros
y algo de mi sinrazón;
arpas de viento me llevo
que acompañen con su llanto
los versos de esta canción;
mujeres hechas de lluvia
sean custodias de esta flor.
la roja rosa de Eire
que hoy arde en mi corazón.
jueves, 16 de junio de 2011
NOTAS A PIE DE PÁGINA
The basic fact about human existence is not that it is a tragedy,
but that it is a bore.
-HENRY MENCKEN-
He dejado el trago duro
como se deja a una amante conflictiva
con la que cada orgasmo -y fueron muchos, y brutales-
era la antesala del infierno.
Ya no profano los neones idiotas de la noche
con sonetos a lo Baudelaire;
no me gusta lo que muestran los espejos
de los tigres
(en los que Borges no podía verse)
ni me atrae ya la dialéctica de las zorras con minifalda
a las que perseguía con la devoción
del que persigue a sus musas.
Qué novedad:
me estoy haciendo viejo.
Pero he cambiado el whisky por un búnker con grietas
por donde se me cuela la guardia civil, la realidad
con su tufo a juzgados, a dinero,
carnets de conducir, parientes gilipollas,
catetos que me señalan por la calle
diciendo
ahí va el Escritor, el Poeta,
como si esto de cagarse en Dios en cuatro idiomas
(mas uno que me invento sobre la marcha)
fuese un acontecimiento.
Mientras tanto,
ellos siguen recogiendo verdura en sus parcelas.
vendiendo muebles, revistas, cerveza, ladrillos, pintura,
accesorios, camisas a rayas, ideología barata,
bisutería,
follándose a una puta cada sábado en el pueblo de al lado
y desollando vivos a todos los vecinos
a sus espaldas.
C´est la vie.
Pero no hay libros de Cioran en la biblioteca.
Y es un hecho que añoro la vorágine,
que me la chupen a dúo en un hotel de Madrid,
los caminos rurales de las Alpujarras,
el fuego en la chimenea donde asábamos carne
y freíamos huevos y patatas a las
seis de la mañana mientras el vino
circulaba
como circula la sangre de la buena amistad,
Juanjo, Santiago, Christian, Francisco Blanco, toda
la rueda humana
que gira en mi memoria negra de bombardeos.
Nunca estuvimos tan vivos como entonces,
y a veces me pregunto
-pues no tengo constancia-
a qué casas de putas los habrán llevado sus pasos,
qué hipotecas, qué hijos, qué mujeres, qué sueños rotos
-y sospecho que son muchos-
los afligen.
Yo hace ya mucho tiempo
que decidí ser huérfano de hijos
en mi vejez, que decidí
no sacarme el carnet de conducir
ni volver a trabajar en hostelería
ni en nada que no fuese este campo de niebla
tan gratamente mío que es la literatura.
Veremos a dónde me lleva
este oficio de vagos perdularios y antisociales,
que decía mi abuela
y algún que otro fascista escribidor de discursos.
De momento, soy el referente literario
de mis perros,
la mancha humana de una familia
que nunca tuvo huevos de dormir bajo las estrellas
más que nada por una cuestión
de incomodidad. La calle
no es lo suyo. La calle
es para lucir modelitos
y coche nuevo, probidad social,
novios para las niñas
y la fachada de la casa.
Sobre todo la fachada de la casa.
Estos son los chupapollas que lo sancionan todo,
como cretinos de pueblo,
pero con estudios.
Ah, los estudios.
Mi hermana licenciada en sociología
teniendo que buscarse la vida como camarera.
Mi amigo Christian,
licenciado en Derecho,
trabajando a los cuarenta años como chico de los recados
para una caja de ahorros.
Dani Fernández,
licenciado en Arquitectura,
pelando cebollas en la cocina de un restaurante
de Palma de Mallorca.
Carolina, la dulce Carolina,
licenciada en Informática y capaz
de reventar la base de datos
del Banco Central Europeo,
pariendo hijos, bebiendo ginebra
a escondidas
y estrellada contra las paredes
de su casa
por un cabrón ex miembro del Opus Dei.
Y yo vigilado por la policía agropecuaria
del lugar donde resido:
igual se creen que soy traficante de drogas
porque trabajo desde casa
y tenemos Canal Plus.
Qué bonito.
Menos mal que, aunque en invierno
me duelan las rodillas,
aunque todo sea tedio fuera de estas paredes
y eche de menos los bosques de Irlanda,
las tabernas de Galway y Dublín
y el Pirineo navarro,
las noches de Madrid y de Sevilla
y hasta la Muy Excelentísima y Soplapollesca Universidad
de Granada,
me sobra material para escribir
y el azar aún no lo ha abolido todo
con un golpe de dados.
but that it is a bore.
-HENRY MENCKEN-
He dejado el trago duro
como se deja a una amante conflictiva
con la que cada orgasmo -y fueron muchos, y brutales-
era la antesala del infierno.
Ya no profano los neones idiotas de la noche
con sonetos a lo Baudelaire;
no me gusta lo que muestran los espejos
de los tigres
(en los que Borges no podía verse)
ni me atrae ya la dialéctica de las zorras con minifalda
a las que perseguía con la devoción
del que persigue a sus musas.
Qué novedad:
me estoy haciendo viejo.
Pero he cambiado el whisky por un búnker con grietas
por donde se me cuela la guardia civil, la realidad
con su tufo a juzgados, a dinero,
carnets de conducir, parientes gilipollas,
catetos que me señalan por la calle
diciendo
ahí va el Escritor, el Poeta,
como si esto de cagarse en Dios en cuatro idiomas
(mas uno que me invento sobre la marcha)
fuese un acontecimiento.
Mientras tanto,
ellos siguen recogiendo verdura en sus parcelas.
vendiendo muebles, revistas, cerveza, ladrillos, pintura,
accesorios, camisas a rayas, ideología barata,
bisutería,
follándose a una puta cada sábado en el pueblo de al lado
y desollando vivos a todos los vecinos
a sus espaldas.
C´est la vie.
Pero no hay libros de Cioran en la biblioteca.
Y es un hecho que añoro la vorágine,
que me la chupen a dúo en un hotel de Madrid,
los caminos rurales de las Alpujarras,
el fuego en la chimenea donde asábamos carne
y freíamos huevos y patatas a las
seis de la mañana mientras el vino
circulaba
como circula la sangre de la buena amistad,
Juanjo, Santiago, Christian, Francisco Blanco, toda
la rueda humana
que gira en mi memoria negra de bombardeos.
Nunca estuvimos tan vivos como entonces,
y a veces me pregunto
-pues no tengo constancia-
a qué casas de putas los habrán llevado sus pasos,
qué hipotecas, qué hijos, qué mujeres, qué sueños rotos
-y sospecho que son muchos-
los afligen.
Yo hace ya mucho tiempo
que decidí ser huérfano de hijos
en mi vejez, que decidí
no sacarme el carnet de conducir
ni volver a trabajar en hostelería
ni en nada que no fuese este campo de niebla
tan gratamente mío que es la literatura.
Veremos a dónde me lleva
este oficio de vagos perdularios y antisociales,
que decía mi abuela
y algún que otro fascista escribidor de discursos.
De momento, soy el referente literario
de mis perros,
la mancha humana de una familia
que nunca tuvo huevos de dormir bajo las estrellas
más que nada por una cuestión
de incomodidad. La calle
no es lo suyo. La calle
es para lucir modelitos
y coche nuevo, probidad social,
novios para las niñas
y la fachada de la casa.
Sobre todo la fachada de la casa.
Estos son los chupapollas que lo sancionan todo,
como cretinos de pueblo,
pero con estudios.
Ah, los estudios.
Mi hermana licenciada en sociología
teniendo que buscarse la vida como camarera.
Mi amigo Christian,
licenciado en Derecho,
trabajando a los cuarenta años como chico de los recados
para una caja de ahorros.
Dani Fernández,
licenciado en Arquitectura,
pelando cebollas en la cocina de un restaurante
de Palma de Mallorca.
Carolina, la dulce Carolina,
licenciada en Informática y capaz
de reventar la base de datos
del Banco Central Europeo,
pariendo hijos, bebiendo ginebra
a escondidas
y estrellada contra las paredes
de su casa
por un cabrón ex miembro del Opus Dei.
Y yo vigilado por la policía agropecuaria
del lugar donde resido:
igual se creen que soy traficante de drogas
porque trabajo desde casa
y tenemos Canal Plus.
Qué bonito.
Menos mal que, aunque en invierno
me duelan las rodillas,
aunque todo sea tedio fuera de estas paredes
y eche de menos los bosques de Irlanda,
las tabernas de Galway y Dublín
y el Pirineo navarro,
las noches de Madrid y de Sevilla
y hasta la Muy Excelentísima y Soplapollesca Universidad
de Granada,
me sobra material para escribir
y el azar aún no lo ha abolido todo
con un golpe de dados.
TALBOT STREET
A qué puerto he venido a dar con mis huesos;
esta niebla solemne como un sacerdote
levantando un copón de plata repujada
en calles de tranvías y rostros esquinados,
con la llovizna lenta como el violín tañido
por el músico de boina de negra de la esquina,
insistente, insistente como el viento
y las sirenas distantes de los ferries.
Dublín. Estoy solo como una jarra de stout
sobre la barra del pub
en honor del amigo ausente
al que se dio sepultura hace dos días.
Frente al Café Kylemore
la estatua de James Joyce, criando moho
como sus obras en las bibliotecas.
Dicen que aquí el verano es corto
como las entendederas de un campesino
del condado de Kerry.
Pero qué sabrán ellos.
Voy a tocar la guitarra en esa esquina
mientras las multitudes se apresuran,
sin esperar piedad.
Y ojalá que el sol brille en mis monedas.
esta niebla solemne como un sacerdote
levantando un copón de plata repujada
en calles de tranvías y rostros esquinados,
con la llovizna lenta como el violín tañido
por el músico de boina de negra de la esquina,
insistente, insistente como el viento
y las sirenas distantes de los ferries.
Dublín. Estoy solo como una jarra de stout
sobre la barra del pub
en honor del amigo ausente
al que se dio sepultura hace dos días.
Frente al Café Kylemore
la estatua de James Joyce, criando moho
como sus obras en las bibliotecas.
Dicen que aquí el verano es corto
como las entendederas de un campesino
del condado de Kerry.
Pero qué sabrán ellos.
Voy a tocar la guitarra en esa esquina
mientras las multitudes se apresuran,
sin esperar piedad.
Y ojalá que el sol brille en mis monedas.
EL CABESTRO Y MARGARITA
In memoriam Mijail Bulgákov
Se lo había dicho su tía Elena hacía tantos años que le había dado tiempo -aunque no por voluntad propia- a perder casi la mitad de los dientes:
-Nunca pierdas la discreción. Ni aunque te metas a puta.
Y efectivamente, en aquel antro de la calle del Pez todos la tomaban por cualquier cosa, le adjudicaban cualquier oficio –nadie le había preguntado nada, ni el dueño siquiera-, y pocos habían dejado de reparar en su aspecto decididamente miserable; no era fea, sólo desastrada, desdentada, casi siempre mal peinada y peor maquillada, y tenía un niño retrasado e hiperactivo de nombre Miguel, como su padre, interno en un penal psiquiátrico en alguna parte de la provincia de León. Ni siquiera Bibiana, otra de las habituales de la pensión Las Flores, sabía que se dedicaba a hacer la calle mientras cuidaba de que el niño, Miguelito, no se despertara, abriera la ventana y le diera por emular a Spiderman por las mugrientas, ruinosas, sombrías fachadas de aquella callejuela del centro de Madrid.
Se llamaba Margarita Sánchez Aguilar, tenía treinta y un años y decía venir de un pueblo de la provincia de Córdoba, Palma del Río, aunque en realidad se había criado en Écija. Por aquellos días, yo era el único inquilino de la pensión que tenía tratos con ella. Acababa de separarme de Raquel y los niños y estaba en plena mala racha, como suele decirse entre piadosa y eufemísticamente; todavía tenía mi bar en la Plaza del Dos de Mayo, el mismo gracias al cual había logrado adquirir un posición económica casi respetable y a la vez conseguir que casi todo se fuera al carajo entre polvos y mamadas con las dos camareras que trabajaban para mí. Raquel me había hecho seguir por un detective privado; y yo aún no había conseguido averiguar como cojones había logrado fotografiarme desnudo y esposado a una cama en un hotel cerca de Barajas, cubierto de semen y sudor y flujos vaginales y flanqueado por los cuerpazos y melenas oscuras de Laura y Sara, que en ese momento se dedicaban a torturarme hasta el agotamiento con sus lenguas y dedos de los pies. No sé si el muy cabrón se habría pajeado a conciencia mientras tomaba fotos de aquello. Mi vida, por aquellos días, era una mezcla de exultante vida profesional y familiar, y a la vez una adictiva pesadilla pornográfica urdida por aquellas dos vampiresas ninfomaníacas.
Un auténtico desastre, como la vida de la pobre Marga, que me iba desgranando cuando nos veíamos en el café de la esquina, tan destartalado y sórdido como nuestras propias vidas y la mayoría de las calles de aquel barrio bullicioso de puterío, tráfico de drogas, choriceo, botellones y policías haciendo la patrulla del florero –ni me muevo ni hablo ni me entero-. Yo intentaba dejar de beber; me había refugiado en aquel hoyo anónimo, donde nadie me conocía, como habría podido hacerlo en cualquier otro sitio. Pero no me veía recuperándome de mi propia estupidez en una casita de campo alquilada cerca de la Sierra o en un hotelito de Tarifa o de Luarca. Siempre he sido un urbanita; la tranquilidad excesiva, indefectiblemente, acaba por alterarme los nervios.
Intentaba dejar de beber reduciendo paulatinamente las dosis de alcohol mientras Marga, sentada frente a mí en una mesa metálica, consumía innumerables cafés cortados alternándolos con chupitos de orujo; la mirada se le perdía de vez en cuando por las paredes cubiertas de azulejos sucios del bar de Floro, quien a veces, cuando no había nadie –salvo algún borracho perdido en su particular limbo de vino blanco barato o aguardiente-, se echaba un sueñecito tras la barra, casi siempre interrumpido por ataques de apnea, roncando despatarrado en una silla de plástico rojo con su mandil a cuadros grises agujereado por quemaduras de cigarrillos. Floro era otro náufrago, otro pez de ciudad, como hubiera dicho Joaquín Sabina.
-Estoy a punto de rendirme. Estoy que no puedo más. Me voy a volver loca, Ramón- me decía Marga-. Si no fuera por Miguelito...
La mitad de las veces yo no sabía qué decir. La depresión, el cansancio, lo que fuera que me tenía atrapado, me adensaba la mente de laberintos sombríos, de calles sin salida, de escenas absurdas o recuerdos que parecían robados a otro, escenas de la felicidad perdida junto a Raquel y los niños en amalgama con aquella espiral etílico-pornográfica que había acabado arrastrándome. Me había sentido de lo más machote; ahora me sentía como un cagajón de perro aplastado por la rueda de una moto. Era un caso digno de ser analizado en el Cosmopolitan, ese templo del saber femenino contemporáneo, esa Biblia modelna para mujeres sin prejuicios en busca del príncipe azul, o del follador ideal, o del proveedor adecuado de modelitos caros, como Raquel. Nos debatíamos como gusanos en un anzuelo, como bestias atrapadas que paulatinamente fueran perdiendo las fuerzas. El whisky me sabía a jarabe amargo, a pis de gato en el charco de la esquina, y a Marga el café debía de saberle a mierda tamizada, y su boca desdentada –le faltaban todos los incisivos y algunas muelas, cortesía de la última paliza que le había dado su ex marido-era la viva imagen de una desesperanza tan gris como un día de lluvia contemplado desde mi miserable cuarto de pensión.
-Si encontrara un sitio donde llevarlo, una escuela especial para estos críos, yo que sé…
Encendí un cigarrillo, dije:
-A ver si un amigo mío consigue averiguarte algo, mujer. Tranquila, no desesperes.
Eran conversaciones circulares que acababan dejándome moralmente entumecido, postrado ante la pura evidencia de mi propia desgana. Me sentía como una mierda, disperso, ensombrecido como la pobretona luz de la tarde que entraba por la puerta enrejada del bar.
Mi negocio estaba cerrado "por vacaciones" desde hacía unas dos semanas. Tenía algo de dinero en el banco, en una cuenta desconocida por mi ya más que probablemente futura ex mujer, y doscientas llamadas perdidas que había identificado sin esfuerzo; Laura y Sara querían saber dónde estaba, por qué estaba cerrado el bar, qué iba a pasar con sus trabajos. Eso me parecía ahora completamente irrisorio. El abogado de Raquel también estaba buscándome. Mi padre. Mis hermanas. Tal vez incluso alguno de mis hijos hubiese estado tratando de ponerse en contacto conmigo. Pobre José Ramón. Pobre Raúl. Pero, sencillamente, no tenía la presencia de ánimo para conectar el móvil. Claro que nadie desaparece así como así; no me extrañaría nada que en cualquier momento la Policía acudiese a la pensión Las Flores en mi busca. Me sentía tan gilipollas que mirarme al espejo me hacía daño. Y todo por la locura de follarme sin piedad a dos camareras veinteañeras que estaban, eso sí, de portada de revista. El olor de los coños jóvenes, puro ácido para toda la respetabilidad burguesa de un hombre ya cuarentón, casado y con hijos. El rollo de la autoafirmación de la masculinidad a partir de los cuarenta. El aburrimiento que últimamente me provocaba la vida con Raquel, que ya no tenía –hacía siglos que no tenía- el encanto de la estudiante de Filología Inglesa de la que me enamoré y a la que llevé de viaje a Edimburgo pidiéndole dinero prestado a mi padre, porque por aquellos entonces mi sueldo de camarero en el Palace no daba para lujos, ni babilónicos ni anglosajones. Qué diferente era, entonces, al pie de las murallas del Palacio de Holyrood o paseando por Princess Street con un ramo de flores en la mano, o tomándose un cerveza conmigo en la barra de cualquier pub y diciendo que no se enteraba de casi nada de lo que la gente decía a nuestro alrededor en aquella atmósfera compactada de humo de cigarrillos y olor a cerveza y whisky.
Qué diferente era todo, éramos.
-Me voy corriendo, a ver cómo está el niño-dijo o Margarita.
-Hasta luego, entonces.
Margarita sabía muy bien cuando la atención de un hombre, por distraída que fuera, se volatilizaba, y solamente quedaba lo que a ella debía parecerle una mascara de taciturna impenetrabilidad. La vi salir del bar de Floro, casi doblada por el peso del enorme bolso que llevaba, probablemente cargado con alguno de esos juguetes absurdos que solía llevarle todos los días a su hijo y que el niño utilizaba y desechaba con la misma rapidez con la que cambiaba de gesto o de humor. Vivía como una esclava de la hiperactividad de Miguel, chupando o follando por tarifas que no quería ni imaginarme, hecha un adefesio semialcoholizado, a pesar de que bien arreglada y maquillada habría resultado incluso guapa. Yo no entendía nada. La competencia era dura por aquellas calles, había chicas inmigrantes que se llevaban el gato al agua sin el menor esfuerzo, con un movimiento de caderas sinuosas, mostrando piernas de escándalo, culos y tetas y bocas de órdago, pieles de todos los colores. Marga parecía tan fuera de lugar en aquel oficio como un mendigo en una fiesta de gala. Tan fuera de lugar como lo estaba yo mismo, en aquel barrio, en aquel ambiente, oyendo roncar débilmente a Floro tras la barra y contemplando la entrada en el bar de dos niñatos marroquíes en busca de tabaco o algo por el estilo que me dirigieron, por unos instantes, una mirada entre apreciativa y depredadora en potencia; un tipo de-mediana edad, vestido con corrección, sentado a una mesa con un vaso de whisky casi vacío ante él. Tal vez consideraran la posibilidad de atracarme a punta de navaja; al fin y al cabo, muchos de estos cabrones todavía creen que cruzando el mar en patera los espera la tierra prometida, un moderno Al-Andalus donde robar a todo cristo o trapichear como les venga en gana y pasándose las leyes por el forro de los cojones del profeta. A un amigo mío escritor, Juanjo Gallardo, le robaron una tarde, en plena plaza de Santa Ana, el teléfono móvil y la mochila donde llevaba el único ejemplar mecanoescrito, de una novela en la que había estado trabajando casi un año. Lo jodieron vivo, teniendo en cuenta que Juanjo, a pesar de utilizar el ordenador, nunca sacaba copias de seguridad porque se armaba un lío con los disquetes y toda la parafernalia.
"Nunca me he considerado racista, macho”, me dijo en el bar aquella tarde. "Pero creo que voy a tener que replantearme algunas de mis convicciones. ¿Qué coño se creían los moracos aquellos, que llevaba oro en la mochila? Me cago en su puta madre. Y encima mi mujer que no se cree una palabra, que me he dejado la mochila olvidada en algún puticlub de los que tanto frecuento", sonreía, a punto de explotar, mientras yo le servía a una cerveza por cuenta de la casa. "Cojones con las mujeres, macho. Es que no se puede ni salir a la calle. Y ahora, a buscar un trabajo de mierda, en desagravio por el año perdido "garabateando esas locuras". Era mejor cuando estaba solo, y tieso... ¿Por qué tendrán esa obsesión por las pobres putas?"
"Supongo que por una cuestión de competencia", dije. "Al fin y al cabo, suelen ser mucho más baratas, como decía mi abuelo."
Los dos moros compraron finalmente un paquete de cigarrillos y acabaron por salir del bar. Confieso que empecé a respirar algo más tranquilo. No me fiaba ni de mi sombra, y las calles de Madrid están llenas precisamente de eso: de sombras.
Llamar a mis hijos fue una especie de autoimposición. Los echaba de menos, y tenía la certeza de que Raquel no habría perdido ni un minuto, aunque fuese a su muy educada manera, a la hora de inocularles todo el veneno que pudiera contra mí.
José Ramón, el mayor, estuvo sencillamente frío, ausente, embozado en el caparazón preadolescente de la perplejidad. Era lógico. A los once años, nadie puede entender todavía que el tándem papá-mamá siempre juntos y en apariencia felices pueda convertirse en una pista de circo en medio del infierno, en un se acabó para siempre. No hay explicaciones posibles para ahorrarle dolor a un niño de once años. Aunque tarde o temprano tendría que encararme con él, explicarle con un nudo en el estómago que a veces los papás se separan y que pasara lo que pasara él y su hermano tendrían que seguir haciendo su vida, y que yo nunca los abandonaría. El pequeño, Raúl, estuvo más cariñoso.
-Te echo mucho de menos, papi.
Colgué y me tumbé en la cama, mirando al techo, al desconchón con forma de mapa cercano a la esquina de la puerta, al armario barato, desvencijado, a la ventana abierta por la que de vez en cuando llegaba el rugido de un coche, insultos, conversaciones en voz alta en lenguas incomprensibles. Raquel no había querido ni ponerse al teléfono. Seguiría furiosa, lo cual era de lo más lógico, y aquello empezaba a parecerse a una situación sin salida. El mundo debía de estar lleno de imbéciles como yo.
-Cuando uno se casa, Ramón- me había dicho mi padre hacía muchos años, y además tiene hijos, se jode y baila. Se jode y baila hasta que termine la música.
No quería ni imaginarme lo que estaría pensando. Para él, sus nietos eran sagrados. Le era completamente inconcebible que alguien como yo hubiera podido cambiar la tranquilidad doméstica junto a Raquel y mis hijos por una pura explosión de lujuria, pero yo sabía lo que había detrás de aquella opinión tan aparentemente respetable y sensata: si hubiera visto a Laura y Sara chupándose las lenguas tras la barra de mi bar, a puerta cerrada, contoneándose con sus minifaldas, frotándose los pechos con los ojos muy fijos en mí, invitándome, volviéndome loco, haciéndome estallar la bragueta... Sé que hubiera dado la mano izquierda por haber estado en mi lugar. Aunque probablemente se hubiera muerto de un infarto. Esas cosas –después de cuarenta y dos años casado con mi madre- no podían suceder en la realidad. Esas cosas ocurrían solamente en las películas pomo, en las revistas, en lo que él llamaba "libros verdes".
El abuelo de mis hijos, a sus sesenta y muchos años, además de bastante hijo de puta, era de una candidez desarmante. Tampoco hubiera podido entender que con el paso de los años, mi relación con Raquel se hubiese convertido en algo tibio, casi cálido, entrañable pero un punto insípido. La gente cambia; yo había cambiado y ella también. Ni siquiera, en las contadas ocasiones en que me lo había preguntado a mí mismo, me hubiera preocupado que ella pudiese o no tener sus líos fuera del matrimonio, ni si eso podría haber avivado mi pasión, haber hecho saltar las llamas de los viejos rescoldos. Yo, cansado de toda una vida trabajando para huir de la pobreza, que me aterraba, había decidido de pronto tirarme al barro a ver qué pasaba, y aquellas dos chicas colombianas que trabajaban para mí, y a las que sabía ambiciosas, y con novio, me lo habían puesto a huevo. Era mi primera transgresión sexual. Pero no por eso el remordimiento admitía atenuantes. Me sentía mal, y no podía negarlo, pero no paraba de pensar en ellas, en aquellas piernas macizas enfundadas en medias negras, en aquellas cinturas cimbreantes, en aquellos culos jugosos en los que me corría para después acabar lamiendo mis propios jugos mientras empezaban a masturbarme para otra sesión de desenfreno. Hasta el hecho de pagarles un buen plus por sus servicios me ponía caliente; me hacía sentir poderoso. Yo pagaba, y ellas empezaban a lamer, a acariciarme, a besarme, a montarse el numerito lésbico mientras yo me iba desnudando con la polla palpitante y encabritada. Me habían devuelto, o mejor redescubierto, un vigor que hasta entonces parecía dormido. Raquel, en el mejor de los casos, solo se ponía como una monja cachonda cuando le compraba un vestido de diseño, y nunca se había dejado dar por detrás —decía que le dolía mucho-. En cambio, los culos de Sara y Laura eran dos túneles siempre propicios; era a mí a quien acababa doliéndole la verga, y el placer era tanto más intenso cuanto más me dolía.
Y sin embargo, ahí estaba yo ahora, escondido como un conejo, confuso y atacado por los remordimientos en una habitación barata de la calle del Pez mientras los traficantes y las putas discutían en la calle.
Entonces llamaron a la puerta; era Margarita. Parecía, un besugo mal pintado. Tras ella venía su hijo, Miguelito, que no paraba de balancearse sobre los pies, primero sobre uno, luego sobre el otro, como un pequeño metrónomo con las manos a la espalda.
-Perdona, Ramón. ¿Molesto?
-En absoluto. Pasa, pasa.
-Que no quería molestarte. Es que...
-Pero tranquila, mujer. Dime.
-Que se han cepillan a Bibiana.
-¿Cómo?
Entonces empezó a llorar. Hice que pasara con el niño y cerré la puerta.
Uno de los policías que había encontrado a Bibiana degollada en un portal de la Calle de La Palma había dicho algo así como que el tajo que le habían hecho en el cuello no tenía nada que envidiarle al de Ronda. De hecho, casi le habían arrancado la cabeza: en mitad del amasijo sanguinolento podía distinguirse la tráquea, parte de la lengua y el esófago seccionados a lo bestia, como con un hacha mal afilada. El cadáver estaba entre la puerta del cuarto de contadores y las escaleras del bloque; el charco de sangre llegaba hasta la puerta de la calle. Se había dado cuenta la vecina del segundo cuando su sobrino de 11 años había entrado en casa dejando tras de sí un rastro de huellas de zapatillas ensangrentadas en los escalones y el rellano.
-Y encima seguro que tenía el Sida, la sudaca ésa. Ay, Dios mío. Cómo está Madrid. Cómo está Madrid.
-Señora, tranquilícese, cojones.
Bibiana dejaba dos hijos en su Santo Domingo natal, además de una vida itinerante por una madre patria que había acabado por convertirse en la madre tumba; siete años en total, empezando como limpiadora doméstica para concluir como limpiadora de sables.
Claro que yo no podía expresarle esto en voz alta a una Margarita deshecha en llanto, temblorosa hasta el espasmo, abrazada a mí, los dos sentados en la cama mientras Miguelito se dedicaba a hurgar en el cajón de la mesita de noche, revolviéndome, entre otras cosas, la documentación del bar.
He visto llorar a una mujer muchas veces. Tal vez demasiadas. Pero aquella deflagración que se me vino de pronto encima llegaba a resultar casi dolorosa. Margarita olía a perfume barato, a demasiado maquillaje. Tenía unos pechos bastante grandes, bien duros bajo el liviano jersey de lana negra. Noté un principio de erección. No podía evitarlo. Lo que había pasado era de lo más común, tal y como estaba el patio. Podía haberle pasado a ella, a cualquiera. En la pensión, todos se habían enterado de aquello por las noticias del mediodía. Bibiana era la comidilla, lo sería aún por un tiempo. Una chica tan guapa, tan alegre, tan sonriente, tan amable, siempre dispuesta a ayudara cualquiera, a ocuparse del hiperactivo Miguelito mientras su madre salía a buscarse la vida. Diego, el casi siempre malhumorado pero en el fondo muy comprensivo dueño de la pensión, ya había pensado en comprar una corona de flores. No en vano llevaba un tiempo secretamente enamorado de Bibiana, por la que sufría horrores cuando la imaginaba en plena faena con tipos que pagaban en metálico; el mismo dinero que él cogía semanalmente de las finas, tostadas manos de Bibiana.
Era lo que yo llamaría un romántico sin escrúpulos; pero a pesar de ello no se le había ocurrido ofrecerle alojamiento a aquella mulata dominicana de veintitrés años cambio de sus favores. Curioso puritanismo en un hombre que debía haber visto de todo. Tal vez prefiriese la versión platónica del idilio. Al fin y al cabo, no era la primera vez que se enamoraba de una de sus huéspedes.
Esa noche me llevé a cenar fuera a Margarita y a su hijo, en lo que más tarde me parecería el principio de un muy particular proceso de redención. Nunca me he considerado un hombre demasiado compasivo ante la desgracia ajena. Creo que soy más bien un cabrón egoísta con ocasionales ramalazos de altruismo, exactamente igual que mi padre. Exactamente igual que la mayoría de la gente que conozco. Es lo que hay; somos predadores por naturaleza, digan lo que digan los filósofos bienintencionados. Somos una mezcla de lobo y cordero, y sí, efectivamente, la mayoría de las veces el infierno está empedrado de buenas intenciones, como decía un maricón francés de principios de siglo, uno de esos escritores que le gustan a mi amigo Juanjo Gallardo.
Mi padre le hizo en cierta ocasión un préstamo de medio millón de pesetas a un amigo abogado. Como pasaron dos años y el otro no le devolvía el dinero, acabó follándose a su mujer. Con intereses. Estuvo haciéndolo varios meses. Lo sé porque el abogado, Agustín Navarrete Castro, me lo había contado de primera mano una semana después de enterrar a su mujer. Mi madre nunca supo nada.
La compasión, para mí, es una de esas cosas que se desgastan con la edad, y con mucha más rapidez si uno trabaja cara al público.
Cenamos en una pizzería cercana a la Plaza de Olavide. Miguelito se portó bastante bien; solo tiró una vez la copa de vino de su madre y básicamente se dedicó a guarrear su porción de pizza. Luego quiso un helado que no se comió y que acabó derretido en un plato, sobre la barra de mi bar, que abrí durante unas horas para Margarita y para mí, a media luz y puerta cerrada. El niño acabó dormido en uno de los sofás al fondo.
Puse música de los ochenta: Culture Club, Foreigner, Phil Collins. Puse una botella de Glenfiddich de quince años sobre la barra, una cubitera llena, dos vasos anchos de cristal macizo. Cuatro copas más tarde, también puse a Margarita a cuatro patas, apoyada en la barra, y empecé a comerle el coño.
Estaba buenísima.
Ahora, al cabo de tres años, me ha demostrado que es una buena mujer, muy de su casa. Vuelve a tener todos los dientes, Miguelito está en una escuela especial y va al psicólogo todas las semanas; progresa. Vivimos en un pueblo grande de la provincia de Cádiz; vendí el bar y he montado un pub irlandés que ha resultado un éxito. Veo a mis hijos casi todos los meses y durante las vacaciones; Raquel llegó conmigo a un acuerdo económico que no ha logrado, de momento, arruinarme. Cuando me tumbo a su lado en la cama, en mi antigua casa de Claudio Coello, la veo mas guapa que nunca, rejuvenecida, pimpante.
Me gusta ser adecuadamente retribuído a cambio de la pensión que le paso
Se lo había dicho su tía Elena hacía tantos años que le había dado tiempo -aunque no por voluntad propia- a perder casi la mitad de los dientes:
-Nunca pierdas la discreción. Ni aunque te metas a puta.
Y efectivamente, en aquel antro de la calle del Pez todos la tomaban por cualquier cosa, le adjudicaban cualquier oficio –nadie le había preguntado nada, ni el dueño siquiera-, y pocos habían dejado de reparar en su aspecto decididamente miserable; no era fea, sólo desastrada, desdentada, casi siempre mal peinada y peor maquillada, y tenía un niño retrasado e hiperactivo de nombre Miguel, como su padre, interno en un penal psiquiátrico en alguna parte de la provincia de León. Ni siquiera Bibiana, otra de las habituales de la pensión Las Flores, sabía que se dedicaba a hacer la calle mientras cuidaba de que el niño, Miguelito, no se despertara, abriera la ventana y le diera por emular a Spiderman por las mugrientas, ruinosas, sombrías fachadas de aquella callejuela del centro de Madrid.
Se llamaba Margarita Sánchez Aguilar, tenía treinta y un años y decía venir de un pueblo de la provincia de Córdoba, Palma del Río, aunque en realidad se había criado en Écija. Por aquellos días, yo era el único inquilino de la pensión que tenía tratos con ella. Acababa de separarme de Raquel y los niños y estaba en plena mala racha, como suele decirse entre piadosa y eufemísticamente; todavía tenía mi bar en la Plaza del Dos de Mayo, el mismo gracias al cual había logrado adquirir un posición económica casi respetable y a la vez conseguir que casi todo se fuera al carajo entre polvos y mamadas con las dos camareras que trabajaban para mí. Raquel me había hecho seguir por un detective privado; y yo aún no había conseguido averiguar como cojones había logrado fotografiarme desnudo y esposado a una cama en un hotel cerca de Barajas, cubierto de semen y sudor y flujos vaginales y flanqueado por los cuerpazos y melenas oscuras de Laura y Sara, que en ese momento se dedicaban a torturarme hasta el agotamiento con sus lenguas y dedos de los pies. No sé si el muy cabrón se habría pajeado a conciencia mientras tomaba fotos de aquello. Mi vida, por aquellos días, era una mezcla de exultante vida profesional y familiar, y a la vez una adictiva pesadilla pornográfica urdida por aquellas dos vampiresas ninfomaníacas.
Un auténtico desastre, como la vida de la pobre Marga, que me iba desgranando cuando nos veíamos en el café de la esquina, tan destartalado y sórdido como nuestras propias vidas y la mayoría de las calles de aquel barrio bullicioso de puterío, tráfico de drogas, choriceo, botellones y policías haciendo la patrulla del florero –ni me muevo ni hablo ni me entero-. Yo intentaba dejar de beber; me había refugiado en aquel hoyo anónimo, donde nadie me conocía, como habría podido hacerlo en cualquier otro sitio. Pero no me veía recuperándome de mi propia estupidez en una casita de campo alquilada cerca de la Sierra o en un hotelito de Tarifa o de Luarca. Siempre he sido un urbanita; la tranquilidad excesiva, indefectiblemente, acaba por alterarme los nervios.
Intentaba dejar de beber reduciendo paulatinamente las dosis de alcohol mientras Marga, sentada frente a mí en una mesa metálica, consumía innumerables cafés cortados alternándolos con chupitos de orujo; la mirada se le perdía de vez en cuando por las paredes cubiertas de azulejos sucios del bar de Floro, quien a veces, cuando no había nadie –salvo algún borracho perdido en su particular limbo de vino blanco barato o aguardiente-, se echaba un sueñecito tras la barra, casi siempre interrumpido por ataques de apnea, roncando despatarrado en una silla de plástico rojo con su mandil a cuadros grises agujereado por quemaduras de cigarrillos. Floro era otro náufrago, otro pez de ciudad, como hubiera dicho Joaquín Sabina.
-Estoy a punto de rendirme. Estoy que no puedo más. Me voy a volver loca, Ramón- me decía Marga-. Si no fuera por Miguelito...
La mitad de las veces yo no sabía qué decir. La depresión, el cansancio, lo que fuera que me tenía atrapado, me adensaba la mente de laberintos sombríos, de calles sin salida, de escenas absurdas o recuerdos que parecían robados a otro, escenas de la felicidad perdida junto a Raquel y los niños en amalgama con aquella espiral etílico-pornográfica que había acabado arrastrándome. Me había sentido de lo más machote; ahora me sentía como un cagajón de perro aplastado por la rueda de una moto. Era un caso digno de ser analizado en el Cosmopolitan, ese templo del saber femenino contemporáneo, esa Biblia modelna para mujeres sin prejuicios en busca del príncipe azul, o del follador ideal, o del proveedor adecuado de modelitos caros, como Raquel. Nos debatíamos como gusanos en un anzuelo, como bestias atrapadas que paulatinamente fueran perdiendo las fuerzas. El whisky me sabía a jarabe amargo, a pis de gato en el charco de la esquina, y a Marga el café debía de saberle a mierda tamizada, y su boca desdentada –le faltaban todos los incisivos y algunas muelas, cortesía de la última paliza que le había dado su ex marido-era la viva imagen de una desesperanza tan gris como un día de lluvia contemplado desde mi miserable cuarto de pensión.
-Si encontrara un sitio donde llevarlo, una escuela especial para estos críos, yo que sé…
Encendí un cigarrillo, dije:
-A ver si un amigo mío consigue averiguarte algo, mujer. Tranquila, no desesperes.
Eran conversaciones circulares que acababan dejándome moralmente entumecido, postrado ante la pura evidencia de mi propia desgana. Me sentía como una mierda, disperso, ensombrecido como la pobretona luz de la tarde que entraba por la puerta enrejada del bar.
Mi negocio estaba cerrado "por vacaciones" desde hacía unas dos semanas. Tenía algo de dinero en el banco, en una cuenta desconocida por mi ya más que probablemente futura ex mujer, y doscientas llamadas perdidas que había identificado sin esfuerzo; Laura y Sara querían saber dónde estaba, por qué estaba cerrado el bar, qué iba a pasar con sus trabajos. Eso me parecía ahora completamente irrisorio. El abogado de Raquel también estaba buscándome. Mi padre. Mis hermanas. Tal vez incluso alguno de mis hijos hubiese estado tratando de ponerse en contacto conmigo. Pobre José Ramón. Pobre Raúl. Pero, sencillamente, no tenía la presencia de ánimo para conectar el móvil. Claro que nadie desaparece así como así; no me extrañaría nada que en cualquier momento la Policía acudiese a la pensión Las Flores en mi busca. Me sentía tan gilipollas que mirarme al espejo me hacía daño. Y todo por la locura de follarme sin piedad a dos camareras veinteañeras que estaban, eso sí, de portada de revista. El olor de los coños jóvenes, puro ácido para toda la respetabilidad burguesa de un hombre ya cuarentón, casado y con hijos. El rollo de la autoafirmación de la masculinidad a partir de los cuarenta. El aburrimiento que últimamente me provocaba la vida con Raquel, que ya no tenía –hacía siglos que no tenía- el encanto de la estudiante de Filología Inglesa de la que me enamoré y a la que llevé de viaje a Edimburgo pidiéndole dinero prestado a mi padre, porque por aquellos entonces mi sueldo de camarero en el Palace no daba para lujos, ni babilónicos ni anglosajones. Qué diferente era, entonces, al pie de las murallas del Palacio de Holyrood o paseando por Princess Street con un ramo de flores en la mano, o tomándose un cerveza conmigo en la barra de cualquier pub y diciendo que no se enteraba de casi nada de lo que la gente decía a nuestro alrededor en aquella atmósfera compactada de humo de cigarrillos y olor a cerveza y whisky.
Qué diferente era todo, éramos.
-Me voy corriendo, a ver cómo está el niño-dijo o Margarita.
-Hasta luego, entonces.
Margarita sabía muy bien cuando la atención de un hombre, por distraída que fuera, se volatilizaba, y solamente quedaba lo que a ella debía parecerle una mascara de taciturna impenetrabilidad. La vi salir del bar de Floro, casi doblada por el peso del enorme bolso que llevaba, probablemente cargado con alguno de esos juguetes absurdos que solía llevarle todos los días a su hijo y que el niño utilizaba y desechaba con la misma rapidez con la que cambiaba de gesto o de humor. Vivía como una esclava de la hiperactividad de Miguel, chupando o follando por tarifas que no quería ni imaginarme, hecha un adefesio semialcoholizado, a pesar de que bien arreglada y maquillada habría resultado incluso guapa. Yo no entendía nada. La competencia era dura por aquellas calles, había chicas inmigrantes que se llevaban el gato al agua sin el menor esfuerzo, con un movimiento de caderas sinuosas, mostrando piernas de escándalo, culos y tetas y bocas de órdago, pieles de todos los colores. Marga parecía tan fuera de lugar en aquel oficio como un mendigo en una fiesta de gala. Tan fuera de lugar como lo estaba yo mismo, en aquel barrio, en aquel ambiente, oyendo roncar débilmente a Floro tras la barra y contemplando la entrada en el bar de dos niñatos marroquíes en busca de tabaco o algo por el estilo que me dirigieron, por unos instantes, una mirada entre apreciativa y depredadora en potencia; un tipo de-mediana edad, vestido con corrección, sentado a una mesa con un vaso de whisky casi vacío ante él. Tal vez consideraran la posibilidad de atracarme a punta de navaja; al fin y al cabo, muchos de estos cabrones todavía creen que cruzando el mar en patera los espera la tierra prometida, un moderno Al-Andalus donde robar a todo cristo o trapichear como les venga en gana y pasándose las leyes por el forro de los cojones del profeta. A un amigo mío escritor, Juanjo Gallardo, le robaron una tarde, en plena plaza de Santa Ana, el teléfono móvil y la mochila donde llevaba el único ejemplar mecanoescrito, de una novela en la que había estado trabajando casi un año. Lo jodieron vivo, teniendo en cuenta que Juanjo, a pesar de utilizar el ordenador, nunca sacaba copias de seguridad porque se armaba un lío con los disquetes y toda la parafernalia.
"Nunca me he considerado racista, macho”, me dijo en el bar aquella tarde. "Pero creo que voy a tener que replantearme algunas de mis convicciones. ¿Qué coño se creían los moracos aquellos, que llevaba oro en la mochila? Me cago en su puta madre. Y encima mi mujer que no se cree una palabra, que me he dejado la mochila olvidada en algún puticlub de los que tanto frecuento", sonreía, a punto de explotar, mientras yo le servía a una cerveza por cuenta de la casa. "Cojones con las mujeres, macho. Es que no se puede ni salir a la calle. Y ahora, a buscar un trabajo de mierda, en desagravio por el año perdido "garabateando esas locuras". Era mejor cuando estaba solo, y tieso... ¿Por qué tendrán esa obsesión por las pobres putas?"
"Supongo que por una cuestión de competencia", dije. "Al fin y al cabo, suelen ser mucho más baratas, como decía mi abuelo."
Los dos moros compraron finalmente un paquete de cigarrillos y acabaron por salir del bar. Confieso que empecé a respirar algo más tranquilo. No me fiaba ni de mi sombra, y las calles de Madrid están llenas precisamente de eso: de sombras.
Llamar a mis hijos fue una especie de autoimposición. Los echaba de menos, y tenía la certeza de que Raquel no habría perdido ni un minuto, aunque fuese a su muy educada manera, a la hora de inocularles todo el veneno que pudiera contra mí.
José Ramón, el mayor, estuvo sencillamente frío, ausente, embozado en el caparazón preadolescente de la perplejidad. Era lógico. A los once años, nadie puede entender todavía que el tándem papá-mamá siempre juntos y en apariencia felices pueda convertirse en una pista de circo en medio del infierno, en un se acabó para siempre. No hay explicaciones posibles para ahorrarle dolor a un niño de once años. Aunque tarde o temprano tendría que encararme con él, explicarle con un nudo en el estómago que a veces los papás se separan y que pasara lo que pasara él y su hermano tendrían que seguir haciendo su vida, y que yo nunca los abandonaría. El pequeño, Raúl, estuvo más cariñoso.
-Te echo mucho de menos, papi.
Colgué y me tumbé en la cama, mirando al techo, al desconchón con forma de mapa cercano a la esquina de la puerta, al armario barato, desvencijado, a la ventana abierta por la que de vez en cuando llegaba el rugido de un coche, insultos, conversaciones en voz alta en lenguas incomprensibles. Raquel no había querido ni ponerse al teléfono. Seguiría furiosa, lo cual era de lo más lógico, y aquello empezaba a parecerse a una situación sin salida. El mundo debía de estar lleno de imbéciles como yo.
-Cuando uno se casa, Ramón- me había dicho mi padre hacía muchos años, y además tiene hijos, se jode y baila. Se jode y baila hasta que termine la música.
No quería ni imaginarme lo que estaría pensando. Para él, sus nietos eran sagrados. Le era completamente inconcebible que alguien como yo hubiera podido cambiar la tranquilidad doméstica junto a Raquel y mis hijos por una pura explosión de lujuria, pero yo sabía lo que había detrás de aquella opinión tan aparentemente respetable y sensata: si hubiera visto a Laura y Sara chupándose las lenguas tras la barra de mi bar, a puerta cerrada, contoneándose con sus minifaldas, frotándose los pechos con los ojos muy fijos en mí, invitándome, volviéndome loco, haciéndome estallar la bragueta... Sé que hubiera dado la mano izquierda por haber estado en mi lugar. Aunque probablemente se hubiera muerto de un infarto. Esas cosas –después de cuarenta y dos años casado con mi madre- no podían suceder en la realidad. Esas cosas ocurrían solamente en las películas pomo, en las revistas, en lo que él llamaba "libros verdes".
El abuelo de mis hijos, a sus sesenta y muchos años, además de bastante hijo de puta, era de una candidez desarmante. Tampoco hubiera podido entender que con el paso de los años, mi relación con Raquel se hubiese convertido en algo tibio, casi cálido, entrañable pero un punto insípido. La gente cambia; yo había cambiado y ella también. Ni siquiera, en las contadas ocasiones en que me lo había preguntado a mí mismo, me hubiera preocupado que ella pudiese o no tener sus líos fuera del matrimonio, ni si eso podría haber avivado mi pasión, haber hecho saltar las llamas de los viejos rescoldos. Yo, cansado de toda una vida trabajando para huir de la pobreza, que me aterraba, había decidido de pronto tirarme al barro a ver qué pasaba, y aquellas dos chicas colombianas que trabajaban para mí, y a las que sabía ambiciosas, y con novio, me lo habían puesto a huevo. Era mi primera transgresión sexual. Pero no por eso el remordimiento admitía atenuantes. Me sentía mal, y no podía negarlo, pero no paraba de pensar en ellas, en aquellas piernas macizas enfundadas en medias negras, en aquellas cinturas cimbreantes, en aquellos culos jugosos en los que me corría para después acabar lamiendo mis propios jugos mientras empezaban a masturbarme para otra sesión de desenfreno. Hasta el hecho de pagarles un buen plus por sus servicios me ponía caliente; me hacía sentir poderoso. Yo pagaba, y ellas empezaban a lamer, a acariciarme, a besarme, a montarse el numerito lésbico mientras yo me iba desnudando con la polla palpitante y encabritada. Me habían devuelto, o mejor redescubierto, un vigor que hasta entonces parecía dormido. Raquel, en el mejor de los casos, solo se ponía como una monja cachonda cuando le compraba un vestido de diseño, y nunca se había dejado dar por detrás —decía que le dolía mucho-. En cambio, los culos de Sara y Laura eran dos túneles siempre propicios; era a mí a quien acababa doliéndole la verga, y el placer era tanto más intenso cuanto más me dolía.
Y sin embargo, ahí estaba yo ahora, escondido como un conejo, confuso y atacado por los remordimientos en una habitación barata de la calle del Pez mientras los traficantes y las putas discutían en la calle.
Entonces llamaron a la puerta; era Margarita. Parecía, un besugo mal pintado. Tras ella venía su hijo, Miguelito, que no paraba de balancearse sobre los pies, primero sobre uno, luego sobre el otro, como un pequeño metrónomo con las manos a la espalda.
-Perdona, Ramón. ¿Molesto?
-En absoluto. Pasa, pasa.
-Que no quería molestarte. Es que...
-Pero tranquila, mujer. Dime.
-Que se han cepillan a Bibiana.
-¿Cómo?
Entonces empezó a llorar. Hice que pasara con el niño y cerré la puerta.
Uno de los policías que había encontrado a Bibiana degollada en un portal de la Calle de La Palma había dicho algo así como que el tajo que le habían hecho en el cuello no tenía nada que envidiarle al de Ronda. De hecho, casi le habían arrancado la cabeza: en mitad del amasijo sanguinolento podía distinguirse la tráquea, parte de la lengua y el esófago seccionados a lo bestia, como con un hacha mal afilada. El cadáver estaba entre la puerta del cuarto de contadores y las escaleras del bloque; el charco de sangre llegaba hasta la puerta de la calle. Se había dado cuenta la vecina del segundo cuando su sobrino de 11 años había entrado en casa dejando tras de sí un rastro de huellas de zapatillas ensangrentadas en los escalones y el rellano.
-Y encima seguro que tenía el Sida, la sudaca ésa. Ay, Dios mío. Cómo está Madrid. Cómo está Madrid.
-Señora, tranquilícese, cojones.
Bibiana dejaba dos hijos en su Santo Domingo natal, además de una vida itinerante por una madre patria que había acabado por convertirse en la madre tumba; siete años en total, empezando como limpiadora doméstica para concluir como limpiadora de sables.
Claro que yo no podía expresarle esto en voz alta a una Margarita deshecha en llanto, temblorosa hasta el espasmo, abrazada a mí, los dos sentados en la cama mientras Miguelito se dedicaba a hurgar en el cajón de la mesita de noche, revolviéndome, entre otras cosas, la documentación del bar.
He visto llorar a una mujer muchas veces. Tal vez demasiadas. Pero aquella deflagración que se me vino de pronto encima llegaba a resultar casi dolorosa. Margarita olía a perfume barato, a demasiado maquillaje. Tenía unos pechos bastante grandes, bien duros bajo el liviano jersey de lana negra. Noté un principio de erección. No podía evitarlo. Lo que había pasado era de lo más común, tal y como estaba el patio. Podía haberle pasado a ella, a cualquiera. En la pensión, todos se habían enterado de aquello por las noticias del mediodía. Bibiana era la comidilla, lo sería aún por un tiempo. Una chica tan guapa, tan alegre, tan sonriente, tan amable, siempre dispuesta a ayudara cualquiera, a ocuparse del hiperactivo Miguelito mientras su madre salía a buscarse la vida. Diego, el casi siempre malhumorado pero en el fondo muy comprensivo dueño de la pensión, ya había pensado en comprar una corona de flores. No en vano llevaba un tiempo secretamente enamorado de Bibiana, por la que sufría horrores cuando la imaginaba en plena faena con tipos que pagaban en metálico; el mismo dinero que él cogía semanalmente de las finas, tostadas manos de Bibiana.
Era lo que yo llamaría un romántico sin escrúpulos; pero a pesar de ello no se le había ocurrido ofrecerle alojamiento a aquella mulata dominicana de veintitrés años cambio de sus favores. Curioso puritanismo en un hombre que debía haber visto de todo. Tal vez prefiriese la versión platónica del idilio. Al fin y al cabo, no era la primera vez que se enamoraba de una de sus huéspedes.
Esa noche me llevé a cenar fuera a Margarita y a su hijo, en lo que más tarde me parecería el principio de un muy particular proceso de redención. Nunca me he considerado un hombre demasiado compasivo ante la desgracia ajena. Creo que soy más bien un cabrón egoísta con ocasionales ramalazos de altruismo, exactamente igual que mi padre. Exactamente igual que la mayoría de la gente que conozco. Es lo que hay; somos predadores por naturaleza, digan lo que digan los filósofos bienintencionados. Somos una mezcla de lobo y cordero, y sí, efectivamente, la mayoría de las veces el infierno está empedrado de buenas intenciones, como decía un maricón francés de principios de siglo, uno de esos escritores que le gustan a mi amigo Juanjo Gallardo.
Mi padre le hizo en cierta ocasión un préstamo de medio millón de pesetas a un amigo abogado. Como pasaron dos años y el otro no le devolvía el dinero, acabó follándose a su mujer. Con intereses. Estuvo haciéndolo varios meses. Lo sé porque el abogado, Agustín Navarrete Castro, me lo había contado de primera mano una semana después de enterrar a su mujer. Mi madre nunca supo nada.
La compasión, para mí, es una de esas cosas que se desgastan con la edad, y con mucha más rapidez si uno trabaja cara al público.
Cenamos en una pizzería cercana a la Plaza de Olavide. Miguelito se portó bastante bien; solo tiró una vez la copa de vino de su madre y básicamente se dedicó a guarrear su porción de pizza. Luego quiso un helado que no se comió y que acabó derretido en un plato, sobre la barra de mi bar, que abrí durante unas horas para Margarita y para mí, a media luz y puerta cerrada. El niño acabó dormido en uno de los sofás al fondo.
Puse música de los ochenta: Culture Club, Foreigner, Phil Collins. Puse una botella de Glenfiddich de quince años sobre la barra, una cubitera llena, dos vasos anchos de cristal macizo. Cuatro copas más tarde, también puse a Margarita a cuatro patas, apoyada en la barra, y empecé a comerle el coño.
Estaba buenísima.
Ahora, al cabo de tres años, me ha demostrado que es una buena mujer, muy de su casa. Vuelve a tener todos los dientes, Miguelito está en una escuela especial y va al psicólogo todas las semanas; progresa. Vivimos en un pueblo grande de la provincia de Cádiz; vendí el bar y he montado un pub irlandés que ha resultado un éxito. Veo a mis hijos casi todos los meses y durante las vacaciones; Raquel llegó conmigo a un acuerdo económico que no ha logrado, de momento, arruinarme. Cuando me tumbo a su lado en la cama, en mi antigua casa de Claudio Coello, la veo mas guapa que nunca, rejuvenecida, pimpante.
Me gusta ser adecuadamente retribuído a cambio de la pensión que le paso
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